martes, 29 de diciembre de 2020

La enfermedad

Hijo, no hagamos bulla, pues mi padre se siente enfermo. Ojalá tuviera yo sus sanadoras manos para aliviarle el malestar. Suplamos con su tisana favorita, y nuestro amor, la carencia del milagro de sus dedos para quitar la fiebre, ahuyentar el dolor y componer el ánimo.

    Las manos de mi padre huelen a yerba buena y alcanfor. Son bálsamo de aceites extraídos de flores milagrosas de la India, jarabe fabricado con secretos aborígenes, pócima de albahaca, manzanilla y mejorana que te penetra por la piel cuando, enfermo, él te acaricia: barniz curativo que te protege del mal; salvia y romero, aloe, eucalipto, ajo y tomillo.

    En la ocasión que una gitana de paso, por unas pocas monedas de caridad, le vio la palma de la mano a mi padre, no descubrió entre sus surcos la historia de pasado presente, y futuro  que el destino le trazara, sino que descifró, en los jeroglíficos del templo de Anubis, la formula con que cada mañana el dios egipcio reconstruía el cuerpo desmembrado de Osiris; interpretó la caligrafía árabe en la que aparecían los salmos curativos del califato de Córdoba y leyó las oraciones de Santa Lucía y San Luis Gonzaga.

    Siempre que he estado enfermo, ha sido mi padre quien ha velado junto a mi lecho, pendiente de mis fiebres y de mis medicinas. Su beso era mayor anestesia que el espray de éter que inventó para sustituir la desinfección del alcohol y no me dolieran las inyecciones: medico, enfermero, chaman, boticario, farmacéutico, santo milagroso.

    Yo lo imité cuando hubo que ingresarte en el hospital. La epidemia hacía estragos, y los cuidados preventivos no fueron efectivos. La orden del facultativo conllevaba extraerte sangre para los análisis, y fuiste la admiración de todos, cuando pusiste tu bracito, a sabiendas de que te iba a doler, pero no lo suficiente para doblegar el estoicismo de un monje budista, ni doblegar el plante de un Guardia Suizo, con su traje a rayas tricolor, como tu pijama, ni mermar la valentía de un primer cosmonauta al subir al satélite artificial en la punta del cohete propulsor; y fueron mis palabras quienes te convencieron de ser valiente, como fue mi voz en tu oído todo el tiempo asegurándote que pronto ibas a estar bien, y prometiéndote las más entretenidas excursiones, los más emocionantes campeonatos de béisbol nunca antes jugados y los más divertidos baños de mar, tejiendo con los pies, la espuma de las olas; coleccionando nácares de rizadas estructuras, y mirando la procesión de delfines que en tu honor, y para saludar tu restablecimiento, saltarían durante tres horas seguidas en el horizonte del mar.

 

 

lunes, 14 de diciembre de 2020

LA ESTRELLA POLAR

¿Recuerdas la noche que, acostados sobre la yerba cuando hicimos la excursión a la montaña, mirábamos sobre nosotros la bóveda celeste y vimos los cientos de estrella que nos cobijaban y que normalmente no vemos desde la ciudad? Te maravillaste de aquel prodigio; y yo te expliqué, aunque ya tú lo sabías, que esos puntos luminosos y centellantes van cambiando, durante el año, en la medida que la Tierra gira alrededor del sol, tal y como se modificarán las situaciones por las que transcurrirá tu vida.

    Pero del cúmulo de estrellas en el firmamento, hay una que permanece fija y señala siempre al polo norte magnético del planeta. De ella se valieron los navegantes, las caravanas de comerciantes y los aventureros para no perder el rumbo de sus destinos. En el hemisferio sur, otras estrellas fueron las guías de los marinos, mercaderes y exploradores.

     Dentro de ti, hay también dos estrellas que con frecuencia te pedirán que las sigas. Una está en tu cabeza y se llama razón; la otra tiene por nombre afecto y anida en centro del pecho. Cuando ambas te indiquen una misma ruta, no habrá duda, pues, como el agua del río, sólo deberás dejarte llevar para llegar al mar. Pero si señalan polos diferentes: norte sur, blanco negro, cielo o tierra, entonces deberás decidir a cuál obedecer. 

    No es tarea sencilla y a veces resulta dolorosa. En esos casos, no dejes que nadie decida por ti. Sólo un consejo me atrevo a ofrecerte. Escoge la que les indica a los cosmonautas cómo llegar al centro de la galaxia.

 

 

martes, 1 de diciembre de 2020

El trabajo

La miel, hijo, no creas que es solo trabajo del colmenero que cuida el panal. La miel es un regalo de las flores, pero son las abejas las que recogen el néctar, lo llevan a la colmena y, gota a gota, le dan color, sabor y consistencia  para que, dulce y nutritiva,  como a mi padre y a ti les gusta, untársela al pan del desayuno.

   Cuando volamos en la alfombra de los aromas hasta la panadería del barrio, basta un “ábrete, Sésamo” para que traspasemos al maravilloso mundo de vidrio donde viven los más disimiles familias de panes: el que una vez, cuando eras más pequeño, soplaste para oír el sonido de la flauta; el hallulla, parecido a los cachetes, redondos, tersos y dorados, de la señora que los vende; el francés, a quien para complacerte, siempre saludo con un “comme ça, vous, monsieur?”; y el holgaza, la marroqueta, el dulce, el de Pascua, el de muertos, el de molde, el integral, el casabe…

   ¡Cuántos, cuántos tipos distintos de panes que se deben amasar y hornear para que nos deleitemos al verlos, olerlos y saborearlos! Pero los panes, hijo, no varían solo por la forma de barras, aros, bolas o trenzas, con que van al horno, sino también de acuerdo al cereal de donde proceda la harina con que se confeccionen, y los hay de trigo, maíz, centeno, cebada, arroz, soja, yuca, papa, amaranthus …; se les puede agregar, para darle sabores desiguales, grasas de diferentes tipos: tocino de cerdo o de vaca, mantequilla, aceite de oliva; azúcar, especies; frutas secas, como  pasas, nueces, castañas, avellanas, cacahuates y cacao; verduras o semillas, y aromatizarlos con azafrán, canela o esencias de las más disimiles flores. De ahí el calidoscopio de colores y sabores que nos avisa estar en el palacio del pan.  

   Las espigas de trigo se mecen como las olas del mar, y las mazorcas de maíz, cuando las despajamos, siempre nos sonríen; pero antes de que tales privilegios nos lleguen, hay que en la tierra esculpir mullidas cunas, para, después de haber  besado las semillas con un gota de sudor, depositarlas en el surco, y pueda ocurrir el milagro de la vida. Cuando las plantitas salen a rendirle pleitesía a su padre el sol, santiguarlas con el agua bendita del rio para que crezcan lozanas; y, como hago yo contigo, eliminarle de su alrededor las alimañas y malas yerbas que puedan dañarlas. Después recoger los granos y tocarlos uno a uno con la varita mágica del trabajo para que se conviertan en harina; casar a esta con el agua, bendecir el matrimonio con levadura y sal para que se formen las familias de panes que tantos nos gusta admirar y saborear.

      Hay panes que se confeccionan mezclando su masa con huevos.

   Desde pequeño gustaste de ayudar a mi padre a alimentar las aves que se crían en el traspatio de la casa, en el fondo de lo que te parecía inmenso campo, y donde hoy pateas los goles del próximo Mundial de Fútbol, cuidando de no dañar a los pollitos, azorar a las gallinas, ni asustar al gallo preferido de mi padre.

   También te ofreciste cuando decidí aprovechar una porción de la tierra para hacer un cultivo de ajíes: juntos eliminamos los abrojos, cavamos el suelo, trasplantamos el vivero, vimos crecer las plantas, y compartimos con risas y besos la inmensa alegría de ver brotar los frutos de nuestro trabajo. Pero la malquerencia existe y, sin saber de dónde procedía el mal, nuestro cultivo comenzó a languidecer, y a marchitarse la roja fructificación en sus ramas.

   Cual las huestes de un castillo acechado por un desconocido enemigo, amurallamos el pequeño vergel para impedir que pavos y patos lo invadieron. Buscamos la ayuda de un experimentado espantapájaros de viejo pantalón y raído sombrero, por si el ataque procedía desde el vuelo de los pájaros. Pero no: el daño avanzaba oculto y sigiloso, en avasallador silencio, lento y pegajoso, hasta que tu vigilia y tu afán descubrieron  la causa del estrago. Entonces fueron los agentes del orden, convertidos en frascos de insecticidas, quienes desde la base de operaciones de nuestras manos, permitieron replegar al enemigo hasta derrotarlo totalmente e iniciar la etapa  de la esforzada reconstrucción de lo devastado, pues no podíamos permitir que nada ni nadie nos quitara lo ganado por nuestro trabajo; y fuimos ricos y dichosos cuando llenamos con ajíes de nuestro sembrado, el cesto que tejieron tus dedos y los míos.  

 

 

miércoles, 18 de noviembre de 2020

EL CABALLERO

Hijo, hoy especialmente me siento un hombre feliz: a tu accionar debo mi contento. Estabas, en no sé qué cosmos lúdico, correteando por laberintos fantásticos del parquecito junto al edificio donde vivimos. Yo te observaba vital y sonriente, con tu pelo dorado, como el viento al atardecer, y tu sonrisa, con los dientes que marcaron la madurez de tu infancia. De pronto, una señora en el tránsito a su hogar, dio un traspiés, y al suelo fueron las bolsas que cargaba con las compras del mercado. La viste y, cabalgando tu Rocinante de hierro, como siempre hicieron los caballeros medievales cuando una dama debía ser socorrida, corriste en su auxilio, No les importaba a ellos, ni mucho menos a ti, dragones de vuelo rasante y vaho de fuego; nigromantes de emponzoñadas pociones y arteros hechizos; mañosos enemigos feudales; mares embravecidos, fosos repletos de hambrientas tarántulas, murallas ni altas torres.

    ─A sus pies, señora mía ─decían─, mi brazo, mi honor y mi vida.

    A ti te bastó un simple: "la ayudo", y raudo recogiste latas y verduras, bolsa de pan y jabones. Y para que no quedara duda de la integridad de tu valor y tu fuerza física, cargaste con su morral hasta el lindero del bosque de tus juegos, donde la anciana, quien en realidad era la emperatriz de las hadas de los cuentos, te premió con la condición de príncipe, sin saber que ya lo eras desde el día que, recién nacido, besé por primera vez tu frente.

    Más que un principado, otro fue el regalo que tú mismo te hiciste al entrar en las huestes de las personas que hacen del bien ajeno, evangelio y faro. Adquiriste, con tu acción de niño bueno, la condición de rayo de luz, y, desde ahora, el tamborileo y las cornetas que anuncian a los colosos precederán tu paso por la vida.

     No te engañes. La envidia y la malevolencia, la antipatía y el encono se pregonan, se anuncian y se divulgan en titulares luminosos, pues quieren hacernos creer que son los dueños del universo. Pero los hombres buenos somos más, y estamos agrupados en huestes de oloroso incienso.

     ¿Te acuerdas cuando me ausenté durante unos meses, y tú preguntabas dónde estaba ese país lejano al que yo había ido a trabajar? Si a mi regreso, para cruzar el océano, tomaba el avión en el punto mismo de partida, me perdía la oportunidad de, al menos, desde la ventanilla de un vehículo de fierro, ver trigales, ríos, viñedos, lagos, castillos y ciudades; imaginar las aventuras que vivieron los caballeros medievales, las disímiles historias que por aquellas bastas planicies ocurrieron; y percibir los olores de las estaciones donde nos detuviéramos, escuchando el sonido de lenguas extrañas para mi oído y disfrutar de sonidos guturales y cadencias verbales que, como música producida por instrumentos del medioevo europeo, yo no hubiese oído antes,

      Creí que reposado cómodamente en el asiento de un tren llegaría a mi destino final: el aeropuerto donde tomaría el avión en el que sobrevolaría el mar, pero muchas fueron las peripecias que debí vivir; dificultades, inconvenientes y contratiempos que superar; problemas, trabas y acertijos que resolver en la travesía por tierras europeas. Viajaba con más bultos que una recua de llamas bajando por Los Andes y sólo dos manos para mover tal equipaje, y si logré no ir dejando un rastro de ropa, regalos, equipos eléctricos, maletas y maletines fue porque a mi camino concurrieron duendes daneses, hadas teutónicas, magos belgas de la más rancia estirpe de socorristas, elfos franceses, gomos neerlandeses y algún que otro alpinista suizo criador de perros San Bernardo que me protegieron en ferris, trenes y trolebuses, en la estación de ferrocarriles de Copenhague, en el puerto de Puttgarden, por las calles de Hamburgo y Colonia, en el paso fronterizo de Acheen, por la ciudad de Bruselas y en el lindero de Lille, hasta llegar hasta al abrazo de un amigo en París que me permitió unos días de respiro para seguir después hasta el país de Finis Terra, desde donde, como un Cristóbal Colón aéreo, salir a atravesar el Atlántico y descubrir el hijo más hermoso que ojos humanos hayan visto y que esperaba por mí: tú, el caballero de la corte del rey Arturo que con su estandarte albo, su armadura de platino y zafiros y su lanza de oro se presentará en cuanta lid, torneo u olimpiada se convoque para ganar la corona de laurel del servicio desinteresado y solidario a los menesterosos, necesitados, humildes y sufridos ante las circunstancias de sus vida.

 

 

sábado, 7 de noviembre de 2020

ALERTA

Hijo, fue Bill Gate quien le explicó a Juana la Loca, Reina de Castilla,  que todo el sistema computacional se basa en la alternancia del 1 y del 0, y desde entonces ese es el gran dilema de la Humanidad: ser o no ser; de él se han desprendido grandes descubrimientos como el de los polos positivos y negativos de los imanes; lo que Iván Petrovich Pavlov, un eminente criador de perros rusos, utilizó para adiestrar a sus animales a reaccionar solo en dos procesos mentales: excitación e inhibición; y por lo que  la infeliz Julieta estaba indecisa si tomar o no el veneno que le suministró su confesor, pero como París bien vale una misa, al final Gengis Kan se decidió por morder la manzana que María Curie, la descubridora del radio, le ofrecía, y por ello fue a descansar en un urna de cristal en medio del bosque, antes de que, Alejandro Magno, cabalgando el caballo de Atila, llevara sus tropas a asediar a Roma, y el Papa ­­­­León I lo detuviera con la famosa frase de Abraham Lincoln cuando salió del Teatro Ford y dijo que como no le gustaría ser esclavo, estaba en contra de la esclavitud, y por cuanto y por tanto enviaría al ejército norteño a pelear contra los Estados Confederados con la orden de no regresar hasta liberar a Europa del flagelo del cólera. Dispuesto a cumplir la encomienda de su presidente, Hernán Cortez quemó sus naves para que no pudiera haber vuelta atrás; y como el quien persevera, siempre triunfa, ya sin barco para navegar, el noruego Rosald Armundsen se montó en un trineo tirado por perros esquimales, traídos especialmente para la ocasión desde la Antártida, y no paró hasta llegar al Polo Norte, plantó la bandera de la ONU para después salir desnudo de una tina gritando eureka. Quizás tú hayas oído decir que esto lo exclamó Marco Polo al llegar a China, pero en realidad quien primero lo vociferó a los cuatro vientos, fue Vasco Núñez de Balboa cuando divisó el Océano Pacífico. La frase se ha hecho manida por la repetición constante de cuanto turista llega a las playas de Machu Picchu, pero en realidad quien la hizo famosa fue Yuri Gagarin, cuando a bordo del Apolo 13 la dijo en vivo, a través de la cadena de televisión de todo el planeta, aunque como habló en japonés, su idioma natal, la gente creyó que estaba saludando a Mao tse Tum, el más famoso de los samuráis de toda la historia de China y primer hombre en escalar el Monte Everest, en el Himalaya.

     Hijo, no vayas a confundir Himalaya con la malaria. El Himalaya queda en Asia, mientras que la malaria es originaria de Malasia, territorio del antiguo Imperio Austro Húngaro, donde George Washington  fundara la ciudad de Chicago, célebre no sólo por el gran incendio que en ella ocurrió, sino también porque allí Leonardo da Vinci dirigió la orquesta en el estreno mundial de la ópera “Don Giovanni” del compositor hindú Kurasawua, representación en la que el tenor John Lennon salió del teatro con el vestuario del personaje que representaba: Radamés, cuando unos terroristas vascos hicieron detonar un petardo en la calle donde las floristas de Alcalá vendían nardos, azucenas, incienso de Nepal, y Agua de Colonia.

     Cuando tú eras pequeño, una vez te regalaron un pomo Agua de Colonia, pero yo me negué a que te perfumaran con él, pues en esa ciudad, Mussolini, el nazi más terrible que ha parido madre polaca alguna, construyó el campo de concentración de Auschwitz y se lo obsequió a su compadre Adolfo Hitler para que pusiera una fábrica de jabones elaborada con grasa humana, por lo que el Aga Kham, y para evitar que lo llevaran a la cámara de gas,  tuvo que buscar asilo político en Nepal, país desértico de América del Sur, donde se convirtió en guía espiritual de todos los luteranos del mundo y director de la una de las siete maravillas de la antigüedad: la Biblioteca de Alejandría. Y ya que aprendiste a leer, y te menciono la palabra biblioteca, no puedo desaprovechar la ocasión para recomendarte que, si quieres ser un hombre al que no le pasen gato por liebre, como ahora yo he intentado hacer contigo, bebas la sabiduría de los libros.

    Mi discurso, lleno de absurdos e imprecisiones, pero adornado con nombre y hechos exactos y veraces, no ha sido sólo para bromear con el juego de las mentiras y el truco de las verdades, sino para advertirte que ese es el recurso con que los timadores, bribones y trúhanes usan para engañar a los ignorantes. Aunque yo aspiro a que tú no lo seas, nunca está de más que te alerte.

 

 

sábado, 31 de octubre de 2020

La competencia

Touche ─sentenció el juez, y tu contrincante bajó el florete.

    La premiación no se iba hacer esperar, y en un momento, se oiría tu nombre por los amplificadores del salón, recinto lleno de la luz del sol que llegaba a través de los grandes ventanales de cristales del, momentáneo, palacio de deporte donde se efectuaba la competencia de los mejores esgrimistas de las diferentes academias de la provincia.

       Recuerdo tu contentura cuando te comunicaron que participarías representando a tu escuela, y la firmeza y temeridad con que manifestaste que ganarías la medalla de oro. Tenías la técnica necesaria para ello, pero debías esforzaste en tu preparación física durante el tiempo que faltaba para el torneo, mas te sobraba decisión para enfrentar el esfuerzo que conllevaba el adiestramiento de tus músculos, el avivamiento de tus reflejos y la capacidad de concentración necesaria para saber cómo coordinar los movimientos de ataque y defensa. El florete tenía que convertirse en extensión de tu brazo, y a pesar del dolor y el cansancio que ello te podía causar, te esforzaste día a día por lograr tu meta. Y junto con el avivamiento de tu cuerpo: ojos, músculos y cerebro, se fortaleció tu voluntad.

     El nombre que yo te escogí cuando naciste, acompañado del apellido del padre de mi padre, y el mío, que te identificaba como de la estirpe de una familia de bien, se oyó y continuación el resultado obtenido. La medalla de plata te fue colocada sobre el pecho, y tuve que esperar que, al igual que hacían a los otros dos ganadores, la levantaras en alto para la foto. Y entonces ya descendiste del estrado de la premiación. Viniste, con el mundo cayéndote encima, caminando a donde yo te esperaba. Una vez más te estreché en mis brazos, y si mi piel no era suficiente para transmitirte mi alegría y satisfacción te di un beso y te felicité.

    ─No gané la de oro ─dijiste en un leve susurro para que la voz no te abriera al llanto.

     Recuerdo que te cogí la cara con las dos manos, y te la apreté para evitar que fueran a brotar las lágrimas que amenazaban con saltar de tus ojos. Mi sonrisa no tenía nada que ver con el color de tu medalla: era el orgullo de tener un hijo luchador, como el más valiente cacique incaico, que enfrentaba con su pecho de plumas las alabardas de los conquistadores españoles; un verdadero samuari, bravo sarraceno, humo aventurero dispuesto a conquistar el mundo, a pesar del calor, el frío, la sed y el hambre.

     ─El mérito no está en el logro, sino en el empeño con que se luche.

     Fernando de Magallanes, el valiente navegante portugués, se planteó circunvalar por primera vez el planeta a bordo de un navío. Debió enfrentar conjuras e intrigas palaciegas, conspiraciones de timoratos y la insidia de envidiosos; e insistir y convencer al monarca que lo apoyó en su propósito. Tuvo que imponerse al motín del miedo de sus marineros, racionar el agua potable, comer cuero y aserrín; luchar con la furia del mar, vencer a la confusión de las estrellas, la cólera de los vientos, la desidia y las enfermedades.

    Magallanes no pudo completar su viaje, quedó inconcluso su sueño, pero la humanidad no lo juzga por haber muerto en una tonta escaramuza ante unos infelices nativos de una isla interpuesta en su ruta. El intrépido marino es reconocido por su esfuerzo y entereza, por su valor y persistencia, aunque no hubiese podido subir al estrado a obtener una medalla de oro.

 

sábado, 24 de octubre de 2020

El reloj

El padre de mi padre, hijo, sabía del paso de las horas del día, como el hombre primitivo,  por la posición del sol en su recorrido por el cielo o por la sombra de los árboles que los rayos de su luz provocaban en el suelo. Conocía así, cuándo debía guardar los animales, mojar el sudor de sus bestias o salir del surco abrazador. Pero en el refugio de su casa, sin la ayuda del astro rey, eran las campanadas de su reloj de pared quien le avisaba del paso de las horas; o cuando, entregado al sueño, en las madrugadas lo despertaban para oír el mugido de las vacas en el corral, deseosas de que se les ordeñara y poder alimentar después a sus crías.

    Es el mismo reloj de pared que tuvo mi padre como legado del suyo. Y el mismo que un día llegó a mi hogar con la noticia de que yo entonces sería su dueño: ese reloj que desde pequeño oyes tocar las horas y con cuyo sonido, en más de una ocasión, yo te ayudé a aprender a contar. Para que reconocieras los números, debiste esforzarte en la escuela, pues no eran los mismos que primero te enseñaron, sino otros que parecían letras; pero el conocimiento es basto.

    Es un hermoso reloj: con dos piezas de madera en forma de cisne a ambos lados de su caja, como soporte heráldico, custodiándolo. Su cristal, para proteger el lento recorrido de sus manecillas y el rítmico balanceo del péndulo, está adornado de nevados arabescos, en los que dos titanes sostienen sobre sus cabezas sendas cestillas de flores. En la parte superior del cedro de su caja, un semi círculo tallado, como un haz de cañas, sirve de sostén al capitel de tres óvalos, de mayor a menor, semejante a la cúpula de una pagoda japonesa, que lo corona, y en cuya base, presente, pero confundida entre tantos adornos, el rostro de la que pudiera ser la cara de una vigilante efigie egipcia, o el semblante austero de una patricia romana, quien inmutable observa a los que vienen a mirar el paso del tiempo. Y como este viejo reloj, hijo, algún día será tuyo, debo hacerte partícipe de un secreto oculto entre las ruedas dentadas del mecanismo detrás de su esfera, por donde se ve el paso del tiempo.

    La pequeña cara de mujer que ya te describí, es el hábitat y vocera de dos deidades de la mitología griega: Carpo y Talo: Horas del otoño y la primavera, respectivamente, quienes ante la conjunción de una serie de acontecimientos y la formulación de un sortilegio críptico, conceden los bienes de las cuales son propietarias: el tiempo y la abundancia.

     Debe ser en noche de luna nueva, en el momento exacto en que el minutero y el horario se confunden en una sola aguja sobre el número doce; con la palma de la mano izquierda sobre la cabeza, y el dorso de la derecha debajo de la mandíbula se debe decir, como en un susurro: "levita el panal, destila la miel, se abate el polen, al umbral final. Al umbral final, se abate el polen, destila la miel, levita el panal". Entonces se oirá desde el eco del Olimpo, dos voces alternativas de mujer, una cantarina; mesurada y grave la otra, que preguntarán:

    ─¿La bolsa?

    ─¿O la vida?

   No para exigirte una u otra, sino para ofrecerte riqueza y tiempo.

   Contole al padre de mi padre, el anticuario que le vendió el reloj, que recién fabricado este, tuvo un dueño al que las Horas le concedieron ambas cosas. Al verse de pronto joven y rico, el hombre comenzó una vida disipada en la que, pródigo con amigos en juergas de ocasión y diversiones, a manos llenas dilapidaba su dinero. Para él, la noche era día, y el día no tenía fin entre las más finas sedas de su vestuario, el vino y la música. Como únicos vestigios de su andar por la vida, sólo costosos sombreros de fieltro dejaba abandonados por los sitios que cruzaba.

    Mas llegó el tiempo en que la bolsa languideció y deshizo sus hilos. No se había ocupado el hombre de cosechar el oro ni la plata, pero propietario aún del reloj que hoy descansa sobre la pared de mi hogar, volvió a él con el conjuro de reclamo a las Horas dadivosas.

    ─La bolsa ─pidió esa vez, y de nuevo otra y otra, pues le era fácil y placentera la vida.

    El dinero, como las hojas de los árboles, puede volver en cada primavera, y para el hombre de la historia del viejo anticuario, los otoños no eran más que sólo épocas transitorias. Un día, sin embargo, con la talega recién repleta de dinero, le llegó el aviso de la Parca para partir, pues se había terminado el tiempo de su vida.

    Presuroso aprovechó los pocos minutos que le quedaban y corrió ante el reloj de las campanadas, que tanto te gusta oír y con el que aprendiste a contar, para pedirle esta vez a Carpo, que lo dotara de más tiempo de supervivencia. Pero, ¡oh, pobre infeliz!, no sabía que este don, no como el del dinero que puede ir y volver, es ofrecido por una sola vez; y cuando se acaba, la vida llega a su fin.

    No malgastes, hijo, tu tiempo. El tiempo es oro, dicen los interesados, pues no conocen otra cuantía de medida, pero el tiempo, tu tiempo, es más valioso que el más valioso de los tesoros que puedas imaginar.

    ─¿Más que un cofre de pirata? ─me podrás preguntar en la ingenuidad de tu imaginación, y yo te responderé:

    ─Más que todos los cofres juntos de todos los piratas del mundo. Tu tiempo, hijo, es tu vida. Aprovéchala.

 

 

lunes, 19 de octubre de 2020

EL MAR y LOS HELADOS

Hijo, ¿te acuerdas cuando conociste el mar? Tenías alrededor de quince meses. Como vivimos en el centro del país, sólo verde de campo y lomas, árboles y sembrados habías visto en las salidas fuera de la ciudad. Pero esa vez fuimos hasta la capital, fundada allí para recibir el beso salado de las olas. Al día siguiente de llegar, tomamos un taxi en el hotel, y nos llevó hasta la entrada de un casino náutico junto a la playa del reparto Miramar.

    A pesar del nombre de este barrio, las edificaciones al lado de la avenida impiden que desde la calle se vea el mar. Al llegar, nos bajamos del auto y, contigo cargado en mis brazos, atravesamos la entrada de aquel club y cruzamos el amplio salón hasta una gran terraza que daba al mar.

    Cuando te viste de pronto frente a aquella inmensa masa de agua que como un todo, por su color, se continuaba con el cielo, dando la sensación de un infinito espacio vacío, quedaste petrificado, con los ojos queriéndosete salir de las órbitas y viviendo gracias a la gran bocanada de aire que inhalaste, pues durante el tiempo de tu éxtasis no volviste a respirar. Yo esperé que disfrutaras de aquella impresión, pero como  tu arrobamiento duraba ya demasiado, me asusté, te zarandeé con ternura para que reaccionaras, y te dije:

    --Hijo, ese es el mar.

    Le doy gracias a la vida por haberme permitido mostrarte, no sólo el mar, sino otros tantos sitios, y sobre todo, el sendero por donde, como aspiro te ocurra a ti, andan los hombres que aspiran a convertirse en unicornios.

 

HELADOS

Mi padre comía duro fríos de a centavo que vendía una señora, propietaria del único refrigerador del pueblo. Cuando niño, yo disfruté de helados de diferentes sabores en una cremería. Hoy, a ti te gustan el sonday, el parfait, la copa Lolita, el coco glace y las cubiertas de chocolate. ¿Cómo y cuáles serán los helados que saboreen tus nietos?

 

martes, 13 de octubre de 2020

La loca

Hijo, no olvido aquella tarde en que fui hasta donde tus piernecitas intentaban volar hacia mí, y abrí los brazos para darte el refugio que reclamaba tu pavor.

    Era una simple muchacha con la cabeza llena de absurdas musarañas: mariposa perdida en laberintos de pensamientos incongruentes quien, incapaz de percibir la frontera entre sueños y verdad, recibía la burla de los golfos que ya fumaban en el parque donde muchas tardes nos llevaban mis deseos de leer y tus ansias de creerte pájaro, elefante, hormiga y avión.

   Arelys respondía a la incauta crueldad de la infancia con los más horripilantes amenazas e improperios, para acompañar alguna que otra piedra lanzada al aire sin fuerza ni tino. Y entonces, y por ello, la infeliz fue para tus aún tiernos ojos, la más terrible bruja que hubiese pisado nunca la faz de la tierra, y jamás lograste entender del todo, por qué Arelys me consideraba su amigo. Sólo ella y tú tenían fuerza suficiente para que mi libro se cerrara sin disgusto, y cuando el saludo cordial y respetuoso me llevaba a cualquier absurdo tema de conversación, te veía a ti, incrédulo y cauteloso, mirar la escena desde lejos.

   Aquel día, Arelys te vio cerca de los pillos que hacían entretenimiento de su locura, y, sabiéndote mi hijo, quiso protegerte del peligro que creyó, pero tú, sorprendido y precavido, supusiste que en sus manos serías objeto de tortura y alimento de alimañas y, más valiente que yo cuando tenía tu edad, fuiste capaz de lanzar un desesperado alarido y correr desaforadamente en mi búsqueda. Te atrapé y te escondí en el refugio de mis brazos para sentir como el susto se iba de tu precipitado corazón, y la caricia de mi mano sobre tu cabeza, alejaba los infaustos pensamientos que acabaron la bonanza de tu juego.

   Cuando la realidad se ensañe o la inocencia infantil convierta una señal, un estímulo, una situación cualquiera en motivo para el miedo, se abrigo y asilo, conviértete en puerto y refugio, vuélvete gigante todopoderoso y disfruta, también tú, la dicha inmensa de guardar a un hijo de la borrasca y el dolor.

 

 

 

sábado, 3 de octubre de 2020

EL MAGO HINDÚ

Hijo, el día que una manecita cálida y palpitante, como el aleteo de paloma, busque refugio en el amparo de tu mano de hombre, sentirás la dicha que inflama hasta los confines mismos del Universo, haciéndote el ser más bienafortunado de cuantos hayan existido; entonces, sólo entonces, sabrás cuánto te quiero.

   En mi memoria, aún florece el recuerdo de la primera vez que te sostuve, tierno, suave y blando, junto a mi pecho estremecido de orgullo; y si para algo fueran útiles mis brazos, en ese momento te juré, mi niño, que serían para protegerte por siempre de cuánto peligro osara amenazarte. ¿Por qué, para qué otra causa más justa servirán las fuerzas de un padre, que no sea para dar salva y refugio al hijo; y su hombro, para servirle de apoyo?

   Con raíces profundas y seguras, te sueño viviendo en mi corazón, porque así, con buen resguardo, crecí yo. De ello puedes estar seguro.

    Recuerdo aquella función en que, una y otra vez, el mago había pedido la ayuda de un niño. Quizás por las fracciones de segundo con las que se me habían adelantado, o quién sabe si por mi timidez, fueron otros los que sacaron pañuelos de colores, desaparecieron naipes o, simplemente, sostuvieron el sombrero de copa; mas tome la decisión de que la próxima oportunidad sería mía, y así fue. Pronto me vi, subiendo la escalera al escenario y oí al hechicero haciendo no sé qué comentario acerca de mi persona. Todo ello fue suficiente para arrepentirme de mi osadía, y, por si fuera poco, el público aplaudió y se rio burlonamente; ya entonces me sentí terriblemente desventurado, sin adivinar que aún no comenzaba la representación del sortilegio del cual yo sería la víctima inocente.

   Era el hombre moreno, de espesa barba negra y extraños y profundos ojos claros de mis pesadillas; y ya no supe si soñaba o vivía, pero igual tuve miedo y, como siempre desde la oscuridad de mi cama, quise que mi padre viniera. Y lo hubiera llamado con un hilo de voz entrecortada, irreconocible aún para mí, pero aquel que se decía venir de un país allende al mar, donde la magia, los encantadores y las serpientes eran cuestiones de todos los días, me dio a sostener un pequeño cofre, cuyo valor, a pesar del oro y zafiros con que estaba hecho, no tenía importancia alguna al lado del huevo que depositó dentro. Este, aunque muy parecido al de cualquier gallina, era el único huevo de dragón que existía ya. A él, se lo había encomendado el rajá más rico de Arabia, quien además, era el más terrible brujo de toda Asia, con el encargo y amenaza de que lo cuidara.

   Y él, mago de teatro, inconsciente e irresponsable, me lo entregó a mí.

   —No se te puede perder —me dijo, mientras envolvía el cofre sobre mi mano, con un pañuelo de extraños dibujos. Me sentó en una esquina del escenario y continuó su espectáculo, aunque preocupado por el huevo, entre acto y acto, iba, zafaba el envoltorio, abría el cofre y se aseguraba que aquel estuviera en su sitio. Y siempre la misma advertencia—: Tienes que conservarlo dentro del cofre.

   Yo, al menos, no pensaba tocar aquel fardo más que lo necesario para sostenerlo; pero la banda de forajidos que perseguían al mago por todo el mundo sí estaban dispuesto a cualquier cosa para apoderarse del huevo de dragón; y por eso mis ojos estaban alertas y miraban inquisitivamente en derredor, tratando de descubrir la mínima señal de peligro en las zonas de penumbra detrás y por entre aquellos cortinajes del escenario.

   El público reía, indolente ante el riesgo que yo, a pesar de mis siete años, enfrentaba por la vanidad de subirme sobre el tablado del espectáculo. Deseaba escapar, pero no podía, pues qué hacer con aquel maldito cofre. Entonces el mago una vez más se acercó a comprobar si el codiciado huevo estaba en su lugar. Yo, a sabiendas de que nadie había tocado el lío que descansaba sobre la palma de mi mano, estaba seguro que allí permanecía, por eso mi pensamiento era acaparado por el deseo de que se me liberara de semejante misión, superior a mis endebles fuerzas y poca capacidad de niño, para correr al refugio que constituía la luneta junto a mi padre: abrigo seguro, amparo total, y volver a disfrutar la tranquilidad de quien se sabe al buen resguardo del cariño de un hombre bueno y fuerte.

     El mago, como quien desprende los pétalos de una flor, fue separando los pliegos de la tela hasta dejar el cofre, en todo su esplendor, a la vista del público. Abrió su tapa y, ¡oh, sorpresa!: el codiciado huevo había desaparecido. La capa celeste del hechicero aleteó desesperada por todo el escenario, pero pronto el hombre se convenció de que no habían sido los de la tropa de villanos que pretendían robárselo, entonces me acusó a mí. Yo juré no haberlo tomado, y en ello, el público, aunque sin dejar de reírse, me apoyó. Engañoso, el supuesto extranjero, una y otra vez despertaba en mí la esperanza de que me dejaría ir, pero una y otra vez reclamaba el huevo. Incapaz yo de dar una explicación de su desaparición, el malvado brujo sacó una pistola y, apuntándome con ella, me exigió que se lo devolviera.

  ¡Maldito mago tonto!

   Ni aunque yo hubiese sabido quién y cómo alguien tomó el huevo, hubiera podido hablar, porque aquel cañón apuntándome, hacía el mismo efecto que la careta de gas que me pusieron en la cara cuando me fueron a extirpar las amígdalas: anestesiarme todo, con la salvedad que en ese horrible momento, yo conservaba la conciencia de lo que estaba ocurriendo, pero de todas formas era incapaz de mover ni siquiera los párpados para pestañar.

   Tras bambalina, el ayudante del mago, insistentemente me hacía señas de que me acuclillara. Ahora, con la madurez de los años y sin un arma de fuego intimidándome, comprendo que toda aquello no era más que un juego: yo me agachaba esquivando la amenaza de la pistola, y, de alguna manera, el prestidigitador se las agenciabas para que en ese momento, y desde mi cuerpo, cayera el dichoso huevo, para provocar las carcajadas del público que ya reía.

   --Este es tan gallina –diría- que ha puesto un huevo.

   Mas, por mucha insistencia del cachanchán del hacedor de trucos, yo no me movía; el mago, en espera de que yo hiciera lo que su asistente me indicaba, pistola en mano, amenazaba y amenazaba, haciendo infinito mi sufrimiento. Ni siquiera, y si mis piernas me hubieran pertenecido, valía la pena que saliera huyendo, pues de todas formas me dispararía. Tan bloqueadas estaban, hasta las más primarias respuestas de auto conservación, que ni llorar podía, pues la capacidad de mirar, ver y observar aquel caño delante de mí, acaparaba toda mi energía.

   Cuando ya estaba a punto de morir del susto, una voz resonó en mis oídos.

   Era la voz del vengador, del justiciero, del gigante salvador, el hombre más fuerte del mundo, del omnipotente; inmune a balas y a sortilegios de nigromantes, hechizos de brujos y encantamientos de hipnotizadores: mi padre.

   —¡Alto ahí! —gritó.

   Y el ilusionista bajó la pistola.

   —Vengo en busca de mi hijo –dijo y se acercó al escenario.

   Entonces yo salté a su cuello y sus brazos me rodearon. ¡Estaba salvado!

   —Me parece que este juego es demasiado fuerte para un niño.

   Y por sobre un campo de minúsculas margaritas, trotó su caballo alejándome del reino de las angustias.

 

lunes, 28 de septiembre de 2020

carta de amor

Hijo, entre los bienes que me dejó mi padre en su herencia, el documento más valioso, el cual conservo con celo y resguardo de ladrones de oficio y cleptómanos, es la carta con la que enamoró a tu abuela. Déjame leértela para, bebiendo en el manantial de la virtud varonil, sepas de ansias y amor, anhelo y ternura, esperanza y espera. El cumplimiento de la palabra prometida siempre produce satisfacción, más cuando de amor se trata; por eso, casi sesenta años no fueron suficientes para estar juntos, y mi padre siguió a mi madre poco tiempo después de ella fallecer.

 

LA CARTA

Meneses, 14 de agosto de 1934

Srta. Aida Delgado.

Localidad.

Mi distinguida y querida Aida:

                                                      Vuelvo hoy por otra vez a molestarte y ya con estas feas líneas es la tercera que me dirijo a ti sin tener la buena suerte de recibir una letra tuya. Yo no me explico que te ocurre, puede ser que yo no sea merecedor que tú te molestes y me hagas con tus delicadas manos y tu noble corazón unas líneas dedicadas a mis, puede que sea esta la causa, pero yo no me lo explico, pues no encuentro otra que no sea esta. Tú sabes que te quiero con todo mi corazón que te estoy brindando un cariño inmensamente grande, tan grade como el que puedo tenerle a mi querida madre y por ella te juro que te quiero. Aida, te pido que me atiendas, creo ser un caballero, y no pretendo hacer perder tu tiempo ni tampoco engañarte, solamente te estoy ofreciendo un cariño muy grande y que yo tengo la seguridad que de ser aceptado por ti, sería nuestra felicidad. Solo necesito obtener de tu noble corazón un sí de amor para poderme nombrar el hombre más feliz del mundo, y entonces preparar nuestro nido de amor y de felicidad que yo supongo sería de ambos. El domingo me dijiste que esto era para perder el tiempo y que tú no estabas dispuesta a pasar tu dulce vida en vano, yo te lo juro, Aida, en nuestras relaciones tú no vas a perder tu tiempo, bueno, esto es siempre que tú veas en mí el hombre de tu felicidad, es decir, si yo soy el hombre que a ti te guste y que tenga las cualidades que tu deseas para tu futuro esposo. Yo en ti encuentro todas las buenas cualidades que puede buscar un hombre para su esposa, para la que va a ser su compañera de toda la vida, por lo tanto desearía que tú lo fueras y para ello necesito como primer paso en el amor, ser correspondido, lo cual espero de tu noble corazón. Aida, como supongo que tú contestarás esta carta, te ruego me digas si puedo ir a tu casa a verte, por ejemplo, el jueves, para que tú veas que esta es de carácter formal y que yo quiero que tenga la seriedad necesaria. Bueno, vieja, esta ya es un periódico, perdona la lata, pero sucede que cada vez tengo más deseos de escribirte y de demostrarte que te quiero.

                                               Recibe un saludo cariñoso de este que te quiere con toda su vida y te jura ser tuyo mientras viva,

Ángel Cabrera

PD:

Contéstame, no sea malita, mira que estoy loquito por recibir una cartica tuya y, más que por eso, poder nombrarme dueño de tu corazón.

 

 

sábado, 19 de septiembre de 2020

EL HIJO

   Mi historia de médium es totalmente diferente a la de mi madre y se limita a una sola predicción, también relacionado con la muerte.

   Cuando comencé a estudiar en la Universidad, coincidí con una compañera de un año superior al mío, con la que de seguro, y los hechos así se lo demostraron, tuve o tenía ‑ no sé qué tiempo verbal es el idóneo para traducir vínculos fuera del medio témporo‑espacial en el que nos movemos, pero, al parecer, preexistentes a nuestro encuentro terrenal durante el siglo XX.

   Los alumnos que iniciaban su segundo curso se interesaron en conocer a los que comenzábamos nuestro primer año en la licenciatura de Psicología, y en la primera oportunidad que tuvieron, vinieron a mi aula para darnos la bienvenida. Cuando esta condiscípula me vio, expresó admirada:

    ―¡Cómo te pareces a mi hijo mayor!

    Tiempo después le llevé fotos mías de cuando tenía la edad de su hijo, y en realidad era sorprendente el parecido que teníamos.

    ―Pero no me achaques la paternidad ―bromeé.

      De la época de estudiantes, no hubo ningún hecho significativo entre nosotros, sólo empatía y una amistad sincera, pero cuando, ya graduados, coincidimos en la misma ubicación laboral, descubrimos que podíamos comunicarnos telepáticamente

    Primero fueron chispazos breves y poco nítidos, coincidencias más bien surgidas en la mecánica del trabajo, y cuando levantábamos la vista, por el brillo de los ojos o por un ligerísimo movimiento de los músculos de la cara, imperceptible para los demás, descubríamos que estábamos pensando lo mismo. Después fueron palabras, imágenes y hasta pensamientos que más que transmitirse, eran que se producían al unísono en nuestras respectivas cabezas.

   En el trabajo no siempre nos ubicaban en las mismas tareas, y a veces pasaban días sin vernos, y como el teléfono era más efectivo que la telepatía para largas conversaciones a distancia, teníamos la costumbre de llamarnos por las noches.

   En una de estas ocasiones, enseguida que mi amiga me respondió al teléfono, le dije:

   ─Acabo de conocer a la mujer con la que me voy a casar ─y entonces vino la pregunta fatal─. ¿Quieres ser testigo de mi boda?

   En efecto, yo había acabado de hablar con una joven de la que me prendí apasionadamente y, después de haber recibido la confirmación de mi amiga de que iba a testificar el matrimonio, enamoré preguntándole si aceptaba casarse conmigo.  

    Los preparativos de la boda no se hicieron esperar, y mi amiga seleccionó un modelo para su vestido al que su la mamá le modificó el escote, pues, según el criterio de esta señora, iba a resultar demasiado provocativo para el sacerdote oficiante en la ceremonia religiosa: así era mi amiga de alegre. De su vestido siempre me habló, pero ni siguiera me dejó ver la tela para la sorpresa cuando entrara a la iglesia. Si es de mala suerte que el novio vea el vestido de boda de la novia, suponía que tampoco debía ver el de la testigo principal.

    Por su embullo con la boda, cuarenta días antes de la fecha, todas las mañanas cuando nos encontrábamos en la oficina, comenzó a saludarme anunciándome, en una cuenta regresiva, los días en que aún permanecería soltero, sin saber que se estaba contando el tiempo que le quedaba de vida:

    ꟷTreinta y dos días… Veinticuatro… Dos semanas…

   En ese medio tiempo fue que tuve el sueño premonitorio.

   Me vi caminando por una calle desierta y al pasar por delante de una puerta, una anciana que allí había, me detuvo y me dijo:

   ─Un testigo de tu boda se va a morir.

   Supe que quien fuera, estaba en aquella casa y apartando a la mujer, entré a la semi penumbra de una sala des­provista de muebles. Al fondo, dos arcos típicos de la vi­vienda villaclareña comunicaban con una saleta en la que sólo había una mesa sobre la cual se hallaba un cuerpo cubierto por una sábana. Me acerqué para ver de quién se trataba y entonces exclamé con amargura:

   ─¡Eres tú!

   ─Sí ─me respondió mi amiga con gran resignación─, soy yo. Me tengo que morir.

   Dos días antes de la boda, me sentí mal, y el diagnóstico de una infección infantil no se hizo esperar: ¡varicela! Con el novio en cama hubo que posponerlo todo, con excepción de la firma del contrato nupcial, pues como este trámite civil dependía de la burocracia de la época en una instancia estatal, no era aconsejable perder la fecha asignada para tal efecto. MI suegro consiguió que el notario fuera a mi casa y, prácticamente en artículus mortem, estampé mi nombre en el acta del convenio de matrimonio establecido con la ciudadana que aceptaba ser mi esposa, documento en el que también mi amiga firmó como testigo del hecho. Hubo un sencillo brindis antes de que yo volviera al lecho de enfermo, pero mi amiga había reservado su tan anunciado vestido para estrenárselo en la boda religiosa.

   Una semana después, al amanecer del día fijado para esta ceremonia, a mi casa se apareció un mensajero para darme la noticia. La noche antes, mi amiga al regresar de una visita de trabajo a Sancti Spíritus había tenido un accidente de carretera y se encontraba muy grave en el hospital.  Corrí a su lado y, aunque inconsciente, la vi viva entre las sábanas, no de una mesa como en el sueño, pero sí del lecho en que unas horas después moriría. El vestido que con tanta ilusión se había mandado a hacer para el matrimonio, y que nunca llegué a ver, le sirvió de mortaja.

   Esgrimiendo el deseo de mi amiga, su mamá me hizo prometerle que no volvería a posponer la boda; y aunque no hubo fiesta, esa noche fui a la iglesia para contestar de manera afirmativa a la pregunta del sacerdote de si me quería casar, mientras que mi amiga, cumplido su ciclo, partía una vez más de la vida terrenal.

 

 

 

martes, 8 de septiembre de 2020

nueva oferta en mi blog

He pensado que si bien, en las últimas ofertas que he colgado en mi blog (https://historiasnoleidas.blogspot.com) he transcrito algunas de las historias familiares que me relató mi madre, bien pudiera dedicar una sección para hablar de ella, pues además de una excelente narradora, sus poderes supra sensoriales fueron notables; así que les presento este contándole de sus experiencias. Espero que la disfruten. Un saludo afectuoso,

Luis Cabrera Delgado

 

Mi madre

  Contaba mi madre que de niña, frecuentemente se le aparecía una mujer que sólo ella y ninguna de sus hermanas o primas con las que jugara en ese momento, veía. Esto le ocasionó más de una burla:    

   ─Aida, bobita, habla solita.

   La madre nunca pudo definir quién era aquella visión, si santa Bárbara o quizás la Virgen; sólo, decía, se trataba de alguien que le transmitía una infinita paz

    ─Vestía de blanco con los hombros cubiertos con una capa roja. El pelo negro, sedoso y largo hasta la cintura.

   Si su progenitora, o sea, mi abuela, no hubiera sido una persona tan práctica como lo era en el sentido de simplificar al máximo la vida, hubie­ra llevado aquel hecho hasta el conocimiento mismo del obispo de La Habana y quién sabe si hoy en día tendríamos de Patrona  Nacional, no a la Virgen de la Caridad del Cobre, sino a la  Virgen de la Paz de Meneses; quizás entonces hubieran metido a monja a la pobre muchacha, y el hijo (entiéndase: yo) no hubiera nacido, pero como las cosas en esta vida dependen del azar, mi abuela se limitó a prohibirle a su hija que hablara de aquella mujer, después le dio una monda por desobedecerla y, ante la terquedad, terminó llevándola a una espiritista que le rezó un poco sobre la cabeza y le indicó que la bañara con agua de flores blancas restregándole bien detrás de las orejas.[1]

    A medida que la madre fue creciendo, las apariciones de  aquella visión fueron distanciándose cada vez más hasta  desaparecer totalmente. La última vez, contaba, ocurrió el día antes de tener ella su menarquia, y fue que con aquel sangramiento entre las piernas, perdió el candor y la inocencia de la infancia o que la Virgen comprendió que no había hecho una buena selección del mortal con el que preten­dió transmitir a los hombres su mensaje de paz; pero es que mi abuela no estaba para complicarse la vida con una hija vidente como se les debe haber complicado a las mamás de los tres pastorcillos de Fátima, que hasta dos de ellos murieron siendo niños.

   Unos cuantos años después, a mi madre se le comenzó a aparecer el espíritu de su, también virgen, prima María Dolores.

   Coincidentemente con que esta joven debía coser su ajuar de bodas, mi madre, después de haber sido pedida en matrimonio, tal y como era la costumbre de la época, trabajaba en el suyo, mas perteneciendo María Dolores a la rama ricos de la familia, y con el objetivo de hacerle menos pesada la tarea, mandaron a buscar a la prima pobre para que cumplieran juntas con aquel ritual.

   ─Tía María está comentando ─dice mi madre que le dijo a su prima María Dolores cuando se quedaron solas─ que no te ve nada  entusiasmada con tus sábanas.

   ─Es que sé que no me voy a casar ─dice que le contestó.

   Para cerciorarse de que nadie las oiría, mi madre miró  hacia el interior de la casa por encima de una de las arecas del portal, se sentó en el borde del sillón de mimbre en el que bordaba e inclinándose hacia delante, susurró la pregunta:

   ─¿No te gusta tu novio?

   ─No es eso ─le contestó después de terminar la puntada─. Es que tengo el presentimiento de que me voy a morir antes.

   Mi madre sintió abrirse la mampara que daba al comedor y vio venir a la tía con una bandeja con dos vasos de agua de coco fría, le indicó a la prima hacer silencio y se puso a tararear una canción de moda:

   ─Y mientras todos dormían

      llenos de un dulce sopor,

      los espiaba la muerte,

      que andando silente,

      iba en el vapor.[2]

Una semana antes de la boda y cuando después de terminar con el último fundón, María Dolores guardaba los hilos en el costurero, un ratón cruzó velozmente por debajo de este.

   ─¡Ay! ─gritó la joven y con el susto tumbó al suelo la mesita con la caja, desparramando carreteles y agujas sobre el rastro dejado por el roedor.

   Mi madre se agachó para, entre risas y bromas, ayudar a la  prima a recoger botones, broches, madejas y dedales regados por todo el piso, y cuenta que al ir a levantar una aguja, María Dolores se pinchó un dedo que enseguida se llevó a la boca para limpiar la gota de sangre.

   El día de la boda, la novia amaneció con dolores musculares y fiebre; a la hora en que debía haber salido vestida de blanco para la iglesia, no pudo levantarse de la cama, esa noche perdió el conocimiento y dos días después murió.

   Por el luto y los escasos recursos del novio, aún dependiente de una farmacia ajena, el casorio de mis padres no tuvo ni la centésima parte de la fastuosidad que iba a tener la celebración del de la novia muerta. Mi padre se trasladó con el juez y los testigos en una máquina de alquiler hasta la casa del suegro, allí firmaron el acta y se abrieron unas cidras españolas para brindar. Mi madre se cambió el senci­llo vestido de novia por un traje de chaqueta de guinga azul y se dispuso a partir con su amado hasta cinco cuadras más allá donde estaba la casa que habían acondicionado con los muebles vendidos baratos por  un guardia rural a quien la esposa le había sido infiel. Todos los presentes besaron a la novia deseándole la felicidad, y le dejaron caer en la cabeza un puñado del arroz que atraería la abundancia para la pareja.

   Mi padre pensó que la demora de la esposa en el baño era por el pudor que como buena recién casada pudiera sentir para venir a la cama, cuando en realidad mi madre escuchaba al espíritu de María Dolores, pues esta se le apareció para hacer votos por su felicidad en el momento que  se sacudía el arroz del pelo, granos que la prima le aconsejó recoger y guardar para que su promisión pudiera ser efectiva. 

   Mi madre le agradeció sus buenas intenciones y por su parte le deseo que descansara en paz, pero la muerta no se retiraba y le dio largas a la conversación en la que poco a poco fueron surgiendo sus verdaderos sentimientos de inconformidad por haber fallecido y envidia por el matrimonio de la prima pobre.

   ─Tú nunca fuiste así, María Dolores ─le reprimió mi madre.

   ─Hablas de esa manera, porque estás viva y ahora vas a disfrutar de un hombre ─le dijo con rabia y cogió la navaja del que sería mi padre, que estaba encima del lavamanos, y se la enseñó a mi madre─, pero si te suicidas, te irías ahora conmigo para otra dimensión y seríamos felices por siempre. ¡Vamos, mátate!

   Como ni aún en ese momento, mi madre le tuvo miedo al espíritu de ningún difunto, fue a trazar en el aire una cruz con la mano para alejar a la muerta, cuando los toques del esposo en la puerta del baño la desvanecieron.

   ─¿China, te ocurre algo?  

   Quince días después, se le volvió a aparecer para pedirle  perdón y llorar por su suerte, pero terminó recriminándole a mi madre su felicidad de recién casada. Y así, con frecuencias irregulares y cuando menos se esperaba, repitió sus visitas durante varios años. Siempre fingiendo humildad y arrepentimiento, imitando al ser apacible y bondadoso que fue en vida, cuando en realidad la inquina y la malevolencia eran quienes le guiaban en la muerte. La madre siempre le pidió que la dejara y se fuera a descansar, le deseaba la luz necesaria y rogaba por la paz de su alma.

   Después de algunos años sin aparecer, lo hizo por última vez a los pocos días de yo  haber nacido. Cuenta mi madre que una tarde la vio a los pies de la cama.

   ─Supe que pariste y vengo a ver a tu hijo ─caminó hasta la cuna y le fue a abrir el mosquitero.

   ─Con el niño si es verdad que no ─le gritó mi madre y se levantó del lecho, cogió de sobre la mesita de noche un frasco que casualmente le habían traído de regalo y la roció con agua bendita─. Aléjate, espíritu maligno. Este no es ya tu mundo. En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, descansa en paz.

   El perder contacto con seres del más allá, hizo que mi madre tensara no sé qué cuerda sensible y misteriosa que le permitía conocer los acontecimientos antes de que estos ocurrieran, sobre todos de aquellos relacionados con la muerte.

   ─Va a fallecer un amigo.  

   Las defunciones las tenía catalogadas según el grado de relación con la familia. Podía ser un miembro de esta, una persona amiga o sencillamente un conocido. Por otra parte, las causas de muerte, siempre repentinas, ya que los fallecimientos esperados por un padecimiento o enfermedad, no tenían gracia alguna, se clasificaban en naturales o accidentales, y estas últimas las anunciaba en las categorías de con o sin sangre y por los motivos de fuego, agua o golpe.

   En una ocasión la madre pronosticó la muerte drástica de un conocido por esta última causa,  y se estuvo discutiendo si debía abrir un nuevo acápite, pues la persona en cuestión, de quien no recuerdo el nombre, murió a consecuencia de un rayo que le cayó en medio del campo, pero la madre defendió el criterio de que quien tiene la desgracia de servir de pararrayo, lo que siente es como un golpe muy fuerte en la cabeza y nunca llega a percibir la electricidad.

   Ahora bien, la consagración de sus dotes ocurrió un día del año cincuenta y ocho.

   Mi padre tenía la costumbre de levantarse temprano para, por el traspatio, ir abrir la farmacia, que ya era suya, recibir a los empleados y distribuirles el trabajo, y sólo pasadas las ocho, volvía a la casa a desayu­nar; sin embargo, el día de lo acontecido, mi madre se le apareció en bata de casa llorando junto al mostrador del dispensario donde preparaba unas pomadas, pues según ella, acababa de ocurrir una desgracia. Un hombre cortaba un árbol, y este cayó sobre él y su hijo que permanecía cerca, aplastándolos a los dos; el niño ya estaba muerto, pero el padre no, y pedía ayuda. El relato de su visión fue tan convincente que allí mismo se movilizó a medio pueblo y se organizaron las cuadrillas de búsqueda sin saber exactamente hacia dónde dirigirse, pero no demoró en saberse que alguien había visto temprano a Ismael Jerónimo, hacha al hombro y acom­pañado de su hijo, dirigirse hacia los montes de Ajinjibral, y hacia allá fueron a buscar. A las diez de la mañana ya estaban de regreso con los dos cadáveres. El niño, en efecto estaba muerto, pero Ismael tuvo vida para explicar lo sucedido tal y como mi madre lo había descrito. Cuentan que ya de camino al pueblo, y sin que le hubieran dicho por qué habían salido a buscarlo, el pobre hombre antes de morir, pidió que le  dieran las gracias a la mujer del boticario por haberles avisa­do.

   Más de un espiritista vino a ver a mi madre, unos, antes de  establecerse en la zona para conocer si ella pensaba abrir  consulta, y otros, los que se iban, para aconsejarle que se  ocupara de trabajar y desarrollar su gracia, pero a mi madre no le interesaba y en más de una ocasión le rogó a Dios que la librara de aquellas premoniciones, pedido que le fue complacido poco a poco y en la medida que se fue poniendo vieja; sólo para su muerte, el túnel comunicante entre los dos estados conocidos por ahora para el hombre, se abrió para ella, y por él regresaron sus muertos para acompañarla en el momento de la partida.

   A mi madre se le diagnosticó una tumoración cancerosa en  abril de mil novecientos noventa y cinco, y en diciembre de ese año, cayó definitivamente en cama.

    Yo, que era quién la atendía, dejé de ser yo, y me convertí indistintamente en Eloísa o Armando, los hermanos muertos de mi madre, pues a ellos llamaba o agradecía el servicio que le brindara.

   Una mañana llegó la enfermera y le puso la nueva inyección indicada por el médico de cabecera; inmediatamente mi madre tuvo un paro respiratorio que hizo pensar que ya terminaba. Sin posibilidad alguna de recupera­ción de su enfermedad y atendiendo a su deseo tantas veces expresado, se esperó pacientemente a su lado cuando, para sorpresa de todos, su respiración se fue restableciendo, volvió a tomar conciencia de sí y pudo hablar de nuevo para muy ingenuamente explicar:   

   ─Vino una mujer a buscarme, pero cómo me iba a ir con ella, si yo no la conozco.

   Además, ya mi madre había dicho la fecha de su fallecimiento, y ese no era el día.

 

 



[1] Como la progenitora no podía bañar ella misma a sus ocho hijos, los mayores bañaban a los más pequeños, los del medio se bañaban solos y, aunque no quedaran siempre del todo limpios, problema resuelto. Así, y sin ser presbiteriana, era de  práctica mi abuela.

[2] Se trata del corrido del puertorriqueño Leopoldo González El desastre del Morro Castle inspirado por el lamentable incendio en el barco de ese nombre que cubría la ruta La Habana‑Nueva York el día 7 de septiembre de 1934 y en el que murieron ciento treinta y dos personas, entre ellas, varios recién casados.

 

Mi madre

    Contaba mi madre que de niña, frecuentemente se le aparecía una mujer que sólo ella y ninguna de sus hermanas o primas con las que jugara en ese momento, veía. Esto le ocasionó más de una burla:    

   ─Aida, bobita, habla solita.

   La madre nunca pudo definir quién era aquella visión, si santa Bárbara o quizás la Virgen; sólo, decía, se trataba de alguien que le transmitía una infinita paz

    ─Vestía de blanco con los hombros cubiertos con una capa roja. El pelo negro, sedoso y largo hasta la cintura.

   Si su progenitora, o sea, mi abuela, no hubiera sido una persona tan práctica como lo era en el sentido de simplificar al máximo la vida, hubie­ra llevado aquel hecho hasta el conocimiento mismo del obispo de La Habana y quién sabe si hoy en día tendríamos de Patrona  Nacional, no a la Virgen de la Caridad del Cobre, sino a la  Virgen de la Paz de Meneses; quizás entonces hubieran metido a monja a la pobre muchacha, y el hijo (entiéndase: yo) no hubiera nacido, pero como las cosas en esta vida dependen del azar, mi abuela se limitó a prohibirle a su hija que hablara de aquella mujer, después le dio una monda por desobedecerla y, ante la terquedad, terminó llevándola a una espiritista que le rezó un poco sobre la cabeza y le indicó que la bañara con agua de flores blancas restregándole bien detrás de las orejas.[1]

    A medida que la madre fue creciendo, las apariciones de  aquella visión fueron distanciándose cada vez más hasta  desaparecer totalmente. La última vez, contaba, ocurrió el día antes de tener ella su menarquia, y fue que con aquel sangramiento entre las piernas, perdió el candor y la inocencia de la infancia o que la Virgen comprendió que no había hecho una buena selección del mortal con el que preten­dió transmitir a los hombres su mensaje de paz; pero es que mi abuela no estaba para complicarse la vida con una hija vidente como se les debe haber complicado a las mamás de los tres pastorcillos de Fátima, que hasta dos de ellos murieron siendo niños.

   Unos cuantos años después, a mi madre se le comenzó a aparecer el espíritu de su, también virgen, prima María Dolores.

   Coincidentemente con que esta joven debía coser su ajuar de bodas, mi madre, después de haber sido pedida en matrimonio, tal y como era la costumbre de la época, trabajaba en el suyo, mas perteneciendo María Dolores a la rama ricos de la familia, y con el objetivo de hacerle menos pesada la tarea, mandaron a buscar a la prima pobre para que cumplieran juntas con aquel ritual.

   ─Tía María está comentando ─dice mi madre que le dijo a su prima María Dolores cuando se quedaron solas─ que no te ve nada  entusiasmada con tus sábanas.

   ─Es que sé que no me voy a casar ─dice que le contestó.

   Para cerciorarse de que nadie las oiría, mi madre miró  hacia el interior de la casa por encima de una de las arecas del portal, se sentó en el borde del sillón de mimbre en el que bordaba e inclinándose hacia delante, susurró la pregunta:

   ─¿No te gusta tu novio?

   ─No es eso ─le contestó después de terminar la puntada─. Es que tengo el presentimiento de que me voy a morir antes.

   Mi madre sintió abrirse la mampara que daba al comedor y vio venir a la tía con una bandeja con dos vasos de agua de coco fría, le indicó a la prima hacer silencio y se puso a tararear una canción de moda:

   ─Y mientras todos dormían

      llenos de un dulce sopor,

      los espiaba la muerte,

      que andando silente,

      iba en el vapor.[2]

Una semana antes de la boda y cuando después de terminar con el último fundón, María Dolores guardaba los hilos en el costurero, un ratón cruzó velozmente por debajo de este.

   ─¡Ay! ─gritó la joven y con el susto tumbó al suelo la mesita con la caja, desparramando carreteles y agujas sobre el rastro dejado por el roedor.

   Mi madre se agachó para, entre risas y bromas, ayudar a la  prima a recoger botones, broches, madejas y dedales regados por todo el piso, y cuenta que al ir a levantar una aguja, María Dolores se pinchó un dedo que enseguida se llevó a la boca para limpiar la gota de sangre.

   El día de la boda, la novia amaneció con dolores musculares y fiebre; a la hora en que debía haber salido vestida de blanco para la iglesia, no pudo levantarse de la cama, esa noche perdió el conocimiento y dos días después murió.

   Por el luto y los escasos recursos del novio, aún dependiente de una farmacia ajena, el casorio de mis padres no tuvo ni la centésima parte de la fastuosidad que iba a tener la celebración del de la novia muerta. Mi padre se trasladó con el juez y los testigos en una máquina de alquiler hasta la casa del suegro, allí firmaron el acta y se abrieron unas cidras españolas para brindar. Mi madre se cambió el senci­llo vestido de novia por un traje de chaqueta de guinga azul y se dispuso a partir con su amado hasta cinco cuadras más allá donde estaba la casa que habían acondicionado con los muebles vendidos baratos por  un guardia rural a quien la esposa le había sido infiel. Todos los presentes besaron a la novia deseándole la felicidad, y le dejaron caer en la cabeza un puñado del arroz que atraería la abundancia para la pareja.

   Mi padre pensó que la demora de la esposa en el baño era por el pudor que como buena recién casada pudiera sentir para venir a la cama, cuando en realidad mi madre escuchaba al espíritu de María Dolores, pues esta se le apareció para hacer votos por su felicidad en el momento que  se sacudía el arroz del pelo, granos que la prima le aconsejó recoger y guardar para que su promisión pudiera ser efectiva. 

   Mi madre le agradeció sus buenas intenciones y por su parte le deseo que descansara en paz, pero la muerta no se retiraba y le dio largas a la conversación en la que poco a poco fueron surgiendo sus verdaderos sentimientos de inconformidad por haber fallecido y envidia por el matrimonio de la prima pobre.

   ─Tú nunca fuiste así, María Dolores ─le reprimió mi madre.

   ─Hablas de esa manera, porque estás viva y ahora vas a disfrutar de un hombre ─le dijo con rabia y cogió la navaja del que sería mi padre, que estaba encima del lavamanos, y se la enseñó a mi madre─, pero si te suicidas, te irías ahora conmigo para otra dimensión y seríamos felices por siempre. ¡Vamos, mátate!

   Como ni aún en ese momento, mi madre le tuvo miedo al espíritu de ningún difunto, fue a trazar en el aire una cruz con la mano para alejar a la muerta, cuando los toques del esposo en la puerta del baño la desvanecieron.

   ─¿China, te ocurre algo?  

   Quince días después, se le volvió a aparecer para pedirle  perdón y llorar por su suerte, pero terminó recriminándole a mi madre su felicidad de recién casada. Y así, con frecuencias irregulares y cuando menos se esperaba, repitió sus visitas durante varios años. Siempre fingiendo humildad y arrepentimiento, imitando al ser apacible y bondadoso que fue en vida, cuando en realidad la inquina y la malevolencia eran quienes le guiaban en la muerte. La madre siempre le pidió que la dejara y se fuera a descansar, le deseaba la luz necesaria y rogaba por la paz de su alma.

   Después de algunos años sin aparecer, lo hizo por última vez a los pocos días de yo  haber nacido. Cuenta mi madre que una tarde la vio a los pies de la cama.

   ─Supe que pariste y vengo a ver a tu hijo ─caminó hasta la cuna y le fue a abrir el mosquitero.

   ─Con el niño si es verdad que no ─le gritó mi madre y se levantó del lecho, cogió de sobre la mesita de noche un frasco que casualmente le habían traído de regalo y la roció con agua bendita─. Aléjate, espíritu maligno. Este no es ya tu mundo. En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, descansa en paz.

   El perder contacto con seres del más allá, hizo que mi madre tensara no sé qué cuerda sensible y misteriosa que le permitía conocer los acontecimientos antes de que estos ocurrieran, sobre todos de aquellos relacionados con la muerte.

   ─Va a fallecer un amigo.  

   Las defunciones las tenía catalogadas según el grado de relación con la familia. Podía ser un miembro de esta, una persona amiga o sencillamente un conocido. Por otra parte, las causas de muerte, siempre repentinas, ya que los fallecimientos esperados por un padecimiento o enfermedad, no tenían gracia alguna, se clasificaban en naturales o accidentales, y estas últimas las anunciaba en las categorías de con o sin sangre y por los motivos de fuego, agua o golpe.

   En una ocasión la madre pronosticó la muerte drástica de un conocido por esta última causa,  y se estuvo discutiendo si debía abrir un nuevo acápite, pues la persona en cuestión, de quien no recuerdo el nombre, murió a consecuencia de un rayo que le cayó en medio del campo, pero la madre defendió el criterio de que quien tiene la desgracia de servir de pararrayo, lo que siente es como un golpe muy fuerte en la cabeza y nunca llega a percibir la electricidad.

   Ahora bien, la consagración de sus dotes ocurrió un día del año cincuenta y ocho.

   Mi padre tenía la costumbre de levantarse temprano para, por el traspatio, ir abrir la farmacia, que ya era suya, recibir a los empleados y distribuirles el trabajo, y sólo pasadas las ocho, volvía a la casa a desayu­nar; sin embargo, el día de lo acontecido, mi madre se le apareció en bata de casa llorando junto al mostrador del dispensario donde preparaba unas pomadas, pues según ella, acababa de ocurrir una desgracia. Un hombre cortaba un árbol, y este cayó sobre él y su hijo que permanecía cerca, aplastándolos a los dos; el niño ya estaba muerto, pero el padre no, y pedía ayuda. El relato de su visión fue tan convincente que allí mismo se movilizó a medio pueblo y se organizaron las cuadrillas de búsqueda sin saber exactamente hacia dónde dirigirse, pero no demoró en saberse que alguien había visto temprano a Ismael Jerónimo, hacha al hombro y acom­pañado de su hijo, dirigirse hacia los montes de Ajinjibral, y hacia allá fueron a buscar. A las diez de la mañana ya estaban de regreso con los dos cadáveres. El niño, en efecto estaba muerto, pero Ismael tuvo vida para explicar lo sucedido tal y como mi madre lo había descrito. Cuentan que ya de camino al pueblo, y sin que le hubieran dicho por qué habían salido a buscarlo, el pobre hombre antes de morir, pidió que le  dieran las gracias a la mujer del boticario por haberles avisa­do.

   Más de un espiritista vino a ver a mi madre, unos, antes de  establecerse en la zona para conocer si ella pensaba abrir  consulta, y otros, los que se iban, para aconsejarle que se  ocupara de trabajar y desarrollar su gracia, pero a mi madre no le interesaba y en más de una ocasión le rogó a Dios que la librara de aquellas premoniciones, pedido que le fue complacido poco a poco y en la medida que se fue poniendo vieja; sólo para su muerte, el túnel comunicante entre los dos estados conocidos por ahora para el hombre, se abrió para ella, y por él regresaron sus muertos para acompañarla en el momento de la partida.

   A mi madre se le diagnosticó una tumoración cancerosa en  abril de mil novecientos noventa y cinco, y en diciembre de ese año, cayó definitivamente en cama.

    Yo, que era quién la atendía, dejé de ser yo, y me convertí indistintamente en Eloísa o Armando, los hermanos muertos de mi madre, pues a ellos llamaba o agradecía el servicio que le brindara.

   Una mañana llegó la enfermera y le puso la nueva inyección indicada por el médico de cabecera; inmediatamente mi madre tuvo un paro respiratorio que hizo pensar que ya terminaba. Sin posibilidad alguna de recupera­ción de su enfermedad y atendiendo a su deseo tantas veces expresado, se esperó pacientemente a su lado cuando, para sorpresa de todos, su respiración se fue restableciendo, volvió a tomar conciencia de sí y pudo hablar de nuevo para muy ingenuamente explicar:   

   ─Vino una mujer a buscarme, pero cómo me iba a ir con ella, si yo no la conozco.

   Además, ya mi madre había dicho la fecha de su fallecimiento, y ese no era el día.

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[1] Como la progenitora no podía bañar ella misma a sus ocho hijos, los mayores bañaban a los más pequeños, los del medio se bañaban solos y, aunque no quedaran siempre del todo limpios, problema resuelto. Así, y sin ser presbiteriana, era de  práctica mi abuela.

2 Se trata del corrido del puertorriqueño Leopoldo González El desastre del Morro Castle inspirado por el lamentable incendio en el barco de ese nombre que cubría la ruta La Habana‑Nueva York el día 7 de septiembre de 1934 y en el que murieron ciento treinta y dos personas, entre ellas, varios recién casados.

 



[1] Como la progenitora no podía bañar ella misma a sus ocho hijos, los mayores bañaban a los más pequeños, los del medio se bañaban solos y, aunque no quedaran siempre del todo limpios, problema resuelto. Así, y sin ser presbiteriana, era de  práctica mi abuela.

[2] Se trata del corrido del puertorriqueño Leopoldo González El desastre del Morro Castle inspirado por el lamentable incendio en el barco de ese nombre que cubría la ruta La Habana‑Nueva York el día 7 de septiembre de 1934 y en el que murieron ciento treinta y dos personas, entre ellas, varios recién casados.