─Touche ─sentenció el juez, y tu contrincante bajó el florete.
La premiación no se iba hacer esperar, y en un momento, se oiría tu nombre por los amplificadores del salón, recinto lleno de la luz del sol que llegaba a través de los grandes ventanales de cristales del, momentáneo, palacio de deporte donde se efectuaba la competencia de los mejores esgrimistas de las diferentes academias de la provincia.
Recuerdo tu contentura cuando te comunicaron que participarías representando a tu escuela, y la firmeza y temeridad con que manifestaste que ganarías la medalla de oro. Tenías la técnica necesaria para ello, pero debías esforzaste en tu preparación física durante el tiempo que faltaba para el torneo, mas te sobraba decisión para enfrentar el esfuerzo que conllevaba el adiestramiento de tus músculos, el avivamiento de tus reflejos y la capacidad de concentración necesaria para saber cómo coordinar los movimientos de ataque y defensa. El florete tenía que convertirse en extensión de tu brazo, y a pesar del dolor y el cansancio que ello te podía causar, te esforzaste día a día por lograr tu meta. Y junto con el avivamiento de tu cuerpo: ojos, músculos y cerebro, se fortaleció tu voluntad.
El nombre que yo te escogí cuando naciste, acompañado del apellido del padre de mi padre, y el mío, que te identificaba como de la estirpe de una familia de bien, se oyó y continuación el resultado obtenido. La medalla de plata te fue colocada sobre el pecho, y tuve que esperar que, al igual que hacían a los otros dos ganadores, la levantaras en alto para la foto. Y entonces ya descendiste del estrado de la premiación. Viniste, con el mundo cayéndote encima, caminando a donde yo te esperaba. Una vez más te estreché en mis brazos, y si mi piel no era suficiente para transmitirte mi alegría y satisfacción te di un beso y te felicité.
─No gané la de oro ─dijiste en un leve susurro para que la voz no te abriera al llanto.
Recuerdo que te cogí la cara con las dos manos, y te la apreté para evitar que fueran a brotar las lágrimas que amenazaban con saltar de tus ojos. Mi sonrisa no tenía nada que ver con el color de tu medalla: era el orgullo de tener un hijo luchador, como el más valiente cacique incaico, que enfrentaba con su pecho de plumas las alabardas de los conquistadores españoles; un verdadero samuari, bravo sarraceno, humo aventurero dispuesto a conquistar el mundo, a pesar del calor, el frío, la sed y el hambre.
─El mérito no está en el logro, sino en el empeño con que se luche.
Fernando de Magallanes, el valiente navegante portugués, se planteó circunvalar por primera vez el planeta a bordo de un navío. Debió enfrentar conjuras e intrigas palaciegas, conspiraciones de timoratos y la insidia de envidiosos; e insistir y convencer al monarca que lo apoyó en su propósito. Tuvo que imponerse al motín del miedo de sus marineros, racionar el agua potable, comer cuero y aserrín; luchar con la furia del mar, vencer a la confusión de las estrellas, la cólera de los vientos, la desidia y las enfermedades.
Magallanes no pudo completar su viaje, quedó inconcluso su sueño, pero la humanidad no lo juzga por haber muerto en una tonta escaramuza ante unos infelices nativos de una isla interpuesta en su ruta. El intrépido marino es reconocido por su esfuerzo y entereza, por su valor y persistencia, aunque no hubiese podido subir al estrado a obtener una medalla de oro.
Cuando eventualmente participen de una competencia, no vean a los demás competidores como con-trincantes o enemigos, sino sim-plemente como elemento de com-paración de las propias fuerzas y quien así no lo crea es porque lleva su enemigo consigo mismo.
ResponderEliminarÁngel Vicente Rovere.