Contaba mi madre que de niña, frecuentemente se le aparecía una mujer que sólo ella y ninguna de sus hermanas o primas con las que jugara en ese momento, veía. Esto le ocasionó más de una burla:
─Aida, bobita, habla solita.
La madre nunca pudo definir quién era aquella visión, si santa Bárbara o quizás la Virgen; sólo, decía, se trataba de alguien que le transmitía una infinita paz
─Vestía de blanco con los hombros cubiertos con una capa roja. El pelo negro, sedoso y largo hasta la cintura.
Si su progenitora, o sea, mi abuela, no hubiera sido una persona tan práctica como lo era en el sentido de simplificar al máximo la vida, hubiera llevado aquel hecho hasta el conocimiento mismo del obispo de La Habana y quién sabe si hoy en día tendríamos de Patrona Nacional, no a la Virgen de la Caridad del Cobre, sino a la Virgen de la Paz de Meneses; quizás entonces hubieran metido a monja a la pobre muchacha, y el hijo (entiéndase: yo) no hubiera nacido, pero como las cosas en esta vida dependen del azar, mi abuela se limitó a prohibirle a su hija que hablara de aquella mujer, después le dio una monda por desobedecerla y, ante la terquedad, terminó llevándola a una espiritista que le rezó un poco sobre la cabeza y le indicó que la bañara con agua de flores blancas restregándole bien detrás de las orejas.[1]
A medida que la madre fue creciendo, las apariciones de aquella visión fueron distanciándose cada vez más hasta desaparecer totalmente. La última vez, contaba, ocurrió el día antes de tener ella su menarquia, y fue que con aquel sangramiento entre las piernas, perdió el candor y la inocencia de la infancia o que la Virgen comprendió que no había hecho una buena selección del mortal con el que pretendió transmitir a los hombres su mensaje de paz; pero es que mi abuela no estaba para complicarse la vida con una hija vidente como se les debe haber complicado a las mamás de los tres pastorcillos de Fátima, que hasta dos de ellos murieron siendo niños.
Unos cuantos años después, a mi madre se le comenzó a aparecer el espíritu de su, también virgen, prima María Dolores.
Coincidentemente con que esta joven debía coser su ajuar de bodas, mi madre, después de haber sido pedida en matrimonio, tal y como era la costumbre de la época, trabajaba en el suyo, mas perteneciendo María Dolores a la rama ricos de la familia, y con el objetivo de hacerle menos pesada la tarea, mandaron a buscar a la prima pobre para que cumplieran juntas con aquel ritual.
─Tía María está comentando ─dice mi madre que le dijo a su prima María Dolores cuando se quedaron solas─ que no te ve nada entusiasmada con tus sábanas.
─Es que sé que no me voy a casar ─dice que le contestó.
Para cerciorarse de que nadie las oiría, mi madre miró hacia el interior de la casa por encima de una de las arecas del portal, se sentó en el borde del sillón de mimbre en el que bordaba e inclinándose hacia delante, susurró la pregunta:
─¿No te gusta tu novio?
─No es eso ─le contestó después de terminar la puntada─. Es que tengo el presentimiento de que me voy a morir antes.
Mi madre sintió abrirse la mampara que daba al comedor y vio venir a la tía con una bandeja con dos vasos de agua de coco fría, le indicó a la prima hacer silencio y se puso a tararear una canción de moda:
─Y mientras todos dormían
llenos de un dulce sopor,
los espiaba la muerte,
que andando silente,
iba en el vapor.[2]
Una semana antes de la boda y cuando después de terminar con el último fundón, María Dolores guardaba los hilos en el costurero, un ratón cruzó velozmente por debajo de este.
─¡Ay! ─gritó la joven y con el susto tumbó al suelo la mesita con la caja, desparramando carreteles y agujas sobre el rastro dejado por el roedor.
Mi madre se agachó para, entre risas y bromas, ayudar a la prima a recoger botones, broches, madejas y dedales regados por todo el piso, y cuenta que al ir a levantar una aguja, María Dolores se pinchó un dedo que enseguida se llevó a la boca para limpiar la gota de sangre.
El día de la boda, la novia amaneció con dolores musculares y fiebre; a la hora en que debía haber salido vestida de blanco para la iglesia, no pudo levantarse de la cama, esa noche perdió el conocimiento y dos días después murió.
Por el luto y los escasos recursos del novio, aún dependiente de una farmacia ajena, el casorio de mis padres no tuvo ni la centésima parte de la fastuosidad que iba a tener la celebración del de la novia muerta. Mi padre se trasladó con el juez y los testigos en una máquina de alquiler hasta la casa del suegro, allí firmaron el acta y se abrieron unas cidras españolas para brindar. Mi madre se cambió el sencillo vestido de novia por un traje de chaqueta de guinga azul y se dispuso a partir con su amado hasta cinco cuadras más allá donde estaba la casa que habían acondicionado con los muebles vendidos baratos por un guardia rural a quien la esposa le había sido infiel. Todos los presentes besaron a la novia deseándole la felicidad, y le dejaron caer en la cabeza un puñado del arroz que atraería la abundancia para la pareja.
Mi padre pensó que la demora de la esposa en el baño era por el pudor que como buena recién casada pudiera sentir para venir a la cama, cuando en realidad mi madre escuchaba al espíritu de María Dolores, pues esta se le apareció para hacer votos por su felicidad en el momento que se sacudía el arroz del pelo, granos que la prima le aconsejó recoger y guardar para que su promisión pudiera ser efectiva.
Mi madre le agradeció sus buenas intenciones y por su parte le deseo que descansara en paz, pero la muerta no se retiraba y le dio largas a la conversación en la que poco a poco fueron surgiendo sus verdaderos sentimientos de inconformidad por haber fallecido y envidia por el matrimonio de la prima pobre.
─Tú nunca fuiste así, María Dolores ─le reprimió mi madre.
─Hablas de esa manera, porque estás viva y ahora vas a disfrutar de un hombre ─le dijo con rabia y cogió la navaja del que sería mi padre, que estaba encima del lavamanos, y se la enseñó a mi madre─, pero si te suicidas, te irías ahora conmigo para otra dimensión y seríamos felices por siempre. ¡Vamos, mátate!
Como ni aún en ese momento, mi madre le tuvo miedo al espíritu de ningún difunto, fue a trazar en el aire una cruz con la mano para alejar a la muerta, cuando los toques del esposo en la puerta del baño la desvanecieron.
─¿China, te ocurre algo?
Quince días después, se le volvió a aparecer para pedirle perdón y llorar por su suerte, pero terminó recriminándole a mi madre su felicidad de recién casada. Y así, con frecuencias irregulares y cuando menos se esperaba, repitió sus visitas durante varios años. Siempre fingiendo humildad y arrepentimiento, imitando al ser apacible y bondadoso que fue en vida, cuando en realidad la inquina y la malevolencia eran quienes le guiaban en la muerte. La madre siempre le pidió que la dejara y se fuera a descansar, le deseaba la luz necesaria y rogaba por la paz de su alma.
Después de algunos años sin aparecer, lo hizo por última vez a los pocos días de yo haber nacido. Cuenta mi madre que una tarde la vio a los pies de la cama.
─Supe que pariste y vengo a ver a tu hijo ─caminó hasta la cuna y le fue a abrir el mosquitero.
─Con el niño si es verdad que no ─le gritó mi madre y se levantó del lecho, cogió de sobre la mesita de noche un frasco que casualmente le habían traído de regalo y la roció con agua bendita─. Aléjate, espíritu maligno. Este no es ya tu mundo. En nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, descansa en paz.
El perder contacto con seres del más allá, hizo que mi madre tensara no sé qué cuerda sensible y misteriosa que le permitía conocer los acontecimientos antes de que estos ocurrieran, sobre todos de aquellos relacionados con la muerte.
─Va a fallecer un amigo.
Las defunciones las tenía catalogadas según el grado de relación con la familia. Podía ser un miembro de esta, una persona amiga o sencillamente un conocido. Por otra parte, las causas de muerte, siempre repentinas, ya que los fallecimientos esperados por un padecimiento o enfermedad, no tenían gracia alguna, se clasificaban en naturales o accidentales, y estas últimas las anunciaba en las categorías de con o sin sangre y por los motivos de fuego, agua o golpe.
En una ocasión la madre pronosticó la muerte drástica de un conocido por esta última causa, y se estuvo discutiendo si debía abrir un nuevo acápite, pues la persona en cuestión, de quien no recuerdo el nombre, murió a consecuencia de un rayo que le cayó en medio del campo, pero la madre defendió el criterio de que quien tiene la desgracia de servir de pararrayo, lo que siente es como un golpe muy fuerte en la cabeza y nunca llega a percibir la electricidad.
Ahora bien, la consagración de sus dotes ocurrió un día del año cincuenta y ocho.
Mi padre tenía la costumbre de levantarse temprano para, por el traspatio, ir abrir la farmacia, que ya era suya, recibir a los empleados y distribuirles el trabajo, y sólo pasadas las ocho, volvía a la casa a desayunar; sin embargo, el día de lo acontecido, mi madre se le apareció en bata de casa llorando junto al mostrador del dispensario donde preparaba unas pomadas, pues según ella, acababa de ocurrir una desgracia. Un hombre cortaba un árbol, y este cayó sobre él y su hijo que permanecía cerca, aplastándolos a los dos; el niño ya estaba muerto, pero el padre no, y pedía ayuda. El relato de su visión fue tan convincente que allí mismo se movilizó a medio pueblo y se organizaron las cuadrillas de búsqueda sin saber exactamente hacia dónde dirigirse, pero no demoró en saberse que alguien había visto temprano a Ismael Jerónimo, hacha al hombro y acompañado de su hijo, dirigirse hacia los montes de Ajinjibral, y hacia allá fueron a buscar. A las diez de la mañana ya estaban de regreso con los dos cadáveres. El niño, en efecto estaba muerto, pero Ismael tuvo vida para explicar lo sucedido tal y como mi madre lo había descrito. Cuentan que ya de camino al pueblo, y sin que le hubieran dicho por qué habían salido a buscarlo, el pobre hombre antes de morir, pidió que le dieran las gracias a la mujer del boticario por haberles avisado.
Más de un espiritista vino a ver a mi madre, unos, antes de establecerse en la zona para conocer si ella pensaba abrir consulta, y otros, los que se iban, para aconsejarle que se ocupara de trabajar y desarrollar su gracia, pero a mi madre no le interesaba y en más de una ocasión le rogó a Dios que la librara de aquellas premoniciones, pedido que le fue complacido poco a poco y en la medida que se fue poniendo vieja; sólo para su muerte, el túnel comunicante entre los dos estados conocidos por ahora para el hombre, se abrió para ella, y por él regresaron sus muertos para acompañarla en el momento de la partida.
A mi madre se le diagnosticó una tumoración cancerosa en abril de mil novecientos noventa y cinco, y en diciembre de ese año, cayó definitivamente en cama.
Yo, que era quién la atendía, dejé de ser yo, y me convertí indistintamente en Eloísa o Armando, los hermanos muertos de mi madre, pues a ellos llamaba o agradecía el servicio que le brindara.
Una mañana llegó la enfermera y le puso la nueva inyección indicada por el médico de cabecera; inmediatamente mi madre tuvo un paro respiratorio que hizo pensar que ya terminaba. Sin posibilidad alguna de recuperación de su enfermedad y atendiendo a su deseo tantas veces expresado, se esperó pacientemente a su lado cuando, para sorpresa de todos, su respiración se fue restableciendo, volvió a tomar conciencia de sí y pudo hablar de nuevo para muy ingenuamente explicar:
─Vino una mujer a buscarme, pero cómo me iba a ir con ella, si yo no la conozco.
Además, ya mi madre había dicho la fecha de su fallecimiento, y ese no era el día.
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[1] Como la progenitora no podía bañar ella misma a sus ocho hijos, los mayores bañaban a los más pequeños, los del medio se bañaban solos y, aunque no quedaran siempre del todo limpios, problema resuelto. Así, y sin ser presbiteriana, era de práctica mi abuela.
2 Se trata del corrido del puertorriqueño Leopoldo González El desastre del Morro Castle inspirado por el lamentable incendio en el barco de ese nombre que cubría la ruta La Habana‑Nueva York el día 7 de septiembre de 1934 y en el que murieron ciento treinta y dos personas, entre ellas, varios recién casados.
[1] Como la progenitora no podía bañar ella misma a sus ocho hijos, los mayores bañaban a los más pequeños, los del medio se bañaban solos y, aunque no quedaran siempre del todo limpios, problema resuelto. Así, y sin ser presbiteriana, era de práctica mi abuela.
[2] Se trata del corrido del puertorriqueño Leopoldo González El desastre del Morro Castle inspirado por el lamentable incendio en el barco de ese nombre que cubría la ruta La Habana‑Nueva York el día 7 de septiembre de 1934 y en el que murieron ciento treinta y dos personas, entre ellas, varios recién casados.
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