sábado, 24 de octubre de 2020

El reloj

El padre de mi padre, hijo, sabía del paso de las horas del día, como el hombre primitivo,  por la posición del sol en su recorrido por el cielo o por la sombra de los árboles que los rayos de su luz provocaban en el suelo. Conocía así, cuándo debía guardar los animales, mojar el sudor de sus bestias o salir del surco abrazador. Pero en el refugio de su casa, sin la ayuda del astro rey, eran las campanadas de su reloj de pared quien le avisaba del paso de las horas; o cuando, entregado al sueño, en las madrugadas lo despertaban para oír el mugido de las vacas en el corral, deseosas de que se les ordeñara y poder alimentar después a sus crías.

    Es el mismo reloj de pared que tuvo mi padre como legado del suyo. Y el mismo que un día llegó a mi hogar con la noticia de que yo entonces sería su dueño: ese reloj que desde pequeño oyes tocar las horas y con cuyo sonido, en más de una ocasión, yo te ayudé a aprender a contar. Para que reconocieras los números, debiste esforzarte en la escuela, pues no eran los mismos que primero te enseñaron, sino otros que parecían letras; pero el conocimiento es basto.

    Es un hermoso reloj: con dos piezas de madera en forma de cisne a ambos lados de su caja, como soporte heráldico, custodiándolo. Su cristal, para proteger el lento recorrido de sus manecillas y el rítmico balanceo del péndulo, está adornado de nevados arabescos, en los que dos titanes sostienen sobre sus cabezas sendas cestillas de flores. En la parte superior del cedro de su caja, un semi círculo tallado, como un haz de cañas, sirve de sostén al capitel de tres óvalos, de mayor a menor, semejante a la cúpula de una pagoda japonesa, que lo corona, y en cuya base, presente, pero confundida entre tantos adornos, el rostro de la que pudiera ser la cara de una vigilante efigie egipcia, o el semblante austero de una patricia romana, quien inmutable observa a los que vienen a mirar el paso del tiempo. Y como este viejo reloj, hijo, algún día será tuyo, debo hacerte partícipe de un secreto oculto entre las ruedas dentadas del mecanismo detrás de su esfera, por donde se ve el paso del tiempo.

    La pequeña cara de mujer que ya te describí, es el hábitat y vocera de dos deidades de la mitología griega: Carpo y Talo: Horas del otoño y la primavera, respectivamente, quienes ante la conjunción de una serie de acontecimientos y la formulación de un sortilegio críptico, conceden los bienes de las cuales son propietarias: el tiempo y la abundancia.

     Debe ser en noche de luna nueva, en el momento exacto en que el minutero y el horario se confunden en una sola aguja sobre el número doce; con la palma de la mano izquierda sobre la cabeza, y el dorso de la derecha debajo de la mandíbula se debe decir, como en un susurro: "levita el panal, destila la miel, se abate el polen, al umbral final. Al umbral final, se abate el polen, destila la miel, levita el panal". Entonces se oirá desde el eco del Olimpo, dos voces alternativas de mujer, una cantarina; mesurada y grave la otra, que preguntarán:

    ─¿La bolsa?

    ─¿O la vida?

   No para exigirte una u otra, sino para ofrecerte riqueza y tiempo.

   Contole al padre de mi padre, el anticuario que le vendió el reloj, que recién fabricado este, tuvo un dueño al que las Horas le concedieron ambas cosas. Al verse de pronto joven y rico, el hombre comenzó una vida disipada en la que, pródigo con amigos en juergas de ocasión y diversiones, a manos llenas dilapidaba su dinero. Para él, la noche era día, y el día no tenía fin entre las más finas sedas de su vestuario, el vino y la música. Como únicos vestigios de su andar por la vida, sólo costosos sombreros de fieltro dejaba abandonados por los sitios que cruzaba.

    Mas llegó el tiempo en que la bolsa languideció y deshizo sus hilos. No se había ocupado el hombre de cosechar el oro ni la plata, pero propietario aún del reloj que hoy descansa sobre la pared de mi hogar, volvió a él con el conjuro de reclamo a las Horas dadivosas.

    ─La bolsa ─pidió esa vez, y de nuevo otra y otra, pues le era fácil y placentera la vida.

    El dinero, como las hojas de los árboles, puede volver en cada primavera, y para el hombre de la historia del viejo anticuario, los otoños no eran más que sólo épocas transitorias. Un día, sin embargo, con la talega recién repleta de dinero, le llegó el aviso de la Parca para partir, pues se había terminado el tiempo de su vida.

    Presuroso aprovechó los pocos minutos que le quedaban y corrió ante el reloj de las campanadas, que tanto te gusta oír y con el que aprendiste a contar, para pedirle esta vez a Carpo, que lo dotara de más tiempo de supervivencia. Pero, ¡oh, pobre infeliz!, no sabía que este don, no como el del dinero que puede ir y volver, es ofrecido por una sola vez; y cuando se acaba, la vida llega a su fin.

    No malgastes, hijo, tu tiempo. El tiempo es oro, dicen los interesados, pues no conocen otra cuantía de medida, pero el tiempo, tu tiempo, es más valioso que el más valioso de los tesoros que puedas imaginar.

    ─¿Más que un cofre de pirata? ─me podrás preguntar en la ingenuidad de tu imaginación, y yo te responderé:

    ─Más que todos los cofres juntos de todos los piratas del mundo. Tu tiempo, hijo, es tu vida. Aprovéchala.

 

 

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