Mi historia de médium es totalmente diferente a la de mi madre y se limita a una sola predicción, también relacionado con la muerte.
Cuando comencé a estudiar en la Universidad, coincidí con una compañera de un año superior al mío, con la que de seguro, y los hechos así se lo demostraron, tuve o tenía ‑ no sé qué tiempo verbal es el idóneo para traducir vínculos fuera del medio témporo‑espacial en el que nos movemos, pero, al parecer, preexistentes a nuestro encuentro terrenal durante el siglo XX.
Los alumnos que iniciaban su segundo curso se interesaron en conocer a los que comenzábamos nuestro primer año en la licenciatura de Psicología, y en la primera oportunidad que tuvieron, vinieron a mi aula para darnos la bienvenida. Cuando esta condiscípula me vio, expresó admirada:
―¡Cómo te pareces a mi hijo mayor!
Tiempo después le llevé fotos mías de cuando tenía la edad de su hijo, y en realidad era sorprendente el parecido que teníamos.
―Pero no me achaques la paternidad ―bromeé.
De la época de estudiantes, no hubo ningún hecho significativo entre nosotros, sólo empatía y una amistad sincera, pero cuando, ya graduados, coincidimos en la misma ubicación laboral, descubrimos que podíamos comunicarnos telepáticamente
Primero fueron chispazos breves y poco nítidos, coincidencias más bien surgidas en la mecánica del trabajo, y cuando levantábamos la vista, por el brillo de los ojos o por un ligerísimo movimiento de los músculos de la cara, imperceptible para los demás, descubríamos que estábamos pensando lo mismo. Después fueron palabras, imágenes y hasta pensamientos que más que transmitirse, eran que se producían al unísono en nuestras respectivas cabezas.
En el trabajo no siempre nos ubicaban en las mismas tareas, y a veces pasaban días sin vernos, y como el teléfono era más efectivo que la telepatía para largas conversaciones a distancia, teníamos la costumbre de llamarnos por las noches.
En una de estas ocasiones, enseguida que mi amiga me respondió al teléfono, le dije:
─Acabo de conocer a la mujer con la que me voy a casar ─y entonces vino la pregunta fatal─. ¿Quieres ser testigo de mi boda?
En efecto, yo había acabado de hablar con una joven de la que me prendí apasionadamente y, después de haber recibido la confirmación de mi amiga de que iba a testificar el matrimonio, enamoré preguntándole si aceptaba casarse conmigo.
Los preparativos de la boda no se hicieron esperar, y mi amiga seleccionó un modelo para su vestido al que su la mamá le modificó el escote, pues, según el criterio de esta señora, iba a resultar demasiado provocativo para el sacerdote oficiante en la ceremonia religiosa: así era mi amiga de alegre. De su vestido siempre me habló, pero ni siguiera me dejó ver la tela para la sorpresa cuando entrara a la iglesia. Si es de mala suerte que el novio vea el vestido de boda de la novia, suponía que tampoco debía ver el de la testigo principal.
Por su embullo con la boda, cuarenta días antes de la fecha, todas las mañanas cuando nos encontrábamos en la oficina, comenzó a saludarme anunciándome, en una cuenta regresiva, los días en que aún permanecería soltero, sin saber que se estaba contando el tiempo que le quedaba de vida:
ꟷTreinta y dos días… Veinticuatro… Dos semanas…
En ese medio tiempo fue que tuve el sueño premonitorio.
Me vi caminando por una calle desierta y al pasar por delante de una puerta, una anciana que allí había, me detuvo y me dijo:
─Un testigo de tu boda se va a morir.
Supe que quien fuera, estaba en aquella casa y apartando a la mujer, entré a la semi penumbra de una sala desprovista de muebles. Al fondo, dos arcos típicos de la vivienda villaclareña comunicaban con una saleta en la que sólo había una mesa sobre la cual se hallaba un cuerpo cubierto por una sábana. Me acerqué para ver de quién se trataba y entonces exclamé con amargura:
─¡Eres tú!
─Sí ─me respondió mi amiga con gran resignación─, soy yo. Me tengo que morir.
Dos días antes de la boda, me sentí mal, y el diagnóstico de una infección infantil no se hizo esperar: ¡varicela! Con el novio en cama hubo que posponerlo todo, con excepción de la firma del contrato nupcial, pues como este trámite civil dependía de la burocracia de la época en una instancia estatal, no era aconsejable perder la fecha asignada para tal efecto. MI suegro consiguió que el notario fuera a mi casa y, prácticamente en artículus mortem, estampé mi nombre en el acta del convenio de matrimonio establecido con la ciudadana que aceptaba ser mi esposa, documento en el que también mi amiga firmó como testigo del hecho. Hubo un sencillo brindis antes de que yo volviera al lecho de enfermo, pero mi amiga había reservado su tan anunciado vestido para estrenárselo en la boda religiosa.
Una semana después, al amanecer del día fijado para esta ceremonia, a mi casa se apareció un mensajero para darme la noticia. La noche antes, mi amiga al regresar de una visita de trabajo a Sancti Spíritus había tenido un accidente de carretera y se encontraba muy grave en el hospital. Corrí a su lado y, aunque inconsciente, la vi viva entre las sábanas, no de una mesa como en el sueño, pero sí del lecho en que unas horas después moriría. El vestido que con tanta ilusión se había mandado a hacer para el matrimonio, y que nunca llegué a ver, le sirvió de mortaja.
Esgrimiendo el deseo de mi amiga, su mamá me hizo prometerle que no volvería a posponer la boda; y aunque no hubo fiesta, esa noche fui a la iglesia para contestar de manera afirmativa a la pregunta del sacerdote de si me quería casar, mientras que mi amiga, cumplido su ciclo, partía una vez más de la vida terrenal.
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