miércoles, 18 de noviembre de 2020

EL CABALLERO

Hijo, hoy especialmente me siento un hombre feliz: a tu accionar debo mi contento. Estabas, en no sé qué cosmos lúdico, correteando por laberintos fantásticos del parquecito junto al edificio donde vivimos. Yo te observaba vital y sonriente, con tu pelo dorado, como el viento al atardecer, y tu sonrisa, con los dientes que marcaron la madurez de tu infancia. De pronto, una señora en el tránsito a su hogar, dio un traspiés, y al suelo fueron las bolsas que cargaba con las compras del mercado. La viste y, cabalgando tu Rocinante de hierro, como siempre hicieron los caballeros medievales cuando una dama debía ser socorrida, corriste en su auxilio, No les importaba a ellos, ni mucho menos a ti, dragones de vuelo rasante y vaho de fuego; nigromantes de emponzoñadas pociones y arteros hechizos; mañosos enemigos feudales; mares embravecidos, fosos repletos de hambrientas tarántulas, murallas ni altas torres.

    ─A sus pies, señora mía ─decían─, mi brazo, mi honor y mi vida.

    A ti te bastó un simple: "la ayudo", y raudo recogiste latas y verduras, bolsa de pan y jabones. Y para que no quedara duda de la integridad de tu valor y tu fuerza física, cargaste con su morral hasta el lindero del bosque de tus juegos, donde la anciana, quien en realidad era la emperatriz de las hadas de los cuentos, te premió con la condición de príncipe, sin saber que ya lo eras desde el día que, recién nacido, besé por primera vez tu frente.

    Más que un principado, otro fue el regalo que tú mismo te hiciste al entrar en las huestes de las personas que hacen del bien ajeno, evangelio y faro. Adquiriste, con tu acción de niño bueno, la condición de rayo de luz, y, desde ahora, el tamborileo y las cornetas que anuncian a los colosos precederán tu paso por la vida.

     No te engañes. La envidia y la malevolencia, la antipatía y el encono se pregonan, se anuncian y se divulgan en titulares luminosos, pues quieren hacernos creer que son los dueños del universo. Pero los hombres buenos somos más, y estamos agrupados en huestes de oloroso incienso.

     ¿Te acuerdas cuando me ausenté durante unos meses, y tú preguntabas dónde estaba ese país lejano al que yo había ido a trabajar? Si a mi regreso, para cruzar el océano, tomaba el avión en el punto mismo de partida, me perdía la oportunidad de, al menos, desde la ventanilla de un vehículo de fierro, ver trigales, ríos, viñedos, lagos, castillos y ciudades; imaginar las aventuras que vivieron los caballeros medievales, las disímiles historias que por aquellas bastas planicies ocurrieron; y percibir los olores de las estaciones donde nos detuviéramos, escuchando el sonido de lenguas extrañas para mi oído y disfrutar de sonidos guturales y cadencias verbales que, como música producida por instrumentos del medioevo europeo, yo no hubiese oído antes,

      Creí que reposado cómodamente en el asiento de un tren llegaría a mi destino final: el aeropuerto donde tomaría el avión en el que sobrevolaría el mar, pero muchas fueron las peripecias que debí vivir; dificultades, inconvenientes y contratiempos que superar; problemas, trabas y acertijos que resolver en la travesía por tierras europeas. Viajaba con más bultos que una recua de llamas bajando por Los Andes y sólo dos manos para mover tal equipaje, y si logré no ir dejando un rastro de ropa, regalos, equipos eléctricos, maletas y maletines fue porque a mi camino concurrieron duendes daneses, hadas teutónicas, magos belgas de la más rancia estirpe de socorristas, elfos franceses, gomos neerlandeses y algún que otro alpinista suizo criador de perros San Bernardo que me protegieron en ferris, trenes y trolebuses, en la estación de ferrocarriles de Copenhague, en el puerto de Puttgarden, por las calles de Hamburgo y Colonia, en el paso fronterizo de Acheen, por la ciudad de Bruselas y en el lindero de Lille, hasta llegar hasta al abrazo de un amigo en París que me permitió unos días de respiro para seguir después hasta el país de Finis Terra, desde donde, como un Cristóbal Colón aéreo, salir a atravesar el Atlántico y descubrir el hijo más hermoso que ojos humanos hayan visto y que esperaba por mí: tú, el caballero de la corte del rey Arturo que con su estandarte albo, su armadura de platino y zafiros y su lanza de oro se presentará en cuanta lid, torneo u olimpiada se convoque para ganar la corona de laurel del servicio desinteresado y solidario a los menesterosos, necesitados, humildes y sufridos ante las circunstancias de sus vida.

 

 

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