sábado, 5 de junio de 2021

Foto de familia 1 Tía Elena

 

    ―La que está en el centro es Manita.

    ―Yo no sé por qué te pones a mirar fotos viejas,

    ―Porque estoy melancólico.

    ―Pero si lo que te pone triste como un gato cuando llueve, es precisamente eso.

    ―¡Bah! No empieces.                                           

    ―¿Y esta, ¿quién es?

    ―Tía Elena. Aunque parecen hermana, es hija de Manita.

    ―Por eso es que estaba en el almuerzo.

 

    Todos los años, el Día de las Madres, en casa de Manita García se hacía un almuerzo al que venían sus hijos, hijas, nueras, yernos y nietos.

    ―Tía Elena estaba muy aventajada. Había veinte años que lloraba la muerte de su marido.

    ―Y todos los percances que ocurrieron ese día, el día de la foto, ¿te acuerdas?, comenzaron con la dichosa caja de huesos.

    ―Sí. 

     La mesa del comedor no alcanzaba ni poniéndole las dos tablas adicionales que Manita García guardaba en la barbacoa encima de los lavaderos, y había que improvisar un tablero de ocho metros, Los nietos que vivían en Jarahueca tenían que, una quincena antes del almuerzo, dedicar todo el tiempo que no fuera de escuela a ayudar a la abuela los preparativos.

   ―Ángel, ve a casa de los Darias a buscar un racimo de plátano macho.

    Y como entre ninguno de los nietos de Manita García -ni en los cinco del pueblo ni los ocho de Perea, Meneses, Iguará, Venegas y La Habana-, había siquiera una hembra, los varones debían cooperar en todo.

    ―Baltasar, tienes que ayudar a deshollinar la casa.

    Y así, dando órdenes como un general de Ejército Mambí, el día del mencionado almuerzo, Manita García lograba que en el jardincito de la entrada, las piedras de las arecas y los rosales lucieran en redondel el blanco de la lechada; en la sala, los cristales de las fotos de los parientes quedaran limpios sin siquiera una cagadita de mosca; los cuartos olieran a vetiver, y en la cocina los más exquisitos aromas de sofritos, asados, dulces y frutas reventaran en sartenes, calderos y platos.

    ―Raúnel, ocúpate de dejar encargada la piedra de hielo.

   Con los más mínimos detalles previstos, ordenados y ejecutados desde semanas anteriores, el día del convite era de solaz para todos.

    ―Hoy pueden irse a jugar al patio.

    Y allá corría la muchachada. Ese día, primero jugaron a la candelita, pero embullados con tantos lugares buenos por el traspatio, los lavaderos, la arboleda y el corral de los puercos, decidieron jugar a los escondidos. Ramirito fue quien "se quedó" en el reparto de la piedra, y cuando se inclinó sobre la base, todos los primos salieron en desbandada en busca de las mejores guaridas.

    ―¡No mires!

    Luis no se conformó con entrar al cuartico de desahogo, sino que se metió en el poco espacio libre sobre la última tabla del estante, El son que traía en los ojos le impidió, en un primer momento, ver la pequeña arca metálica, pero cuando su frío la acarició una nalga, se viró, e intrigado por el posible contenido de aquella caja, la abrió.

    ―¡Luis, te vas quedando! ―le gritó Ramirito cuando, olvidado del juego de los escondidos, lo vio venir con los brazos cargados de huesos.

 

    ―Yo no sabía que tú habías sido quien lo empezó todo,

    ―¿Qué no sabrás tú? Pero, bueno, en realidad lo ocurrido lo empezó manita mucho antes. Y Papi, pero por la insistencia de Manita.

 

    El segundo de sus hijos varones, Ángel, tenía por costumbre ir todos los días a casa de Manita García a tomar el café de la mañana; y el saludo que su señora madre le dio con la primera colada de aquel año fue:

    ―¿Dónde ustedes me piensan enterrar el día que yo me muera?

    A partir de ahí, la misma seguidilla todos los días, no porque Manita García presintiera especialmente que se iba a morir, sino porque había oído el comentario entre sus hijos de que la bóveda de la familia, estrenada hacia veinte años cuando la muerte del marido de tía Elena, se estaba filtrando. Y Ángel, quien fungía como especie de administrador a la hora de cumplir la santa voluntad de Manita García, se dio a la tarea de reparar la bóveda.

    ―Habrá que pedir prestado un nicho para los restos de Juan de Dios ―dijo Segundo, el más chiquito,

    Como sucede en muchas familias grandes, en la de Manita García los mismos nombres se repiten una y otra vez. Para evitar confusiones se acostumbraba, al menos en la de ella, agregarle algún calificativo aclaratorio al nombre de pila. Para quienes conocieran el código y estuvieran empapados del árbol genealógico, estos apelativos cumplían su cometido, pero para quienes no, nada decían.

Segundo el más chiquito, era hijo de Segundo el difunto, quien a su vez fui hijo de Segundo el don; pero más jóvenes que Segundo el chiquito, de otra generación: Segundo Dios, Segundo el gordo, Segundo el sordo y Segundo el nene.

 

    ―¿Por qué no dices tu sobrenombre?

    ―¡Qué mal me cae ese tono irónico tuyo!

    ―Anda, dilo,

    ―Déjame en paz, por favor, Ya te dije que estoy melancólico, y estas remembranzas me hacen bien.

    ―¡Ay, Dios! ¡Las cosas que tengo que oír!

 

    Dado que nunca accedieron a que en su bóveda se enterraran cadáveres que no fueran de la familia, Ángel sudó que otro propietario les quisiera prestar, aunque fuera sólo durante el tiempo que durara la reparación, un sitio en el cementerio para guardar los restos de Juan de Dios. Fue por ello que, sin decirle nada a nadie, el día que los albañiles levantaron la tapa del sepulcro, cargó con el osario de lata dentro de un saco y lo escondió difícilmente alguien lo pudiera encontrar.

 

   ―¡Pobre tía Elena!

   ―La solidaridad de los primos fue tu suerte.

   ―Nunca se supo quién fue quien los sacó.

 

        Al llegar Luis con aquellos huesos se cambió el juego. Al que descubría el "tesoro", por derecho propio, le tocó la calavera, signo de poder jefatura, y uno de los fémures. A Ángel el nuevo le tocó el otro fémur; a Segundo el nene, una de las costillas flotantes: a Salvito, un radio; y a unos y a otros, las tibias, los peronés y los húmeros. Las vértebras y las falanges servirían de proyectiles en la batalla, n poco medieval por lo de las espadas, y un poco moderna por las granadas, La guerra no demoró en comenzar, y hubiera durado toda la mañana, sino es porque a Ramiro el habanero se le ocurrió entrar un instante a la casa en busca de un refugio.

    ―¡Niño! ―gritó tía Elena e un tono agudísimo de falsete―. ¿Qué es eso que tú traes ahí?

    ―Mi arma ―gritó Ramiro el habanero al tiempo que corría agitando al aire un cúbito, el cual, y gracias a un fragmento de cuero curtido, conservaba en su extremo una mano momificada.

   No convencida tía Elena de lo que le pareció ver, se asomó por la ventana de la cocina, y entonces no le quedó duda: allí estaba Luis con la calavera de Juan de Dios.

    ―¡Adelante, mis valientes guerreros!

    Ninguno de los ataques del mortuorio                           Nervioso, debilidad,

ni de los muchos que le dieron durante                         cansancio facial y falta de  

aquellos años de viudez, tuvo comparación                   memoria. 

con el de aquel día. El tilo se quedó sin hojas,                       TOME FITINA

y solo el juramento de tío Baltasar de que                   Contribuye a la recuperación

aquellos huesos plásticos eran de un juego                     del equilibrio nervioso y

de piratas que él le había traído de regalo         combate el cansancio físico y mental

a los sobrinos, la calmó.

    ―¡Qué clase de juguetes inventan ahora! ―dijo tío Elena antes de caer dormida bajo los efectos de las pastillas y los cocimientos.

    ―Esperemos que esté despierta para la hora del almuerzo ―dijo Manita García.

    Y como se sabía que detrás de aquellas palabras estaba la amenaza de un ataque mayor que el que acababa de sufrir tía Elena, por si alguno de los hijos faltara a su almuerzo del Día de las Madres, hijas y nueras de Manita García supieron que a su debido tiempo, debían poner la cafetera a la candela y preparar un baño de agua fría para tratar de que la pobre viuda despertara.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario