sábado, 12 de junio de 2021

TÍA LUCRECIA Y TÍA HILDELISA

    ―Al lado de tía Elena, está tía Lucrecia, Tiene una blusa de flores.

    ―La sorda. Ja, ja, ja.

    ―¡Cualquiera que te oye…! Tía Lucrecia no era sorda, solo que no oía bien.

    ―Yo no cuestiono la agudeza auditiva de tía Lucrecia. Solo digo que así era como todos, incluido tú, le decíamos.

    ―Cuentan que cuando Manita estaba embarazada por segunda vez, tuvo la rubeola, y para que la criatura no le naciera ciega, le hizo una promesa a Santa Lucía…

    ―Pero desconocedora del santo protector del aparato auditivo, la niña le salió, dura, ¡pero dura de oído!

   ―¡Qué burlón eres! Deja en paz a la pobre tía Lucrecia,

   ―Si dejo a ti Lucrecia, te cojo a ti. Aquel día, como nunca te ha gustado hablar alto…

    ―Signo de buena educación.

    ―Tía Lucrecia no te oyó bien, y ahí mismo se armó el segundo embrollo. Cuenta

 

   Eran cerca de las ocho y treinta y cinco, y para tratar de que los muchachos olvidaran el incidente con los huesos de Juan de Dios, Papi y tío Baltasar recogieron la osamenta y nunca se supo qué hicieron con ella en ese momento.

 

    ―¿Y el pisapapeles de tu buró?

   ―Eso no tenías por qué decirlo

    ―¿Te pone melancólico?

    ―Está bien. Es esta que está aquí, junto a mi máquina de escribir. Quince días después de aquel hecho, me encontré una vértebra dentro del abrevadero de las gallinas, Ya sabiendo que se trataba de un muerto, y temeroso de lo que pudiera ocurrir, la escondí. Al principio no dormía…

    ―Y te orinabas en la cama.

    ―Me orinaba en la cama y tenía pesadillas en las que Juan de Dios venía a buscar su vértebra; pero con el tiempo me acostumbré a ella y siempre me ha acompañado.

La barnicé para que no se deteriorara y ahora el uso de pisapapeles. ¿Complacidos?

    ―Por el momento. Continúa.

 

    Eran cerca de las ocho y treinta y cinco, y para tratar de que los muchachos olvidaran el incidente con los huesos de Juan de Dios, uno de los hijos de Manita García le encargó que fueran a la estación de ferrocarril a esperar a tía Hildelisa.

    Los primos se miraron asombrados por aquel pedido, pero como ya el tren pitaba cerca del pueblo, tuvieron que salir corriendo para recorrer a tiempo las tres cuadras que separaban la estación de la casa de Manita García.

    Tía Hildelisa hacia cerca de veinte años que no montaba en tren, y si al cabo de tanto tiempo, su marido y sus hermanos permitieron que lo hiciera, fue solo para que no faltara a la cita del Día de las Madres.

    Desde que se casó, tía Hildelisa fue a vivir a Perea, y para que pudiera venir a visitar a su señora madre y, sobre todo, asistir a los obligados almuerzos sin que tuviera que montar en tren, su marido, con la ayuda económica de los hermanos y cuñados más pudientes de tía Hildelisa, se compró una máquina y cambió su oficio de barbero por el de chofer de alquiler.

   Cuando tía Hildelisa fue señorita, quiso aprender mecanografía, y como en Jarahueca no había academias, Manita García consintió que fuera hasta General Carrillo a hacerse mecanógrafa. Todos en la familia pensaron que el interés de Hildelisa por dominar el oficio de escribir a máquina, era porque pretendía trabajar en un empleo fuera, cuestión que Manita García no veía con buenos ojos.

    ―Las mujeres para la casa y los hombres para la calle ―decía siempre.

    Y por ello, a todos les sorprendió que le permitiera a tía Hildelisa, tres veces por semana coger el gascar de la una de la tarde, ir hasta Carillo a teclear en un Remington y regresar a Jarahueca en el mismo coche cuando este volvía a las cinco y un poquito.

   Claro que Manita García jamás le permitiría a tía Hildelisa ni a ninguna de sus otras hijas que trabajaran en la calle, pero como, por la única de los trillizos que sobrevivió al parto, y por demás, la última de los hijos, y dado a luz cuando Segundo el difunto ya estaba difunto, con tía Hildelisa siempre tuvo sus debilidades y le complació en lo de aprender mecanografía.

    ―Cuando llegue el momento del permiso para trabajar ―se dijo Manita García ―, la harina será de otro costal.

   Mas lo que Manita ni nadie sabía, por la emotiva y tímida tía Hildelisa nunca lo confesó, era que su interés por saber escribir a máquina estaba motivado por el dese de enviar copias de sus poemas a periódicos y revistas de la capital.

   Ya a los quince años, tía Hildelisa, a escondidas, había completado tres libretas con los más amorosos, románticos y eróticos poemas escritos en Jarahueca por una joven en época alguna:

Con la inquietud de tus locas

manos sobre mi piel

te bebiste gota a gota

con tus besos en mi boca

la dulzura del placer.

 

Abrirme quisiste en dos

traspasada con tu espada

y entre mis carnes quedó

mustia, triste, muerta flor

tu espada pronto agotada.

 

El calor que me consume

―ansias que tengo de ti―

por mi pecho se me sube

cuando recuerdo que tuve

el mismo placer que di.

 

Como un recuerdo, jirones

entre mis piernas quedó

la savia de tus amores

y en mi sexo los sabores

del grito que te acalló.

 

Duerme ahora, dulce bien,

mis senos guardan tu sueño

mas cuando te diga ven

dispuesta tu espada ten

demuestra quién es el dueño.

    Naturalmente que al mandar sus poemas para que se los publicaran, no lo haría con su firma, sino con un seudónimo, y los tipos de una impersonal máquina de escribir la ayudarían a conservar el anonimato, pues solo la fama la salvaría, quizás, de que su madre la matara al saber de su dedicación a las letras, Pero ni los propósitos de aprender mecanografía ni los de la fama poética se materializaron, pues el amor llegó pronto al tierno corazoncito de tía Hildelisa.

    ―¡Mamita, Hildelisa es novia del conductor del tren! ―le aviso Ángel enseguida que lo supo.

   Al ser tía Hildelisa novia del conductor del tren no le permitieron embarcarse sola, Sin embargo, el compromiso podría haberse encauzado como Dios manda.

    ―¡Lo quiero! ―dijo tía Hildelisa― y si no me dejan casar ―lloró―, en la primera oportunidad que tenga, ¡me fugo con él!

    Los comentarios acerca del mestizaje de una de las abuelas del conductor, hacían, a los ojos de Manita García, totalmente imposible la realización de este amor; y para evitar el escándalo y la deshonra de la familia, Ramiro se llevó a tía Hilda con él para la finca en que trabajaba. La muchacha solo volvió cinco años después para casarse con el barbero de Perea.

    ―Tía Hildelisa no vino en el tren ―le dijo Baltasar el gago a tía Lucrecia.

    Motivada por temores inconfesados, Manita García no estuvo conforme con que fueran solo muchachos quienes esperaran a tía Hildelisa en la estación, por lo que cuando salieron, le ordenó a su hija Lucrecia que también fuera. Sin embargo, sus cincuenta y tantos años, y una cierta tendencia a la obesidad, no le permitieron a tía Lucrecia llegar a tiempo y, cuando le faltaban cerca de cuarenta metros para la meta, ya el tren se despedía de Jarahueca con un pitazo, y los muchachos venían de regreso.

   ―Nos dijo el conductor ―explicó Luis― que a tía Hildelisa se le fue el tren.

    Los niños son poco observadores…

 

    ―Y Luis, entretenido más que ninguno.

    ―Ya lo dijiste.

    ―Se me fue. Te lo juro.

    ―Bueno, no me interrumpas.

 

    De no haber estado pensando en ver si tío Baltasar los llevaba en máquina a darse un chapuzón en el río antes de la hora del almuerzo, quizás se hubieran percatado de la palidez repentina de tía Lucrecia. Pero el mundo es así, los niños piensan así y los sordos oyen así.

    ―Hildelisa se fue con el conductor del tren ―dijo tía Lucrecia cuando llegó corriendo a casa de Manita García.

    En momentos tales, Manita García hacía gala de su entereza y dominio, no solo de los demás, sino también de sí. Sin exclamaciones, aspavientos ni lamentaciones, supo lo que debía hacer. A ti Lucrecia le abrió los ojos, gesto este en el que, de forma casi imperceptible, y por ende inexplicable con palabras, le ordenó nunca más en su vida volver a repetir aquella frase. Tía Lucrecia lo entendió y acató, y con mucha templanza fue a unirse al grupo de hermanas y cuñadas que escogían el arroz.

    ―¿Hildelisa vino en el tren? ―deben haberle preguntado, pero como para algo debía servirle su media sordera, contestó:

    ―En la mesa seremos veinte o treinta, pero no cien.

    Y mientras las mujeres de la familia trataban de que tía Lucrecia oyera lo que ellas en realidad le preguntaban, Manita García cruzó cerca de donde sus hijos varones sacaban las primeras cervezas del tanque en el que se enfriaban desde la noche anterior, y les ordenó que la siguieran. Fue hasta el cuartico del patio, la abrió y sacó las armas. A tío Ramiro le entregó un machete, otro a Ángel, el cuchillo de matar los puercos a tío Baltasar, y la hoz del césped a Segundo el chiquito.

    ―Hildelisa se fugó con el conductor del tren.

    Y no mediaron más palabras, Aquellos cuatro bigotudos, hijos de sus entrañas, supieron lo que la madre les quería decir, y, dispuestos a la venganza, se abrieron las camisas para que les brotaran los pelos del pecho y partieron.

    ―En mi máquina les daremos alcance en Remates.

    ―Y allí los matamos.

    ―Manita era de argolla y garabato.

    ―Así eran las costumbres de antes.

    ―Y Manita, como todos los viejos, estaba caduca.

    ―Sí, pero sus hijos la obedecían ciegamente.

    ―¡Fanatismo! ¡Fanatismo útero-umbilical! ¿Tú no te has percatado de que Manita hubiera dado un buen dictador? Caduca, autoritaria, dominante…

    ―No mezcles la política con esta historia,

    ―Yo no la mezclo: la política es como el aire, como Dios. Esta en todas partes. Está en tu miedo.

    ―Estoy contando de la familia.

    ―Avante entonces, che.

 

   Casi marchando, los cuatro hombres atravesaron el patio, el comedor, la saleta y la sala, pero al llegar al portal, algo los detuvo.

    ―¡Mis hermanos! ―saludó risueña tía Hildelisa bajándose del auto de alquiler de su marido―. Se me fue el tren, y Labrada me trajo ―explicó mientras los besaba.

 

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