lunes, 28 de junio de 2021

4.- Naná, la esposa de tío Segundo

    Certeza semejante en lo que debía hacer, la tuvo Manita García cuando Ángel le dijo el sitio en el que tío Segundo se metía, Resuelta fue hacia el antiguo escaparate que la acompañaba desde que se casó, tensó el cuerpo para alcanzar la maleta que sobre él guardaba, pero la imagen que se reflejó en el espejo de una de las puertas la detuvo. Al verse vieja y cansada, el deseo de permitir que el destino fluyera sin trabas quiso apoderarse por segunda vez de su vida, pero la conciencia de lo que ocurría dentro de sí fue suficientes para, con la misma entereza con que le negó al oficial español la información de dónde estaba su marido, destrozar de un puñetazo el espejo, que por un breve segundo, fue testigo de su flaqueza.

    Terminó finalmente de estirar los brazos y tomó la maleta donde echaría la ropa de tío Segundo.

   ―Esta noche, cuando pase el tren, te vas para La Habana para que estudies y trabajes.

    Como el giro de tío Baltasar, recientemente establecido en la capital, eran las telas, no le fue difícil conseguirle empleo a su hermano en una tienda de ropas de la calle Muralla, Allí tío Segundo se ocupó inicialmente de la limpieza y los mandados, pero por su garbo y simpatía, no demoró en pasar al mostrador, Las ventas del establecimiento aumentaron, los dueños le tomaron afecto, y Abraham comenzó a enseñarle el oficio de sastre. El éxito del nuevo dependiente entre las clientes no se limitó a sedas o botones, sino que también se hizo extensivo a otros asuntos más íntimos y personales, por lo que tía Segundo no tuvo necesidad de poner nunca más un pie en prostíbulo alguno. Fue así que desapareció el peligro de que entre los hijos de Manita García hubiese un chulo, aunque a expensas también de la posibilidad de que no hubiera un médico o un abogado, ya que el joven, a pesar de su inteligencia, no tuvo tiempo, ni interés en seguir los estudios.

    La vida habanera duró solo unos pocos años, pues un desagradable suceso vino en poco tiempo a torcer el destino de tío Segundo. Sorprendido en un lecho que no le pertenecía, saltó de él y corrió a coger los pantalones para escapar de allí, pero fue precisamente su desnudez quien le salvó la vida.

   ―¿Por qué, Natalia? ―preguntó el pobre hombre cuando pistola en mano irrumpió en la habitación, mas al ver al amante de su mujer tratando de vestirse, no esperó otra respuesta, pues la causa del adulterio le fue, como un insulto, visible en toda su magnitud. Creyendo descubrir una sonrisa de sorna en los labios de su esposa, se llevó a la sien el arma que traía para matar a los amantes, y se disparó.

    A cambio de la promesa de recordarla eternamente, la viuda le juró al amante no decir su nombre y por sobre el cadáver que yacía ensangrentado la cama, sellaron el pacto con un beso. Tío Segundo puso pies en polvorosa y no paró hasta un pueblecito de la provincia de Camagüey donde un cuñado de Abraham vendía quincallería en un mulo.

   

     ―Ahora tienes que contar lo del tutor de Naná.

    ―Ya hoy he escrito bastante.

    ―No importa.

    ―Estoy cansado.

    ―Aprovecha que estás inspirado y así no se te olvida ninguno de los detalles importantes.

    ―¿Aquí detalles te refieres?

    ―Tú sabes. Cuenta.

 

    Naná y tío Segundo se enamoraron en aquel lugar…

 

    ―No, no. Esta es una historia muy apasionante, y debes explicarla con lujo de detalles.

    ―Tantos detalles me parecen innecesarios, Es tarde y estoy cansado.

    ―Sí tú quieres, yo podría contar esta parte.

    ―¿Tú?

   ―También me sé la historia.

    ―Nunca supe que te interesara escribir.

   ―No, pero me he dado cuenta de que no es nada difícil.

    ―Hazlo si quieres, pero no en mi novela.

    ―¡Ah!, ¿pero es una novela? Pensé que eran recuerdos melancólicos…

   ―Sí, es una novela.

    ―Puedo imitarte el estilo: muchas subordinadas, muchas oraciones entrelazadas por la conjunción "y", muchos "que" …

      Naná era la muchacha más bonita de toda Florencia

 

         ―¡Qué cursi!

 

     Huérfana de padres, se crio con un tío…

 

    ―Solterón y muy católico

 

    Quizás por la posición económica que tenían, su tutor debió oponerse a las relaciones de la sobrina con un simple vendedor ambulante, pero no se sabe por qué razón las aceptó y le dio calor al noviazgo.

 

―No se sabe, pero se comenta.

 

    La boda se efectuó al poco tiempo y la pareja fue a vivir al hogar de la muchacha. El ardor de la joven y la experiencia adquirida tempranamente por tío Segundo convirtieron las noches en un tormento para el solterón, pues agobiado por las más incestuosas tentaciones, don Plácido no se podía quedar dormido al oír las expresiones y los suspiros que le llegaban del cuarto aledaño. Para tratar de calmar su turbado espíritu, primero se permitió escuchar, mas ello agudizó su martirio: durante el día vivía obsesionado imaginando la razón exacta que motivaba todas y cada una de las frases que percibía en la inquietud de sus almohadones, Por la noche dejó de ir a la iglesia y permanecía en su despacho haciéndose el que leía el periódico para velar el momento exacto en que Naná y ti Segundo se iban a dormir. Calculaba el tiempo que demoraban en meterse en la cama y corría entonces para situarse detrás de la puerta que separaba su habitación de la de los recién casados. No conforme con ello, aunque en franca oposición con su conciencia, una tarde aprovechó el quedarse solo en la casa y practicó un disimulado orificio en la pared.

    Esa noche, sudoroso de inquietud y con el pudor y la razón totalmente obnubilados, se subió en la silla preparada con anterioridad, corrió el cuadro de San Sebastián, se tapó el ojo izquierdo para agudizar la vista del derecho, y miró.

    El tiempo de su pecado fue solo de segundos, pues a propósito divino, y para que aquella innoble conducta se detuviera, lo primero que don Plácido tuvo delante su campo visual, fue el erecto miembro viril de tío Segundo. Entonces, llenó de vergüenza, comprendió toda la verdad. Supo el porqué de sus atenciones con el joven, la razón de su contento cuando esta junto a él y la causa del rencor que los últimos tiempos le inspiraba su sobrina, Se tiró de la silla y, para asombro de los noctámbulos de Florencia, corrió por toda la calle del comercio, entró al parque Martí y de detuvo en la iglesia parroquial, allí dio de voces hasta que el sacristán le abrió, y entonces fue a tirarse de bruces a los pies del Crucificado, pero la desnudez del Nazareno lo asustó, y prefirió los brazos de la Dolorosa.

    Al otro día, aconsejado por su confesor, le mandó un emisario con el dinero suficiente para que tío Segundo pusiera una gran tienda de ropa donde mejor le conviniera con la condición de que abandonara el pueblo.

    Manita Garcia…

 

    ―Seguro que dijo: ni chulos ni maricones.

    ―Pedirte que me dejes escribir en paz, es totalmente inútil.

    ―Antes de ponerme a hablar de Manita, o haría notar la capacidad modificadora de los acontecimientos que tenía la vera de tío Segundo, capaz de provocar a nivel nacional, el mismo efecto que el atentado de Sarajevo para el mundo.

    ―¡Bah!

    ―Es que no aprovechas los momentos oportunos para hacer comentarios importantes.

    ―Yo pretendo que mi novela sea seria.

    ―Está bien, no me hagas caso. Ibas a hablar de Manita García.

 

    Manita García decidió que era hora de traer nuevamente a tío Segundo a su sombra, y por ello le ordenó que abriera en Jarahueca el negocio, en el que ella no tendría que invertir ni un kilo. Allí prosperó el sastre, aunque era de Naná de quien realmente estaba cerca, pues esta, conocedora de la pieza que tenía por esposo, no le perdía pie ni pisada, desarrollando con el tiempo esa intuición de saber detectar cuándo tío Segundo se le alejaba a más de cincuenta metros.

     Naná preguntó por su marido y, una misma acción, se puso de pie. Como Manita García sabía que oponerse a lo que iba a hacer era totalmente inútil, le ordenó:

    ―Ve y búscalo.

    Naná salió disparada hacia la calle y, guida por un olfato especial, supo hacia dónde dirigirse.

    Esa mañana, en efecto, su marido había ido a comprar cigarros, pero Naná lo sorprendió hablando con Cora: costurera de quien se decía había sido noviecita de tío Segundo cuando estaban en la escuela primaria. Ella no se había casado, porque vivía fiel a la ilusión de su primer y único amor. Naná, mezcla de andaluza e isleño, olvidada del qué dirán, no más los vio les cayó a pedradas, pero de los muchos proyectiles, solo uno dio en el blanco.

    Cora, envalentonada por la sangre que le brotó, con un pañuelito de holán y crochet intento limpiar la frente de su ídolo, pero con la mordida que Naná le dio en la mano, la pobre mujer por poco queda manca.

   Tío Segundo tomó a su esposa fuertemente por un brazo, e insultándose regresaron a casa de Manita García. Fueron hasta su cuarto y, aunque comenzaron dándose de golpes, como ocurría veinticinco o treinta veces a la semana, terminaron haciéndose el amor.

 

    ―Y ahí fue cuando tú entraste.

 

 

sábado, 19 de junio de 2021

Los penes de Labrada y tío Segundo

    Labrada, el ex barbero de Perea y actual chofer de alquiler, estaba volado en fiebre desde hacía tres días, pero para cumplirle la promesa hecha a Manita García el día que se casó con tía Hildelisa, de que esta y los hijos que engendran asistirían todos los Días de las Madres al almuerzo familiar, se levantó de la cama y se los trajo.

     A los veinte años, Labrada conservaba, como un pequeño capullo de rosa, el prepucio que cubría su glande; capricho anatómico que le dificultaba satisfacer placenteramente los deseos de mujer, por lo que, aconsejado por un veterinario que había en el pueblo, se sometió a una pequeña operación quirúrgica, Para que aquel delicado asunto no trascendiera al domino público, Labrada inventó la historia de una pariente moribunda en Placetas, a donde se trasladó para hacerse circuncidar.

    Por la tarde, cuando para volver tomó el gascar, se acomodó en su asiento con mucho cuidado de que el pantalón no le rozara los molestos puntos, Medio adormecido por un somnífero, fue hasta General Carrillo; allí, el roce las rodillas de una joven que se le sentó enfrente lo despertó a la vigilia y al amor, y solo mirarla, hizo que una ardorosa, incontenible y nada romántica pasión naciera en él.

    Lo que pudo ser un voluptuoso estado varonil, se convirtió primero en fuente de preocupación, de molestia después y, de franco dolor cuando los puntos comenzaron a ceder a la presión de la distensión de los tejidos que pretendía unir.

     ―¿Qué le ocurre? ―le preguntó la joven cuando lo vio sudoroso y pálido.

    ―Nada ―iba a contestarle, pues pensó que podría eliminar, o al menos disminuir la erección de su pene, pero la muchacha, deseosa de ayudarlo, le tomó de una mano.

    Aquel contacto fue como un latigazo que, como corcel indómito, le hizo saltar bronco entre sus piernas.

    El dolor fue tan intenso que el pobre barbero se desmayó y no supo más de sí hasta despertar en el hospital de Yaguajay. Allí le pasaron una transfusión de sangre a la vez que trataban de controlarle la hemorragia en su pene erecto.

    Tres días estuvo como un surtido lanzando la sangre a lo alto, su madre de crianza pensó que, de seguir así, podría exhibirlo previo pago de una pequeña entrada, para con lo recaudado, sufragar los gastos de las transfusiones, pero no fue necesario tal medida, pues sólo por ver aquel portento hubo cientos de donantes voluntarios,

   Tal eventualidad, lejos de restarle valor al joven ante los ojos de las féminas, le creó un halo seductor que hizo que más de una soñara con ser la escogida para compartir con él su tálamo nupcial, Labrada, sin embargo, se mantuvo fiel al recuerdo de la seductora pasajera del tren, sin saber quién era ni dónde vivía, Parecía, por los muchos viajes que dio durante cinco años por toda la Línea Norte sin encontrarla, que el barbero estaba condenado al celibato como antes lo estuvo a la castidad.

 

    ―Labrada no está en la foto.

    ―Porque enfermo como estaba, no se levantó a almorzar.

    ―¿Y estos dos quiénes son?

    ―¿Cuáles?

    ―Están dándose un beso… no, no, Están mordiendo una misma masa de carne.

    ―Tío Segundo y Naná.

    ―Tío Segundo tiene una curita en la frente… ¡Ah, ya me acuerdo! Cuenta eso.

 

    Guardadas las ya innecesarias armas blancas en sus sitios, tío Segundo dijo que iría a comprar cigarros, y con es inocente fin salió hacia el café frente a la estación de trenes.

    ―¿Dónde está mi marido? ―preguntó                   Le encantará

alarmada Naná, quien por algún sentido                 REGALÍAS EL CUÑO        

 especial y misterioso, percibía cuando tío     Satisfacción es lo que Ud. Busca al

Segundo se alejaba a más de cincuenta        encender un cigarro y Regalías el

metros de su alrededor.                                 Cuño le brinca satisfacción a plenitud,

    Segundo el chiquito era el hijo varón        porque está hecho con el mejor tabaco

más joven de Manita García. Cuando         del mundo en la fábrica más moderna

nació, después de la hembra                       de Cuba. Su paladar no puede

que había roto el ciclo de los varones,              equivocarseRegalías el cuño

Segundo el difunto que padecía ya la                                   satisface

enfermedad mortal, manifestó el deseo de darle su nombre a este vástago, puesto que con los anteriores varones se había visto precisado a cumplir compromiso con antepasados o compadres influyentes, y, como prácticamente era la última voluntad de su marido, Manita García fue condescendiente.

    Si bien fue cierto que Segundo el difunto le dio su nombre y su porte: alto, fornido, de pelo trigueño y encrespado, amén de otras especiales dimensiones normalmente no visibles, Segundo el chiquito no sacó la estoica personalidad del padre.

    ―Segundo será casquivano y voluptuoso ―decían las matronas de estirpe del pueblo.

    ―Inquieto y alegre ―lo justificaba Manita García.

    Pero no convencidas de su inocencia, y al percibir en él un "algo" que gustaba a las mujeres, las experimentadas madres de las coetáneas del muchacho trataron infructuosamente de que sus hijas no amaran a quien, todavía un adolescente y sin que él mismo lo supiera, tenía porte de don Juan. Mas tío Segundo antes de tener siquiera tiempo de pensar en idilios románticos, encontró una forma más entretenida de pasar el tiempo.

    Cuando tío Segundo termino el sexto grado, Manita García lo matriculó en la Secundaria. Para asistir a clases, tenía, en contra de su voluntad, que ir todos los días a Yaguajay, de donde no regresaba hasta bien tarde; se bañaba, comía y se acostaba, Mas a mediado del segundo curso, comenzó a salir frecuentemente de noche con los libros.

    ―Voy a estudiar ―le decía a la madre.

    Y Manita García satisfecha con lo aplicado que se le había vuelto el muchacho de un día para otro, soñaba con llegar a tener un hijo médico, abogado o, por lo menos, dentista.

    ―Chule es lo que será ―le dijo Ángel cuando Manita García le encargó que lo siguiera.

    El día antes había venido a entrevistarse con Manita García un profesor de la Secundaria para averiguar el por qué tío Segundo no estaba asistiendo a clases desde hacía más de un mes, y como ella no supo qué contestarle, después de comprobar que las libretas del hijo estaban en blanco, le pidió a Ángel que le investigara dónde se metía el muchacho.

    ―En el bayú, Manita.

REGLAMENTO ESPEICAL

Para el régimen de la prostitución

CAPÍTULO II:

De los burdeles y matronas

ARTÍCULO 16: Para que se otorgue permiso de establecer burdel en una casa, se requiere que esté situada en la calle y zona afectada a este objeto o que si estuviese fuera de la demarcación, reúna los requisitos siguientes:

  1. Si la casa fuese de planta baja, debe estar situada en lugar a propósito por su soledad, en calle poco transitada. Si estuviese en calle transitada ha de ser por precisión de alto, la sala de espera forzosamente en un alto, una cancela o mampara que impida ver el interior a través de la puerta de la calle, y que sus habitaciones y patio no sean dominados por otras casas próximas.
  2. Que las ventanas bajas se cierren de modo permanente con persianas de madera, y las altas o puertas que den al balcón estén por lo menos cerradas con persianas fija vueltas hacia el exterior, Estas puertas y ventanas sólo podrán abrirse de siete a diez de la mañana, en el momento indispensable para la limpieza y de modo que ninguna mujer pueda ser vista del exterior.

 

   En Jarahueca era frecuente que los muchachos fueran por detrás del negocio de Gollita a mirar por las rendijas de las tablas el interior de los cuartos de las putas. Tío Segundo también lo había hecho y había corrido cuando la dueña los sentía y salía al patio escoba en mano, amenazándoles con decírselo a sus respectivos padres. Pero lo que era en tío Segundo travesura y simple emoción por el peligro que se corría viendo aquella escenas eróticas, un día, como le había pasado a todos los muchachones , se transformó a un estado de inquietud en el que palpitaciones, desasosiego, sensación de ahogo y deseo irrefrenable de estar dentro y no fuera de aquel cuarto, le embargaron; sin saber cómo ni cuándo, se extrajo con dificultad el pene por el orificio de la portañuela, que en ese momento le resultó pequeño, y comenzó a manosearse con movimientos regulares.

    Inmerso, física y mentalmente, en las nuevas sensaciones que experimentaba, no sintió cuando se abrió la puerta del patio y Gollita salió para espantarlo de allí. Tampoco tuvo la habitual respuesta de huida, sino que permaneció sudoroso y jadeante delante de la mujer, quien también quedó estática y sin resuello cuando vio la verga del muchacho.

    ―¡Dios te bendiga, diablo! ―dijo cuando pudo hablar y cogió a tío Segundo por una mano y lo metió para el interior de su casa―. Entra, que te pueden ver.

    Tío Segundo se quedó sin conocer, pues esto lo explicaría el profesor de Historia en las próximas clases, las causas del surgimiento de nuestra nacionalidad, laguna cultural que le importó un bledo, pues a partir de ese día se dedicó a aprender las distintas maneras en que los hombres a través de la historia del país, se habían acoplado con indias, blancas, chinas, mulatas y negras.

 

 

sábado, 12 de junio de 2021

TÍA LUCRECIA Y TÍA HILDELISA

    ―Al lado de tía Elena, está tía Lucrecia, Tiene una blusa de flores.

    ―La sorda. Ja, ja, ja.

    ―¡Cualquiera que te oye…! Tía Lucrecia no era sorda, solo que no oía bien.

    ―Yo no cuestiono la agudeza auditiva de tía Lucrecia. Solo digo que así era como todos, incluido tú, le decíamos.

    ―Cuentan que cuando Manita estaba embarazada por segunda vez, tuvo la rubeola, y para que la criatura no le naciera ciega, le hizo una promesa a Santa Lucía…

    ―Pero desconocedora del santo protector del aparato auditivo, la niña le salió, dura, ¡pero dura de oído!

   ―¡Qué burlón eres! Deja en paz a la pobre tía Lucrecia,

   ―Si dejo a ti Lucrecia, te cojo a ti. Aquel día, como nunca te ha gustado hablar alto…

    ―Signo de buena educación.

    ―Tía Lucrecia no te oyó bien, y ahí mismo se armó el segundo embrollo. Cuenta

 

   Eran cerca de las ocho y treinta y cinco, y para tratar de que los muchachos olvidaran el incidente con los huesos de Juan de Dios, Papi y tío Baltasar recogieron la osamenta y nunca se supo qué hicieron con ella en ese momento.

 

    ―¿Y el pisapapeles de tu buró?

   ―Eso no tenías por qué decirlo

    ―¿Te pone melancólico?

    ―Está bien. Es esta que está aquí, junto a mi máquina de escribir. Quince días después de aquel hecho, me encontré una vértebra dentro del abrevadero de las gallinas, Ya sabiendo que se trataba de un muerto, y temeroso de lo que pudiera ocurrir, la escondí. Al principio no dormía…

    ―Y te orinabas en la cama.

    ―Me orinaba en la cama y tenía pesadillas en las que Juan de Dios venía a buscar su vértebra; pero con el tiempo me acostumbré a ella y siempre me ha acompañado.

La barnicé para que no se deteriorara y ahora el uso de pisapapeles. ¿Complacidos?

    ―Por el momento. Continúa.

 

    Eran cerca de las ocho y treinta y cinco, y para tratar de que los muchachos olvidaran el incidente con los huesos de Juan de Dios, uno de los hijos de Manita García le encargó que fueran a la estación de ferrocarril a esperar a tía Hildelisa.

    Los primos se miraron asombrados por aquel pedido, pero como ya el tren pitaba cerca del pueblo, tuvieron que salir corriendo para recorrer a tiempo las tres cuadras que separaban la estación de la casa de Manita García.

    Tía Hildelisa hacia cerca de veinte años que no montaba en tren, y si al cabo de tanto tiempo, su marido y sus hermanos permitieron que lo hiciera, fue solo para que no faltara a la cita del Día de las Madres.

    Desde que se casó, tía Hildelisa fue a vivir a Perea, y para que pudiera venir a visitar a su señora madre y, sobre todo, asistir a los obligados almuerzos sin que tuviera que montar en tren, su marido, con la ayuda económica de los hermanos y cuñados más pudientes de tía Hildelisa, se compró una máquina y cambió su oficio de barbero por el de chofer de alquiler.

   Cuando tía Hildelisa fue señorita, quiso aprender mecanografía, y como en Jarahueca no había academias, Manita García consintió que fuera hasta General Carrillo a hacerse mecanógrafa. Todos en la familia pensaron que el interés de Hildelisa por dominar el oficio de escribir a máquina, era porque pretendía trabajar en un empleo fuera, cuestión que Manita García no veía con buenos ojos.

    ―Las mujeres para la casa y los hombres para la calle ―decía siempre.

    Y por ello, a todos les sorprendió que le permitiera a tía Hildelisa, tres veces por semana coger el gascar de la una de la tarde, ir hasta Carillo a teclear en un Remington y regresar a Jarahueca en el mismo coche cuando este volvía a las cinco y un poquito.

   Claro que Manita García jamás le permitiría a tía Hildelisa ni a ninguna de sus otras hijas que trabajaran en la calle, pero como, por la única de los trillizos que sobrevivió al parto, y por demás, la última de los hijos, y dado a luz cuando Segundo el difunto ya estaba difunto, con tía Hildelisa siempre tuvo sus debilidades y le complació en lo de aprender mecanografía.

    ―Cuando llegue el momento del permiso para trabajar ―se dijo Manita García ―, la harina será de otro costal.

   Mas lo que Manita ni nadie sabía, por la emotiva y tímida tía Hildelisa nunca lo confesó, era que su interés por saber escribir a máquina estaba motivado por el dese de enviar copias de sus poemas a periódicos y revistas de la capital.

   Ya a los quince años, tía Hildelisa, a escondidas, había completado tres libretas con los más amorosos, románticos y eróticos poemas escritos en Jarahueca por una joven en época alguna:

Con la inquietud de tus locas

manos sobre mi piel

te bebiste gota a gota

con tus besos en mi boca

la dulzura del placer.

 

Abrirme quisiste en dos

traspasada con tu espada

y entre mis carnes quedó

mustia, triste, muerta flor

tu espada pronto agotada.

 

El calor que me consume

―ansias que tengo de ti―

por mi pecho se me sube

cuando recuerdo que tuve

el mismo placer que di.

 

Como un recuerdo, jirones

entre mis piernas quedó

la savia de tus amores

y en mi sexo los sabores

del grito que te acalló.

 

Duerme ahora, dulce bien,

mis senos guardan tu sueño

mas cuando te diga ven

dispuesta tu espada ten

demuestra quién es el dueño.

    Naturalmente que al mandar sus poemas para que se los publicaran, no lo haría con su firma, sino con un seudónimo, y los tipos de una impersonal máquina de escribir la ayudarían a conservar el anonimato, pues solo la fama la salvaría, quizás, de que su madre la matara al saber de su dedicación a las letras, Pero ni los propósitos de aprender mecanografía ni los de la fama poética se materializaron, pues el amor llegó pronto al tierno corazoncito de tía Hildelisa.

    ―¡Mamita, Hildelisa es novia del conductor del tren! ―le aviso Ángel enseguida que lo supo.

   Al ser tía Hildelisa novia del conductor del tren no le permitieron embarcarse sola, Sin embargo, el compromiso podría haberse encauzado como Dios manda.

    ―¡Lo quiero! ―dijo tía Hildelisa― y si no me dejan casar ―lloró―, en la primera oportunidad que tenga, ¡me fugo con él!

    Los comentarios acerca del mestizaje de una de las abuelas del conductor, hacían, a los ojos de Manita García, totalmente imposible la realización de este amor; y para evitar el escándalo y la deshonra de la familia, Ramiro se llevó a tía Hilda con él para la finca en que trabajaba. La muchacha solo volvió cinco años después para casarse con el barbero de Perea.

    ―Tía Hildelisa no vino en el tren ―le dijo Baltasar el gago a tía Lucrecia.

    Motivada por temores inconfesados, Manita García no estuvo conforme con que fueran solo muchachos quienes esperaran a tía Hildelisa en la estación, por lo que cuando salieron, le ordenó a su hija Lucrecia que también fuera. Sin embargo, sus cincuenta y tantos años, y una cierta tendencia a la obesidad, no le permitieron a tía Lucrecia llegar a tiempo y, cuando le faltaban cerca de cuarenta metros para la meta, ya el tren se despedía de Jarahueca con un pitazo, y los muchachos venían de regreso.

   ―Nos dijo el conductor ―explicó Luis― que a tía Hildelisa se le fue el tren.

    Los niños son poco observadores…

 

    ―Y Luis, entretenido más que ninguno.

    ―Ya lo dijiste.

    ―Se me fue. Te lo juro.

    ―Bueno, no me interrumpas.

 

    De no haber estado pensando en ver si tío Baltasar los llevaba en máquina a darse un chapuzón en el río antes de la hora del almuerzo, quizás se hubieran percatado de la palidez repentina de tía Lucrecia. Pero el mundo es así, los niños piensan así y los sordos oyen así.

    ―Hildelisa se fue con el conductor del tren ―dijo tía Lucrecia cuando llegó corriendo a casa de Manita García.

    En momentos tales, Manita García hacía gala de su entereza y dominio, no solo de los demás, sino también de sí. Sin exclamaciones, aspavientos ni lamentaciones, supo lo que debía hacer. A ti Lucrecia le abrió los ojos, gesto este en el que, de forma casi imperceptible, y por ende inexplicable con palabras, le ordenó nunca más en su vida volver a repetir aquella frase. Tía Lucrecia lo entendió y acató, y con mucha templanza fue a unirse al grupo de hermanas y cuñadas que escogían el arroz.

    ―¿Hildelisa vino en el tren? ―deben haberle preguntado, pero como para algo debía servirle su media sordera, contestó:

    ―En la mesa seremos veinte o treinta, pero no cien.

    Y mientras las mujeres de la familia trataban de que tía Lucrecia oyera lo que ellas en realidad le preguntaban, Manita García cruzó cerca de donde sus hijos varones sacaban las primeras cervezas del tanque en el que se enfriaban desde la noche anterior, y les ordenó que la siguieran. Fue hasta el cuartico del patio, la abrió y sacó las armas. A tío Ramiro le entregó un machete, otro a Ángel, el cuchillo de matar los puercos a tío Baltasar, y la hoz del césped a Segundo el chiquito.

    ―Hildelisa se fugó con el conductor del tren.

    Y no mediaron más palabras, Aquellos cuatro bigotudos, hijos de sus entrañas, supieron lo que la madre les quería decir, y, dispuestos a la venganza, se abrieron las camisas para que les brotaran los pelos del pecho y partieron.

    ―En mi máquina les daremos alcance en Remates.

    ―Y allí los matamos.

    ―Manita era de argolla y garabato.

    ―Así eran las costumbres de antes.

    ―Y Manita, como todos los viejos, estaba caduca.

    ―Sí, pero sus hijos la obedecían ciegamente.

    ―¡Fanatismo! ¡Fanatismo útero-umbilical! ¿Tú no te has percatado de que Manita hubiera dado un buen dictador? Caduca, autoritaria, dominante…

    ―No mezcles la política con esta historia,

    ―Yo no la mezclo: la política es como el aire, como Dios. Esta en todas partes. Está en tu miedo.

    ―Estoy contando de la familia.

    ―Avante entonces, che.

 

   Casi marchando, los cuatro hombres atravesaron el patio, el comedor, la saleta y la sala, pero al llegar al portal, algo los detuvo.

    ―¡Mis hermanos! ―saludó risueña tía Hildelisa bajándose del auto de alquiler de su marido―. Se me fue el tren, y Labrada me trajo ―explicó mientras los besaba.

 

sábado, 5 de junio de 2021

Foto de familia 1 Tía Elena

 

    ―La que está en el centro es Manita.

    ―Yo no sé por qué te pones a mirar fotos viejas,

    ―Porque estoy melancólico.

    ―Pero si lo que te pone triste como un gato cuando llueve, es precisamente eso.

    ―¡Bah! No empieces.                                           

    ―¿Y esta, ¿quién es?

    ―Tía Elena. Aunque parecen hermana, es hija de Manita.

    ―Por eso es que estaba en el almuerzo.

 

    Todos los años, el Día de las Madres, en casa de Manita García se hacía un almuerzo al que venían sus hijos, hijas, nueras, yernos y nietos.

    ―Tía Elena estaba muy aventajada. Había veinte años que lloraba la muerte de su marido.

    ―Y todos los percances que ocurrieron ese día, el día de la foto, ¿te acuerdas?, comenzaron con la dichosa caja de huesos.

    ―Sí. 

     La mesa del comedor no alcanzaba ni poniéndole las dos tablas adicionales que Manita García guardaba en la barbacoa encima de los lavaderos, y había que improvisar un tablero de ocho metros, Los nietos que vivían en Jarahueca tenían que, una quincena antes del almuerzo, dedicar todo el tiempo que no fuera de escuela a ayudar a la abuela los preparativos.

   ―Ángel, ve a casa de los Darias a buscar un racimo de plátano macho.

    Y como entre ninguno de los nietos de Manita García -ni en los cinco del pueblo ni los ocho de Perea, Meneses, Iguará, Venegas y La Habana-, había siquiera una hembra, los varones debían cooperar en todo.

    ―Baltasar, tienes que ayudar a deshollinar la casa.

    Y así, dando órdenes como un general de Ejército Mambí, el día del mencionado almuerzo, Manita García lograba que en el jardincito de la entrada, las piedras de las arecas y los rosales lucieran en redondel el blanco de la lechada; en la sala, los cristales de las fotos de los parientes quedaran limpios sin siquiera una cagadita de mosca; los cuartos olieran a vetiver, y en la cocina los más exquisitos aromas de sofritos, asados, dulces y frutas reventaran en sartenes, calderos y platos.

    ―Raúnel, ocúpate de dejar encargada la piedra de hielo.

   Con los más mínimos detalles previstos, ordenados y ejecutados desde semanas anteriores, el día del convite era de solaz para todos.

    ―Hoy pueden irse a jugar al patio.

    Y allá corría la muchachada. Ese día, primero jugaron a la candelita, pero embullados con tantos lugares buenos por el traspatio, los lavaderos, la arboleda y el corral de los puercos, decidieron jugar a los escondidos. Ramirito fue quien "se quedó" en el reparto de la piedra, y cuando se inclinó sobre la base, todos los primos salieron en desbandada en busca de las mejores guaridas.

    ―¡No mires!

    Luis no se conformó con entrar al cuartico de desahogo, sino que se metió en el poco espacio libre sobre la última tabla del estante, El son que traía en los ojos le impidió, en un primer momento, ver la pequeña arca metálica, pero cuando su frío la acarició una nalga, se viró, e intrigado por el posible contenido de aquella caja, la abrió.

    ―¡Luis, te vas quedando! ―le gritó Ramirito cuando, olvidado del juego de los escondidos, lo vio venir con los brazos cargados de huesos.

 

    ―Yo no sabía que tú habías sido quien lo empezó todo,

    ―¿Qué no sabrás tú? Pero, bueno, en realidad lo ocurrido lo empezó manita mucho antes. Y Papi, pero por la insistencia de Manita.

 

    El segundo de sus hijos varones, Ángel, tenía por costumbre ir todos los días a casa de Manita García a tomar el café de la mañana; y el saludo que su señora madre le dio con la primera colada de aquel año fue:

    ―¿Dónde ustedes me piensan enterrar el día que yo me muera?

    A partir de ahí, la misma seguidilla todos los días, no porque Manita García presintiera especialmente que se iba a morir, sino porque había oído el comentario entre sus hijos de que la bóveda de la familia, estrenada hacia veinte años cuando la muerte del marido de tía Elena, se estaba filtrando. Y Ángel, quien fungía como especie de administrador a la hora de cumplir la santa voluntad de Manita García, se dio a la tarea de reparar la bóveda.

    ―Habrá que pedir prestado un nicho para los restos de Juan de Dios ―dijo Segundo, el más chiquito,

    Como sucede en muchas familias grandes, en la de Manita García los mismos nombres se repiten una y otra vez. Para evitar confusiones se acostumbraba, al menos en la de ella, agregarle algún calificativo aclaratorio al nombre de pila. Para quienes conocieran el código y estuvieran empapados del árbol genealógico, estos apelativos cumplían su cometido, pero para quienes no, nada decían.

Segundo el más chiquito, era hijo de Segundo el difunto, quien a su vez fui hijo de Segundo el don; pero más jóvenes que Segundo el chiquito, de otra generación: Segundo Dios, Segundo el gordo, Segundo el sordo y Segundo el nene.

 

    ―¿Por qué no dices tu sobrenombre?

    ―¡Qué mal me cae ese tono irónico tuyo!

    ―Anda, dilo,

    ―Déjame en paz, por favor, Ya te dije que estoy melancólico, y estas remembranzas me hacen bien.

    ―¡Ay, Dios! ¡Las cosas que tengo que oír!

 

    Dado que nunca accedieron a que en su bóveda se enterraran cadáveres que no fueran de la familia, Ángel sudó que otro propietario les quisiera prestar, aunque fuera sólo durante el tiempo que durara la reparación, un sitio en el cementerio para guardar los restos de Juan de Dios. Fue por ello que, sin decirle nada a nadie, el día que los albañiles levantaron la tapa del sepulcro, cargó con el osario de lata dentro de un saco y lo escondió difícilmente alguien lo pudiera encontrar.

 

   ―¡Pobre tía Elena!

   ―La solidaridad de los primos fue tu suerte.

   ―Nunca se supo quién fue quien los sacó.

 

        Al llegar Luis con aquellos huesos se cambió el juego. Al que descubría el "tesoro", por derecho propio, le tocó la calavera, signo de poder jefatura, y uno de los fémures. A Ángel el nuevo le tocó el otro fémur; a Segundo el nene, una de las costillas flotantes: a Salvito, un radio; y a unos y a otros, las tibias, los peronés y los húmeros. Las vértebras y las falanges servirían de proyectiles en la batalla, n poco medieval por lo de las espadas, y un poco moderna por las granadas, La guerra no demoró en comenzar, y hubiera durado toda la mañana, sino es porque a Ramiro el habanero se le ocurrió entrar un instante a la casa en busca de un refugio.

    ―¡Niño! ―gritó tía Elena e un tono agudísimo de falsete―. ¿Qué es eso que tú traes ahí?

    ―Mi arma ―gritó Ramiro el habanero al tiempo que corría agitando al aire un cúbito, el cual, y gracias a un fragmento de cuero curtido, conservaba en su extremo una mano momificada.

   No convencida tía Elena de lo que le pareció ver, se asomó por la ventana de la cocina, y entonces no le quedó duda: allí estaba Luis con la calavera de Juan de Dios.

    ―¡Adelante, mis valientes guerreros!

    Ninguno de los ataques del mortuorio                           Nervioso, debilidad,

ni de los muchos que le dieron durante                         cansancio facial y falta de  

aquellos años de viudez, tuvo comparación                   memoria. 

con el de aquel día. El tilo se quedó sin hojas,                       TOME FITINA

y solo el juramento de tío Baltasar de que                   Contribuye a la recuperación

aquellos huesos plásticos eran de un juego                     del equilibrio nervioso y

de piratas que él le había traído de regalo         combate el cansancio físico y mental

a los sobrinos, la calmó.

    ―¡Qué clase de juguetes inventan ahora! ―dijo tío Elena antes de caer dormida bajo los efectos de las pastillas y los cocimientos.

    ―Esperemos que esté despierta para la hora del almuerzo ―dijo Manita García.

    Y como se sabía que detrás de aquellas palabras estaba la amenaza de un ataque mayor que el que acababa de sufrir tía Elena, por si alguno de los hijos faltara a su almuerzo del Día de las Madres, hijas y nueras de Manita García supieron que a su debido tiempo, debían poner la cafetera a la candela y preparar un baño de agua fría para tratar de que la pobre viuda despertara.