sábado, 15 de mayo de 2021

capítulo doce

CAPÍTULO DOCE.

                           (08:05 p.m.)

   A falta de un espejo para verse la cara, Camilo Alberto se  miró las manos para ver si se descubría algún signo de vejez.  Aquella idea no le surgió precisamente porque estuviera  festejando su cincuenta cumpleaños, sino por la ridícula  posición de anciano que de momento le vino a la mente estar  representando. Los comensales se distribuyeron en los  asientos a la mesa mientras conversaban y reían, pues  celebraban el momento, pero él, a la cabecera de aquel  convite, recordó las cenas de Noche Buena en Yaguajay, en  casa de su abuelo paterno. Hacía ya tanto tiempo de aquello.  Camilo Alberto era niño, pero no se olvidó nunca de la figura  de su abuelo presidiendo la reunión, probando primero que  nadie los platos que se servían, picando el puerco sólo en  acto simbólico, pues ya las fuentes con las carnes estaban  listas para, a su indicación, ponerlas en la mesa, abriendo  las botellas para catar el vino, dándole el visto bueno al aliño de las ensaladas y picando los turrones. Cuando  entonces, Camilo no pensó que la época de su infancia, con  las cenas de Noche Buena y el padre de su padre a la cabeza  de la mesa, pudiera cambiar, pero la vida es convulsa ‑tiempo tuvo de saberlo‑ y todo muda; ¿para volver al punto de  partida?, se preguntó. Si así fuera, entonces él  usurpaba...No. Usurpaba no: ocupaba por derecho propio el  sitio patriarcal. En algún lugar había oído o leído ‑ en ese  momento no podía recordar dónde ‑, que el hombre no es más  que una brizna al viento y que se mueve al antojo de este, pero lo que no pensó quien lo dijo, es que enraizada en el  suelo, como su esencia de hierba le exige, a pesar de los  caprichosos avatares del destino, siempre volverá  al punto  de partida. Y ahora él allí, heredero de la función,  representando simbólicamente la unión de la familia a su  alrededor. Quería estar feliz en su rol, desempeñarlo con  toda la dignidad y regocijo del caso. Y estaba feliz, pues  allí se encontraba con su familia, y su familia estaba  reunido por él. Sólo faltaba Ángel, pero Ángel, después de  haber terminado su carrera en Ucrania, se especializaba en  Leningrado ‑qué San Petersburgo ni San Petersburgo: ¡Leningrado!‑, y cuando el próximo curso terminara el master, vendría para Cuba y se les reuniría. También estaba  un poco triste. Quizás fuera por la cerveza que compraron los muchachos. A Camilo la bebida primero siempre  lo ponía alegre, para después tornarlo melancólico, y hasta  hacerlo llorar si llegaba a emborracharse de verás. Quizás,  pensó Camilo cuando se percibió alegre y afligido, la  felicidad y la tristeza van juntas en el hombre, como fuerzas  antagónicas para su desarrollo. Ya nadie pensaba en términos  dialécticos, pero él sí. Y se hubiera puesto a recordar todos  los cursos de Marxismo que aprobó, todos los manuales de  Filosofía que leyó, y todos los círculos de estudio político  que recibió o impartió en el Núcleo y en el C.D.R., pero la  mano de Tamara sobre la de él, lo volvió a la realidad.

    ─Papi, Miguel te está hablando.

                           (08:07 p.m.)  

   Y Miguel le dijo que estaba pareciéndose a Melbita que a  cada momento se quedaba lela, pensando en las musarañas, pero él le dijo que Melbita era una artista y que cuando se ponía  así, no era que estuviera meditando, como pensaba Tamara, si  no que estaba oyendo la música que los ángeles del  virtuosismo tocaban sólo para ella.

    ─Ya está borracho.

                           (08:08 p.m.)

   Todos se rieron de la ocurrencia, pero a él no le importó,  porque en realidad podía estar borracho. Se había tomado, no  recordaba la cantidad exacta, porque no llevó la cuenta, pero  deben haber sido ocho o diez laticas de cerveza de las que  habían comprado sus hijos. Era una marca inglesa que cuando  la tomabas, te parecía suave, pero que debe haber tenido más  de dieciséis grados, porque cuando venías a darte cuenta, ya  estabas ebrio como una cuba. Melbita iba a ser una gran  concertista. Había aprobado para la Escuela Nacional de Arte  y cuando terminara el nivel medio pasaría al ISA y de  ahí a una beca en Moscú.

    ─Ya no dan becas para Moscú.

                           (08:09 p.m.)

   Pero no le importó. Cuando regresara del extranjero,  Camilo imaginaba a su hija en el Teatro La Caridad  tocando con la Orquesta Sinfónica el Concierto de Varsovia.      

     ─Y la Novena Sinfonía de Shostakovich.

                           (08:10 p.m.)

   Camilo sonrió ante el apunte de Miguel, porque sabía la  intención que había en ello, por eso, y para que lo creyeran  borracho, afirmó que como buena comunista, Melbita terminaría  el concierto tocando La Internacional. El chiste de Alberto  Raúl de que se tendrían que parar de sus asientos cuando  llegara la parte que canta "arriba los pobres del mundo, de  pie los esclavos sin pan", cayó como una bomba de silencio y  por poco echa a perder la cena de cumpleaños. Tamara tosió  nerviosa y se llevó la servilleta a los labios. Melba Aidee  le pidió a Miguel que le sirviera un poco de agua, mas quien  salvó la situación, fue Ernesto[1] que dijo que ya que  estaban hablando de ponerse de pie, él invitaba a quienes  pudieran hacerlo, a que se pararan  para hacer un brindis, y  Camilo se lo agradeció. Fue cuando lo miró de verás y se  asombró de cuánto se le parecía. Lo vio alzar la copa y entonces, sin necesidad de verse en un espejo, se supo  viejo, pues era como si aquel joven esbelto y trigueño, fuera  él mismo veinticinco años antes brindando con sus amigos por  el nacimiento  de su primer hijo.  Alberto Raúl  se parecía a la  madre,  y más que  a Rita,  al padre de  esta: el mismo corte de  cara, la misma nariz pequeña y respingada. Los labios  marcadamente gruesos eran de los Solís. Ernesto también tenía  los labios carnosos, mas contenidos y refinados. Ninguno de  los dos era bonito, pero Ernesto tenía facciones  proporcionadas y elegantes. Alberto Raúl, por su parte, era  sencillamente feo; parecido a la madre, pero feo: labios y  orejas demasiado grandes para cara tan pequeña, escasa  abertura de párpados para azul tan intenso de los ojos. Pero  la mayor diferencia entre ellos, no era la física. Amables y  comedidos desde primer momento, actuaban como si los guiara  una misma voluntad, pero Camilo presentía las disimilitudes,  y el chiste de Alberto Raúl le había permitido corroborar  hacia dónde apuntaban sus hijos.

    ─Por mi padre. Porque viva muchos años más y porque Dios  me permita disfrutarlo.

                           (08:11 p.m.)

   Camilo no se perdonaba que Ernesto, antes que él lo  recibiera, hubiera estado una vez antes en Cuba, y que él no  lo reconociera. Siempre tuvo el convencimiento de que si uno  de sus hijos se le parara delante, él lo sabría, aunque no lo  conociera. Sin mover los labios, su rostro sonrió. Quienes  lo miraban parado delante de la cabecera de la mesa con una  latica de cerveza  en la mano, pensaron que aquel gesto de aparente satisfacción se debía al regocijo por el brindis que  entonces, y en su turno, formulaba Alberto Raúl. Pero su  sonrisa no era de complacencia: tenía otra motivación irónica  y burlona de sí mismo, pues se evocó en los aeropuertos a los  que llegaba o hacía escala, en las plazas turísticas y calles  de las ciudades en los diferentes países en los que había  estado o en otros muchos sitios del extranjero, atento cuando  se cruzaba con un joven con la misma edad de sus hijos, pues  estaba seguro que su corazón comenzaría a latir con fuerza en  presencia de uno de ellos. Pero decididamente, el amor era  ciego.

    Hacía dos años que Ernesto había venido a Santa Clara  durante una semana ‑ Camilo recuerda la emoción del hijo  cuando se lo contó ‑ y estuvo todo el tiempo detrás de él:  viéndolo de lejos, espiándolo cuando entraba al INICBI o  caminando por el barrio, hasta que en una ocasión se le  acercó y le habló. Camilo regaba unas coles que tenía sembradas en el jardín, y su hijo aprovechó para parársele delante con la excusa de preguntarle una dirección. Cuando le hizo la  historia, le contó del esfuerzo que necesitó para no abrazar­lo después de tantos años y decirle quién era. Buscando  alargar la conversación, le celebró las coles, pero a pesar  de su intento por parecer un cubano más, cometió el error de  elogiar la iniciativa de que, ante la escasez de alimentos,  aprovecharan los jardines para sembrar hortalizas y vegeta­les. Camilo, dice su hijo, lo miró extrañado y le preguntó  que si él no vivía en este país. Ernesto temió que lo pudiera descubrir, balbuceó una respuesta poco convincente y se alejó  con la  frustración de que la sangre no hubiera palpitado en  el corazón de su padre como hacía la suya, y que no lo reco­nociera.

    ─Tamara, busca una de las botellas de vino búlgaro.

                           (08:13 p.m.)

   De pie, como estaba en ese momento ante la mesa de su  casa, oyó cuando en Sofía formularon el brindis por la eterna  amistad cubano‑búlgara. Fue cuando estuvo en Europa como  miembro de una comisión del Parlamento Cubano. El vino era de  rosas, y cuando acercó la copa a los labios para beber,  percibió el aroma de aquel licor y se transportó miles de kilómetros para sentirse junto a las cunas de sus hijos, dándoles un  beso antes de cerrarles los mosquiteros, porque el olor a  limpio de aquellos cuerpecitos dormidos entre pañales y  sábanas blancas tenía la misma fragancia de rosas del vino en  su copa. El compañero cubano que estaba a su lado, tuvo que tocarlo discretamente con el codo para que bebiera, pues  todos los miembros presentes del Partido Comunista Búlgaro,  el Embajador de Cuba y su comitiva, así como los demás  integrantes del grupo parlamentario esperaban que con su  paladar también rubricara el propósito del brindis. Cinco  botellas de vino de rosas trajo de aquel viaje, y sin que ni  siguiera su esposa lo supiera, había bebido de ellas, como en  un ritual de presencia, los días de los cumpleaños de sus  hijos. Al pedido de su esposo, Tamara supo que ya Camilo  estaba borracho, pues tiempo hacía que se había terminado la  última botella del vino búlgaro. Camilo sintió los labios de Tamara sobre su mejilla perdonándole el olvido, al momento  que Alberto Raúl decía que no hacía falta, pues ellos habían  traído para la ocasión, buen vino francés.

    ─Borgoña de cinco años.

                           (08:14 p.m.)

   Camilo miró intrigado los residuos del licor en su copa  tratando de descubrir las virtudes de aquel buen vino  francés. Pidió que le sirvieran un poco más y lo olió para  ver qué maravillosa evocación le despertaba su buqué. Cerró  los ojos. Los demás se sirvieron e hicieron silencio, no por  facilitar su concentración, sino intrigados por lo que Camilo  hacía, mas este, ajeno al ambiente, esperó atento la  aparición de alguna sensación interior, hasta que aburrido de  aguardar lo que ya supo no vendría, abrió los ojos.

    ─ ¿Y el brindis? Pensábamos que ibas a hacer un brindis.

                           (08:15 p.m.)

   Cuando supieron que ya podían venir, sus hijos decidieron  hacerlo por separados. Ernesto primero. Camilo fue a  esperarlo al aeropuerto en su Moscovich blanco y esa vez,  ayudado por las fotos recibidas y a sabiendas que lo iba a  ver, sí lo reconoció. El avión procedente de la Florida se  detuvo muy lejos del edificio de la terminal aérea y un  ómnibus tuvo que recoger a los pasajeros y traerlos para los  trámites de inmigración y aduana. Sólo cuando uno a uno salían  al salón exterior del aeropuerto, quienes esperaban podían  ver a sus seres queridos exiliados en Miami, y fundirse en efusivos y emotivos abrazos colectivos que a Camilo le resultaron ridículos y humillantes, entre maletas, "gusanos", cajas de cartón, maletines, carteras, bolsas y cuanto tipo de equipaje Dios. Y los flash de las camaritas fotográficas. La aparición de Ernesto por la memorable puerta de cristal que lo traía de nuevo a Cuba, asombró a los que aún esperaban el turno de salida de sus hijos, hermanos, esposos, primos, nietos, yernos o parientes en el exilio, pues el joven portaba tan solo un pequeño maletín. Camilo se adelantó, separándose de aquella ansiosa masa de hombres, mujeres y niños, ansiosa por pasar de espectadores a protagonistas del recibimiento; y cuando su hijo se le paró delante, le extendió la mano. Se las estrecharon y después, a iniciativa de Ernesto se abrazaron.

   ─ ¡Papá!  

                       (08:16 p.m.)

   Después de veinte años, Camilo oyó aquella palabra tan  cerca de su oído, y de su corazón, que no pudo evitar que por  su rostro, de macho curtido por tantas tareas que la  construcción del Socialismo le había exigido, dos lágrimas le  corrieran para acompañar los sollozos que brotaban de Ernesto  reclinado sobre su pecho. Cuán diferente el tono y la  intención de Alberto Raúl cuando sustituyó el abrazo que le  ofrecía el padre por un estrechón de manos, con aquella misma  mano que ahora Camilo se miraba sentado de nuevo en la  cabecera de la mesa familiar, en esta ocasión, no en busca de  signos de vejez ni por razón especial alguna, sólo por un  gesto que ya se le había hecho compulsivo en situaciones de stress. La primera vez que se percató de la maña, fue cuando  esperaba hablar con el Ideológico del Comité Municipal del  Partido Comunista de Cuba para aclarar todas las dudas que le  asaltaban. Al principio trató de evitarlas ‑ dudas y mañas ‑,  pero el recurso de cortarse las uñas, mantener la fosforera  en las manos y otros varios ardides por el estilo, fueron  inútiles.  Su lucha contra el mal hábito terminó cuando en una travesía  de avión, leyó en una revista de entretenimiento que le había  prestado el pasajero de su derecha, un artículo de un  psicólogo italiano que planteaba que al tics, cualquiera que este fuera, había que cansarlo haciéndolo de manera  consciente y voluntaria muchas veces al día, y buscándole una  razón lógica cuando este se presentara espontáneamente.  Camilo recuerda que haciendo la antesala del funcionario del  Partido Comunista de Cuba que le diría si era política e  ideológicamente posible recibir a sus hijos de Miami, que ya  él de manera intuitiva había acudido a este autoengaño  justificándose que las revisaba en busca de algún rastro de  grasa del arreglo del motor del Moscovich blanco que tuvo que  hacer a medio camino, ya que últimamente no estaba  funcionando bien. Tan absorto estaba en su examen que no  sintió cuando se abrió la puerta del dirigente partidista  para hacerlo pasar, y tan dedicado a la tarea, que este le  ofreció la posibilidad de lavarse las manos cuando Camilo le  explicó la situación de la dirección del auto.

    ─Como lady Macbeth.

                           (08:17 p.m.)

   Un mes después de la visita de su hermano, llegó Alberto  Raúl, como todos, cargado de paquetes y regalos para la  familia. Un vídeo casetera con su respectivo televisor a colores, una olla arrocera eléctrica y una cortina de baño  para la casa. Vestidos, adornos, ropa interior y cosméticos  para Tamara y Melba Aidee. Unas zapatillas de sport,  pantalones pitusas, camisas, pullovers, nuevos y de uso, y una  gorra para Miguel. Camisas, medias, zapatos, calzoncillos,  corbatas, camisetas y un reloj Lux para Camilo. Y  desodorantes, champú, cremas de afeitar, pasta dentífrica, jabones, acondicionadores de pelo y perfumes para todos. La  "comunidad", dijo Miguel, ha encontrado una forma muy  higiénica de manifestar el cariño, y logró aliviar la  desagradable situación que se creó con todos aquellos  regalos. Después de efectuado los brindis, Tamara pidió  permiso y se dirigió a la cocina para comenzar a traer las  fuentes de alimentos. Camilo la miró alejarse y no resistió  la tentación de fijarse especialmente en  las nalgas de su mujer. Carnes firmes aún a estar cerca de los cuarenta y seis años,  cuerpo bien formado, y conservado, y una feminidad brotando  espontánea y olorosa por cada poro de su piel: tersa y suave;  caliente y temblorosa al contacto de su mano. En segundos  Camilo repasó los quince años que llevaba casado con Tamara y  no recordó ni una sola vez que su mujer le dijera que no a  sus reclamos sexuales. Si antes de definir su status legal  con un acto de matrimonio, fue renuente al acto carnal,  porque así entendía ella que lo planteaba la moral comunista  de finales del setenta, a partir del día que Camilo la  recogió en el jeep de tantas veces y la llevó a la notaría  para dejar legalizada la unión, Tamara fue su deseo y  saciedad; amalgama de disímiles sensaciones de tantas noches.  Todo estaba previsto para quince días después. La ceremonia  oficial sería sin mucho protocolo: presentarse ellos dos en  la Notaría con los testigos y firmar. La celebración íntima: familiar, pero, al fin y al cabo, boda anunciada. La tarde antes, Tamara había estado ordenando la casa que en un futuro sería el hogar de ella y de sus hijos. Camilo, con toda intención, regresó temprano del trabajo ya que la situación era propicia para la libertad en las muestras de afecto, el juego amoroso y el amor. Ya en la cama y desnudos, Camilo recuerda que en un momento dado, Tamara se incorporó rápidamente, pues no estaba dispuesta a acceder a la penetración. Creía que ello podría violar los estatutos establecidos con respecto a lo de la moral y afectar el proceso de evaluación que se le hacía para ingresar en el Partido Comunista de Cuba. Desesperado Camilo por los reclamos de su naturaleza, en aquel momento lo decidió y al día siguiente, llevó a Tamara, quien se negaba a casarse así, ante el notario para que estampara la última firma establecida en el acta matrimonial. Conocedor el abogado del problema y habiendo revisado los documentos y estado del expediente iniciado al deseo expreso de los novios de casarse, les explicó que de acuerdo al Código de la Familia vigente desde 1975 y que regulaba, entre otras muchas cosas, las relaciones entre los sexos, no se podía considerar inmoral ni contrario a los principios éticos de nuestra sociedad, el que Tamara materializara en toda su magnitud el acto carnal, pues a los requerimientos de la ley, ya ellos constituían un matrimonio, dado que la última firma tenía sólo un carácter protocolar para las fotos durante la ceremonia de la boda. De nuevo en la casa, Tamara llamó a la escuela para que les avisaran a los alumnos del Noveno Dos, que la clase que les correspondía esa mañana, la recuperarían el sábado en un turno extra. Y Camilo se rio de los que decían que el tiempo era implacable, pues él seguía sintiendo el mismo ímpetu de años atrás.

    ─Arroz con gris.

                           (08:20 p.m.)

   Tamara depositó la fuente sobre la mesa y volvió hacia la  cocina. Camilo miró el montículo de granos en la bandeja y le  llamó la atención el apetitoso brillo que le daba la grasa,  No recordaba haber visto una fuente con el arroz lustroso por  el aceite desde su infancia en Jarahueca o quizás cuando la  Alfabetización. Después vendrían los tachinos, la ensalada de  tomates maduros y, por último, a falta de carne de puerco  asada ‑tradicional en la comida cubana para los festejos‑,  fricasé con uno de los pollos criado en el patio de la casa y  las papas que resolvió Miguel en la bodega en que trabajaba el tío de la novia. Cuando Tamara, ya lista para  comenzar a servir, se sentó nuevamente a la mesa, Camilo le  guiñó disimuladamente un ojo y recordó lo que aquel gesto  significaba en otros tiempos, cuando había que acostar  temprano a los muchachos para ellos irse a la cama a inventar  el amor, pero la vida cambia y con el guiño de ese momento,  él sólo pretendía significarle que la comida iba a alcanzar y  que todo estaría bien. Como Ernesto y Alberto Raúl se negaron  a ser ellos los primeros a quienes se les sirviera y  reclamaron tal privilegio para el homenajeado, Tamara tomó el  plato frente a Camilo y comenzó a servirle.

     ─Por el alto contenido de colesterol que tiene, es recomendable quitarle el pellejo al pollo,

                           (08:30 p.m.)

   Camilo estuvo a punto de decir alguna barbaridad ante el  inoportuno comentario de Alberto Raúl, pero se contuvo. En definitiva su hijo no tenía por qué saber las dificultades  que existían en ese momento en Cuba con los alimentos para  estar desperdiciando el pellejo de los pollos por mucho colesterol que tuviera; y para algo nuestros científicos habían inventado el PPG; pero eran tan repetidos los  comentarios de Alberto Raúl que le molestaban, que comenzó a  pensar que el muchacho los hacía con toda intención. El  abuelo materno, al que tanto se le parecía físicamente, era  igual y no perdía oportunidad para dejar caer una gota de  Alcívar cuando quería mortificar o agredir a su interlocutor,  hasta que este, aparentemente de forma abrupta, le repostaba  de mala forma, para entonces él hacerse el inocente y  divertirse o ganar la contienda. Camilo era consciente de su  flema y siempre recurrió a ella para no aceptarle el reto al  suegro cuando este quería mortificarlo,  pero el tiempo  había pasado, para bien o para mal, sus condiciones ya no debían ser las mismas y no sabía si podría en un momento dado  contenerse para no decirle al hijo un buen disparate. Ernesto  era distinto, y no porque viera defectos solo en uno y virtudes en el otro. Ernesto estaba menos... ¿cómo podría decir? Menos contaminado por el capitalismo, concluyó Camilo. Era más sencillo y natural, pero de este le molestaba su pachorra, su idílico romanticismo y su tendencia a la inercia. Ernesto daría un buen comunista teórico, pensó el padre, pero un pobre revolucionario de acción. Alberto Raúl, por el contrario, era todo nervio, actividad y pragmatismo, no se amedrentaba ante ninguna dificultad, muchas de las cuales le vio resolver fácilmente recurriendo a "su dinero"[2]. El día anterior a su cumpleaños, por ejemplo, se percataron de que al carro le quedaba poca gasolina. Sin decir nada, Camilo comenzó a devanarse los sesos para  ver  a  qué   compañero  le  podía  pedir  prestado   bonos    de combustible, cuando su hijo le hizo detenerse frente a un  CUPET y le llenó el tanque al inmaculado Moscovich blanco. Por  estar estacionado y utilizando los servicios de aquel, para  él necesario, pero humillante sitio, Camilo sintió un fogaje  en la cara y las orejas que le hizo temer por una subida de  la presión arterial de la que estaba padeciendo en los  últimos tiempos. Tuvo que recurrir a las explicaciones que le  había dado el Ideólogo Municipal del Partido Comunista de Cuba  cuando, no sólo le autorizó, sino que le estimuló a recibir a  los hijos y a cualquier otro familiar residente en los  Estados Unidos u otro país que quisiera hacerlo.  Independientemente de que las visitas a Cuba de la Comunidad  constituían una importante fuente de ingreso de divisas  necesarias para el país después de la desaparición de la Unión Soviética y del carácter socialista de los países de Europa del Este, la conducta de ostracismo que habían tenido  los revolucionarios cubanos ante estas relaciones familiares,  perjudicaba a la Revolución, porque entonces estos señores  eran recibidos y atendidos por personas que podían estar  desde confundidas políticamente ante las necesidades que se estaban viviendo, o en franca posición en contra del  proceso revolucionario cubano, y no siempre la idea que los turistas  se llevaran, podía ser  la mejor  con  respecto  a  la  vida  del  país, mientras que acogidos por los revolucionarios, estos mismos individuos podrían convertirse en importantes divulgadores de las ventajas del Socialismo. "Los tiempos cambian, doctor", le había dicho el Ideólogo Municipal del  Partido Comunista de Cuba para despedirlo.

    ─Servidos todos, podemos comenzar a comer.

                           (08:35 p.m.)

   Para conversar, Ernesto, pero para actuar, Alberto Raúl.  Ernesto era muy halagador y cariñoso. Aunque se lo llevaron  de su lado siendo pequeño, el vínculo con el padre había sido  mayor, y ello podría justificar su actitud. Alberto Raúl, no.  Alberto Raúl no podía tener un recuerdo de Camilo, y la  necesidad que pudiera haber sentido de encontrarse con él,  era más de curiosidad y exploración que de afecto. En Ernesto  había un lazo de cariño: infantil y rudimentario, pero  previo; mientras que lo de Alberto Raúl era puro  convencionalismo, y ambos lo sabían. Una supuesta nostalgia  había alimentado en Ernesto el cariño, y a Camilo le  asombraba la similitud de gustos, actitudes y proyecciones sociales que había entre ellos. A pesar de sus veinticinco  años, Ernesto era un viejo.

    ─Melbita, come que en La Habana estás pasando mucha  hambre. ¡Mira lo flaca que te has puesto!

                           (08:42 p.m.)

   Camilo miró sorprendido a su esposa, pues nunca pensó que  hiciera tal comentario. Era verdad, y ellos lo habían hablado  y estaban preocupados por la muchacha, pero no era para decirlo delante de sus hijos. Camilo no aceptaba que el paso  del tiempo los hiciera cambiar, pero ya Tamara no era la  misma de antes, por eso, después de haberle mirado a la cara,  disimuladamente bajó los ojos hasta el dorso de la mano  derecha de su mujer y la siguió cuando con ella, Tamara llevó  el tenedor a la boca, para ver si se le veía ya algunas de  las manchas que le salen a los viejos. Tamara siempre fue muy  precisa y nunca cometió un desliz en lo que decía ni en lo  que hacía. Inteligente y perspicaz, tenía un don especial  para catar a personas y situaciones que le permitía saber  cómo actuar ‑ siempre dentro de sus principios ‑ de la manera  más conveniente en cada momento. Pero en los últimos tiempos  la había visto incurriendo en errores, como por ejemplo, ese  que acababa de cometer. Si ante el comentario de que Melbita  estaba pasando hambre en la beca, Alberto Raúl propuso  enviarle varios frascos de vitaminas y minerales de los  Estados Unidos, si se le ocurría volver a mencionar  su absurda idea de que la hija se interesaba por la religión,  capaz de que Alberto Raúl le dijera que le enviaría una  Biblia. ¡Melbita religiosa! Decididamente, Tamara ya no era  la misma de antes.

    ─Voy a traer más arroz.

                           (08:50 p.m.)

   Tamara se fue a poner de pie, pero Melba Aidee se ofreció  para hacerlo ella. Miguel le pidió a la madre que se lo  permitiera, pues había que aprovechar lo diligente que se  hacía delante de los hermanos. La muchacha captó la intención    burlona del comentario y sin molestarse, se levantó y tomó la  bandeja de la mesa, pero para no perder la costumbre  infantil, cuando cruzó por detrás de los visitantes, con el  puño cerrado le amenazó por la provocación. Melbita siempre  fue una niña tranquila, pero melindrosa y perretosa, siendo  por ello, el blanco preferido de las bromas de Miguel, lo que  no impidió que a su vez, este fuera el hermano que más ella  quería. Amigo de mortificar e inventar maldades  constantemente, sin mucho miramientos a la hora de decir una  verdad o hacer un señalamiento crítico a cualquiera, desordenado, aparentemente irresponsable y de mal quedar, Miguel tenía un misterioso halo por el que todos ‑ y Melbita  en primer lugar ‑ lo preferían. Cuántas veces no tuvo que intervenir Camilo a los gritos de su hija por culpa de Miguel para que después ella misma interceder por el hermano o irse a acompañarlo en la penitencia. "Déjalos que ellos se  entienden", le decía Tamara cada vez que él iba a mediar. Y a Tamara misma, cuántas veces no la vio rabiando por Miguel para un minuto después esbozar una sonrisa de perdón. ¿Y él?  ¿También él lo querría más? Muy pocas veces Miguel le había  dado un beso; los del saludo cuando, por alguna razón estaban  un tiempo separados: viajes de Camilo al extranjero o  estancias del muchacho en los Campamentos Pioneriles de Verano  o en las primeras Escuelas al Campo a las que asistió, pero  eran por puro formalismo, y no contaban. Tiempo tuvo que  pasar para que Camilo descubriera que Miguel no era en  realidad lo que con su disfraz de indolencia aparentaba ser.  Cariñoso, a su manera, servicial hasta el sacrificio, y honesto, como debían ser los hombres, eran sus verdaderas  características.

    ─ ¿No hay raspa?

                           (08:52 p.m.)

   Melbita había regresado de la cocina y como toda un ama  de casa, depositaba la fuente con más arroz con gris sobre la  mesa cuando Miguel hizo la pregunta. Camilo no tuvo que mirar  a Tamara para verle el susto, y bajó la cabeza para que ella  no le viera a él la sonrisa. Tamara había soñado con la cena de recibimiento de los hijos  al hogar del padre, pues estos, para el reencuentro con Camilo, habían venido una primera vez por separados; ello ocurrió en La Habana, y los muchachos no llegaron a Santa Clara. Y ahora Miguel se ponía a preguntar si  había raspa de arroz en el caldero.

    ─Si hay, yo también quiero.

                           (08:53 p.m.)

   Tamara, con la dignidad que Camilo imaginaba en María  Antonieta cuando subió al cadalso, se puso de pie para  complacer el pedido de Alberto Raúl y dijo que iba a ver.  Cuando desapareció detrás de la puerta de la cocina, Miguel  también se puso de pie y fue detrás de ella manifestando con  picardía que su madre era capaz de esconder la raspa para no  traerla para la mesa. Ya aquello era demasiado, y Camilo lo  fue a detener, cuando de nuevo la voz de Alberto Raúl, se  dejó escuchar para complicar ‑ o salvar ‑ la situación.

    ─Y si queda salsita del fricasé, trae para mojar la  raspa.

                           (08:59 p.m.)

   Miguel, recordó Camilo, estaba en una reunión en La Habana  cuando dos meses antes le había tocado a Alberto Raúl el  turno de venir para reencontrarse con el padre. En aquella  oportunidad se conocieron y establecieron una rápida empatía.  Camilo estuvo convencido de que su hijo tenía interés en interrogar a Miguel acerca de él, y no puso obstáculos a la  solicitud de los jóvenes de salir solos una tarde, pero se  defraudó cuando supo que la curiosidad de Alberto Raúl no  era por el padre, sino que quería conocer desde una óptica  joven, la situación real que se vivía en esos momentos, así  como explorar la actitud que asumiría la población si a los  cubanos del exilio se les permitiera hacer inversiones de  negocios en el país, probabilidad que a Camilo le pareció  absurda. "Cuba para los cubanos" decía un lema de los  primeros años inmediatos al triunfo de la Revolución, y los  cubanos en el exilio, sobre todo los jóvenes educados en el  sistema de vida norteamericano, ya no eran cubanos, no podían  serlo, pero Camilo se sintió confundido cuando oyó el pedido de Alberto Raúl. No quiso seguir comiendo y dejó sobre el plato  los cubiertos que usaba. Se refería a Ernesto y a Alberto  Raúl con el calificativo de "los muchachos", porque no encontraba  otro más apropiado. Sus hijos eran los que se habían criado en Cuba: Melbita, Ángel y Miguel. Aunque para ser sincero  consigo mismo, tuvo que reconocer que le había sorprendido  que no hubieran olvidado el  Español, y ahora aquel gusto por la raspa mojada con salsita  de fricasé que era tan cubano como las palmas. La cabeza le  daba vueltas alrededor de nuevas ideas contradictorias que no  lo dejaban, en este caso, saber cómo podría ser su hogar a  partir de entonces. Tamara, por el contrario, cuando regresó  con una fuente con raspa y la puso sobre el fino mantel reservado para las visitas, se sintió aliviada, pues  comprendió que durante la semana que allí estarían, Ernesto y Alberto Raúl serían otros dos hijos más en la casa.

    ─Cuando acaben de darse el atracón, me avisan para traer  el postre.

                           (09:00 p.m.)

   Camilo se miró las manos y no se preocupó de buscarle  ninguna justificación a la acción. Lo hacía, porque le daba  la gana y porque estaba confundido. Deseó no haber tomado ron  cubano, cerveza inglesa ni, mucho menos, del vino francés  para entonces haber tenido la cabeza en su sitio y el  pensamiento claro. ¿Qué coño estaba pasando? Y él sentado a  la cabecera de la mesa como patriarca y jefe de una familia  cuyos integrantes no conocía o, lo que era peor, creía  conocer, y no eran ni remotamente quienes él imaginaba.  ¿Sería cierto que los tiempos estaban cambiando? Fue cuando  se rio de sí mismo, no con la acostumbrada sonrisa socarrona  de otras veces. No. Esta vez fue una risotada breve, pero  audible y burlona. Como Miguel había acabado de decir algo  chistoso, nadie se extrañó de su risa, y siguió la animada  conversación entre los jóvenes sin que ninguno se percatara  de su borrachera. Camilo se volvió a reír de sí, porque  entonces, y sólo entonces fue que se asumió como patriarca,  pues comprendió que la verdadera condición del anciano jefe  de familia era sólo estar presente, sin que nadie le hiciera  el más mínimo caso, y de él, hasta Ernesto, con la carencia  de afecto paterno de tantos años, se habían olvidado; y se  rio ‑ para dentro, o para fuera, ya eso no tenía importancia ‑ de todos los viejos del mundo, comenzando por su abuelo y  terminando por él mismo, de todos los ancianos jefes de  familia, de todos los vejestorios que creían poder mantener  vigente su mundo de costumbres, placeres y glorias pasadas,  de todos los carcamanes que se consideraban capaces aún de  determinar el curso de la vida, cuando en realidad ‑como le  ocurría a él con sus cincuenta años, su colesterol, su  presión alta y sus pastillas de PPG‑ no podían ni pensar  coherentemente.

    ─Voy a colar café.

                           (09:15 p.m.)

   Y no le importó que Tamara se levantara y se fuera a la  cocina sin preguntarle, pues ni siguiera se había percatado,  por qué no se había comido el postre. Y siguió riéndose de  todos los padres de familia decrépitos y seniles, incapaces  de entender el idioma que hablaban los jóvenes, del Matusalén  bíblico y de cuanto Matusalén momificado se sentaba a la  cabecera de cualquier mesa del mundo, y de los jueces,  profetas y patriarcas que representaban una unión temporal y  efímera ‑como la de su familia‑, lista a modificarse antes  de que echaran el cuerpo aún tibio del abuelo ‑de su cuerpo‑ en el ataúd.

    ─ ¿En esta casa no hay un dominó?

                           (09:30 p.m.)

   Alberto Raúl y Miguel jugarían de pareja contra Ernesto y  Melba Aidee, mientras que a Tamara ‑ él nunca lo hubiera  creído, pero así era ‑ le importaba un carajo los siglos de lucha de la mujer por su emancipación, ni valoraba la vida de  Clara Zetkin, la lucha de Rosa Luxemburgo, el ejemplo de Ana  Betancourt ni de las muchas patriotas cubanas, la actividad  de tantas funcionarias de la F.M.C. ni de otras tantas  dirigentes políticas. Ella era en esencia una miserable y  vulgar matrona, ama de casa y esclava del varón, que mientras  los muchachos jóvenes jugaban dominó, iría a la cocina a  fregar la loza. Y él, Camilo Alberto Ramos Solís, propietario  de la vivienda, padre de familia, amo del hogar y jefe del núcleo doscientos cuarenta y cuatro  de la bodega treinta, según constaba en la libreta de  abastecimiento del  Registro de Consumidores, pero chocho y decrépito como todo buen  patriarca, presto a babearse y a orinarse en cualquier rincón  sin que nadie se interesara por él. ¿Y Melbita? ¿Qué hacía  con la cabeza gacha y los ojos cerrados como si le diera las  gracias a otro buen cabrón que no fuera él por los alimentos  recibidos en aquella mesa? Reunió las fuerzas que le podían  quedar a un cincuentón borracho y dio un golpe sobre la mesa  que por poco tumba un vaso, pero que como en ese momento los  jóvenes se paraban, nadie percibió.

─Ven, Melbita, que le vamos a dar pollona a estos dos. 

                          (09:30 p.m.)

   También él se paró y fue detrás de ellos dispuestos a poner las cosas en su sitio, pero al llegar a la sala, se  desplomó a llorar en un sofá donde después estuvo dormitando  cerca de dos hora y media, oyendo como en una pesadilla el  ruido de las fichas  sobre la mesa y  las exclamaciones de los  jugadores en  la terraza.  El timbre del teléfono comenzó a  sonar y lo despertó. Aquel sueño le había servido para  recuperar equilibrio y un poco de lucidez. Miguel vino hasta  la mesita del pasillo, levantó el auricular y no demoró en  avisarle. Era Ángel que lo llamaba para felicitarlo.  Satisfecho caminó hasta el teléfono, pues iba a oír la voz  del primer ingeniero cubano Master en Energía Atómica. Se  saludaron e intercambiaron algunas frases de rigor, mas de  pronto Camilo palideció.

    ─ ¿Qué coño tú haces en Suecia?

                     (12:01 a.m. de un nuevo día)

 



[1] En realidad, esta persona: Camilo Ernesto Ramos Riera, sólo utilizaba su primer nombre, pero con el objetivo de  evitar  confusiones  en  la  redacción  a  la  hora  de  referirme a cualquiera de los dos Camilo:  padre e hijo,  decidí identificar a este último por su segundo nombre: Ernesto.

 

[2]   Camilo se  refiere al dólar,  moneda  que en  ese momento circulaba  legal y  libremente  en  Cuba,  con  un  poder adquisitivo  y posibilidades  para  el  mercado de compra  mucho mayor que la moneda nacional.

 

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