CAPÍTULO DOCE.
(08:05 p.m.)
A falta de un espejo para verse la cara, Camilo Alberto se miró las manos para ver si se descubría algún signo de vejez. Aquella idea no le surgió precisamente porque estuviera festejando su cincuenta cumpleaños, sino por la ridícula posición de anciano que de momento le vino a la mente estar representando. Los comensales se distribuyeron en los asientos a la mesa mientras conversaban y reían, pues celebraban el momento, pero él, a la cabecera de aquel convite, recordó las cenas de Noche Buena en Yaguajay, en casa de su abuelo paterno. Hacía ya tanto tiempo de aquello. Camilo Alberto era niño, pero no se olvidó nunca de la figura de su abuelo presidiendo la reunión, probando primero que nadie los platos que se servían, picando el puerco sólo en acto simbólico, pues ya las fuentes con las carnes estaban listas para, a su indicación, ponerlas en la mesa, abriendo las botellas para catar el vino, dándole el visto bueno al aliño de las ensaladas y picando los turrones. Cuando entonces, Camilo no pensó que la época de su infancia, con las cenas de Noche Buena y el padre de su padre a la cabeza de la mesa, pudiera cambiar, pero la vida es convulsa ‑tiempo tuvo de saberlo‑ y todo muda; ¿para volver al punto de partida?, se preguntó. Si así fuera, entonces él usurpaba...No. Usurpaba no: ocupaba por derecho propio el sitio patriarcal. En algún lugar había oído o leído ‑ en ese momento no podía recordar dónde ‑, que el hombre no es más que una brizna al viento y que se mueve al antojo de este, pero lo que no pensó quien lo dijo, es que enraizada en el suelo, como su esencia de hierba le exige, a pesar de los caprichosos avatares del destino, siempre volverá al punto de partida. Y ahora él allí, heredero de la función, representando simbólicamente la unión de la familia a su alrededor. Quería estar feliz en su rol, desempeñarlo con toda la dignidad y regocijo del caso. Y estaba feliz, pues allí se encontraba con su familia, y su familia estaba reunido por él. Sólo faltaba Ángel, pero Ángel, después de haber terminado su carrera en Ucrania, se especializaba en Leningrado ‑qué San Petersburgo ni San Petersburgo: ¡Leningrado!‑, y cuando el próximo curso terminara el master, vendría para Cuba y se les reuniría. También estaba un poco triste. Quizás fuera por la cerveza que compraron los muchachos. A Camilo la bebida primero siempre lo ponía alegre, para después tornarlo melancólico, y hasta hacerlo llorar si llegaba a emborracharse de verás. Quizás, pensó Camilo cuando se percibió alegre y afligido, la felicidad y la tristeza van juntas en el hombre, como fuerzas antagónicas para su desarrollo. Ya nadie pensaba en términos dialécticos, pero él sí. Y se hubiera puesto a recordar todos los cursos de Marxismo que aprobó, todos los manuales de Filosofía que leyó, y todos los círculos de estudio político que recibió o impartió en el Núcleo y en el C.D.R., pero la mano de Tamara sobre la de él, lo volvió a la realidad.
─Papi, Miguel te está hablando.
(08:07 p.m.)
Y Miguel le dijo que estaba pareciéndose a Melbita que a cada momento se quedaba lela, pensando en las musarañas, pero él le dijo que Melbita era una artista y que cuando se ponía así, no era que estuviera meditando, como pensaba Tamara, si no que estaba oyendo la música que los ángeles del virtuosismo tocaban sólo para ella.
─Ya está borracho.
(08:08 p.m.)
Todos se rieron de la ocurrencia, pero a él no le importó, porque en realidad podía estar borracho. Se había tomado, no recordaba la cantidad exacta, porque no llevó la cuenta, pero deben haber sido ocho o diez laticas de cerveza de las que habían comprado sus hijos. Era una marca inglesa que cuando la tomabas, te parecía suave, pero que debe haber tenido más de dieciséis grados, porque cuando venías a darte cuenta, ya estabas ebrio como una cuba. Melbita iba a ser una gran concertista. Había aprobado para la Escuela Nacional de Arte y cuando terminara el nivel medio pasaría al ISA y de ahí a una beca en Moscú.
─Ya no dan becas para Moscú.
(08:09 p.m.)
Pero no le importó. Cuando regresara del extranjero, Camilo imaginaba a su hija en el Teatro La Caridad tocando con la Orquesta Sinfónica el Concierto de Varsovia.
─Y la Novena Sinfonía de Shostakovich.
(08:10 p.m.)
Camilo sonrió ante el apunte de Miguel, porque sabía la intención que había en ello, por eso, y para que lo creyeran borracho, afirmó que como buena comunista, Melbita terminaría el concierto tocando La Internacional. El chiste de Alberto Raúl de que se tendrían que parar de sus asientos cuando llegara la parte que canta "arriba los pobres del mundo, de pie los esclavos sin pan", cayó como una bomba de silencio y por poco echa a perder la cena de cumpleaños. Tamara tosió nerviosa y se llevó la servilleta a los labios. Melba Aidee le pidió a Miguel que le sirviera un poco de agua, mas quien salvó la situación, fue Ernesto[1] que dijo que ya que estaban hablando de ponerse de pie, él invitaba a quienes pudieran hacerlo, a que se pararan para hacer un brindis, y Camilo se lo agradeció. Fue cuando lo miró de verás y se asombró de cuánto se le parecía. Lo vio alzar la copa y entonces, sin necesidad de verse en un espejo, se supo viejo, pues era como si aquel joven esbelto y trigueño, fuera él mismo veinticinco años antes brindando con sus amigos por el nacimiento de su primer hijo. Alberto Raúl se parecía a la madre, y más que a Rita, al padre de esta: el mismo corte de cara, la misma nariz pequeña y respingada. Los labios marcadamente gruesos eran de los Solís. Ernesto también tenía los labios carnosos, mas contenidos y refinados. Ninguno de los dos era bonito, pero Ernesto tenía facciones proporcionadas y elegantes. Alberto Raúl, por su parte, era sencillamente feo; parecido a la madre, pero feo: labios y orejas demasiado grandes para cara tan pequeña, escasa abertura de párpados para azul tan intenso de los ojos. Pero la mayor diferencia entre ellos, no era la física. Amables y comedidos desde primer momento, actuaban como si los guiara una misma voluntad, pero Camilo presentía las disimilitudes, y el chiste de Alberto Raúl le había permitido corroborar hacia dónde apuntaban sus hijos.
─Por mi padre. Porque viva muchos años más y porque Dios me permita disfrutarlo.
(08:11 p.m.)
Camilo no se perdonaba que Ernesto, antes que él lo recibiera, hubiera estado una vez antes en Cuba, y que él no lo reconociera. Siempre tuvo el convencimiento de que si uno de sus hijos se le parara delante, él lo sabría, aunque no lo conociera. Sin mover los labios, su rostro sonrió. Quienes lo miraban parado delante de la cabecera de la mesa con una latica de cerveza en la mano, pensaron que aquel gesto de aparente satisfacción se debía al regocijo por el brindis que entonces, y en su turno, formulaba Alberto Raúl. Pero su sonrisa no era de complacencia: tenía otra motivación irónica y burlona de sí mismo, pues se evocó en los aeropuertos a los que llegaba o hacía escala, en las plazas turísticas y calles de las ciudades en los diferentes países en los que había estado o en otros muchos sitios del extranjero, atento cuando se cruzaba con un joven con la misma edad de sus hijos, pues estaba seguro que su corazón comenzaría a latir con fuerza en presencia de uno de ellos. Pero decididamente, el amor era ciego.
Hacía dos años que Ernesto había venido a Santa Clara durante una semana ‑ Camilo recuerda la emoción del hijo cuando se lo contó ‑ y estuvo todo el tiempo detrás de él: viéndolo de lejos, espiándolo cuando entraba al INICBI o caminando por el barrio, hasta que en una ocasión se le acercó y le habló. Camilo regaba unas coles que tenía sembradas en el jardín, y su hijo aprovechó para parársele delante con la excusa de preguntarle una dirección. Cuando le hizo la historia, le contó del esfuerzo que necesitó para no abrazarlo después de tantos años y decirle quién era. Buscando alargar la conversación, le celebró las coles, pero a pesar de su intento por parecer un cubano más, cometió el error de elogiar la iniciativa de que, ante la escasez de alimentos, aprovecharan los jardines para sembrar hortalizas y vegetales. Camilo, dice su hijo, lo miró extrañado y le preguntó que si él no vivía en este país. Ernesto temió que lo pudiera descubrir, balbuceó una respuesta poco convincente y se alejó con la frustración de que la sangre no hubiera palpitado en el corazón de su padre como hacía la suya, y que no lo reconociera.
─Tamara, busca una de las botellas de vino búlgaro.
(08:13 p.m.)
De pie, como estaba en ese momento ante la mesa de su casa, oyó cuando en Sofía formularon el brindis por la eterna amistad cubano‑búlgara. Fue cuando estuvo en Europa como miembro de una comisión del Parlamento Cubano. El vino era de rosas, y cuando acercó la copa a los labios para beber, percibió el aroma de aquel licor y se transportó miles de kilómetros para sentirse junto a las cunas de sus hijos, dándoles un beso antes de cerrarles los mosquiteros, porque el olor a limpio de aquellos cuerpecitos dormidos entre pañales y sábanas blancas tenía la misma fragancia de rosas del vino en su copa. El compañero cubano que estaba a su lado, tuvo que tocarlo discretamente con el codo para que bebiera, pues todos los miembros presentes del Partido Comunista Búlgaro, el Embajador de Cuba y su comitiva, así como los demás integrantes del grupo parlamentario esperaban que con su paladar también rubricara el propósito del brindis. Cinco botellas de vino de rosas trajo de aquel viaje, y sin que ni siguiera su esposa lo supiera, había bebido de ellas, como en un ritual de presencia, los días de los cumpleaños de sus hijos. Al pedido de su esposo, Tamara supo que ya Camilo estaba borracho, pues tiempo hacía que se había terminado la última botella del vino búlgaro. Camilo sintió los labios de Tamara sobre su mejilla perdonándole el olvido, al momento que Alberto Raúl decía que no hacía falta, pues ellos habían traído para la ocasión, buen vino francés.
─Borgoña de cinco años.
(08:14 p.m.)
Camilo miró intrigado los residuos del licor en su copa tratando de descubrir las virtudes de aquel buen vino francés. Pidió que le sirvieran un poco más y lo olió para ver qué maravillosa evocación le despertaba su buqué. Cerró los ojos. Los demás se sirvieron e hicieron silencio, no por facilitar su concentración, sino intrigados por lo que Camilo hacía, mas este, ajeno al ambiente, esperó atento la aparición de alguna sensación interior, hasta que aburrido de aguardar lo que ya supo no vendría, abrió los ojos.
─ ¿Y el brindis? Pensábamos que ibas a hacer un brindis.
(08:15 p.m.)
Cuando supieron que ya podían venir, sus hijos decidieron hacerlo por separados. Ernesto primero. Camilo fue a esperarlo al aeropuerto en su Moscovich blanco y esa vez, ayudado por las fotos recibidas y a sabiendas que lo iba a ver, sí lo reconoció. El avión procedente de la Florida se detuvo muy lejos del edificio de la terminal aérea y un ómnibus tuvo que recoger a los pasajeros y traerlos para los trámites de inmigración y aduana. Sólo cuando uno a uno salían al salón exterior del aeropuerto, quienes esperaban podían ver a sus seres queridos exiliados en Miami, y fundirse en efusivos y emotivos abrazos colectivos que a Camilo le resultaron ridículos y humillantes, entre maletas, "gusanos", cajas de cartón, maletines, carteras, bolsas y cuanto tipo de equipaje Dios. Y los flash de las camaritas fotográficas. La aparición de Ernesto por la memorable puerta de cristal que lo traía de nuevo a Cuba, asombró a los que aún esperaban el turno de salida de sus hijos, hermanos, esposos, primos, nietos, yernos o parientes en el exilio, pues el joven portaba tan solo un pequeño maletín. Camilo se adelantó, separándose de aquella ansiosa masa de hombres, mujeres y niños, ansiosa por pasar de espectadores a protagonistas del recibimiento; y cuando su hijo se le paró delante, le extendió la mano. Se las estrecharon y después, a iniciativa de Ernesto se abrazaron.
─ ¡Papá!
(08:16 p.m.)
Después de veinte años, Camilo oyó aquella palabra tan cerca de su oído, y de su corazón, que no pudo evitar que por su rostro, de macho curtido por tantas tareas que la construcción del Socialismo le había exigido, dos lágrimas le corrieran para acompañar los sollozos que brotaban de Ernesto reclinado sobre su pecho. Cuán diferente el tono y la intención de Alberto Raúl cuando sustituyó el abrazo que le ofrecía el padre por un estrechón de manos, con aquella misma mano que ahora Camilo se miraba sentado de nuevo en la cabecera de la mesa familiar, en esta ocasión, no en busca de signos de vejez ni por razón especial alguna, sólo por un gesto que ya se le había hecho compulsivo en situaciones de stress. La primera vez que se percató de la maña, fue cuando esperaba hablar con el Ideológico del Comité Municipal del Partido Comunista de Cuba para aclarar todas las dudas que le asaltaban. Al principio trató de evitarlas ‑ dudas y mañas ‑, pero el recurso de cortarse las uñas, mantener la fosforera en las manos y otros varios ardides por el estilo, fueron inútiles. Su lucha contra el mal hábito terminó cuando en una travesía de avión, leyó en una revista de entretenimiento que le había prestado el pasajero de su derecha, un artículo de un psicólogo italiano que planteaba que al tics, cualquiera que este fuera, había que cansarlo haciéndolo de manera consciente y voluntaria muchas veces al día, y buscándole una razón lógica cuando este se presentara espontáneamente. Camilo recuerda que haciendo la antesala del funcionario del Partido Comunista de Cuba que le diría si era política e ideológicamente posible recibir a sus hijos de Miami, que ya él de manera intuitiva había acudido a este autoengaño justificándose que las revisaba en busca de algún rastro de grasa del arreglo del motor del Moscovich blanco que tuvo que hacer a medio camino, ya que últimamente no estaba funcionando bien. Tan absorto estaba en su examen que no sintió cuando se abrió la puerta del dirigente partidista para hacerlo pasar, y tan dedicado a la tarea, que este le ofreció la posibilidad de lavarse las manos cuando Camilo le explicó la situación de la dirección del auto.
─Como lady Macbeth.
(08:17 p.m.)
Un mes después de la visita de su hermano, llegó Alberto Raúl, como todos, cargado de paquetes y regalos para la familia. Un vídeo casetera con su respectivo televisor a colores, una olla arrocera eléctrica y una cortina de baño para la casa. Vestidos, adornos, ropa interior y cosméticos para Tamara y Melba Aidee. Unas zapatillas de sport, pantalones pitusas, camisas, pullovers, nuevos y de uso, y una gorra para Miguel. Camisas, medias, zapatos, calzoncillos, corbatas, camisetas y un reloj Lux para Camilo. Y desodorantes, champú, cremas de afeitar, pasta dentífrica, jabones, acondicionadores de pelo y perfumes para todos. La "comunidad", dijo Miguel, ha encontrado una forma muy higiénica de manifestar el cariño, y logró aliviar la desagradable situación que se creó con todos aquellos regalos. Después de efectuado los brindis, Tamara pidió permiso y se dirigió a la cocina para comenzar a traer las fuentes de alimentos. Camilo la miró alejarse y no resistió la tentación de fijarse especialmente en las nalgas de su mujer. Carnes firmes aún a estar cerca de los cuarenta y seis años, cuerpo bien formado, y conservado, y una feminidad brotando espontánea y olorosa por cada poro de su piel: tersa y suave; caliente y temblorosa al contacto de su mano. En segundos Camilo repasó los quince años que llevaba casado con Tamara y no recordó ni una sola vez que su mujer le dijera que no a sus reclamos sexuales. Si antes de definir su status legal con un acto de matrimonio, fue renuente al acto carnal, porque así entendía ella que lo planteaba la moral comunista de finales del setenta, a partir del día que Camilo la recogió en el jeep de tantas veces y la llevó a la notaría para dejar legalizada la unión, Tamara fue su deseo y saciedad; amalgama de disímiles sensaciones de tantas noches. Todo estaba previsto para quince días después. La ceremonia oficial sería sin mucho protocolo: presentarse ellos dos en la Notaría con los testigos y firmar. La celebración íntima: familiar, pero, al fin y al cabo, boda anunciada. La tarde antes, Tamara había estado ordenando la casa que en un futuro sería el hogar de ella y de sus hijos. Camilo, con toda intención, regresó temprano del trabajo ya que la situación era propicia para la libertad en las muestras de afecto, el juego amoroso y el amor. Ya en la cama y desnudos, Camilo recuerda que en un momento dado, Tamara se incorporó rápidamente, pues no estaba dispuesta a acceder a la penetración. Creía que ello podría violar los estatutos establecidos con respecto a lo de la moral y afectar el proceso de evaluación que se le hacía para ingresar en el Partido Comunista de Cuba. Desesperado Camilo por los reclamos de su naturaleza, en aquel momento lo decidió y al día siguiente, llevó a Tamara, quien se negaba a casarse así, ante el notario para que estampara la última firma establecida en el acta matrimonial. Conocedor el abogado del problema y habiendo revisado los documentos y estado del expediente iniciado al deseo expreso de los novios de casarse, les explicó que de acuerdo al Código de la Familia vigente desde 1975 y que regulaba, entre otras muchas cosas, las relaciones entre los sexos, no se podía considerar inmoral ni contrario a los principios éticos de nuestra sociedad, el que Tamara materializara en toda su magnitud el acto carnal, pues a los requerimientos de la ley, ya ellos constituían un matrimonio, dado que la última firma tenía sólo un carácter protocolar para las fotos durante la ceremonia de la boda. De nuevo en la casa, Tamara llamó a la escuela para que les avisaran a los alumnos del Noveno Dos, que la clase que les correspondía esa mañana, la recuperarían el sábado en un turno extra. Y Camilo se rio de los que decían que el tiempo era implacable, pues él seguía sintiendo el mismo ímpetu de años atrás.
─Arroz con gris.
(08:20 p.m.)
Tamara depositó la fuente sobre la mesa y volvió hacia la cocina. Camilo miró el montículo de granos en la bandeja y le llamó la atención el apetitoso brillo que le daba la grasa, No recordaba haber visto una fuente con el arroz lustroso por el aceite desde su infancia en Jarahueca o quizás cuando la Alfabetización. Después vendrían los tachinos, la ensalada de tomates maduros y, por último, a falta de carne de puerco asada ‑tradicional en la comida cubana para los festejos‑, fricasé con uno de los pollos criado en el patio de la casa y las papas que resolvió Miguel en la bodega en que trabajaba el tío de la novia. Cuando Tamara, ya lista para comenzar a servir, se sentó nuevamente a la mesa, Camilo le guiñó disimuladamente un ojo y recordó lo que aquel gesto significaba en otros tiempos, cuando había que acostar temprano a los muchachos para ellos irse a la cama a inventar el amor, pero la vida cambia y con el guiño de ese momento, él sólo pretendía significarle que la comida iba a alcanzar y que todo estaría bien. Como Ernesto y Alberto Raúl se negaron a ser ellos los primeros a quienes se les sirviera y reclamaron tal privilegio para el homenajeado, Tamara tomó el plato frente a Camilo y comenzó a servirle.
─Por el alto contenido de colesterol que tiene, es recomendable quitarle el pellejo al pollo,
(08:30 p.m.)
Camilo estuvo a punto de decir alguna barbaridad ante el inoportuno comentario de Alberto Raúl, pero se contuvo. En definitiva su hijo no tenía por qué saber las dificultades que existían en ese momento en Cuba con los alimentos para estar desperdiciando el pellejo de los pollos por mucho colesterol que tuviera; y para algo nuestros científicos habían inventado el PPG; pero eran tan repetidos los comentarios de Alberto Raúl que le molestaban, que comenzó a pensar que el muchacho los hacía con toda intención. El abuelo materno, al que tanto se le parecía físicamente, era igual y no perdía oportunidad para dejar caer una gota de Alcívar cuando quería mortificar o agredir a su interlocutor, hasta que este, aparentemente de forma abrupta, le repostaba de mala forma, para entonces él hacerse el inocente y divertirse o ganar la contienda. Camilo era consciente de su flema y siempre recurrió a ella para no aceptarle el reto al suegro cuando este quería mortificarlo, pero el tiempo había pasado, para bien o para mal, sus condiciones ya no debían ser las mismas y no sabía si podría en un momento dado contenerse para no decirle al hijo un buen disparate. Ernesto era distinto, y no porque viera defectos solo en uno y virtudes en el otro. Ernesto estaba menos... ¿cómo podría decir? Menos contaminado por el capitalismo, concluyó Camilo. Era más sencillo y natural, pero de este le molestaba su pachorra, su idílico romanticismo y su tendencia a la inercia. Ernesto daría un buen comunista teórico, pensó el padre, pero un pobre revolucionario de acción. Alberto Raúl, por el contrario, era todo nervio, actividad y pragmatismo, no se amedrentaba ante ninguna dificultad, muchas de las cuales le vio resolver fácilmente recurriendo a "su dinero"[2]. El día anterior a su cumpleaños, por ejemplo, se percataron de que al carro le quedaba poca gasolina. Sin decir nada, Camilo comenzó a devanarse los sesos para ver a qué compañero le podía pedir prestado bonos de combustible, cuando su hijo le hizo detenerse frente a un CUPET y le llenó el tanque al inmaculado Moscovich blanco. Por estar estacionado y utilizando los servicios de aquel, para él necesario, pero humillante sitio, Camilo sintió un fogaje en la cara y las orejas que le hizo temer por una subida de la presión arterial de la que estaba padeciendo en los últimos tiempos. Tuvo que recurrir a las explicaciones que le había dado el Ideólogo Municipal del Partido Comunista de Cuba cuando, no sólo le autorizó, sino que le estimuló a recibir a los hijos y a cualquier otro familiar residente en los Estados Unidos u otro país que quisiera hacerlo. Independientemente de que las visitas a Cuba de la Comunidad constituían una importante fuente de ingreso de divisas necesarias para el país después de la desaparición de la Unión Soviética y del carácter socialista de los países de Europa del Este, la conducta de ostracismo que habían tenido los revolucionarios cubanos ante estas relaciones familiares, perjudicaba a la Revolución, porque entonces estos señores eran recibidos y atendidos por personas que podían estar desde confundidas políticamente ante las necesidades que se estaban viviendo, o en franca posición en contra del proceso revolucionario cubano, y no siempre la idea que los turistas se llevaran, podía ser la mejor con respecto a la vida del país, mientras que acogidos por los revolucionarios, estos mismos individuos podrían convertirse en importantes divulgadores de las ventajas del Socialismo. "Los tiempos cambian, doctor", le había dicho el Ideólogo Municipal del Partido Comunista de Cuba para despedirlo.
─Servidos todos, podemos comenzar a comer.
(08:35 p.m.)
Para conversar, Ernesto, pero para actuar, Alberto Raúl. Ernesto era muy halagador y cariñoso. Aunque se lo llevaron de su lado siendo pequeño, el vínculo con el padre había sido mayor, y ello podría justificar su actitud. Alberto Raúl, no. Alberto Raúl no podía tener un recuerdo de Camilo, y la necesidad que pudiera haber sentido de encontrarse con él, era más de curiosidad y exploración que de afecto. En Ernesto había un lazo de cariño: infantil y rudimentario, pero previo; mientras que lo de Alberto Raúl era puro convencionalismo, y ambos lo sabían. Una supuesta nostalgia había alimentado en Ernesto el cariño, y a Camilo le asombraba la similitud de gustos, actitudes y proyecciones sociales que había entre ellos. A pesar de sus veinticinco años, Ernesto era un viejo.
─Melbita, come que en La Habana estás pasando mucha hambre. ¡Mira lo flaca que te has puesto!
(08:42 p.m.)
Camilo miró sorprendido a su esposa, pues nunca pensó que hiciera tal comentario. Era verdad, y ellos lo habían hablado y estaban preocupados por la muchacha, pero no era para decirlo delante de sus hijos. Camilo no aceptaba que el paso del tiempo los hiciera cambiar, pero ya Tamara no era la misma de antes, por eso, después de haberle mirado a la cara, disimuladamente bajó los ojos hasta el dorso de la mano derecha de su mujer y la siguió cuando con ella, Tamara llevó el tenedor a la boca, para ver si se le veía ya algunas de las manchas que le salen a los viejos. Tamara siempre fue muy precisa y nunca cometió un desliz en lo que decía ni en lo que hacía. Inteligente y perspicaz, tenía un don especial para catar a personas y situaciones que le permitía saber cómo actuar ‑ siempre dentro de sus principios ‑ de la manera más conveniente en cada momento. Pero en los últimos tiempos la había visto incurriendo en errores, como por ejemplo, ese que acababa de cometer. Si ante el comentario de que Melbita estaba pasando hambre en la beca, Alberto Raúl propuso enviarle varios frascos de vitaminas y minerales de los Estados Unidos, si se le ocurría volver a mencionar su absurda idea de que la hija se interesaba por la religión, capaz de que Alberto Raúl le dijera que le enviaría una Biblia. ¡Melbita religiosa! Decididamente, Tamara ya no era la misma de antes.
─Voy a traer más arroz.
(08:50 p.m.)
Tamara se fue a poner de pie, pero Melba Aidee se ofreció para hacerlo ella. Miguel le pidió a la madre que se lo permitiera, pues había que aprovechar lo diligente que se hacía delante de los hermanos. La muchacha captó la intención burlona del comentario y sin molestarse, se levantó y tomó la bandeja de la mesa, pero para no perder la costumbre infantil, cuando cruzó por detrás de los visitantes, con el puño cerrado le amenazó por la provocación. Melbita siempre fue una niña tranquila, pero melindrosa y perretosa, siendo por ello, el blanco preferido de las bromas de Miguel, lo que no impidió que a su vez, este fuera el hermano que más ella quería. Amigo de mortificar e inventar maldades constantemente, sin mucho miramientos a la hora de decir una verdad o hacer un señalamiento crítico a cualquiera, desordenado, aparentemente irresponsable y de mal quedar, Miguel tenía un misterioso halo por el que todos ‑ y Melbita en primer lugar ‑ lo preferían. Cuántas veces no tuvo que intervenir Camilo a los gritos de su hija por culpa de Miguel para que después ella misma interceder por el hermano o irse a acompañarlo en la penitencia. "Déjalos que ellos se entienden", le decía Tamara cada vez que él iba a mediar. Y a Tamara misma, cuántas veces no la vio rabiando por Miguel para un minuto después esbozar una sonrisa de perdón. ¿Y él? ¿También él lo querría más? Muy pocas veces Miguel le había dado un beso; los del saludo cuando, por alguna razón estaban un tiempo separados: viajes de Camilo al extranjero o estancias del muchacho en los Campamentos Pioneriles de Verano o en las primeras Escuelas al Campo a las que asistió, pero eran por puro formalismo, y no contaban. Tiempo tuvo que pasar para que Camilo descubriera que Miguel no era en realidad lo que con su disfraz de indolencia aparentaba ser. Cariñoso, a su manera, servicial hasta el sacrificio, y honesto, como debían ser los hombres, eran sus verdaderas características.
─ ¿No hay raspa?
(08:52 p.m.)
Melbita había regresado de la cocina y como toda un ama de casa, depositaba la fuente con más arroz con gris sobre la mesa cuando Miguel hizo la pregunta. Camilo no tuvo que mirar a Tamara para verle el susto, y bajó la cabeza para que ella no le viera a él la sonrisa. Tamara había soñado con la cena de recibimiento de los hijos al hogar del padre, pues estos, para el reencuentro con Camilo, habían venido una primera vez por separados; ello ocurrió en La Habana, y los muchachos no llegaron a Santa Clara. Y ahora Miguel se ponía a preguntar si había raspa de arroz en el caldero.
─Si hay, yo también quiero.
(08:53 p.m.)
Tamara, con la dignidad que Camilo imaginaba en María Antonieta cuando subió al cadalso, se puso de pie para complacer el pedido de Alberto Raúl y dijo que iba a ver. Cuando desapareció detrás de la puerta de la cocina, Miguel también se puso de pie y fue detrás de ella manifestando con picardía que su madre era capaz de esconder la raspa para no traerla para la mesa. Ya aquello era demasiado, y Camilo lo fue a detener, cuando de nuevo la voz de Alberto Raúl, se dejó escuchar para complicar ‑ o salvar ‑ la situación.
─Y si queda salsita del fricasé, trae para mojar la raspa.
(08:59 p.m.)
Miguel, recordó Camilo, estaba en una reunión en La Habana cuando dos meses antes le había tocado a Alberto Raúl el turno de venir para reencontrarse con el padre. En aquella oportunidad se conocieron y establecieron una rápida empatía. Camilo estuvo convencido de que su hijo tenía interés en interrogar a Miguel acerca de él, y no puso obstáculos a la solicitud de los jóvenes de salir solos una tarde, pero se defraudó cuando supo que la curiosidad de Alberto Raúl no era por el padre, sino que quería conocer desde una óptica joven, la situación real que se vivía en esos momentos, así como explorar la actitud que asumiría la población si a los cubanos del exilio se les permitiera hacer inversiones de negocios en el país, probabilidad que a Camilo le pareció absurda. "Cuba para los cubanos" decía un lema de los primeros años inmediatos al triunfo de la Revolución, y los cubanos en el exilio, sobre todo los jóvenes educados en el sistema de vida norteamericano, ya no eran cubanos, no podían serlo, pero Camilo se sintió confundido cuando oyó el pedido de Alberto Raúl. No quiso seguir comiendo y dejó sobre el plato los cubiertos que usaba. Se refería a Ernesto y a Alberto Raúl con el calificativo de "los muchachos", porque no encontraba otro más apropiado. Sus hijos eran los que se habían criado en Cuba: Melbita, Ángel y Miguel. Aunque para ser sincero consigo mismo, tuvo que reconocer que le había sorprendido que no hubieran olvidado el Español, y ahora aquel gusto por la raspa mojada con salsita de fricasé que era tan cubano como las palmas. La cabeza le daba vueltas alrededor de nuevas ideas contradictorias que no lo dejaban, en este caso, saber cómo podría ser su hogar a partir de entonces. Tamara, por el contrario, cuando regresó con una fuente con raspa y la puso sobre el fino mantel reservado para las visitas, se sintió aliviada, pues comprendió que durante la semana que allí estarían, Ernesto y Alberto Raúl serían otros dos hijos más en la casa.
─Cuando acaben de darse el atracón, me avisan para traer el postre.
(09:00 p.m.)
Camilo se miró las manos y no se preocupó de buscarle ninguna justificación a la acción. Lo hacía, porque le daba la gana y porque estaba confundido. Deseó no haber tomado ron cubano, cerveza inglesa ni, mucho menos, del vino francés para entonces haber tenido la cabeza en su sitio y el pensamiento claro. ¿Qué coño estaba pasando? Y él sentado a la cabecera de la mesa como patriarca y jefe de una familia cuyos integrantes no conocía o, lo que era peor, creía conocer, y no eran ni remotamente quienes él imaginaba. ¿Sería cierto que los tiempos estaban cambiando? Fue cuando se rio de sí mismo, no con la acostumbrada sonrisa socarrona de otras veces. No. Esta vez fue una risotada breve, pero audible y burlona. Como Miguel había acabado de decir algo chistoso, nadie se extrañó de su risa, y siguió la animada conversación entre los jóvenes sin que ninguno se percatara de su borrachera. Camilo se volvió a reír de sí, porque entonces, y sólo entonces fue que se asumió como patriarca, pues comprendió que la verdadera condición del anciano jefe de familia era sólo estar presente, sin que nadie le hiciera el más mínimo caso, y de él, hasta Ernesto, con la carencia de afecto paterno de tantos años, se habían olvidado; y se rio ‑ para dentro, o para fuera, ya eso no tenía importancia ‑ de todos los viejos del mundo, comenzando por su abuelo y terminando por él mismo, de todos los ancianos jefes de familia, de todos los vejestorios que creían poder mantener vigente su mundo de costumbres, placeres y glorias pasadas, de todos los carcamanes que se consideraban capaces aún de determinar el curso de la vida, cuando en realidad ‑como le ocurría a él con sus cincuenta años, su colesterol, su presión alta y sus pastillas de PPG‑ no podían ni pensar coherentemente.
─Voy a colar café.
(09:15 p.m.)
Y no le importó que Tamara se levantara y se fuera a la cocina sin preguntarle, pues ni siguiera se había percatado, por qué no se había comido el postre. Y siguió riéndose de todos los padres de familia decrépitos y seniles, incapaces de entender el idioma que hablaban los jóvenes, del Matusalén bíblico y de cuanto Matusalén momificado se sentaba a la cabecera de cualquier mesa del mundo, y de los jueces, profetas y patriarcas que representaban una unión temporal y efímera ‑como la de su familia‑, lista a modificarse antes de que echaran el cuerpo aún tibio del abuelo ‑de su cuerpo‑ en el ataúd.
─ ¿En esta casa no hay un dominó?
(09:30 p.m.)
Alberto Raúl y Miguel jugarían de pareja contra Ernesto y Melba Aidee, mientras que a Tamara ‑ él nunca lo hubiera creído, pero así era ‑ le importaba un carajo los siglos de lucha de la mujer por su emancipación, ni valoraba la vida de Clara Zetkin, la lucha de Rosa Luxemburgo, el ejemplo de Ana Betancourt ni de las muchas patriotas cubanas, la actividad de tantas funcionarias de la F.M.C. ni de otras tantas dirigentes políticas. Ella era en esencia una miserable y vulgar matrona, ama de casa y esclava del varón, que mientras los muchachos jóvenes jugaban dominó, iría a la cocina a fregar la loza. Y él, Camilo Alberto Ramos Solís, propietario de la vivienda, padre de familia, amo del hogar y jefe del núcleo doscientos cuarenta y cuatro de la bodega treinta, según constaba en la libreta de abastecimiento del Registro de Consumidores, pero chocho y decrépito como todo buen patriarca, presto a babearse y a orinarse en cualquier rincón sin que nadie se interesara por él. ¿Y Melbita? ¿Qué hacía con la cabeza gacha y los ojos cerrados como si le diera las gracias a otro buen cabrón que no fuera él por los alimentos recibidos en aquella mesa? Reunió las fuerzas que le podían quedar a un cincuentón borracho y dio un golpe sobre la mesa que por poco tumba un vaso, pero que como en ese momento los jóvenes se paraban, nadie percibió.
─Ven, Melbita, que le vamos a dar pollona a estos dos.
(09:30 p.m.)
También él se paró y fue detrás de ellos dispuestos a poner las cosas en su sitio, pero al llegar a la sala, se desplomó a llorar en un sofá donde después estuvo dormitando cerca de dos hora y media, oyendo como en una pesadilla el ruido de las fichas sobre la mesa y las exclamaciones de los jugadores en la terraza. El timbre del teléfono comenzó a sonar y lo despertó. Aquel sueño le había servido para recuperar equilibrio y un poco de lucidez. Miguel vino hasta la mesita del pasillo, levantó el auricular y no demoró en avisarle. Era Ángel que lo llamaba para felicitarlo. Satisfecho caminó hasta el teléfono, pues iba a oír la voz del primer ingeniero cubano Master en Energía Atómica. Se saludaron e intercambiaron algunas frases de rigor, mas de pronto Camilo palideció.
─ ¿Qué coño tú haces en Suecia?
(12:01 a.m. de un nuevo día)
[1] En realidad, esta persona: Camilo Ernesto Ramos Riera, sólo utilizaba su primer nombre, pero con el objetivo de evitar confusiones en la redacción a la hora de referirme a cualquiera de los dos Camilo: padre e hijo, decidí identificar a este último por su segundo nombre: Ernesto.
[2] Camilo se refiere al dólar, moneda que en ese momento circulaba legal y libremente en Cuba, con un poder adquisitivo y posibilidades para el mercado de compra mucho mayor que la moneda nacional.
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