sábado, 15 de agosto de 2020

ELIZABETH, ADRIANO Y SU ÚLTIMO HOMBRE DE CONFIANZA

Después de su segundo fracaso matrimonial, Adriano, según decía mi madre, debió comprender que no era hombre para estar casado, pues no volvió a intentar una relación amorosa de ese tipo, lo cual no disminuyó para nada su deseo e instinto paternal.

    Desde hacía años, con él trabaja en la finca del naranja, como hombre de confianza, el hijo de un isleño de apellido Bello. Nunca se supo si por gracia o porque en realidad era un varón bien hermoso, lo apodaban repitiéndole el apellido. Cuando Bello Bello se quiso casar, Adriano le construyó una pequeña vivienda dentro de la propiedad para que viviera allí; y al poco tiempo a la pareja le nació su primera hija.

    ꟷSe llamará Elizabeth Alexandra ꟷafirmó Adriano y, ante la cara de asombro de la madre, que había pensado otro nombre para su hija, el patrón sentencióꟷ: Como la nueva reina de Inglaterra, pues yo me ocuparé de que esta niña viva como una reina

     Desde antes de casarse, la esposa de Bello Bello era una de las empleadas doméstica en la casona y lo siguió siendo aún después de haber parido; fue por ello que, desde pequeñita la niña, se acostumbró a aquel espacio. Por la indicación de Adriano, allí Elizabeth tuvo una cuna y más tarde un corral con los juguetes que él mismo le compraba.

    ꟷYa es tiempo que le quites el pecho y comiences a darle puré ꟷle ordenó Adriano a la madre cuando consideró prudente el cambio de alimentación de la bebé.

    ꟷNo la cargues tanto.

    ꟷEsas fiebres son propias de la dentición ꟷdiagnóstico cuando la madre quiso llevarla al médico.

    ꟷHay que ponerla en el piso para que aprenda a caminar

    Y así, todo se fue haciendo como Adriano decía y decidía con la crianza de la niña.

  Durante su primer año, la madre se la llevaba de noche a dormir a su casa, hasta que Adriano decidió que pernoctaran con él. La mujer se quiso oponer, pero Bello Bello, y como había sido otras tantas veces, aún en cuestiones personales y matrimoniales, acató la voluntad del patrón.

    --Yo no sé por qué ese sometimiento tuyo con Adriano –decía mi madre que la mujer le recriminaba al esposo, sin siguiera conocer de la comidilla del pueblo, de que el patrón compartía el lecho matrimonial con ella y con su marido.

    Tanto le insistió en sus quejas, que logró que Bello Bello entendiera sus razones. Comenzaron las desavenencias entre el empleado y el dueño de la finca, hasta  que el empleado de confianza decidió abandonar su trabajo e irse a vivir a otra parte.

    --Haz lo que quieras –decía mi madre que Adriano le dijo--, pero a Elizabeth no te la podrás llevar.

    --Es mi hija –alegó Bello Bello.

    ꟷNo estés tan seguro –expresó con sorna Adriano.

    Sin siguiera haberlo consultado con los padres, Adriano la había inscrito como hija suya, y Elizabeth, durante muchos años y hasta que se casó con un norteamericano, tuvo, y al igual que el apodo de su padre biológico, el apellido Delgado por partida doble.

    A partir de entonces, la niña fue su juguete preferido. Separada de los padres, la crío a su gusto. Le puso manejadora, pero poco contacto tuvo con otros niños de su edad, por eso y, por sugerencia del médico ante el retraimiento de Elizabeth, cuando llegó a  la edad requerida, la matriculó en la escuelita de la vieja maestra del pueblo.

    ꟷ¡Nada más a mí se me ocurre! ꟷexclamó abofeteándose a sí mismo la tarde que Elizabeth regreso de sus clases con una picada de chinche en una piernita.

    Primero contrató a una joven que, habiendo graduado de Bachiller esperaba que abrieran la universidad de La Habana para iniciar sus estudios de Pedagogía. Recibía las clases en la casa, y Adriano se ocupaba personalmente de supervisar estas y evaluar el aprovechamiento de la niña. Cuando lo creyó oportuno, decidió internarla en un colegio de monjas. El más cercano, era el de las Siervas de San José, en Placetas, pero lo desechó, pues ahí le habían fomentado la vocación religiosa a la que fue su primera esposa, y se decidió por el de las Hermanas Ursulinas, recién abierto en Santa Clara.

    A pesar de haber tenido que pagar una suma considerable de dinero por una dispensa, ya que Elizabeth no era hija de un matrimonio religioso, a la semana de estar allí, discutió con la hermana directora y se llevó a la niña, pues las monjas le habían dicho que estar llorando todo el día era pecado mortal.

   A partir de ahí, Elizabeth deambuló por una serie de los mejores colegios religiosos que había, de los que por cualquier nadería lo sacaba y lo matriculaba en otro, a veces sin llegar a terminar un curso; razón por la cual, Elizabeth nunca logró establecer vínculos de amistad con otros niños, y desarrolló una personalidad tímida y melancólica.

    La piscina nunca más se llenó hasta el borde para que la niña la pudiera disfrutar sin peligro. La acompañaba la hija de la cocinera, que le servía de damita de compañía, y en ocasiones, cuando Adriano tenía a bien invitar a los hijos de la familia, entre los que encontrábamos mi hermano y yo, y algún que otro convidado especial, Elizabeth compartía con otros niños.

  En las vacaciones de verano, el padre la llevaba regularmente a los Estados Unidos y, como su cumpleaños coincidía con estas, las celebraciones fueron unas veces junto a las cataratas del Niágara, el último piso del Empire State o en las playas de la Florida. En esas oportunidades era él, y rara vez algún que otro niño, quien le cantara el happy birth-day.

    Sólo en una ocasión, cuando Elizabeth cumplió doce años, tuvo niños en su fiesta. Desconocidos y extraños, pero niños al fin y al cabo. La celebración no pudo ser en el Social Club de Jarahueca, como Adriano pretendió, pues allí no se permitiría la entrada a invitados que no fueron socios de dicho casino.

    En represalia, en la calle, frente a la entrada misma de la sede de dicha sociedad, Adriano levantó una carpa, y el cumpleaños se convirtió en una fiesta popular, en la que participó todo el que quiso.

   Vestida de princesa y sentada en el respaldar del asiento posterior del Buick convertible último modelo del padre, Elizabeth llegó al Paseo Martí para, en las dos vueltas que el auto le dio a este, recibir el aplauso del pueblo. Hubo cien cakes de chocolate traídos especialmente desde la Dulcería Wall de La Habana, dos enormes piñatas, una para varones y otra para las niñas, rifas y premios para juegos tradicionales, como el palo encebado, el gato en tinaja y el ensarte de la argolla a caballo. Fue una gran fiesta en que todos, y me incluyo, disfrutamos, aunque decía mi madre que a la homenajeada se le vio triste y asustada.

    Y como en el cuento de la Cenicienta, con las campanadas de la media noche del 31 de diciembre de 1958 todo aquello terminó. Había triunfado la Revolución y, sin siquiera esperar al 17 de mayo de 1959 para la aprobación de la Primera Ley de Reforma Agraria, el comandante Feliz Torres, que para algo se había alzado en las lomas de Bamburanao, se apropió de la finca del naranjal. Adriano tuvo que irse de allí solo con la ropa que tenía puesta, pues ni las tablas de su ataúd le permitieron llevarse.

   A la casona junto al arroyo vino a vivir un hermano del jefe rebelde, a la piscina se le dio un mejor uso en la cría de cerdos, el Ángel de la Resurrección desapareció y el rosal, sin jardinero que se ocupara de él, se marchitó. Era, decía mi madre, una nueva forma de la tea incendiaria mambisa.

    Adriano se acomodó provisionalmente en los garajes, ya sin autos de la casa de la madre en El Vedado, hasta tanto volara fuera del país; pero un infausto día de 1961, salía   en su moto del túnel de La Habana cuando un auto en sentido contrario lo embistió. Estuvo un año ingresado en el hospital Calixto García para recuperarse de las múltiples fracturas  que sufrió por todo el cuerpo. Allí fue Elizabeth una mañana a despedirse de su padre, pues por decisión de este, la entonces adolescente, bajo el cuidado de uno de los hermanos de Adriano, iba para los Estados Unidos hasta que en Cuba volviera a haber un gobierno democrático. Como le había ocurrido las veces anteriores, nunca más volvió a ver a la persona de su afecto, y ni siquiera supo directamente de ella, pues Elizabeth se negó a escribirle ni hablarle por teléfono.

     Decía mi madre que los médicos comentaron que sólo una voluntad tan férrea como la de Adriano le había permitido resistir el largo proceso de rehabilitación y volver a caminar, aunque cojo y con un brazo inutilizado, nunca fue él mismo de antes. La madre murió, los hermanos se fueron todos del país, y la casa de El Vedado quedó dividida entre sobrinas y criadas a las que la Revolución les daba derecho a parte de la vivienda; allí supo del fallecimiento de la que fue su primera esposa y pretendió infructuosamente entrar en la funeraria donde la velaban, pues el tío suegro y los primos cuñados se lo impidieron. Decía mi madre que solo por el lamentable estado físico en que se encontraba por entonces, tuvo que acatar no hacer su voluntad.

    En abril de 1964, Adriano le pidió al joven que por entonces tenía de ayudante que le comprara un pasaje para ir a visitar a unos familiares en Camagüey y el viernes de la partida le indicó que no era necesario que viniera ese fin de semana a echarle comida a la perra que tenía en aquel entonces, pues él le dejaría suficiente alimento para esos días. Viejo, solo y enfermo, muy cerca del convento de las monjas de El Vedado, donde vivía desde que la Reforma Agraria lo despojó de su finca y de las tablas de su ataúd, se colgó de una viga del garaje de la casona de su madre. El lunes, cuando el último hombre de confianza que tuvo abrió la puerta de la vivienda, vio el cadáver rodeado por un enjambre de moscas que el revoloteaban a su alrededor.

    Adriano dejó escrita una escueta nota en la que declaraba haberse suicidado; este documento sirvió para que el joven no tuviera dificultades con la justicia y pudiera heredar todo lo que le legó en su testamento: la casa del garaje, la moto, la perra, algunas joyas, ochenta y un mil pesos en una cuenta en el Banco Popular de Ahorro y veinte mil pesos más en efectivo que guardaba en una pequeña caja fuerte, cifra que para la época representaba una verdadera fortuna.

    Decía mi madre que Adriano era, no como el Rey Midas, que transformaba en oro todo lo que tocara, sino como un leproso que convertía en seres desdichados e infelices a quienes infestara con su afecto. Dos meses después de aquel suceso que transformó la vida del joven, este, propietario y rico, se fue con su esposa a veranear a Santa María del Mar. Siempre le había gustado bucear, y no perdió oportunidad para meterse en las profundidades de aquellas azules aguas de las que no salió con vida.

 

 

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