Sobre cualquier negra esclava pendía una serie de desgracias a las que podía estar sometida, pero Limbania, por esos azares de la vida, las había sufrido todas. Gestada en África nació de un vientre cautivo en Cuba. Su madre, y precisamente por estar embarazada, fue vendida a un alto precio en el mercado de esclavos de Bayamo, pero fue mala adquisición para el amo, pues el parto se le fue para la cabeza y loca vivió el resto de su corta vida. Insensible al dolor físico, la enajenación mental la volvió a sus praderas de origen y, una y otra vez, se escapaba, no por rebeldía, sino porque se sentía precisada a buscar a su familia; y ni el látigo, los grilletes o el ayuno doblegaban su decisión. No reconocía ni le interesaba su hija, y esta no murió por la amenaza constante del amo hacia las otras esclavas. Estas se turnaban para llevarla hasta el cepo donde estuviera la madre y se la ponían en los pechos para que se alimentara. Envuelta en telas de yute, permaneció entre la paja de los cañaverales o el suelo del barracón hasta que supo caminar; entonces iba hasta donde estuviera atada su madre o la seguía sosteniéndose de los grilletes o cadenas que tuviera puestas.
Cariño no tuvo. Su madre permaneció siempre ajena a la realidad circundante. Si de noche esta permanecía en el cepo, Limbania lloraba con desespero cuando cerraban el portón de la barraca de las mujeres; y si la madre dormía dentro, nunca la acunó ni la dejó que se subiera en su catre. Aun así, la niña la amaba y sufrió hasta enfermar cuando al cumplir cinco años, el amo la regaló a la hija de un hacendado camagüeyano que los visitaba, y fue separada de su progenitora.
Haber sido objeto de aquel obsequio, pudo haber cambiado el destino de Limbania, pues como juguete de compañía de la niña blanca, hubiera vivido bajo techo y bien alimentada, sometida sólo a los caprichos de esta, y nunca a maltratos. Pero Limbania no comía y lloraba todo el tiempo, por lo que su organismo se debilitó y el cuerpo se le llenó de pústulas producto de simples picadas de mosquitos; mas con el temor de que fuera viruela, la tuvieron durante cuarenta días encerrada en un corral con techo, alejada de los demás seres humanos de aquella hacienda ganadera. Sólo un negro de nación, viejo y sordo, le llevaba agua y comida una vez al día.
A pesar de los terribles miedos que sufrió, allí sola en medio de la noche; a pesar de su desgarrador llanto, de sus fiebres y de su desnutrición, Limbania no murió. Sanó, pero unas feas y blancuzcas marcas le quedaron en cada uno de los puntos donde antes tuvo una postilla. Entonces fue el estigma de la lepra, y ante la duda, el amo decidió regalarla al leprosorio de San Ignacio de Loyola. Allí vivió once años. Hizo las labores más sucias y abominables de aquella casa de espanto. Lavó trapos sanguinolentos, curó llagas purulentas y enterró cadáveres. Recibió todo tipo de maltratos por parte de los enfermos, quienes más de una vez la intentaron contagiar inútilmente, restregándoles sus muñones o ensuciándola con sus puses. Creció sin que a nadie le interesara y para sorpresa de todos, se hizo mujer de la noche a la mañana. Fue fray Jesús de Guadalupe, un cura leproso que allí habitaba, quien la violó, mas el remordimiento le hizo arrepentirse de su pecado, y para evitar ceder de nuevo al objeto de tentación, echó a Limbania del lazareto.
Sin conocer otro sitio más que el de aquellas rústicas cabañas, apartadas de toda la civilización, no supo a dónde dirigirse y deambuló por los campos, escondiéndose cuando sentía voces humanas, durmiendo en el suelo, cubierta por una yagua o un montón de hierbas secas, comiendo frutas silvestres y bebiendo agua de los arroyuelos. La mañana en que oyó los ladridos, supo que eran perros fieros; cada vez los sintió más cerca, pero no tenía dónde guarecerse. Hecha un ovillo sobre la tierra, se puso a llorar, pues esperaba ser despedazada por los canes que la rodearon sin dejar de ladrar hasta que dos rancheadores llegaron y le encimaron los caballos a punto de pisotearla. No era ella el cimarrón que buscaban, pero era una negra fugitiva y la apresaron.
El mal olor que despedía aquel cuerpo sucio de tanto tiempo sin bañarse, más los movimientos de la pobre mujer para desprenderse de los brazos que la sostenían mientras la ataban, despertó la libido de uno de aquellos hombres que la tiró al suelo, y abriéndole las piernas la penetró brutalmente hasta vaciar sus testículos.
─Ahora tú, aragonés –incitó a su compañero después de guardarse el pene y abotonarse la portañuela.
─No –dijo este burlón.
─¿Qué te pasa? ¿Ya no te gustan las negras?
─Si se preña, como no sabremos de cuál de los dos es –expresó riéndose el más viejo─, nos vamos a fajar por el negrito para venderlo –montó en su caballo, y mientras sostenía el otro extremo del lazo con el que habían atado a Limbania, arreó a la bestia arrastrando detrás de sí a la muchacha.
Sofocada y con la planta de los pies en carne viva, la entraron en Puerto Príncipe y la condujeron hacia la galera de cimarrones en la cárcel. Como no se presentó ningún dueño a reclamarla, allí le llegó el tiempo de parir, y sin asistencia alguna, trajo al mundo a su primer hijo. Con los dientes, le cortó la tripa del ombligo y la anudó para que la criatura no se desangrara. Era, para sorpresa de todos, un albino con muy pocos rasgos negroides.
─Es hijo de Rodolfo –comentó el aragonés.
A fustazos, el nuevo dueño, un tabernero de Sancti Spíritus de paso por Puerto Príncipe, logró callar los lamentos de la pobre mujer cuando la separaron del niño, pues el alguacil español se lo quitó para entregárselo al supuesto padre.
Dios es todopoderoso y justiciero, ya que usó a esta criatura para, al menos, castigar al rancheador que había abusado de su madre, pues si bien ella se mantuvo inmune al contagio de la lepra, no así su hijo, y este contagió a quien tuvo que darle su nombre y apellido y criarlo hasta los siete años que murió producto de la enfermedad.
Limbania, además de trabajar como mesera en una taberna que su nuevo dueño poseía a la salida de Sancti Spíritus para Trinidad, debió de ocuparse de otras muchas tareas, pero a la sombra y mejor alimentada que otras veces, trocó su escuálido cuerpo por el de una hembra lozana y apetecida que su propietario, un barcelonés sucio y trapalero, no demoró en usar para su disfrute personal, y al que le sacó buenas monedas, pues si bien la ley no permitía que las negras esclavas fueran usadas como prostitutas, en muchas ocasiones y más de una vez por noche, Limbania tuvo que acostarse con parroquianos que le pagaban a su amo.
Esta etapa de humillación y abuso sexual duró poco, pues un vecino, a quien el tabernero le hacía trampas, una noche en que jugaban a las cartas, lo mató de un machetazo. Sin familiares ni herederos, los bienes del tabernero fueron subastados; y Limbania, embarazada de uno de los clientes de su amo, fue comprada por un hacendado de Jíquima de Peláez que cultivaba el tabaco.
Entonces fue para la negra el duro trabajo en las vegas. Inclinada todo el tiempo sobre el vientre que ya le crecía, un medio día, bajo la inclemencia del sol, comenzó a sangrar hasta desmayarse. Aquel aborto la tuvo al borde de la muerte, y su amo se arrepintió de haberla comprado, por eso, enseguida que mejoró la llevó al mercado de esclavos de Sancti Spíritus para ponerla en venta.
Por sus habilidades como cocinera, fue a dar a una de las colonias de los Aldana en el llamado valle de los ingenios donde trabajó en la preparación del rancho que comía la dotación. Como era fuerte, estaba sana y tenía completa la dentadura, la casaron con uno de los negros solteros para que tuviera cría. Su marido, al igual que ella, era hijo de una negra de nación; se llamaba Ignacio y a diferencia de Limbania, sólo había tenido un amo, y estuvo junto a su madre hasta que esta murió dos años antes de su matrimonio.
A pesar de que tuvo cuatro hijos con ella, Ignacio siempre aborreció a Limbania. Él se había enamorado de Ana Pía, una negrita nacida y criada, como él, en la hacienda, y le pidió permiso al amo para casarse con ella, pero débil y enfermiza como era, a este no le interesaba que pariera. Fue por ello que se decidió el enlace con la cocinera.
Un domingo, después de la misa que se oficiaba en el patio del batey, el cura procedió a efectuar los tres matrimonios concertados para esa vez y, tal como estaba establecido en la liturgia del sacramento, les preguntó a los contrayentes si aceptaban a la esposa o esposo que el amo les daba, para entonces bendecirlos y declararlos marido y mujer. La pareja de Ignacio y Limbania era la última, y el hombre no respondió en la primera oportunidad, ni tampoco cuando el sacerdote volvió a preguntarle. Ya para entonces, Don Blas Aldana había dejado el sillón desde donde observaba la ceremonia en el portalón de la casa de vivienda y se acercó a la pareja arrodillada ante el improvisado altar debajo de una frondosa anacagüita.
─Vamos, negro, responde.
Pero de nuevo este se mantuvo con los labios sellados. La dotación, hasta ese momento alegre por el esparcimiento que se le permitiría, pues se celebraba además el fin de la zafra, retrocedió asustada; los mayorales y contramayorales, por su parte, desenvainaron los machetes listos para impedir cualquier intento de rebeldía.
─¿Ignacio, aceptas por esposa a Limbania Frómeta?
Entonces fue el fustazo del amo por el silencio del hombre.
─Responde, negro –le dijo con furia por la desobediencia de aquel.
─No –dijo Ignacio mirando a don Blas y no al cura, como correspondía.
─Denle veinte latigazos y métanlo en el cepo –le gritó al capataz y a largas zancadas alcanzó de nuevo el portal donde permanecían su asustada mujer y las esclavas del servicio doméstico. Allí se volvió y ordenó─: ¡Encierren a la dotación en el barracón y queda suspendido el toque de tambor!
El castigo se cumplió de inmediato, e Ignacio estuvo tres días en el cepo sin que le dieran agua ni alimentos. Los esclavos, aunque sabían que Limbania no era culpable de lo que sucedía, la evitaban; la mayoría de ellos conocían a Ignacio desde niño, y Limbania había llegado hacía muy poco a la hacienda. Ella había llorado ya tanto en la vida por su triste destino, que ahora no lo hacía, pero no dejaba de sufrir por aquel injusto rechazo de sus hermanos de raza.
Don Blas Aldana había jurado que tendría a Ignacio de castigo hasta que accediera a cumplir su decisión, y de nada valieron la queja del cura ni las amenazas de este para denunciar ante el obispo el querer imponer un santo sacramento que se basa precisamente en la voluntariedad de los contrayentes.
Ana Pía convenció al mayoral para que la dejara acercarse a hablarle a Ignacio para tratar de persuadirlo a que aceptara a casarse con Limbania, pues no quería verlo sufrir ni mucho menos que muriera de hambre y sed por su culpa, pero el hombre le dijo que la amaba desde que eran niños y que se casaría con ella o con nadie.
A la mañana siguiente, en un descuido de los contramayorales, Ana Pía fue y se ahorcó en una mata de mangos de la arboleda del traspatio.
Limbania vivió muchos años en la colonia de don Blas Aldana, pero tampoco fue para ella diferente ni mejor etapa que las anteriores en poder de otros amos.
Muerta Ana Pía, Ignacio cedió a casarse con ella, pero nunca la quiso. Prefirió quedarse en el aposento de los hombres, que ir a dormir en el cuarto de matrimonio junto a la que entonces era su esposa, al fondo del barracón; y a un año de casados, no había hecho vida marital con Limbania.
Fue uno de los contramayorales quien se lo dijo a don Blas cuando este se interesó por saber si la negra se había preñado.
─Negro –le dijo el capataz de la hacienda─, el amo te manda de nuevo al cepo si no montas a tu mujer.
Fue así que Ignacio se vio obligado a llegar hasta ella y durante varias noches la cubrió, como los animales, sin la más mínima muestra de afecto, hasta que Limbania quedó embarazada. No se volvió a acostar con ella hasta dos años después, cuando ya la criatura había dejado de mamar, y la mujer estuvo lista para volver a fecundar. Así hasta que le parió cuatro hijos, todos varones.
Llegó el momento que con la costumbre, Ignacio no tuvo reparos en satisfacer su necesidad de mujer con Limbania, pero nunca se mostró cariñoso ni atento con ella, y muchos menos se interesó en calibrar la respuesta de placer que pudiera provocarle con su penetración. A los hijos, enseguida que tuvieron edad para ello, se los llevó a dormir con él, y en venganza, por una culpa que no era de la madre, los enseñó a que la aborrecieran.
Limbania los tuvo con ella mientras fueron pequeñitos, después, sólo por la noche para que no la estorbaran en el trabajo en la cocina, tiempo en el que todos los críos pasaban al cuidado de alguna vieja que ya no podía trabajar en el campo; y enseguida que eran capaces de hacer algo útil, los incorporaban a las labores en los cañaverales para recoger cañas, cargar agua…, o en los campos de labranza. Era el tiempo en que los varones pasaban a dormir en el albergue de los hombres. A los suyos, Ignacio los puso cerca de su camastro y les enseñó que él era su padre.
Cada vez que ella podía, se les acercaba para acariciarlos, les guardaba una fruta o usaba alguna otra sencilla atención con ellos; pero estos, a medida que iban creciendo, y por la influencia de Ignacio, la comenzaron a rechazar. Había, por una parte, un cierto orgullo de los esclavos que habían nacido y crecido en la hacienda, y que tenían el apellido del amo; estos se sentían en un rango superior a los que habían llegado por compra. Y Limbania era una de estos últimos. Alrededor de su figura se tejió la leyenda que, por haber sido la culpable de la muerte de Ana Pía, el fantasma de esta castigaría a quien se relacionara con ella, y la pobre mujer siempre estuvo relegada, apartada por sus compañeros de infortunio. Sus hijos crecieron con estas ideas, y la ignoraron como madre.
Limbania se conformaba, al menos con que sus hijos estuvieran en la dotación de la hacienda, pues siempre tuvo el temor de que, como había ocurrido con ella, los pudieran vender y no verlos más. De tanto pensar en esa posibilidad, su angustia se volvió premonición, y esta en hecho, pero no de la forma que ella suponía. Sus hijos llegaron a ser jóvenes sanos y fuertes, aprovechables en el trabajo, y el amo no se iba a deshacer de ellos. Fue a ella, a Limbania, a la que un día vendió.
En una ocasión, se partió una de las patas del fogón, y un caldero donde se cocían las viandas del rancho, le fue a caer encima a Limbania. Esta saltó hacia atrás, resbaló y, salpicada con el agua hirviente, cayó sobre un cuchillo. De aquel accidente, que la dotación interpretó como venganza de Ana Pía, le quedaron unas marcas que le desfiguraron el rostro y, lo peor de todo, lisiado el brazo izquierdo. Con esa condición física, poco trabajo podría realizar, y a muy bajo precio, don Blas se la vendió a Rosa Morgado, una negra libre que pasó un día por la hacienda. Esta era propietaria de unos cordeles de tierra por la zona de Iguará y necesitaba mano de obra para su atención; sin mucho dinero, no podía darse el lujo de comprar esclavos aptos para el trabajo.
Esa mañana, uno de los contramayorales fue hasta la cocina, y sin otra explicación, le dijo a Limbania que se fuera con aquella mujer. Quiso demorar la partida para dar tiempo a que los hijos regresaran del campo y verlos por última vez, aunque fuera de lejos, pero la nueva dueña, tenía premura por partir.
Amarrada para que no intentara escapar y a horcajadas sobre un mulo cargado de cerones con semillas, se fue en la caravana conformada por Rosa y un hijo adolescente de esta. Las esclavas que trabajaban en el batey, al invocar al espíritu de Ana Pía para que ya descansara en paz, no ocultaron las muestras de alegría por su partida. Cuando Limbania se alejaba, le pareció ver la hilera de esclavos que regresaban del campo; intentó distinguir a sus hijos, pero las lágrimas en los ojos le empañaban la vista.
Después de haber sido comprada por la negra liberta, que no por ser de su misma raza la trató con mayor benevolencia que los dueños blancos, tuvo dos amos más y, ya vieja y lisiada, fue a dar al mercado de esclavos de Remedios, y allí, recién llegado a la zona, Matildo Delgado la adquirió a muy bajo precio dentro de un lote de esclavos. Al morir este, Limbania se hizo cimarrona, pero a don José, su nuevo amo, no le interesó que los rancheadores la buscaran. Nunca más se supo de ella, pero en Yaguajay todavía se escucha la leyenda sobre una negra vieja que vive escondida por las cuevas de sus costas.
Muy bueno
ResponderEliminarFelicitaciones Luis