lunes, 1 de junio de 2020

El autor

   La labor de creación literaria es una de las más solitarias del mundo; si no, míreme aquí, solo frente a mi computadora, mientras que los demás seres conversan, pasean, se divierten o se hacen el amor, yo trato de  atrapar en palabras un mundo creado a imagen y semejanza de mis fantasías, gracias a las evocaciones equivocadas de un pasado que posiblemente nunca existió.

   Siempre parto de hechos o personajes reales, y de  acuerdo con las posibilidades brindadas por  cada uno de ellos, les doy libertad para que piensen y actúen como mejor les  parezca; sólo los coloco en una situación dada y les  doy vida, y entre nosotros se crea una relación como la de Dios con Adán y Eva en el Paraíso Terrenal, lo que a  veces me hace pensar si no es el género humano el conjunto de personajes de ficción de una gran novela que  escribe un autor medio mediocre llamado Jehová y aspira  a publicar en Mefistófeles Editor. De ser así, este texto no sería más que literatura dentro de la literatura: la historia de un autor que  en la  novela de  Jehová  escribe  y  cuenta  cómo  lo hace.

   Mis personajes pueden hacer y deshacer hasta el límite exacto donde a mí me parezca bien, pues de lo  contrario, los obligo a comportarse como yo quiera, a  pensar y a decir lo que yo desee, o sencillamente me les  aparezco en su mundo y me pongo a indagar:

   ─¿Dónde estáis? ¿Por qué os escondéis de mí? ¿Acaso  habéis hecho algo que os dije que no hicierais?  ¿Habéis comido de la fruta prohibida? 

   Y los expulso de las páginas de mi manuscrito, o sea: del Paraíso, y para ellos no será la gloria de aparecer en una novela. Ya ello les ocurrió, que recuerde, a El artesano, a El condenado, a El atrincherado y a El ungido; protagonistas a quienes ni siguiera tuve el trabajo de ponerles nombre.

   Aunque no creas, a veces, si no me percato a tiempo, mis personajes lo pueden complicar todo de tal manera que después no vislumbro  cómo darle fin a la trama; es cuando muy tranquilamente me dicen:

   ─Mira a ver cómo solucionas todo esto.

   ─Eres el creador, ¿no?

   ─Será a ti a quien le paguen los derechos de autor.

   Y se sientan a esperar a que yo resuelva los  conflictos. Los puedo meter un año en una gaveta o hasta  poner el manuscrito, como forma de amenaza, en el cajón  de los papeles destinados para la basura, pero aún así se mantienen inmutables. A veces pienso que los personajes de mis libros anteriores, por alguna conexión  desconocida para mí entre mis neuronas, se comunican con los que  trabajo en ese momento, y los primeros les advierten a los menos experimentados.

   ─No se preocupen ─les dirán─. Nuestro autor hace esas crisis histéricas y dice que va a romper lo que está escribiendo, pero como es bien obsesivo, al fin y al cabo,  entra por el aro y busca la forma de terminar el libro.

   ─Con nosotros ─cuenta algún personaje de uno de  mis primeros textos de ficción─ fue peor. Un día quemó el manuscrito en el que aparecíamos, pues dijo que aque­lla novela no servía  para nada, y todo porque él confundió los ambientes y creó un caos narrativo. Cuando ya estábamos resignados a desaparecer antes de oler la tinta de imprenta, alguien trajo la noticia de que lo  hacía para intimidarnos, pues a buen recaudo conservaba  una copia del original que se consumía en la hoguera; y  no fue hasta seis meses después que nos sacó de nuevo y  personalmente se ocupó de organizar lo escrito y de  acabar de tejer los acontecimientos de nuestras ficticias  vidas en su vieja máquina de escribir.

   Los personajes son como los pájaros. Algunos son  águilas y vuelan alto y lejos, otros se mantienen siempre en un espacio reducido y breve. Los hay insípidos y fríos que no da gusto escribir de ellos ni dos palabras;  mientras que existen quienes están llenos de matices y  claroscuros en sus conductas como para hacer un tratado  de Psicología. Hay personajes  de vidas reales tan ricas que no dan trabajo para hilvanar una historia  de ellos, y por otra parte están los que ofrecen tantas  sugerencias que despiertan la fabulación del más seco de  los cerebros (así que imagínense lo que puede ocurrir en  el mío que es prodigioso para la fabulación).

  Esto que le voy a contar pudo haber ocurrido. Tuvo que ver con la Comisión de  Recibimiento a la que yo pertenecía  en mi época de estudiante universitario y que un día les dio la bienvenida en los predios de la Universidad Central de Las Villas Marta Abreu al mismísimo Embajador de China y su esposa de este.   

   En el rectorado trabajaba Prisilia,  una camarera quien después de dieciséis  años y cinco meses exactos sin faltar ni una sola vez a su  trabajo desde el día siguiente de la inauguración de la Universidad, no se presentó para la recepción de la comitiva  china, y ante la ausencia de otro personal más idóneo, pues  se trataba de un sábado no laborable, se recurrió como  medida de emergencia de última hora a los servicios de Panchito, el mensajero del Rectorado, para que sirviera el café en el salón de protocolo.

   Al día siguiente de lo ocurrido con la comitiva china, el Rector fue comprensivo y expulsó del trabajo, no al infeliz mensajero próximo a jubilarse, sino al funcionario que le había encargado servir el café. ¡No era para menos!   A Panchito se le indicó que primero debía dirigirse al  embajador y, sin hablar ni una palabra, ofrecerle la bandeja  para que, si él lo deseaba, tomara una taza de café, después  a la esposa de este, al Rector y, así sucesivamente a los miembros de la comitiva extranjera y funcionarios de la Universidad en el orden en que estaban sentados a la gran  mesa de conversaciones y terminar con los dos o tres alumnos  en el extremo cerca de la puerta por donde él entraría; y  estoy seguro de que lo hubiera hecho bien, pues Panchito no  era bruto, pero no más le abrieron la puerta para que entrara  al salón, enredó los pies con el borde de la alfombra y tuvo  que hacer gala de todas las habilidades adquiridas como  equilibrista, contorsionista y malabarista de circo para no  caerse ni derramar al suelo los veintidós platillos con sus  respectivas tazas de café que llevaba sobre la gran bandeja  de plata. Tantos movimientos, vueltas y balances para recupe­rar el equilibrio le confundieron en la dirección que debía llevar y al primero que le ofreció fue a mí,  sentado en el extremo de la mesa. Sabiendo el error que cometía el improvisado camarero, levanté el dedo índice y moviéndolo de un lado a otro, traté de orientarle que no lo siguiera haciendo así, gesto que Panchito interpretó como que no quería café. Lo mismo hicieron los otros dos alumnos y los funcionarios de menos categoría en la reunión hasta que, en medio de un silencio de asombro en unos, molestia en otros y susto en la mayoría, al llegar al Rector, este declinó el  ofrecimiento y le indicó que primero le ofreciera al Embaja­dor y a la esposa de este. Preocupado de que nadie quisiera  café, Panchito se paró al lado de la Embajadora e inclinándose hacia ella, redujo su altura y sustituyendo habilidades con la dulzura pueril con que moduló la voz, le preguntó:

   ─¿Chinita toma café?   

   Si no me cree, como es de suponer, están al publicar la  correspondencia entre la Cancillería Cubana y las embajadas de las grandes  potencias mundiales radicadas en La Habana, relacionada con la Crisis de Octubre o Crisis  de los Misiles, como se le conoce internacionalmente, y entonces, y  gracias a que el hecho ocurrió unos días antes  de que Estados Unidos decretara el bloqueo naval y aéreo de  nuestro territorio, podrás leer la nota que Raúl Roa, Ministro de Relaciones Exteriores en aquel momento en la Isla, le enviara a Mao Set Tung aclarándole y ofreciéndole disculpas por el trato dado en la Universidad Central de Las Villas a la Gloriosa República Socialista de China en la persona de la señora esposa del Embajador de ese país en Cuba.

   Después de este hecho, acontecieron días de mucha tensión.  Primero el reclamo oficial del Embajador, las cartas de  disculpas del Rector, la protesta de la Cancillería China, la  intervención de las más altas jerarquías gubernamentales y  políticas de ambas naciones, y cuando ya se estaba solucionando el problema, el Embajador de los Estados Unidos de Norteamérica ante la ONU acusa a la Unión Soviética de tener armas nucleares en Cuba.

   Nunca la humanidad había estado al borde del holocausto  nuclear como esa vez; y también en la Universidad se acató el  decreto de estado de máxima alerta combativa. Los alumnos y  los profesores se metieron día y noche en las trincheras abiertas en los jardines de toda la instalación  docente, y aunque no estuvo claro, de haberse declarado la guerra atómica, cuál sería la misión militar que les correspondería, con tanta lluvia y sereno fue lógico que  Camilo Alberto, uno de los dirigentes de la FEU de aquel entonces, cogiera el catarro que, aún después de una  semana de volver el planeta a la normalidad, lo obligara a  guardar cama aquel infausto día en que… A ver,  dime dos nombres cualquiera. Pedro y Juan. Está bien. Pedro y Juan pensaron  que estaban solos en el dormitorio de los becados.

   Y he aquí dos nuevos personajes y una situación como una mina de oro para la ficción, pero sin un autor que escriba la historia, esta desaparecerá en los intersticios del tiempo.  Yo, el personaje autor de la novela de Jehová, ya la escribí, pero como estos (Predo y Juan) también fueron expulsados del manuscrito de mi libro, y no olerán la tinta de la imprenta, los daré a conocer en una próxima entrega. ¿O les cuento la vida de Panchito? Ustedes deciden que pongo primero.

 

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