domingo, 14 de junio de 2020

Dos personajes para la literatura

PEDRO

    Pedro es uno de esos sujetos cuya vida, aunque rica, da una única historia. Nació en Santa Clara en el seno de una familia que, sin llegar aún a la categoría de clase media o pequeña burguesía, tampoco era ya proletaria ni mucho menos. La madre trabajaba como personal administrativo de tercera categoría en la Junta Municipal de Educación, y el padre era viajante o vendedor al por mayor de cuanta mercancía se le ofreciera. Aunque sin recursos para desarrollar exquisiteces a la hora de cubrir sus necesidades, como hijo único, se crio acostumbrado a satisfacer sus deseos de manera rápida e inmediata sin detenerse a cuestionar  el objeto o las condiciones para su complacencia. Si venía el circo, no lo podían llevar a palco y ni siguiera darse el lujo de sentarse en sillas; mas iban a gradas y el muchacho disfrutaba del espectáculo.

   Asistió a una de las mejores escuelas públicas de la ciudad, y su madre se las agenció para que siempre tuviera buenas maestras. Era inteligente, aplicado, listo y muy dispuesto; servicial con los adultos, pero egoísta con sus condiscípulos, por eso prefería estar con los primeros: personal docente, amigos del padre o vecinos del barrio, a perder el tiempo matape­rreando con los demás muchachos, por lo que desarrolló una madurez social superior a la propia de su edad. 

      Cuando terminó el sexto grado, comenzó en el Instituto de   Santa Clara; pero antes de finalizar el cuarto curso de Bachillerato, debió abandonar sus estudios. La Dirección Nacional del Movimiento 26 de Julio había preparado una huelga general para el 9 de abril de ese año con el objetivo de apoyar a los focos guerrilleros que, encabezados por Fidel, operaban ya en la región montaño­sa al oriente de la isla. Ese día el viento sopló en una dirección que Pedro ni nadie esperaba, y un hecho pura­mente casual vino a modificar el desarrollo posterior de su vida. La huelga no tuvo el efecto esperado, pues ella se concentró sólo en dos ciudades de todo el país, y a pesar del esfuerzo hecho por los comandos militares por alterar el orden e impedir la actividad productiva en estas, el ejército de la tiranía en el poder en aquel momento mantuvo el control de las calles y, a fuerza de sangre y muertos, dominó la situación. 

   Pedro siempre pensó que si al padre lo hubieran podido trasladar con rapidez hasta el hospital, quizás no hubie­se fallecido ese día, pero no fue fácil conseguir un auto para llevarlo en medio de los tiroteos aislados que se producían a cada momento por cualquier punto de la ciudad, y los carros patrulleros y camiones cargados de soldados que pasaban velozmente por las desiertas calles de Santa Clara. Aun así, un revolucionario herido también logró llegar hasta el hospital. El médico de guardia, después de curarlo, lo escondió en la morgue, cubriéndolo con la primera sábana limpia que tuvo a mano, pero allí irrumpieron los sicarios y al descubrir al fugitivo lo  ultimaron sobre la misma camilla donde se encontraba, y partieron llevándose también el cadáver del padre de Pedro, pues el paño que lo cubría, se salpicó con la sangre del revolucionario. La madre de Pedro trató de aclarar la equivocación que cometían, pero dos palabrotas y un fuerte empujón recibió por respuesta cuando arrastraban los cuerpos hacia un jeep.

   Pedro y la madre fueron autorizados para asistir al sepelio del padre bien temprano en la mañana del día siguiente. Sobre la tierra del camposanto yacían once cadáveres, y junto a ellos igual número de amontonados ataúdes. Numerosos policías y soldados armados cuidaban el lugar, sólo los sepultureros y algunos pocos dolientes allegados de los muertos estaban presentes. A medida que los familiares reconocían el cadáver del hijo, hermano, esposo o padre, los obreros del cementerio deposita­ban el cuerpo sin vida en una de las cajas, y a una orden del oficial que dirigía aquella macabra ceremonia, lo llevaban a alguna de las fosas que habían abierto disemi­nadas por diferentes sitios del lugar.

   Pedro se estremeció cuando les tocó a ellos. Él y su madre se acercaron a los cadáveres, y si hasta ese momento la mujer temblaba abrazada al hijo, decidida se atrevió a hablarle al oficial.

    ─Ese es mi esposo, pero él no era de los huelguistas. Murió en el hospital por un ataque al corazón.

   Pedro vio al oficial bajar la vista hasta el cuerpo señalado y volver a levantarla sin mostrar ninguna expresión particular del rostro, pero con la duda reflejada en los ojos. La madre de Pedro se la comprendió e insistió con un contundente razonamiento.

     ─Mírele el cuerpo. Ni una sola herida.

    Tarde para subsanar el error sin caer en el ridículo que ello implicaba, el oficial extrajo su pistola de la cartuchera y con un total distanciamiento y frialdad, le descargó un balazo en el pecho al cuerpo sin vida del padre de Pedro.

      ─Entiérrenlo.

   Dos días después, el muchacho sintió cuando los carros patrulleros se detuvieron junto a la acera. De ellos se bajaron ocho hombres armados. Cuatro se apostaron por diferentes sitios de la calle, y los otros cuatro entraron impetuosamente en la casa. 

   ─Así que este estudia en el Instituto ─dijo el soldado que encañonaba a la madre y al hijo, mientras el resto registraba y revolvía las habitaciones. Sin esperar respuesta a su comentario, agregó─: ¡Buen antro de revoltosos! ─ con el cañón del fusil le levantó la cabeza a Pedro y mirándole a los ojos le preguntó socarronamente─. ¿Tú no estarás como tu padre, metido a revolucionario?

      Pedro partió esa misma tarde con su madre para Remedios.  Al hermano de ella le contaron lo sucedido, y acordaron, para evitar represalias contra el muchacho, que este permaneciera allí.

    ─Tendrás que olvidarte de los estudios y ayudarnos en el merendero.

   Todas las mañanas, Pedro salía con el tío y el primo medio retrasado mental para la playa, sitio de donde no regresaban hasta ya caída la noche. Al principio el trabajo no era mucho, sin embargo la temporada de verano no demoró y, a pesar de la situación del país, el público comenzó a frecuentar el lugar. Pedro era el encargado de vender los helados y los refrescos, y la actividad no le impedía disfrutar con lascivia de la visión de los cuer­pos en trusa de las compradoras. En esa época comenzó a masturbarse con más frecuencias que lo acostumbrado. Como compartía la cama con el primo, para provocarse el placer esperaba a que este se durmiera, pero en una ocasión el primo se despertó y se excitó viéndolo frotarse el pene. Fue cuando Pedro le propuso el trato para esa y otras muchas noches.

    ─Te doy un medio si me la mamas.

   Pedro volvió a Santa Clara a la caída de la tiranía y rápidamente comprendió lo útil de aprovechar la equivocación al considerársele hijo de un mártir revolucionario. Del mando nacional del Ejército Rebelde lo seleccionaron para una escuela militar donde pasó un curso de nivelación para matricular en la Universidad. Por apremio de las nuevas necesidades del país, optó por Medicina Veterinaria; pero antes de terminar el segundo curso académico, comprendió que esta profesión no se avenía con sus aspiraciones e impelido por el temor de que Juan pudiera hablar, solicitó un cambio de carrera. Dada su procedencia familiar y combatividad revolucionaria se le aceptó para un curso emergente en el Instituto Superior de Derecho Internacio­nal, centro en el que además de prepararse como diplomá­tico, comenzó a servir de informante para los servicios secretos de la Seguridad del Estado. A su graduación, laboró en el Ministerio de Relaciones Extranjeras y de allí fue envia­do a estudiar Derecho Diplomático y contrainteligencia a la Unión Soviética. Cinco años a regresó a Cuba y, tras una breve estancia utilizada para casarse  con la novia de tanto tiempo, fue designado Agregado  Cultural en la Embajada de Cuba en Checoslovaquia. A los tres meses de la llegada de Pedro, el Primer Secretario de la Embajada, sin saber quién había sido el informante, fue llamado a Cuba para aclarar ciertos criterios personales expresados de manera confidencial con respecto a la Invasión de los tanques soviéticos al país donde cumplían misión diplomática.

   Pedro ocupó el cargo de Primer Secretario de la Embajada y, aunque lo desempeñó durante cuatro años, su esposa nunca fue a vivir con él, pues novio desde su llegada de la hija de un alto funcionario del gobierno checo. Pronto comprendió el error del amor de su primer matrimonio y rápidamente se divorció. Por un acuerdo entre ambos gobiernos, fue trasladado al equipo de la misión cubana en Nueva York donde además de sus funciones dentro de la delegación a la ONU, serviría de asesor para los asuntos latinoamericanos a la Embajada Checa en los Estados Unidos.

   En una ocasión, Pedro, sin saber quién había sido el informante, fue reclamado a Cuba para responder de ciertas críticas existentes con respecto a su nivel de vida. Conocedor del riego que corría, optó por no llevar consigo a la esposa ni a los hijos, y nunca se arrepintió de ello, pues sólo por la gestión personal de su suegro, se le permitió volver a salir del país después de demostrar que toda una serie de comodidades y lujos, así como el sufrago de vacaciones en balnearios de la costa del Me­diterráneo capitalista, no dependían del presupuesto cubano. Para alejarlo de tan peligroso foco de atención del enemigo, fue designado a la Embajada de Cuba en la República  Democrática Alemana donde, unos meses después de la caída del muro de Berlín, traicionó a la Revolución Cubana y  pidió asilo político en Austria; allí se divorció nueva­mente para casarse con una rica condesa viuda. En los momentos de escribirse esta historia, era accionista y asesor comercial de una firma fabricante de cosméticos.

   Pedro estuvo una vez más en Cuba, pero esto es sólo un hecho anecdótico. De viaje hacia Costa Rica en funciones de trabajo, la nave aérea presentó desperfectos y se solicitó aterrizar en el José Martí, aeropuerto más cercano al sitio donde se encontraban en ese momento.  Negado a abandonar el avión a pesar de todas las segu­ridades ofrecidas por las autoridades cubanas, Pedro vivió dentro de la nave, y hasta tanto no se reanudó el vuelo, las dieciocho horas más amargas de su existencia.  

 

 

 

JUAN

    La vida de este personaje ofrece múltiples posibilidades para la fabulación literaria. Pudo haber nacido en el campo, quizás el último de varios hermanos varones. Sin otros muchachos cerca, se crio libre y solo. El monte, el cauce del arroyo, los árboles, los pájaros y las flores fueron motivos y cómplices para volverlo imaginativo y soñador. O tal vez llegó al mundo en algún pueblo de provincia. El primero y único varón con dos hermanas menores; de padre despachador de bultos en una poca usada estación de ferrocarril, y madre costurera o, mejor, bordadora famosa de blusas isleñas y canastillas.  Acaso, y quién sabe, si hijo del cocinero en el batey de un ingenio azucarero o sereno de un pequeño puerto pesquero.

   Por carencia de escuela en el apartado sitio donde vivía aprendió a leer y a escribir en la casa con su madre.  Inteligente y ávido de saber, leía cuanto texto impreso llegara a sus manos, y cuando al fin, contando diez años, se creó un aula multigrada en la zona, asombró al maestro rural por su capacidad para aprender. Quizás desde primero a sexto grado tuvo una maestra a la que quiso como a su segunda madre y quien convenció a los padres para llevárselo con ella para que continuara estudiando.  

   Juan pudo odiar a su maestra por escindirlo de su medio, no precisamente en la acepción de separación física de la familia, sino por deportarlo a una cultura y a un sistema de vida que no eran los suyos y lo alejaban para siempre de los valores, costumbres, aspiraciones y adaptación emocional al marco socioeconómico predestinado por su nacimiento. O bien fue dichoso, infinitamente dichoso, pues aun con la posibilidad de raciocinio permitido por la condición infantil de su mente, sabía que no estaba hecho para seguir el camino de su padre ni de la inmensa mayoría de los adultos a su alrededor.

   Tal vez Juan vino a llenar un vacío en la vida de quien fue hasta  ese día su maestra; quizás una solterona cabeza de  familia de un hogar compuesto por otras dos hermanas en  iguales condiciones de doncellez; casada sin hijos, o  caritativa y filantrópica a realizarse a través de la ayuda a su mejor alumno de todos los tiempos, o mujer  práctica que se aseguraba el agradecimiento presente y futuro y la ayuda doméstica del momento con la permanencia en su casa de un muchacho con ciertas y determinadas inclinaciones.

   Juan debe de haber transitado su adolescencia atormentado por las inquie­tudes producidas por los cambios físicos y espirituales de la edad ante el dualismo de actitudes percibido entre sus nuevos condiscípulos en el Instituto de Sagua y las beatas de la parroquia de su anfitriona. O quizás se adecuó al grupo de congéneres de las jovencitas de la casa, aprendió de modas, peinados y muchachos bonitos; o por el contrario, si eran varones los hijos de la maestra, estos le enseñaron a fijarse en las muchachitas, a piropear y a fumar, y le mostraron la primera foto de una mujer desnuda que le ayudó a masturbarse como Dios manda y no con fantasías homosexuales. Tal vez fue el marido de su protectora el primer hombre que, bajo amenaza, lo toqueteó libidinosamente, o, en el peor de los casos, el mismo cura de la iglesia; aunque no se debe descartar que, dada la libertad sexual con que se forman los muchachos cerca de la naturaleza, Juan, consciente y voluntariamente, haya accedido una noche a la invitación de uno de sus condiscípulos a la oscuridad de un solar yermo.

   Es posible que Juan y su familia declinaron la invitación hecha por la  maestra para que el muchacho se fuera con ellos para  Miami cuando la Revolución comenzó a inclinarse franca y  llanamente a la izquierda, o para su decepción, nunca lo  invitaron y se vio ante la disyuntiva de aceptar la  posibilidad de ir becado para terminar el Bachillerato en  un curso de aceleramiento y matricular una carrera universitaria, preferentemente agropecuaria, o volver a su  medio de origen a reiniciar una vida de la que ya se  había separado. Quizás, identificado con el romanticismo y espíritu épico de la Revolución, a partir del cincuenta y nueve se abrió ante él una nueva perspectiva de vida.  Deseoso de fortalecer su carácter para parecerse a los héroes del momento, se inscribió en una de las escuelas militares recién creadas, o dispuesto a impedir el paso de los invasores, fue a las trincheras de las costas y aprendió a manejar el fusil sobreviviendo en medio de nubes de jejenes.

   Juan acaso fue con sus hermanos, o con sus compañeros, como otros tantos miles, en un viaje por ferrocarril a la capital del país en casillas de ganado a reunirse con Fidel en la Plaza de la Revolución. Tal vez fuera el 26 de julio de 1959 o el 4 de febrero de 1962, cuando la Segunda Declaración de La Habana, y dueño del mundo, alegre y semi ebrio lo llevaron con una de las prostitutas que hacían zafra despachando sexualmente a tanto conquistador deslumbrado por las luces, las avenidas y los edificios nunca imaginados; y Juan regresó siendo otro, o quién sabe si el mismo, pero más deprimido e infeliz. A su regreso pudo haber pensado, por primera vez en su vida, en suicidarse, o quizás se sintió renacer.

   Juan pudo haberse sentido totalmente realizado cuando  ingresó en la Universidad, y ello debe de haber sido motivo  de honor y orgullo para sus padres por reivindicar este  hecho la injusticia de la ignorancia de tantos años  cometida con sus ancestros, o acaso, embrutecidos hasta  los tuétanos, les importara un bledo que entonces los  muertos de hambre pudieran gozar de la opción universita­ria, no como hecho extraordinario de voluntad o caridad,  sino como derecho incuestionable de clase; en ese caso el  muchacho debió luchar solo, o solo con la admiración del  elemento más revolucionario y progresista de su ámbito.

   Juan se adaptó rápidamente al medio universitario, o quizás viviera abochornado de su humildad, pero siempre el primero por sus luces, disciplina y dedicación.  Sociable y amistoso no demoró en tener novia; o tímido, reservado y huraño, se limitó a mirar con admiración y cierta envidia el desenvolvimiento de los demás. Ingenuo, no se percató, o con prontitud comprendió la intención de Pedro siempre bañándose junto a él, sobándose los genita­les con exageración debajo de las duchas hasta lograr la mirada delatora de Juan para pasar a otra fase de la provocación. Quizás fuera el susto de consentir al recla­mo casi que por intimidación, o la aceptación cómplice y deseada de la necesidad.

    Ante el sonido de la única palabra conocida en su medio que denotara la causa de su separación de las filas del estudiantado universitario cubano, Juan pudo volver derrotado y humillado a su hogar después de su depuración por maricón. Tal vez ese día al llegar a su casa, intentara suicidarse; o supo y pudo ocultarle a la familia lo sucedido. De todas formas, debe de haberse ido lejos, y la casa de una tía en La Habana era un buen  lugar para asumirse como homosexual e irse del país en la  primera oportunidad o para intentar la reivindicación  social a expensa de ocultar su condición personal.  

      Con el paso de los años, Juan obtuvo una beca de técnico medio de inseminación artificial en un recóndito y apartado lugar de Pinar del Río, o comenzó a laborar en una fábrica de cualquier cosa donde al cabo del tiempo volvió, esta vez en cursos para trabajadores, a aprobar los estudios de la Enseñanza Media. Estos años vivió como sujeto huraño y melancólico, o quizás, en el mejor de los casos, lograra una adecuada adaptación social. Resentido con la Revolución o revolucionario resentido consigo mismo. La propuesta de sus compañeros para que se le asignara una plaza para co­menzar a estudiar una carrera universitaria en el sistema de facilidades para trabajadores ofrecidas por la Revolu­ción lo tomó de sorpresa o sintió haber alcanzado la meta por la que llevaba años luchando y esforzándose calladamente. En el primer caso debió de haber temido que en cualquier momento saliera a relucir su depuración en la Universidad Central, o tenía bien estudiado el asunto y sabía que a aquella filial agropecuaria de una recién inaugurada universidad nunca llegaría un documento acre­ditativo de lo ocurrido hacía ya tanto tiempo en el centro de la isla.

   Juan, acosado por un rumor muchas veces ni siguiera materializado, pero que lo perseguía como sombra de polvo sucio, tal vez lograra casarse. Era buen esposo, magnífico padre, trabajador ejemplar y revolucionario de ideas y conducta, por lo que no debe haber habido ningún reparo en que se le entregara el carné de fila en el Partido Comunista de Cuba, donde no se permitían homosexuales. Militante y graduado como Médico Veterinario debe de haber pasado a ocupar cargos de direc­ción en su empresa de trabajo, siempre dentro del ámbito técnico. Puede que no se haya casado y que nunca lo aceptaran como miembro del Partido. Quizás cumplió misión internacionalista de carácter civil en algún país de África: Somalia o Etiopía. Acaso en algún momento obtuviera la condición de Vanguardia Nacional en la emulación de su sindicato o la categoría de Investigador Principal y recibiera como premio un viaje de quince días a un país socialista de Europa en el que con su esposa y otras tantas parejas visitara museos, iglesias, mausoleos y campos nazis de concentración.

   Juan pudo haber tenido siempre presente el hecho de su depuración de la Universidad, o con el tiempo, el hecho pasaría al fondo de su pensamiento; o sufrir la callada zozobra por haber obviado el asunto en su currículo científico y en los tantos historiales de vida rendidos a su organización política. Bien disímiles deben de haber sido las ideas y sentimientos en él cuando, casi veinticinco años después, tuvo que regresar a la Universidad Central de Las Villas para un insoslayable evento científico: el XV Congreso Latinoamericano de Veterinaria.

    Allí, con la primera persona con que pudo haberse encontrado, fue con Camilo Alberto, el ex compañero de estudios, pero este no lo reconoció y sencillamente se dieron la mano cuando alguien los presentó antes de entrar al teatro, el mismo teatro donde se celebraron los juicios depurativos; o en la primera oportunidad que tuvo el antiguo dirigente de la FEU se le acercó, se le identificó y lo felicitó con alegría.  Unos minutos después, cuando Juan debió de hablar para agrade­cer el premio que le otorgaba la UNESCO, quizás fuese la ocasión propicia para hablar de sus inicios como estu­diante. Para sorpresa y escándalo de muchos lo hizo, o quizás no le alcanzó el valor para ello.

   Juan pudo haber terminado sus días por un inexplicable suicidio, aunque lo más seguro es que, para satisfacción de sus congéneres, a quienes, por su malevolencia de homosexual resentido, les hacía toda clase de daño posible, haya muerto repentinamente con todo honor, o que todavía, en los momentos de escribirse esta historia, se esfuerce por ser cada día mejor.

 

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