Manita García se casó ya comenzada la Guerra de Independencia y fue con su marido a vivir al sitio de los Martínez, pero poco le duró la luna de miel, por la contienda bélica, la situación para los campesinos se tornaba cada vez más difícil, pues tanto los españoles como los mambises constantemente les exigían a los hombres aptos que se incorporaran a la lucha. Segundo el difunto, como cubano, al fin y al cabo, se decidió por el ejército en la manigua.
Al quedarse sola, Manita García junto a las demás mujeres de la familia, tuvo que hacerse cargo de los sembrados y los animales del patrimonio, y, como nunca antes, la joven se vio sometida a un intenso régimen de trabajo.
El resultado del esfuerzo de las pobres mujeres les alcanzaba malamente para no morir de hambre, no porque con ellas las cosechas fueran menos productivas o los animales infértiles, sino porque, además de tener que alimentar a sus hombres en la guerra, eran saqueada frecuentemente por las patrullas españolas, Y fue una de estas misiones, persiguiendo el rastro de un mambí, la que llegó un día al batey de los Martínez y la apresó.
― ¿Dónde está su marido? ―le preguntó el oficial español.
Manita García, desde la elevación donde se encontraba su caja, fijo una mirada perdida hacia la llanura que se abría a sus pies. Y creyó distinguir, como en los días claros, el mar en el horizonte.
―Si no hablas, azoro al caballo.
Fue entonces cuando la joven sintió el escozor que le producía la soga en el cuello y la impaciencia de la bestia sobre la cual la habían sentado.
―Mejor los la violamos primero, teniente ―dijo un soldado asturiano, y aquellas palabras, como un latigazo, hicieron que Manita García, a voluntad, clavara talones en los ijares y se viera suspendida en el aire.
Cuando creyó que todo terminaba, el teniendo, habiéndose dado cuenta de lo que iba a ocurrir, se lanzó y abrazándola por las piernas cuando caía de las ancas del caballo, impidió que se ahorcara.
―No sea bruta, mujer.
Aquellos robustos brazos rodeándole fuertemente los muslos, los latidos del corazón del oficial en sus rodillas, la cabeza del hombre sobre su cadera y el vaho de la respiración encima de su mismo sexo, hicieron que Manita García recordara algunos momentos vividos esporádicamente hacía ya demasiado tiempo, Y para librarse del peligro de la flaqueza, forcejeó.
―Desátenla ―mandó el oficial―. No va a hablar.
Unos días después de aquel hecho, Valeriano Weyler ordenó la reconcentración de los campesinos, pero ya para entonces Manita García, junto a las demás mujeres de la familia de su marido, no sin antes haber puesto su escaparate a buen resguardo de dentro de una cueva, había dejado atrás las cenizas calientes de lo que fue su hogar y se encontraba escondida en el monte.
―Detrás de tía Lucrecia hay una persona de pie…
―Deja ver. Es Fabián, La botella de cerveza le tapa la cara.
―Redacta bien: él se tapó la cara con la botella de cerveza.
―¿Por qué dices eso?
―Tú sabes bien que Fabián, ladino y socarró, como era, nunca se enseñó del todo.
Un buen día se apareció en Iguará un sujeto que dijo venir de La Habana, aunque después se supo que había llegado en el tren de Morón, su pasaje era hasta Jarahueca, pero en Iguará vio subir a una persona con quien no quería encontrarse, y sigilosamente se bajó.
A Fabián Belarmino de Jesús Arochemena y Morales, si en realidad esos eran sus nombres y apellidos, le daba lo mismo Jarahueca que Iguará, aunque objetivo y práctico, y con eso olfato fino de animal perseguido, no demoró en comprender que este poblado, sin el bollicio efervescente de Jarahueca, resultaba más seguro para invertir capital.
Jarahueca era para quienes debían jugarse el todo por el todo, y él no estaba en ese caso. Jarahueca era tierra de proyectos y sueños, morada del azar, carta de triunfo de bancarrota; mientras que en Iguará, apacible y segura, se mantenían enraizados, como el tronco de los álamos de sus calles, los capitales de varias familias pudientes.
Trata de definir el negocio que Fabián estableció, sería violentar conceptos o vocablos comerciales. En la esquina de una de las calles secundaria del pueblo, en una casa con un gran solar yermo por patio, este enigmático sujeto compraba y vendía, cedía y contrataba, cambiaba y traficaba con todo lo que le diera dinero.
A Manita García la conoció a los tres años de estar en la zona. Juan de Dios acababa de morir. Y tío Ramiro fue el encargado de liquidar los bienes que le quedaron a su hermana. Con el fin de aprovechar los beneficios que tan transacción pudiera representarle, Fabián fue hasta Jarahueca y visitó la casa de la matrona. Cuando aquello Tía Caridad con veinte años, bonita, hacendosa y recatada, era el ideal para cualquier hombre que quisiera casarse. Y por ello, a Manita García no le extrañó que Fabián la visitara de nuevo el siguiente domingo. Respetuoso y formal, acorde a las costumbres de la época, el comerciante estuvo varias veces más en casa de su pretendida antes de decidirse hablar con la madre.
―Señora, sin que usted lo considere una falta de respeto, quisiera trata el tema sin mucho preámbulo.
―Usted dirá.
―Quiero casarme con su hija.
Manita García ya había valorado la situación y, convencida de que
Fabián era un buen partido, después de manejar algunos tópicos prácticos del asunto, no demoró en dar su consentimiento y, para comunicarle el compromiso, llamó a la muchacha.
―Caridad.
―Perdón ―dijo Fabián―, quizás no haya hablado con toda la claridad que debía, pero con quiero casarme es con Lucrecia, no con Caridad.
―¿Con Lucrecia?
―Sí.
―Pero si es mayor que usted.
―Sabrá cuidarme más.
―Lucrecia no es bonita.
―Tendré que cuidarla menos.
―Y es medio sorda.
―Mientras menos oiga una mujer, mejor.
Manita García se sonrió como hacía años, y con la misma disposición de un hombre, le dio la mano a su futuro yerno.
―Usted y yo nos vamos a entender muy bien ―le dijo.
Fabián llegó precisamente cuando Cristo el guardia estaba en plena lucha de motivos con respecto a la conveniencia o no de llevarse presa a Manita García, dama pudiente y respetable, amén de las más importantes veterana de Guerra que tenían en el pueblo, quien hacía cuatro meses había develado el busto de Martí por su centenario, pero responsable de habérsele vejado, con una espumosa y aún tibia meada, la gorra de su uniforme.
―Tienen unas caras que ni le fueran a dar candela al Morro ―fue el saludo inicial de Fabián, quien puesto inmediatamente al tanto de lo que ocurría, medio en la solución del problema―. Yo tengo gorras y uniformes de reglamento, cabo ―dijo, y tomando a Cristo el guardia por un brazo, hizo un breve aparte con él.
Los presentes no oyeron lo que los dos hombres hablaron, pero vieron cómo el militar asintió con la cabeza antes de incorporarse de nuevo al grupo.
―Mañana pase por mi establecimiento.
Sin embargo, resultó que la gorra del cabo estaba forrad de nailon y el orine no había mojado la tela; ceso en su función de tibor, y mientras los hombres se tomaban unas cervezas ya frías, tía Lucrecia la limpiaba y la ponía al sol. Por su parte, Manita García, satisfecha de sus relaciones y de su poder, guardó de nuevo el sudario tricolor.
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