―Tío, llévanos en máquina al río ―le pidió Guillermo el bizco a tío Baltasar.
Guillermo en realidad no era bizco, pero como los gruesos cristales que debía usar para corregir su miopía no les permitían a sus ojos parecer derechos, se le apodó así. Quizás por este aparente defecto, Guillermo el bizco era el sobrino de tío Baltasar, y por ello se había decidido que fuera él quien le hiciera la solicitud al propietario del Pontiac más lujoso que había entrado a Jarahueca.
―¿Y por qué no? Estamos de fiesta ―dijo sonriente y se empinó una cerveza Hatuey, para de dos buchadas, como era su costumbre, tomarse la mitad―. Vayan a ponerse los shorts ―agregó.
―Ya los tenemos puestos ―dijeron los primos a una sola voz.
―Pues quítense la ropa.
―Yo no.
Describir la mirada que tío Baltasar le echó a Luis, exigiría cientos de frases y miles de palabras para expresar las más disímiles intenciones que se expresaban en cada músculo de su cara.
―Yo lo resumiría con una palabra.
―¿Cuál?
―Tiene que ver con el apodo que te decía.
―¡Bah!
Autosuficiente, sobrevalorado, orgulloso, optimista y bien parecido, ese era tío Baltasar. Si alguno de los hijos de Manita García era afortunado, ese era él.
―Viene de pie ―dijo preocupada la improvisada comadrona sin saber que aquella forma de nacer era solo una señal de lo que sería la vida de quien ella recibía.
Quizás el deseo acumulado por Segundo el difunto durante su ausencia, quizás la felicidad de Manita García por la noticia de que tendría un sitio estable donde vivió, o quizás las dos cosas juntas, determinaron genéticamente la buenaventura con que siempre vivió tío Baltasar.
Once años necesitó la cuadrilla de hacheros para desmontar las tierras del General. Once años moviéndose paulatinamente, abriendo brechas, tumbando palos, árboles centenarios, palmas reales retoños esperanzados de ver el sol; limpiando palmo a palmo el paisaje que dejara en sus retinas el último siboney; y cuando ya los bohíos iban quedando demasiados lejos, levantarlos de nuevo un poco más allá.
Al estar el lindero a la vista, se les liquidó el trabajo y se le concedió un mes para que buscaran dónde vivir. Fue entonces cuando Segundo el difunto, como el dinero ahorrado y una recomendación de su ex oficial, compró hacia el sur de Meneses una caballería y media de tierra para dedicarla al cultivo de frutos menores.
―Tendremos que trabajar duro. Manita.
En una carreta tirada por bueyes montaron los muebles y las pertenencias de su humilde hogar y, dos días después, no lejos de un limpio arroyo afluente cercando del Caunao, pero aún sin nombre, Manita García y sus hijos entraron al bohío que su marido había levantado.
―¿Te gusta?
―Todo lo que es mío, me gusta.
El cada vez más abultado vientre de Manita García no fue impedimento para que además de atender la casa y comentar la cría, ayudara a Segundo el difunto con los sembrados, Y a pesar de que los resultados no se correspondían con el esfuerzo y el sudor que dedicaban, el matrimonio nunca se desalentó. Una fuerza desconocida, creciente e inexplicable para ellos, los mantenía animosos y esperanzados.
Al fin una mañana, Manita García se reconoció de parto, y su marido, no habiendo comadrona cerca, buscó una mujer que recién había venido a vivir a la zona para que ayudara. La criatura, contrario a los vaticinios de su presentación de pie, nació rápido y, para asombro de todos, en vez de llorar, le rio a la vida. Junto a la placenta, salió después un pequeño feto momificado.
Con la llegada al mundo de este niño, las gallinas comenzaron a poner huevos desaforadamente, las puercas a parir incontables lechones, y la arboleda a dar frutos antes de tiempo, No se volvieron a ver calabazas, mazorcas de maíz, ni hojas de tabaco como las de aquella época. Llovía cuando hacía falta y escampaba cuando era suficiente el agua. El recién nacido trajo la prosperidad, por eso, cuando hubo que ponerle nombre, Manita García no dudo en que este hijo debía llamarse Baltasar.
―Como el Rey Mago ―dijo.
A pesar de nombre tan devoto, Baltasar no fue cristiano hasta los seis años. Fue una curandera quien al ser consultada por la enfermedad que comenzaba a padecer Segundo el difunto, ordenó que el muchacho dejara de ser judío. Y una vez más más se hizo patente la suerte que lo acompañaría durante toda su vida.
La noche antes del bautizo, un hachero de la cuadrilla de su padre que iba a ser el padrino, se ahorcó en una mata de ateje perdida en una hondonada de Itabo, e inútilmente lo esperaron en la iglesia hasta media hora después de lo previsto.
―Yo puedo ser el padrino ―ofreció don Baltasar Izaguirre, de casualidad en ese momento en la parroquia―, en definitiva, se va a llamar como yo.
Cuando al fin, unos años después murió Segundo el difunto, el propietario de Los Almacenes de Meneses propuso traer consigo al ahijado para que se adiestrara desde pequeño en el comercio y fuera a la escuela.
Diez años más tarde, y cuando ya también tío Baltasar era dependiente, el único hijo de don Baltasar Izaguirre, despachando a una cliente, se cayó de la escalera de la peletería y se partió el cráneo, A partir de entonces el ahijado pasó, si no a llenar totalmente el espacio del hijo muerto, por lo menos a compensar un poco el vacío creado en el afecto y en la atención de los negocios del padrino. Fue por ello que, cuando don Baltasar Izaguirre, después de tantos años fuera, decidieran visitar la aldea de España, tío Baltasar se quedó al frente del establecimiento. Sin embargo, este viaje acrecentó la tristeza del matrimonio con nuevas nostalgias, depresiones e indiferencias ante la vida e hizo que, sin padecer enfermedad conocida, los ancianos murieran en breve, no sin antes favorecer al ahijado en el testamento.
Tío Baltasar, temiendo que alguno de sus hermanos, hermanas o cuñados se decidieran pedirle dinero, y conocedor de que solo en la capital podría satisfacer sus deseos de hacerse verdaderamente rico, se fue a La Habana. Llevaba una dirección: la del taller de confecciones de ropa de vestir que les surtía, y el nombre de los dueños.
Uno de los patrones acaba de morir ametrallado accidentalmente por la policía, y el taller no era la fábrica que imaginó, pero puesto en conversación con el otro propietario, aceptó invertir allí su dinero y pasar a ser socio de la firma.
―Pero con una condición―
―¿Cuál?
―Cambiar la línea de producción.
Tío Baltasar sabía que la ropa de vestir que confeccionaban no competía con la mercancía que estaba entrando al país procedente de los Estados Unidos y, dada la gran demanda insatisfecha de ropa de trabajo que existía, Fayad y Hermanos comenzó a producir y vender pantalones de mezclilla, camisas de caqui y calzoncillos de lienzo.
En poco tiempo, el taller que amenazaba con quebrar, se convirtió en un floreciente negocio que duplicó en breve el capital de sus dueños.
Tía Baltasar demoró en casarse. En espera de que la muerte de alguien viniera a favorecerlo en su matrimonio, no lo hizo hasta casi quince años después de su llegada a La Habana y cuando ya tenía treinta y cinco años.
―Y Emilia veinte.
―Cuando se tomó esta foto, tío Baltasar estaba casado con Coca.
―¿Cuál es Coca?
―Esta.
―¿Y este señor canoso es tío Baltasar?
―Sí. Coca era muy católica y muy moral.
―¿A qué viene eso? ¿Me estás buscando la lengua?
―¿Yo…? ¡Oye, fíjate bien!
―Tú eres quien me estás sugiriendo comparaciones con Emilia.
―Yo solo comenté que Coca era muy católica.
―Y moral.
―Es verdad.
―Su moralidad y tu curiosidad provocaron el incidente con Fabián.
―¿Te acuerdas?
―Cuéntalo.
Como tío Baltasar hacía dicho que los llevaría al río, los muchachos corrieron una vez más a la casa para quedarse en trusa y no perder tiempo cuando llegaran al agua. En la cocina, las hijas y mueras, pues ya era hora para ello, ponían a la candela el arroz, los frijoles negros y las yucas, mientras que Manita García dirigía la elaboración de los buñuelos de malanga, que con su salsa especial -única y secreta―, todos tendrían la oportunidad de probar y el cuidado de elogiar prolíferamente en el tradicional almuerzo.
Temerosos de que con la irrupción en la casa volviera a desencadenarse otro conflicto que pusiera en peligro el tan desea paseo en máquina y baño en el río, los primos tuvieron a bien refrenar la carrera que llevaban y acallar el bullicio. En silencio y sin atropello llegaron al portal, entraron a la sala y, sin que nadie se percatar de sus presencias, penetraron en el primer cuarto a la izquierda y allí comenzaron a quitarse la ropa. Como el short de Luis esta aún dentro de la jaba, en el cuarto donde dormitaban en camas separadas tía Elena y Labrada, el muchacho fue hasta allí y tomó de un rincón lo que creyó su equipaje.
―Ese es el maletín de Fabián ―dijo uno de los primos cuando vio llegar al dormitorio donde ya la mayoría de ellos doblaban la ropa y guardaban los zapatos.
Luis intentó regresar para colocar en su sitio y tomar en verdad su bolsa, pero lo detuvo el pensamiento colectivo que brotó coincidentemente en todos.
No se piense en este acto como mera curiosidad infantil. Detrás del deseo de conocer el contenido de aquella valija, estaban los comentarios a media voz que siempre habían oído entre las tías acerca de cierta mercancía que Fabián le suministraba a los hombres, principalmente jóvenes y solteros, y a la que ellas se referían con picardía y maliciosas sonrisas.
Estar allí sin haberse hecho sentir, tentados por el misterioso equipaje de Fabián, que sabían venían directamente de Santa Clara, sitio donde se comentaba estaba la fuente de la que se surtía, era ocasión para no desperdiciar, y unas cuantas tiernas manos de niños abrieron el maletín.
La madre de Emilia siempre aspiró para su hija un buen matrimonio. Cuando creyó que su profesión de modista alejaba a los mejores pretendientes, arregló la sala y cambió la máquina de coser para el último cuarto de la casa; allí podría, y sin que nadie se enterara, ganarse unos pesos cosiendo ropa al por mayor para algún taller de confecciones.
En Fayad y Hermanos tomó de prueba una docena de pantalones, y aunque le aprobaron el trabajo y la iban a contratar, ella no lo aceptó y fue a proponerse a otro taller.
Después de haber conocido a estudiantes de Medicina y de Derecho sin que ninguno se interesar seriamente por su hija, un hombre como tío Baltasar, joven aún, propietario, buen mozo y sin la maldad del capitalino, le convenía más para yerno que para patrón. Matrona de elegantes artimañas, se las agenció para que a los quince días de haberlo conocido casualmente en el taller donde fue a llevar los pantalones ya cosidos, tío Baltasar la visitara en la casa, conociera a Emili y prometiera volver al domingo siguiente.
Como el noviazgo se alargaba más de lo prudencial, y temiendo que tío Baltasar no acaba de decidirse, cuatro años después de férreo chaperoneo, la suegra tuvo a bien comenzar a propiciar situaciones que obligaran a la boda, y comenzó a dormirse en su sillón, mientras que los novios conversaban. Al principio eran simples cabezazos y repelones, pero con el tiempo el sueño fue tan profundo que ni aún las crisis de tos de tío Baltasar ni el ruido que producían las tijeras del bordado al caerse al suelo, la despertaba.
El jugueteo amoroso no fue más que eso: ciertas intimas caricias para el desahogo, aunque sin desfloración de deshonra, pero lo que la madre de Emilio vio, fue suficiente para exigir una reparación. Por ello, y sin que mediara la muerte de alguien para la buenaventura, tío Baltasar tuvo que contraer nupcias con su prometida.
Coca siempre se creyó con principios morales más sólidos que los rígidos patrones de la familia de su marido, los de este eran intuitivos y tradicionales, mientras que los de ella, aunque más flexibles y modernos, tenían de basamento la Teología Cristiana.
―¡Jesús me ampare! ¿Qué es esto? ―gritó Coca con las manos en la cabeza.
Coca, al ir en busca de alguna de las cremas que traía para suavizar la piel y quitarse el olor a cebolla de las uñas, había ido hasta el primer cuarto de la casa, y se encontró a un grupo de muchachos de diferentes edades que leían y miraban las fotos de una misma novelita de relajo: Una viuda caliente, repetida en montones de ejemplares que se salían del maletín de Fabián.
Cogidos in fraganti, no tuvieron tiempo de ocultar lo que hacían y, temiendo represalias físicas, escaparon de allí, dejado al descubierto. Encima de la cama, cerca de las patas del escaparate, sobre la cómoda, debajo de la comadrita y junto a pantalones, camisas y zapatos, las más disímiles fotos pornográficas que aparecían en dicho librito.
Yo no sé cómo ese día al fin lograron que estuviera el almuerzo.
―No me interrumpas. Déjame seguir.
―Estás inspirado, ¿eh?
Aquella exclamación de Coca hizo que hombre y mujeres de la casa corrieran al cuarto. Pensando alguna desgracia mayor, lo que vieron no escandalizó a nadie; en definitiva Manita García no tenía ni una sola nieta y, según el criterio de todos los presentes, era bueno que los muchachos fueran viendo cómo era la vida para que no hubiera en ellos, cuando hombres, desviaciones que lamentar.
Manita García y las tías se retiraron oportunamente después de haber comprobado de qué se trataba, y los hombres, encabezados por Fabián, se pusieron a recoger la mercancía, pero ninguno de los argumentos expuestos convenció a Coca. Aquella era, según su criterio, una inmoralidad. Fabián un depravado y aquella, una casa de perdición.
La calificación del hecho se le interpretó como histerismo. La acusación al concuño solo despertó en este un cáustico comentario, pero la ofensa al hogar de Manita García provocó en sus hijos una reacción comparable a la erupción de un volcán. Ti Baltasar fue impelido por los hermanos a poner freno a la soez lengua de su mujer, pero no satisfechos con el "cállate, Coca" que le dijo, lo acusaron de flojo, pusilánime y excesivamente complaciente.
―Por menos que eso, le parto la boca a mi mujer ―dijo Fabián.
Y como hacía tiempo les había llegado el comentario, tío Baltasar creyó oportuno focalizar el conflicto hacia ese tema y acusó a Fabián de pegarle a tía Lucrecia.
―Antes de que me los pegue, le pego yo.
Pero aquella insinuación era demasiado ofensiva para su hermano, y tío Ramiro se creyó en el deber de exigir una explicación a Fabián.
―El problema aquí, ahora, es la ofensa que Coca le ha hecho a nuestra madre ―exclamó Ángel exigiendo una reparación.
Y la mano de galletas de tío Baltasar a Coca, la gritería de esta, así como la piñacera entre tío Ramiro y Fabián parecía inevitable cuando, por suerte, apareció en la habitación Manita García.
―¡Basta ya!
Quizás la época más feliz en la vida de Manita García fue el tiempo que vivió con su marido en el sitio de Jarahueca. Ni aún cuando años más tarde se hizo rica de la noche a la mañana con la urbanización de su tierra, la existencia le fue tan grata. Por aquel entonces tuvo la satisfacción, nunca antes sentida, de trabajar lo suyo, de saberse dueña, de poder decidir hasta en la Naturaleza misma.
―Vamos a tumbar ese cedro.
―Te voy a curar ese impétigo.
―La yegua no se pude dejar cargar.
―Represen el arroyo.
Y con la madurez se fue acentuando en ella ese don de mano y autoridad que le dio brillo a los ojos en su vejez. Mujer al fin y al cabo, siempre debió obediencia a su marido, pero cuando unos años más tarde, Segundo el difunto se murió a consecuencia de la caída que se había dado precisamente el día que embarazó por séptima vea a su mujer, Manita García no volvió a conocer otro deseo ni otra voluntad que no fuera la suya.
A media tarde, y cuando el sol se había calmado del implacable mediodía, Segundo el difunto fue a guardar el ternero, y en esos menesteres estaba cuando resbaló y se cayó de espalda sobre el cabo de una guataca. Golpe tal, solo podía arrancar una maldición en la boca del guajiro, quizás un "me cago en Dios", y aquí no ha pasado nada, pues los animales y los cultivos no podían esperar. Esa noche, antes de apagarse la última chismosa en el bohío, Manita García le frotó un poco de cebo de carnero en la espada a su marido, a quien el roce de las manos de su mujer sobre la piel, le despertó el deseo; a ella, la consistencia firme y dura de los músculos del hombre no le habían sido indiferentes, pero temiendo que su marido no le propondría la cópula por estar embarazada, trató de no mirar el ensortijado pelo negro sobre la nuca ni percibir la excitante combinación de olores que resultaba de macho y cebo.
―Pero si no puedes moverte ―le dijo cuando Segundo el difunto se viró boca arriba y se enseñó.
―Súbete tú.
A vejación semejante nunca había sido sometida, por lo que, junto a las lágrimas de la obediencia, se tragó los suspiros de placer que inesperadamente y, a pesar de la repulsión que sentía por tener que comportarse como una mujer de la vida, quisieron ahogarle la garganta.
―Basta ya ―repitió Manita García, y sus hijos, nueras y yerno acataron la orden―. Yo he creado una familia bien llevada. Somos ejemplo. En mi hogar reina el entendimiento y la compresión.
Tía Elena vino para las tierras que después serían el poblado de Jarahueca cuando ya era una polloncita. En la zona, junto a algunos sitios de Meneses, comenzaron a asentarse isleños recién llegados de Canarias. Bajetones, fuertes y resistentes, más que seres humanos, parecían animales de trabajo; brutos como mulos, pero mansos y cariñosos; dedicados en cuerpo y alma a las labores agrícolas, tal parecía que eran ajenos al rigor del sol, al castigo de la lluvia, a la voracidad de los muerdihuye, al escozor de laos picapica…
―¿Manita, usted se pone brava si le digo una cosa?
―Tolo lo que le pase, es a su madre a quien tiene que decírselo.
―Por eso se lo quiero decir
―Arree.
―Cuando fui a llevarle el café a los hombres que vinieron a desmocharle a Papaíto, Alfredo, el de los Correa, me piropeó.
―¿Y usted que hizo?
―Me dio gracia, pero bajé la cabeza para que o me viera la sonrisa, Cuando estiré la mano para recoger la jícara, me tocó los dedos y me dijo que yo quería, el venía el domingo a pedirme.
―¡Fresco!
A todas horas se les veía debajo de sus sombreros de yarey, encorvados sobre la tabla de arroz escardándola o, como un buey más, detrás del arado empujando el hierro por entre los secos terrones de tierra. Honrados, económicos y reservados, aunque gustaban de las canturías y la fiesta sana, parecía que les bastaba con comer y desahogar los apetitos de hombre, por eso, olvidados del regreso, los solteros aspiraban a casarse en Cuba y no volvían a mencionar a la Madre Patria.
―Juan de Dios es el hombre que te conviene.
―¿Ese viejo, Manita?
―Juan de Dios es mayor que tú, pero no es ningún viejo.
Y como en la familia siempre se aceptó y respetó su voluntad, se olvidaron de la ira, las ofensas y los recelos. Tío Ramiro ayudó a Fabián a poner el maletín en un lugar en el que no causara problemas. Tío Segundo y Ángel fueron a abrir cervezas para todos, mientras que Manita García les pidió a Coca y a tío Baltasar que la siguieran hasta su cuarto.
―Ahí nada más que se entraba para recibir, como se le entrega a los animales amaestrados y a los buenos ciudadanos, el premio por haber obedecido.
―¡Qué cosas se te ocurren!
―Dime si no es verdad.
―Es que en fondo a Manita no debe haberle molestado el sainete de Coca.
―¡La nuera incólume y mora…! Manita debió haber sido presidente de la República.
―Hace un rato dijiste que hubiera dado un buen dictador, ahora que presidenta. ¿Quién te entiende?
―Todo el que quiera.
―Voy a seguir.
―Todavía no había llegado la hora de entregar los regalos, ¿eh?
―Ese año se adelantó la ceremonia, ¿no te acuerdas?
―Ja, ja, ja.
A la derecha de la casa había también dos cuartos separados por un baño. El primero estaba destinado a las visitas y el segundo era el de Manita García, y hacia este se dirigió ella con su hijo y nuera, pues quería mostrarse amable y cariñosa, y usar con Coca una atención especial.
―A ver, séquese esas lágrimas ―le dijo, y ella misma le secó las aún tersas mejillas con un pañuelito que extrajo de su escaparate.
―¡Qué buena es usted! ―expresó Coca y fue a devolverle el pañuelito, pero Manita García le rechazó el gesto.
―No. Quédate con él, para cuando y me muera, tengas un recuerdo mío.
Y ahí mismo se formó de nuevo la llantería. El matrimonio se abrazó a Manita García. Coca le pidió mil perdones y le dio cientos de besos. Y aunque tío Baltasar todavía no estaba borracho, se le saltaron las lágrimas y le rogó a la madre que nunca se muriera.
―Ya, ya. Ya está bien ―les dijo la anciana y les dio palmaditas en la cara.
Entonces fue que tío Baltasar le pidió permiso para entregarle el regalo que le traían por el Día de las Madres.
―Está bien. Si ello te complace, hazlo ―dijo mientras tío Baltasar iba hacia el cuarto de las visitas en busca del ventilador que le habían comprado―. Yo lo único que quiero es que mis hijos sean felices.
Tía Elena se casó a los dieciocho años y se mantuvo señorita durante trece meses después de la boda, circunstancia a la que se llegó, no porque a Juan de Dios las mujeres le fueran indiferentes ni porque tía Elena no lo apeteciera, muchísimo menos porque él fuera incapaz de reaccionar como era debido. Al contrario, quizás la exacerbación de estos tres factores fue la causa de tan penosa situación.
Juan de Dios vino de Islas Canarias sin haber estado nunca con una mujer, por ello, no hizo más que poner un pie en La Habana y prefirió gastarse con una prostituta de los muelles el poco dinero que traía, a comer caliente durante el viaje que hizo hasta la casa del hermano en los montes, al sur de Meneses. Si hasta entonces su abstinencia le mortificaba la carne, la experiencia sexual con una mulata curra hizo que las masturbaciones y los actos de zoofilia a los que debía recurrir durante los años que estuvo soltero en Cuba, le provocaran grandes y constantes frustraciones; si condenado a la soledad de aquellos parajes, con su cuñada como única visión femenina, en más de una ocasión pensó en el suicidio, la llegada de tía Elena a la zona, le dio otra razón a su vida.
Cuando aquello, tía Elena era tan solo una chiquilla de doce años, pero su visión despertó en Juan de Dios el más ardoroso amor sentido por hombre alguno; y la muchacha no lo defraudó, pues quizás la imagen de buena hembra con que el isleño la veía en sueños, reforzó y apuró en ella la configuración de mujer.
La enfermedad de Segundo el difunto y la necesidad que de ella se desprendía, hizo que Juan de Dios agregara un cuarto en el bohío de la novia, se casa con la joven depositaria de su amor y fuera a trabajar en el sito de los suegros.
La primera noche de casado, Juan de Dios trató de disimular las ansias que le devoraba y temiendo descubrir ante la familia su desespero, inventó oír el ladrido de unos perros jíbaros y salió con el machete en la mano a revisar el corral de los carneros. Manita García aprovecho el momento y acostó temprano a los muchachos; ella y Segundo el difunto también se fueron pronto a la cama. Cuando Juan de Dios regresó de caminar toda la finca, ya no había nadie levantado; pudo entonces, sin la presión de saberse observado, meterse en su cuarto, quedarse en camiseta y calzoncillos y buscó el calor de la muchacha escondida debajo de la sábana, mas unas pocas caricias fueron suficiente para que sin tiempo siquiera e intentar la penetración, alcanzar el clímax del placer sexual.
Ante aquella primera experiencia, la ingenuidad de tía Elena le hizo creer que se había consumado su matrimonio, pero en el fondo se sintió defraudad de la forma en que lo hacían los seres humanos.
Juan de dios, isleño al fin y al cabo, prefería dejarse matar antes que hablar con alguien, ni siquiera con su esposa, la frustración de cada noche; y como asunto tal no era tema de conversación con una hija, Manita García nunca supo que tía Elena continuaba tan virgen como cuando la parió.
Casi un año después, consultado a la curandera que atendía a Segundo el difunto y dado el estado crítico en que ya se encontraba el enfermo, esta, en pleno trance espiritual, se refirió a Juan de Dios e indicó que durante un tiempo debía andar con un caracol con babosa en cada uno de los bolsillos delanteros del pantalón. Dos meses más tarde, junto a los quejidos de Manita García en el parto de los trillizos, en el luctuoso hogar se oyó el grito desgarrador de tía Elena, por lo que creyeron tristeza ante la reciente muerte del padre.
Cuando el incidente con Coca, los muchachos salieron corriendo de la casa y fueron a meterse en el Pontiac de tío Baltasar, pues estando en trusas y sentados allí, creían asegurar el viaje hasta el río.
―Tú no te habías cambiado todavía.
―Lo iba a aclarar ahora.
―Sí, pero es que hay una cosa que me preocupa.
―¿Qué?
―Con los regalos también hubo problemas.
―Sí. Tú sabes cómo fue.
―¿Y otra vez la misma historia de que entraste al cuarto y que como estaba en penumbra, te equivocaste?
―Así fue, ¿no?
―Vas a aburrir a los lectores de tu novela planteando una y otra vez la misma situación.
―Pero en la realidad…
―En la realidad ocurrió así por tu entretenimiento, pero precisamente eso no lo justifica. En Ningún momento explicas la bobería innata conque vivías y ni siquiera te gustó que yo dijera tu sobrenombre.
―Todavía no he decidido si en esta novela voy a hablar de los primos. En casi de hacerlo, trataré de explicar las características principales de cada uno. Entonces hablaría de mi ensoñación, de la fantasía que acompañaba a todos mis actos, de…
―No, no, por favor. No vamos a discutir de nuevo lo que tantas veces hemos analizado ya. Para mí siempre has tenido una fuerte veta de come catibía, pero no es el asunto. Estoy tratando de alertarte en cuanto a la repetición que estás haciendo del mismo recurso argumental.
―Y una vez más te digo que así fue como ocurrió. La realidad.
―La realidad es una cosa y la Literatura, otra; no lo olvides.
―Estoy contando una historia tal y como ocurrió.
―Si vas a hacer fiel a la verdad, no me pierdo cuando comiences a hablar lo que fue de los primos cuando crecieron. Ya para entonces había triunfado…
―Te dije que no lo he decidido aún.
―Bueno, haz lo quieras. En definitiva, el escritor eres tú.
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