Después del conflicto que tuvieron en medio de la calle, tío Segundo tomó a su esposa fuertemente por un brazo, e insultándose regresaron a casa de Manita García. Fueron hasta su cuarto y, aunque comenzaron dándose de golpes, como ocurría veinticinco o treinta veces a la semana, terminaron haciéndose el amor.
―Y ahí fue cuando tú entraste.
Creyendo que les darían permiso para irse a bañar al río antes del almuerzo, Luis se dirigió hacia el interior de los cuartos, donde había dejado la jaba con el short y la muda de ropa limpia que se pondría para sentarse a la mesa en el almuerzo.
―No hagas bulla que Labrada y tía Elena están acostado ―le advirtió Manita García cuando el muchacho fue a entrar.
―Perdona que te interrumpa.
―¿Qué quieres?
―No te vayas a poner con finuras: escríbelo como lo dijiste aquella vez.
―¿No será demasiado grosero?
―Si pones otro término en voz de un niño, va a resultar afecto y no creíble.
― Quizás pudiera sustituirlo por…
―No, no. ¡Como lo dijiste!
Luis salió de la casa para reunirse con sus primos. Venía pálido y asustado, aunque en el fondo orgulloso de haber sido él quien lo viera. Antes de que le pudieran preguntar por qué no traía el short, extendió los brazos, y todos, sabiendo que era confidencial, se enlazaron en un círculo y bajaron las cabezas para impedir que lo que allí se hablaría pudiera salir a oídos censores y punitivos,
―¡Labrada y tía Elena están singando!
La inocencia infantil no midió las consecuencias sociales y familiares de aquella afirmación, y corrieron para ver el acto tantas veces imaginado, pero al que solo unos pocos, los más atrevidos y en turnos de breves segundo, se habían acercado a través de las rendijas del fondo del establecimiento de Goyita. Ahora, nada más que con correr desaforadamente los pocos metros que les separaban de casa de Manita García, disfrutarían del ya aburrido y cotidiano acople de gallo y gallina, de la divertida penetración del verraco o de la impactante monta del caballo, pero esta vez entre hombre y mujer. Y hacia allá salieron, pero en la puerta del cuarto, Naná y tío Segundo los detuvieron.
―¿Y esa carrera de locos? ―indagó tío Segundo, quien abotonándose la portañuela, salía de aquella habitación.
Los muchachos comprendieron que habían perdido la más maravillosa oportunidad de sus vidas hasta aquel momento. La aparición de tío Segundo echaba por tierra sus planes, e imaginando lo que les podría ocurrir, trataron de disimular, pero Salvito, en la ingenuidad de sus pocos años y con la ansiedad por saber cómo era que se hacía, creyó en la complicidad del tío y habló.
―Vamos a ver chingar.
El pescozón voló, y Salvito se puso a llorar aún antes de recibirlo, como las mujeres, también intrigadas por la carrera de los muchachos, venían detrás, tía Caridad gritó desesperada.
―¡Oye, no le des, que ese no es hijo tuyo!
―¿Tú no oíste lo que dijo tu hijo?
―Sí, lo oí, pero el que no tiene que ponerse a hacer indecencias a plena mañana eres tú.
Salvito ya se encontraba refugiado entre los pliegues de la saya de la madre, y de allí sacó la cabeza para decir lo que pensó que lo salvaría.
―Son Labrada y tía Elena los que están haciendo indecencias.
El grito de tía Hildelisa hizo saltar los cuadros de las paredes, encendió la luz fría del techo y corrió de su sitio los muñequitos de loza de la repisa, algunos de los cuales cayeron al suelo y se rompieron. Fue entonces tía Caridad la que le cayó a galletas al pobre Salvito; Naná comenzó a insultarse con Coca, pues esta acusó a la primera de tener fuego uterino; Ángel y Aida sostenían el desmayo de tía Hildelisa; tía Lucrecia, sorda al fin y al cabo, habló más alto que los demás y dijo que eran los grandes quienes tenían la culpa; entonces, con la intención de ejemplarizar, los tíos se zafaron los cintos y las tías cogieron un zapato en la mano, mas la voz de Manita García detuvo la masacre infantil.
―Déjenlos que vayan para el río.
―Manita, solos es un peligro.
―Es para que no vean lo que aquí va a ocurrir.
―Que Ángel vaya con ellos.
―¡No! Necesito los brazos de mis cuatros hijos.
―¡Aquí están! ¡Ordene!
―Si Elena se está acostando con Labrada, deben morir.
―¡Morirán!
―¿Pero, ustedes, están locos?
―¡Cállate, Aida!
―Salvito se puede ahogar en el río,
―Necesito los brazos de mis cuatro hijos.
―Salvito…
―¡Que se ahogue!
―¡Ay!
―Si están mancillando mi nombre, deben morir.
―¡Morirán!
―¡Cállate, Hildelisa!
―Si han deshonrado mi nombre…
―¡Morirán!
―Voy a buscar a Cristo, el guardia,
―¡Aida…!
―¡Ay….!
Ángel no fue el primogénito, Nació cuando ya había tres hermanos. Tampoco dio la alegría de ser el primer varón. Ese mérito lo tuvo tío Ramiro, Ni siguiera fue concebido en un acto de amor, como tía Elena, o tan siguiera de deseo, como el mismo tío Ramiro, Su venido al mundo estuvo solo motivada por el hecho de que había que aprovechar la racha de los machos.
Cuando, después de la Guerra de Independencia, Segundo el difunto fue contratado por su general para el desmonte de las tierras que con la libertad el oficial se había asignado, Manita García decidió seguir a su marido y se contrató como cocinera de la cuadrilla de hacheros. Ello le permitió cohabitar regularmente con su esposo y entonces, después de cuatro años de casa, salir en estado. Primero nació tía Elena; dos años después, tía Lucrecia.
―¿Nada más daré rajas? ―se preguntó Manita García, y preocupada trató de esperar un tiempo para dejarse volver a preñar, pues un hombre solo para alimentar un rebaño de mujeres no era suficiente y siempre ocurría que al cabo de los años, alguna de las hijas, cansada de pasar hambre, miseria y trabajo, se metí a putas.
―Y en mi familia, ni putas ni maricones.
Consultó las fases de la luna y tomó de cuanto cocimiento sabía. Durante las menstruaciones, más que paños higiénicos, uso cataplasmas de papayo macho, y nunca perdió la oportunidad de pararse con las piernas abiertas encima del orine de caballos enteros.
En eso estaba, cuando Segundo el difunto, cansado de salpicarle los muslos de semen, no cedió al empujó que Manita García le dio una noche en el momento oportuno; se sostuvo con las manos prendidas en los hombros de ella y afianzó las rodillas en la colchoneta; concentró en la región pélvica toda su fuerza de hombre, de mambí y de hachero, y se mantuvo clavado en su sitio. Los movimientos de rechazo de Manita García solo sirvieron para ayudarlo a alcanzar con más placer el clímax, y la fecundó.
―Después no me culpes ―le dijo Manita García mientras, sentada en el borde de la cama, se recogía de nuevo el pelo.
No creyéndose aun adecuadamente preparada, vivía convencida de que pariría otra hembra, aunque nueve meses después, nació tía Ramiro.
―¡Mira qué huevos más prietos tiene! ―exclamó jubiloso Segundo el difunto cuando la comadrona se lo enseñó.
―Entonces ya estoy en la racha de los machos.
Y para no desaprovecharla, al día siguiente de haber cumplido la cuarentena, se lavó la cabeza y esa noche se dejó embarazar de nuevo. Fue cuando nación Ángel, predestinado por esta razón a no ser, quizás, el hijo más querido, pero sí el más útil, pues fue a quien le tocó siempre resolver los problemas de la familia.
Cuando nueves años después, su padre murió, Manita García un día lo vistió de limpio, se puso su mejor ropa de luto. Y juntos partieron para el pueblo.
―Como no tengo dinero para pagarle la deuda de las medicinas, traigo al muchacho para que le trabaje hasta que uste se sienta compensado y, de paso, me lo enseña.
Veinte años estuvo Ángel trabajando con el doctor Soler, primero de limpia pomos, mandadero, herbolario, dependiente, boticario y, por último, administrador de la farmacia, pero solo, cuando ya hombre, Ángel le dijo que se iba, le propuso pagarle un sueldo.
―¿Este es Ángel?
―No. Ese es tío Ramiro.
―¿No era siempre tío Ramiro quien se sentaba a la derecha, al lado de Manita?
―Ese año no. Ángel no quiso sentarse al lado de Aida, y cambiaron.
―Entonces están Ángel, tío Ramio, Pura María y Aida.
―Sí.
Aida fue clarividente desde niña. Cuando a Meneses llegó la noticia de que a la abuela rica que, viaja por los Estados Unidos, le habían tenido que amputar el dedo chiquito de un pie, congelado mientras miraba las cataratas del Niágara, hacía tres meses que Aida lo había dicho. Siempre que la castigaban porque decía que estaba jugando con Marí Eloísa, inocentemente protestaba y alegaba que era la primita muerta quien venía a invitarla, Por eso, cuando dijo que se iba a casa con el hombre a quien ese día se la zafara la suela del zapato, nadie se extrañó.
Para saber quién sería su esposo, fue hasta casa del zapatero, pero la visita no duró mucho.
―¡Ah!, eres tú.
Ángel mantenía compromiso amoroso oficial y formal con Guillermina Espinosa, por eso ninguna de las familias involucradas, por consanguinidad o amistad, y eran todas las del pueblo, vieron con agrado que Ángel y Aida se hicieron novios.
―Vámonos de Meneses y compras la farmacia de Jarahueca ―le propuso Aida cuando se casaron.
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