Hijo, no hagamos bulla, pues mi padre se siente enfermo. Ojalá tuviera yo sus sanadoras manos para aliviarle el malestar. Suplamos con su tisana favorita, y nuestro amor, la carencia del milagro de sus dedos para quitar la fiebre, ahuyentar el dolor y componer el ánimo.
Las manos de mi padre huelen a yerba buena y alcanfor. Son bálsamo de aceites extraídos de flores milagrosas de la India, jarabe fabricado con secretos aborígenes, pócima de albahaca, manzanilla y mejorana que te penetra por la piel cuando, enfermo, él te acaricia: barniz curativo que te protege del mal; salvia y romero, aloe, eucalipto, ajo y tomillo.
En la ocasión que una gitana de paso, por unas pocas monedas de caridad, le vio la palma de la mano a mi padre, no descubrió entre sus surcos la historia de pasado presente, y futuro que el destino le trazara, sino que descifró, en los jeroglíficos del templo de Anubis, la formula con que cada mañana el dios egipcio reconstruía el cuerpo desmembrado de Osiris; interpretó la caligrafía árabe en la que aparecían los salmos curativos del califato de Córdoba y leyó las oraciones de Santa Lucía y San Luis Gonzaga.
Siempre que he estado enfermo, ha sido mi padre quien ha velado junto a mi lecho, pendiente de mis fiebres y de mis medicinas. Su beso era mayor anestesia que el espray de éter que inventó para sustituir la desinfección del alcohol y no me dolieran las inyecciones: medico, enfermero, chaman, boticario, farmacéutico, santo milagroso.
Yo lo imité cuando hubo que ingresarte en el hospital. La epidemia hacía estragos, y los cuidados preventivos no fueron efectivos. La orden del facultativo conllevaba extraerte sangre para los análisis, y fuiste la admiración de todos, cuando pusiste tu bracito, a sabiendas de que te iba a doler, pero no lo suficiente para doblegar el estoicismo de un monje budista, ni doblegar el plante de un Guardia Suizo, con su traje a rayas tricolor, como tu pijama, ni mermar la valentía de un primer cosmonauta al subir al satélite artificial en la punta del cohete propulsor; y fueron mis palabras quienes te convencieron de ser valiente, como fue mi voz en tu oído todo el tiempo asegurándote que pronto ibas a estar bien, y prometiéndote las más entretenidas excursiones, los más emocionantes campeonatos de béisbol nunca antes jugados y los más divertidos baños de mar, tejiendo con los pies, la espuma de las olas; coleccionando nácares de rizadas estructuras, y mirando la procesión de delfines que en tu honor, y para saludar tu restablecimiento, saltarían durante tres horas seguidas en el horizonte del mar.
Hoy con mi corazón estrujado leeo ésto; mi mamá se me fue hace 11 días y la extraño mucho solo me queda el olor de sus manitas viejitas.
ResponderEliminarNo firmaste tu comentario, y no sé quién eres, pero lamento el fallecimiento de tu mamá
ResponderEliminarHERMANO ya lei la historia que envias hoy .Que lindo que el recuerdo del Viejo siga vivo en tu mente y en tu pluma
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