sábado, 27 de junio de 2020

Mercedes y Tomás

Mariana, la esposa de don José Delgado, desconocía la maldición que una esclava le había echado a la familia, por ello no se explicaba la predilección que sus hijos sentían por las negras, lo achacaba a que carentes de otras opciones para satisfacer sus demandas carnales, no más les salían bigotes, en complicidad con los capataces, ya se estaban acostando con alguna de las negritas de la dotación. El padre nunca le puso coto a aquellas prácticas. Verdad que era costumbre de la época, pero lo de sus hijos eran desmanes sexuales. A Francisco tuvieron que mandarlo para los Estados Unidos cuando, después que dos negras le habían parido, tenía embarazada a otras tres. Fue cuando único el padre protestó:

    ─Si este sigue así, ¿a quién voy a tener para que corte la caña?

    Mercedes nació de una de las esclavas domésticas, una especie de dama de compañía de Mariana. Quizás por eso, y por ser hija de Francisco, su hijo predilecto, fue que la doña siempre tuvo preferencia por esta, sobre sus demás nietos mestizos. La educó y le aseguró un nivel de vida por encima de cualquier negro de aquellos tiempos. Nunca se supo que planes tenía para Mercedes, pero se opuso a que Tomás, quien también era nieto suyo, la pretendiera.

    Decía mi madre que si el amor existe entre los niños, Tomás y Mercedes vivieron enamorados desde que abrieron los ojos al mundo. Él le fabricaba hermosas jaulas de güin de caña y varetas de coco, cazaba para ella azulejos y mariposas, mayitos y tomeguines; ella, siempre que podía, le llevaba hasta el fondo del batey tajadas de dulce de toronja, calabacitas chinas o merenguitos quemados.

    En una ocasión en que Mariana vio unos bordados hechos por la esposa del mayoral, le encargó un juego de mantel y servilletas. Fue el mismo Tomás quien le pidió a esta señora que le propusiera a la doña enseñar a Mercedes a bordar. Mariana aceptó la propuesta de adiestrar a la muchacha en aquellas labores; y a partir de ese día, los niños se pudieron encontrar con mayor frecuencia y libertad. Ella, en busca de la luz del sol, se sentaba junto a la ventana del bohío del contramayoral, y él la miraba bordar mientras trajinaba por el patio de la casa, le echaba comida a las gallinas o lustraba las polainas de Pedro.

   Un día, él se acercó a donde Mercedes trabajaba y la invitó para que fuera con él hasta el fondo del patio para que conociera algo que seguro nunca había visto. Ella accedió, pero se asustó cuando vio al berraco cubriendo a una puerca y regresó corriendo a la casa. Se fingió enferma y estuvo una semana sin venir a bordar.

    ─Me llevaste a ver una cochinada –le dijo ella cuando volvió.   

    ─Pero si eso no es nada malo –se excusó él─. Es para que nazcan los puerquitos.

    ─Las señoritas no tenemos que estar viendo esas cosas.

    ─¿Y cuándo nosotros nos casemos, no vamos a tener hijos?

    ─¡Eh! ¿Y quién te dijo a ti que yo me voy a casar contigo?

    ─Eres mi novia, ¿no?

    Mercedes se alejó zalamera, y riéndose dijo:

     ─¡Ay, este negrito está loco!

    Él le cayó detrás, y la detuvo:

    ─¿Pero eres o no mi novia?

    Ella bajó la cabeza abochornada, pero le dijo que sí.

    De hombre, Tomás tuvo autorización del abuelo y amo de la dotación para construir un bohío en los límites de la finca y se llevó con él a su madre. No lejos del lugar, Pepe, uno de sus tíos  mantenía a un negra que ya le había parió dos de los cuatro hijos que tuvo con ella.   Tal cercanía contribuyó a que se estrecharan los lazos de afecto entre tío y sobrino, y por eso, Pepe Delgado accedió al ruego de Tomás para que pidiera a Mercedes en matrimonio para él.

   ─Usted sabe que yo no me meto en eso –decía mi madre que le dijo Don José cuando el hijo le habló─. Su madre de usted es la dueña de Mercedes.

    ─Mercedes ya no es esclava, papá.

    ─Nunca lo fue. Es nieta, como lo son también los negritos esos, hijos suyos, pero a esta, Mariana la tiene como cosa suya –le dijo don José y dando por terminada la conversación, le indicó que hablara con su madre.

   Pepe decidió esperar un momento oportuno para cumplir con su encomienda, pero de momento no pudo llevar adelante su propósito, pues a los pocos días de aquella conversación, su padre murió repentinamente.

    Primero fueron los funerales: el velatorio en la casa de Yaguajay, la misa de cuerpo presente y el enterramiento. Después, la repetición del velorio al finalizar la novena, y al día siguiente una nueva misa de difunto por el descanso eterno del alma de Don José Delgado, para comenzar entonces el luto severo de los dos años siguientes: clausurados los ventanales de la fachada y la puerta principal de la casa, las mujeres vestidas de negro, el piano desafinándose en su silencio, ninguna celebración ni jolgorio, las conversaciones en susurro, y libre Dios que una lavandera se pusiese a cantar mientras hirviera o tendiera la ropa blanca en los patios…, en los patios ni en ningún otro sitio.

    Durante ese tiempo, Tomás  siguió consumiéndose en los deseos para con su prima, a la que, cuando venía a Yaguajay a traer suministros para la familia, podía ver de manera fugaz. Para ello necesitaba de la complicidad de las entonces criadas de la casa, y ellas guardaban silencio por consideración a Tomás, ya que Mercedes, con el paso de los años se había tornado arrogante y orgullosa, pues doña Mariana, desde que había quedado viuda, dependía más de su nieta mestiza, y era esta la que administraba la casa.

      Terminado el luto, Mariana mandó a buscar a los hijos para informarles que viajaría a Remedios, pues había decidido hacer testamento. Fue la oportunidad que Pepe aprovechó para cumplir su compromiso y pedir la mano de Mercedes para que se casara con Tomás.  La madre lo miró entre sorprendida y molesta, pero no le respondió. Mandó a llamar a Mercedes, y cuando la tuvo delante le preguntó:

    ─¿Tú eres novia de Tomás?

    La muchacha no respondió y bajó avergonzada la cabeza.

    ─Debo interpretar tu silencio como una  afirmación, ¿no? –y sin darle tiempo para la respuesta, le preguntó─: ¿Entonces me quieres abandonar para casarte con ese negro muerto de hambre?

    ─No, no, doña…

    ─¿Ya oíste, Pepe? –dijo sin esperar a que la joven pudiera completar su expresión─. Mercedes no se quiere casar con Tomás –se puso de pie y dio por terminada aquella conversación, y por si alguna duda quedaba, agregó mientras se alejaba hacia su cuarto─: Y no se hable más del asunto.   

     Apresuró su viaje a Remedios y, como era de esperar, se llevó a Mercedes con ella. Allí se entrevistó con el notario que siempre se había ocupado de los negocios de su familia de origen y le indicó la forma en que a su muerte debían repartirse los bienes para que redactara el testamento. Cuando estuvo listo, el letrado se lo trajo a la casa donde se hospedaba; ella lo leyó y firmó.

    Al día siguiente tomó el tren para Sagua la Grande, y allí, un barco, que la llevó hasta La Habana, donde enfermó y murió a los pocos meses en casa de una de sus  hijas, casada esta con un próspero comerciante español, a quien había nombrado albacea del legado que le dejó a Mercedes: una importante suma de dinero para que comprara casas de vivienda en La Habana, cuyas rentas le permitirían vivir holgadamente por el resto de sus días, siempre que se mantuviera soltera o se casara con un hombre de la raza blanca, pues en el caso de contraer matrimonio o mantener una unión consexual con un negro, estos bienes pasarían a ser propiedad de su hija y esposa del albacea.

    Mercedes vivió siempre recordando a Tomás, pero nunca más lo vio.

 

Tomás era hijo de una negra de campo, quien con el temor de que los amos se lo pudieran quitar cuando naciera, ocultó su embarazo y sorpresivamente, una mañana parió a la criatura en medio de unos surcos donde sembraba arroz. Joaquín, el hijo de los dueños que la violó y preñó, había muerto unos meses antes con unas extrañas fiebres, sin saber que iba a ser padre. Decía mi madre que quizás por ello doña Mariana nunca aceptó a ese nieto; por eso y por el diablo que la mujer de uno de los capataces, le metió en el cuerpo. Esta era una isleña supersticiosa y temerosa de los negros, creía que estos podían hacer daño al convocar a sus dioses, y eso le dijo a la señora de la casa.

   ─Esa negra mató al hijo de usted, doña.

    Mariana consultó al cura párroco de San Isidro de Mayajigua, su guía espiritual, quien le aseguró que sólo el diablo podía crear el mal, pero que había que evitar que los negros se valieran de sus mañas para convocarlo. Por eso le sugirió que hiciera una requisa en la hacienda y destruyera todo aquello que pudiera sugerir prácticas paganas entre la dotación. Y muchos fueron los toscos ídolos, vasijas de ofrendas, collares y resguardos que sacaron de los barracones.

    Tomás, además de ser hijo de uno de los señoritos de la familia, nació al amparo de la ley de vientre libre, por eso nunca se le trató como un niño esclavo, pero tampoco gozó de las prebendas que tuvieron sus primos mestizos ni mucho menos de los privilegios de Mercedes. Nunca entró, ni siquiera en la cocina de la casa principal ni recibió regalo alguno de su abuela blanca. Durmió con su madre en el barracón de las mujeres hasta que, cuando se le comenzaron a caer los dientes, uno de los mayorales, y  por  orden de  don  José, lo llevó a  dormir  a  su bohío. A partir de  entonces,  este y su esposa, cubanos desalojados de sus tierras en la zona de Manicaragua cuando la conspiración de la Mina de la Rosa Cubana, fueron quienes se ocuparon de su crianza y le sembraron la semilla de la rebeldía y la inconformidad ante su suerte, sentimientos que hicieron eclosión cuando doña Mariana, enterada de las aspiraciones del joven, se llevó a Mercedes con ella para San Juan de los Remedios.

    Decía mi madre que Tomás se fue a la manigua insurrecta al frente de un grupo de hombres, fundamentalmente negros y mulatos, al que, por su disciplina y autoridad, también se le unieron varios blancos, campesinos todos de la zona, trabajadores principalmente de las fincas de sus tíos. Con estos y otros hacendados de confianza se había entrevistado previamente y había obtenido de ellos algún dinero y armas: revólveres y escopetas de caza, pero con estas y los machetes de labranza a aquellos hombres les eran suficientes para sentirse fuertes e ir a pelear por la independencia y el cese de la injusticia social.

    El 13 de agosto de 1895, los Generales Carlos Roloff y Serafín Sánchez, junto a otros oficiales, acordaron una organización provisional de las fuerzas en Las Villas, hasta tanto el General en Jefe, Máximo Gómez, dispusiera la estructura militar definitiva. Sánchez quedó al mando de la división que agruparía las brigadas de Sancti Spíritus, Trinidad y Remedios. En esta última operarían Tomás y sus hombres, y sus primeras misiones estuvieron dirigidas a destruir todo aquello que aportara riquezas a la metrópoli, más que al combate mismo;  por el noreste de la región villareña andaban cuando llegó la tropa invasora capitaneada por el General Antonio Maceo, y junto a él tuvo su debut combativo en la batalla de Iguará.

   El tránsito de la columna que llevaría la guerra hasta el occidente del país fue próximo a las faldas montañosas del centro sur de Las Villas, y Tomás tuvo la encomienda de moverse por el norte, haciendo sentir la presencia de insurrectos para desviar la atención de las tropas españolas. Después que Maceo cruzó el río Hanábana para internarse en la provincia de Matanzas, Tomás, ya con los grados de Capitán, regresó a la región remediana, donde siguió operando.

    El dúo de combate que formaron Tomás Delgado y Faustino Capirote fue terrorífico para los españoles, los que sin saber exactamente quiénes eran los que, en las noches de luna nueva, los asaltaban, les temían. Quizás los libros de historia de Cuba ni mucho menos los de técnicas de guerra ni artes militares recojan la forma en que estos atacaban.

    Tomás, a pesar de ser de padre blanco, tenía la piel bastante oscura, y Faustino, era como un tizón de carbón. Cabalgaban caballos negros y cuidaron de no usar ningún arnés de otro color. Las noches nubladas o sin luna, se quitaban las ropas y, desnudos, embestían de sorpresa las postas y atravesaban los campamentos hispanos donde dormían a cielo raso los soldados, dando machete a diestra y siniestra, sin que los pobres infelices que morían o quedaban mutilados, supieran qué era lo, que como rayo fugaz, los había atacado.

    Esto lo hacían de manera secreta, aún para sus compañeros. Por eso, ni siquiera los espías españoles pudieron saber de qué se trataba. Sin embargo la fama adquirida por la pareja fue por a la forma de pelear en los combates, lo que se originó de manera casual. En una ocasión que se enfrentaban a una partida española, Faustino fue derribado de su cabalgadura y desarmado. Logró escapar vivo a las zancas del caballo de otro cubano.

   ─Te quedas en la retaguardia –le ordenó Tomás─.  Sin machete, no puedes combatir, y el que se te dio, lo perdiste.

   Faustino bajó la cabeza y no dijo nada. Pero, después de participar en la actividad guerrera para la que se preparó en África, no estaba dispuesto a volver a las labores agrícolas, tareas que en su pueblo hacían las mujeres, así que supo agenciárselas para en el próximo aviso de combate, integrarse a la infantería provisto de una estaca de jiquí y de una lanza que se fabricó de una caña brava.

    Tuvo a bien situarse cerca del caballo de Tomás para que este lo viera pelear y comprobara lo efectivo que era con aquellas armas. Tanto fue así que los jefes decidieron darle otro machete, pero él nunca abandonó del todo la lanza, pues le recordaba su cultura originaria.

   Gracias al bando de Weyler  que ordenaba la concentración, Tomás conoció a Petronila, pues la mayoría de los campesinos, sobre todo mujeres, niños y viejos, que permanecían en los campos, se fueron a la manigua para evadir el control español. Si desde las sitierías eran la fuente de suministros de las tropas cubanas, en el monte fueron organizados para que siquiera, bajo otras condiciones, sembrando y criando animales. En situaciones muy precarias, las mujeres se ocupaban de coser las ropas de los soldados y de atender los hospitales de sangre, donde la mayoría de las veces, sin médicos ni medicinas, cuidaban y trataban de curar a los heridos. En uno de estos fue que Tomás, sin olvidarse de Mercedes, se encontró con la mujer que en el transcurso de la guerra le parió tres hijos.

     Pocos días antes de que las tropas norteamericanas entraran y derrotaran a los españoles por Santiago de Cuba, Tomás cayó mortalmente herido en una pequeña escaramuza, Petronila estaba embarazada por tercera vez,  en esta ocasión de una niña a la que nombró Libertad.

 

lunes, 22 de junio de 2020

La esclava Limbania

Sobre cualquier negra esclava pendía una serie de desgracias a las que podía estar sometida, pero Limbania, por esos azares de la vida, las había sufrido todas. Gestada en África nació de un vientre cautivo en Cuba. Su madre, y precisamente por estar embarazada, fue vendida a un alto precio en el mercado de esclavos de Bayamo, pero fue mala adquisición para el amo, pues el parto se le fue para la cabeza y loca vivió el resto de su corta vida. Insensible al dolor físico, la enajenación mental la volvió a sus praderas de origen y, una y otra vez, se escapaba, no por rebeldía, sino porque se sentía precisada a buscar a su familia; y ni el látigo, los grilletes o el ayuno doblegaban su decisión. No reconocía ni le interesaba su hija, y esta no murió por la amenaza constante del amo hacia las otras esclavas. Estas se turnaban para llevarla hasta el cepo donde estuviera la madre y se la ponían en los pechos para que se alimentara. Envuelta en telas de yute, permaneció entre la paja de los cañaverales o el suelo del barracón hasta que supo caminar; entonces iba hasta donde estuviera atada su madre o la seguía sosteniéndose de los grilletes o cadenas que tuviera puestas.

   Cariño no tuvo. Su madre  permaneció siempre ajena a la realidad circundante. Si de noche esta permanecía en el cepo, Limbania lloraba con desespero cuando cerraban el portón de la barraca de las mujeres; y si la madre dormía dentro, nunca la acunó ni la dejó que se subiera en su catre. Aun así, la niña la amaba y sufrió hasta enfermar cuando al cumplir cinco años, el amo la regaló a la hija de un hacendado camagüeyano que los visitaba, y fue separada de su progenitora.

    Haber sido objeto de aquel obsequio, pudo haber cambiado el destino de Limbania, pues como juguete de compañía de la niña blanca, hubiera vivido bajo techo y bien alimentada, sometida sólo a los caprichos de esta, y nunca a maltratos. Pero Limbania no comía y lloraba todo el tiempo, por lo que su organismo se debilitó y el cuerpo se le llenó de pústulas producto de simples picadas de mosquitos; mas con el temor de que fuera viruela, la tuvieron durante cuarenta días encerrada en un corral con techo, alejada de los demás seres humanos de aquella hacienda ganadera. Sólo un negro de nación, viejo y sordo, le llevaba agua y comida una vez al día.

    A pesar de los terribles miedos que sufrió, allí sola en medio de la noche; a pesar de su desgarrador llanto, de sus fiebres y de su desnutrición, Limbania no murió. Sanó, pero unas feas y blancuzcas marcas le quedaron en cada uno de los puntos donde antes tuvo una postilla. Entonces fue el estigma de la lepra, y ante la duda, el amo decidió regalarla al leprosorio de San Ignacio de Loyola. Allí vivió once años. Hizo las labores más sucias y abominables de aquella casa de espanto. Lavó trapos sanguinolentos, curó llagas purulentas y enterró cadáveres. Recibió todo tipo de maltratos por parte de los enfermos, quienes más de una vez la intentaron contagiar inútilmente, restregándoles sus muñones o ensuciándola con sus puses. Creció sin que a nadie le interesara y para sorpresa de todos, se hizo mujer de la noche a la mañana. Fue fray Jesús de Guadalupe, un cura leproso que allí habitaba, quien la violó, mas el remordimiento le hizo arrepentirse de su pecado, y para evitar ceder de nuevo al objeto de tentación, echó a Limbania del lazareto.

    Sin conocer otro sitio más que el de aquellas rústicas cabañas, apartadas de toda la civilización, no supo a dónde dirigirse y deambuló por los campos, escondiéndose cuando sentía voces humanas, durmiendo en el suelo, cubierta por una yagua o un montón de hierbas secas, comiendo frutas silvestres y bebiendo agua de los arroyuelos. La mañana en que oyó los ladridos, supo que eran perros fieros; cada vez los sintió más cerca, pero no tenía dónde guarecerse. Hecha un ovillo sobre la tierra, se puso a llorar, pues esperaba ser despedazada por los canes que la rodearon sin dejar de ladrar hasta que dos rancheadores llegaron y le encimaron los caballos a punto de pisotearla. No era ella el cimarrón que buscaban, pero era una negra fugitiva y la apresaron.

    El mal olor que despedía aquel cuerpo sucio de tanto tiempo sin bañarse, más los movimientos de la pobre mujer para desprenderse de los brazos que la sostenían mientras la ataban, despertó la libido de uno de aquellos hombres que la tiró al suelo, y abriéndole las piernas la penetró brutalmente hasta vaciar sus testículos.

    ─Ahora tú, aragonés –incitó a su compañero después de guardarse el pene y abotonarse la portañuela.

   ─No –dijo este burlón.

   ─¿Qué te pasa? ¿Ya no te gustan las negras?

   ─Si se preña, como no sabremos de cuál de los dos es –expresó riéndose el más viejo─, nos vamos a fajar por el negrito para venderlo –montó en su caballo, y mientras sostenía el otro extremo del lazo con el que habían atado a Limbania, arreó a la bestia arrastrando detrás de sí a la muchacha.

    Sofocada y con la planta de los pies en carne viva, la entraron en Puerto Príncipe y la condujeron hacia la galera de cimarrones en la cárcel. Como no se presentó ningún dueño a reclamarla, allí le llegó el tiempo de parir, y sin asistencia alguna, trajo al mundo a su primer hijo. Con los dientes, le cortó la tripa del ombligo y la anudó para que la criatura no se desangrara. Era, para sorpresa de todos, un albino con muy pocos rasgos negroides.

    ─Es hijo de Rodolfo –comentó el aragonés.

    A fustazos, el nuevo dueño, un tabernero de Sancti Spíritus de paso por Puerto Príncipe, logró callar los lamentos de la pobre mujer cuando la separaron del niño, pues el alguacil español se lo quitó para entregárselo al supuesto padre.

    Dios es todopoderoso y justiciero, ya que usó a esta criatura para, al menos, castigar al rancheador que había abusado de su madre, pues si bien ella se mantuvo inmune al contagio de la lepra, no así su hijo, y este contagió a quien tuvo que darle su nombre y apellido y criarlo hasta los siete años que murió producto de la enfermedad.

    Limbania, además de trabajar como mesera en una taberna que su nuevo dueño poseía a la salida de Sancti Spíritus para Trinidad, debió de ocuparse de otras muchas tareas, pero a la sombra y mejor alimentada que otras veces, trocó su escuálido cuerpo por el de una hembra lozana y apetecida que su propietario, un barcelonés sucio y trapalero, no demoró en usar para su disfrute personal, y al que le sacó buenas monedas, pues si bien la ley no permitía que las negras esclavas fueran usadas como prostitutas, en muchas ocasiones y más de una vez por noche, Limbania tuvo que acostarse con parroquianos que le pagaban a su amo.

   Esta etapa de humillación y abuso sexual duró poco, pues un vecino, a quien el tabernero le hacía trampas, una noche en que jugaban a las cartas, lo mató de un machetazo. Sin familiares ni herederos, los bienes del tabernero fueron subastados; y Limbania, embarazada de uno de los clientes de su amo, fue comprada por un hacendado de Jíquima de Peláez que cultivaba el tabaco.

   Entonces fue para la negra el duro trabajo en las vegas. Inclinada todo el tiempo sobre el vientre que ya le crecía, un medio día, bajo la inclemencia del sol, comenzó a sangrar hasta desmayarse. Aquel aborto la tuvo al borde de la muerte, y su amo se arrepintió de haberla comprado, por eso, enseguida que mejoró la llevó al mercado de esclavos de Sancti Spíritus para ponerla en venta.

Por sus habilidades como cocinera, fue a dar a una de las colonias de los Aldana en el llamado valle de los ingenios donde trabajó en la preparación del rancho que comía la dotación. Como era fuerte, estaba sana y tenía completa la dentadura, la casaron con uno de los negros solteros para que tuviera cría. Su marido, al igual que ella, era hijo de una negra de nación; se llamaba Ignacio y a diferencia de Limbania, sólo había tenido un amo, y estuvo junto a su madre hasta que esta murió dos años antes de su matrimonio.

   A pesar de que tuvo cuatro hijos con ella, Ignacio siempre aborreció a Limbania. Él se había enamorado de Ana Pía, una negrita nacida y criada, como él, en la hacienda, y le pidió permiso al amo para casarse con ella, pero débil y enfermiza como era, a este no le interesaba que pariera. Fue por ello que se decidió el enlace con la cocinera.

   Un domingo, después de la misa que se oficiaba en el patio del batey, el cura procedió a efectuar los tres matrimonios concertados para esa vez y, tal como estaba establecido en la liturgia del sacramento, les preguntó a los contrayentes si aceptaban a la esposa o esposo que el amo les daba, para entonces bendecirlos y declararlos marido y mujer. La pareja de Ignacio y Limbania era la última, y el hombre no respondió en la primera oportunidad, ni tampoco cuando el sacerdote volvió a preguntarle. Ya para entonces, Don Blas Aldana había dejado el sillón desde donde observaba la ceremonia en el portalón de la casa de vivienda y se acercó a la pareja arrodillada ante el improvisado altar debajo de una frondosa anacagüita.

    ─Vamos, negro, responde.

    Pero de nuevo este se mantuvo con los labios sellados. La dotación, hasta ese momento alegre por el esparcimiento que se le permitiría, pues se celebraba además el fin de la zafra, retrocedió asustada; los mayorales y contramayorales, por su parte, desenvainaron los machetes listos para impedir cualquier intento de rebeldía.

    ─¿Ignacio, aceptas por esposa a Limbania Frómeta?

    Entonces fue el fustazo del amo por el silencio del hombre.

    ─Responde, negro –le dijo con furia por la desobediencia de aquel.

    ─No –dijo Ignacio mirando a don Blas y no al cura, como correspondía.

    ─Denle veinte latigazos y métanlo en el cepo –le gritó al capataz y a largas zancadas alcanzó de nuevo el portal donde permanecían su asustada mujer y las esclavas del servicio doméstico. Allí se volvió y ordenó─: ¡Encierren a la dotación en el barracón y queda suspendido el toque de tambor!

    El castigo se cumplió de inmediato, e Ignacio estuvo tres días en el cepo sin que le dieran agua ni alimentos. Los esclavos, aunque sabían que Limbania no era culpable de lo que sucedía, la evitaban; la mayoría de ellos conocían a Ignacio desde niño, y Limbania había llegado hacía muy poco a la hacienda. Ella había llorado ya tanto en la vida por su triste destino, que ahora no lo hacía, pero no dejaba de sufrir por aquel injusto rechazo de sus hermanos de raza.

    Don Blas Aldana había jurado que tendría a Ignacio de castigo hasta que accediera a cumplir su decisión, y de nada valieron la queja del cura ni las amenazas de este para denunciar ante el obispo el querer imponer un santo sacramento que se basa precisamente en la voluntariedad de los contrayentes.

   Ana Pía convenció al mayoral para que la dejara acercarse a hablarle a Ignacio para tratar de persuadirlo a que aceptara a casarse con Limbania, pues no quería verlo sufrir ni mucho menos que muriera de hambre y sed por su culpa, pero el hombre le dijo que la amaba desde que eran niños y que se casaría con ella o con nadie.

    A la mañana siguiente, en un descuido de los contramayorales, Ana Pía fue y se ahorcó en una mata de mangos de la arboleda del traspatio.

   Limbania vivió muchos años en la colonia de don Blas Aldana, pero tampoco fue para ella diferente ni mejor etapa que las anteriores en poder de otros amos.

   Muerta Ana Pía, Ignacio cedió a casarse con ella, pero nunca la quiso. Prefirió quedarse en el aposento de los hombres, que ir a dormir en el cuarto de matrimonio junto a la que entonces era su esposa, al fondo del barracón; y a un año de casados, no había hecho vida marital con Limbania.

   Fue uno de los contramayorales quien se lo dijo a don Blas cuando este se interesó por saber si la negra se había preñado.

    ─Negro –le dijo el capataz de la hacienda─, el amo te manda de nuevo al cepo si no montas a tu mujer.

   Fue así que Ignacio se vio obligado a llegar hasta ella y durante varias noches la cubrió, como los animales, sin la más mínima muestra de afecto, hasta que Limbania quedó embarazada. No se volvió a acostar con ella hasta dos años después, cuando ya la criatura había dejado de mamar, y la mujer estuvo lista para volver a fecundar. Así hasta que le parió cuatro hijos, todos varones.

   Llegó el momento que con la costumbre, Ignacio no tuvo reparos en satisfacer su necesidad de mujer con Limbania, pero nunca se mostró cariñoso ni atento con ella, y muchos menos se interesó en calibrar la respuesta de placer que pudiera provocarle con su penetración. A los hijos, enseguida que tuvieron edad para ello, se los llevó a dormir con él, y en venganza, por una culpa que no era de la madre, los enseñó a que la aborrecieran.

    Limbania los tuvo con ella mientras fueron pequeñitos, después, sólo por la noche para que no la estorbaran en el trabajo en la cocina, tiempo en el que todos los críos pasaban al cuidado de alguna vieja que ya no podía trabajar en el campo; y enseguida que eran capaces de hacer algo útil, los incorporaban a las labores en los cañaverales para recoger cañas, cargar agua…, o en los campos de labranza. Era el tiempo en que los varones pasaban a dormir en el albergue de los hombres. A los suyos, Ignacio los puso cerca de su camastro y les enseñó que él era su padre.

    Cada vez que ella podía, se les acercaba para acariciarlos, les guardaba una fruta o usaba alguna otra sencilla atención con ellos; pero estos, a medida que iban creciendo, y por la influencia de Ignacio, la comenzaron a rechazar. Había, por una parte, un cierto orgullo de los esclavos que habían nacido y crecido en la hacienda, y que tenían el apellido del amo; estos se sentían en un rango superior a los que habían llegado por compra. Y Limbania era una de estos últimos. Alrededor de su figura se tejió la leyenda que, por haber sido la culpable de la muerte de Ana Pía, el fantasma de esta castigaría a quien se relacionara con ella, y la pobre mujer siempre estuvo relegada, apartada por sus compañeros de infortunio. Sus hijos crecieron con estas ideas, y la ignoraron como madre.

    Limbania se conformaba, al menos con que sus hijos estuvieran en la dotación de la hacienda, pues siempre tuvo el temor de que, como había ocurrido con ella, los pudieran vender y no verlos más. De tanto pensar en esa posibilidad, su angustia se volvió premonición, y esta en hecho, pero no de la forma que ella suponía. Sus hijos llegaron a ser jóvenes sanos y fuertes, aprovechables en el trabajo, y el amo no se iba a deshacer de ellos. Fue a ella, a Limbania, a la que un día vendió.

   En una ocasión, se partió una de las patas del fogón, y un caldero donde se cocían las viandas del rancho, le fue a caer encima a Limbania. Esta saltó hacia atrás, resbaló y, salpicada con el agua hirviente, cayó sobre un cuchillo. De aquel accidente, que la dotación interpretó como venganza de Ana Pía, le quedaron unas marcas que le desfiguraron el rostro y, lo peor de todo, lisiado el brazo izquierdo. Con esa condición física, poco trabajo podría realizar, y a muy bajo precio, don Blas se la vendió a Rosa Morgado, una negra libre que pasó un día por la hacienda. Esta era propietaria de unos cordeles de tierra por la zona de Iguará y necesitaba mano de obra para su atención; sin mucho dinero, no podía darse el lujo de comprar esclavos aptos para el trabajo.

    Esa mañana, uno de los contramayorales fue hasta la cocina, y sin otra explicación, le dijo a Limbania que se fuera con aquella mujer. Quiso demorar la partida para dar tiempo a que los hijos regresaran del campo y verlos por última vez, aunque fuera de lejos, pero la nueva dueña, tenía premura por partir.

   Amarrada para que no intentara escapar y a horcajadas sobre un mulo cargado de cerones con semillas, se fue en la caravana conformada por Rosa y un hijo adolescente de esta. Las esclavas que trabajaban en el batey, al  invocar al espíritu de Ana Pía para que ya descansara en paz, no ocultaron las muestras de alegría por su partida. Cuando Limbania se alejaba, le pareció ver la hilera de esclavos que regresaban del campo; intentó distinguir a sus hijos, pero las lágrimas en los ojos le empañaban la vista.

  Después de haber sido comprada por la negra liberta, que no por ser de su misma raza la trató con mayor benevolencia que los dueños blancos, tuvo dos amos más y, ya vieja y lisiada, fue a dar al mercado de esclavos de Remedios, y allí, recién llegado a la zona, Matildo Delgado la adquirió a muy bajo precio dentro de un lote de esclavos. Al morir este, Limbania se hizo cimarrona, pero a don José, su nuevo amo, no le interesó que los rancheadores la buscaran. Nunca más se supo de ella, pero en Yaguajay todavía se escucha la leyenda sobre una negra vieja que vive escondida por las cuevas de sus costas.

 

domingo, 14 de junio de 2020

Dos personajes para la literatura

PEDRO

    Pedro es uno de esos sujetos cuya vida, aunque rica, da una única historia. Nació en Santa Clara en el seno de una familia que, sin llegar aún a la categoría de clase media o pequeña burguesía, tampoco era ya proletaria ni mucho menos. La madre trabajaba como personal administrativo de tercera categoría en la Junta Municipal de Educación, y el padre era viajante o vendedor al por mayor de cuanta mercancía se le ofreciera. Aunque sin recursos para desarrollar exquisiteces a la hora de cubrir sus necesidades, como hijo único, se crio acostumbrado a satisfacer sus deseos de manera rápida e inmediata sin detenerse a cuestionar  el objeto o las condiciones para su complacencia. Si venía el circo, no lo podían llevar a palco y ni siguiera darse el lujo de sentarse en sillas; mas iban a gradas y el muchacho disfrutaba del espectáculo.

   Asistió a una de las mejores escuelas públicas de la ciudad, y su madre se las agenció para que siempre tuviera buenas maestras. Era inteligente, aplicado, listo y muy dispuesto; servicial con los adultos, pero egoísta con sus condiscípulos, por eso prefería estar con los primeros: personal docente, amigos del padre o vecinos del barrio, a perder el tiempo matape­rreando con los demás muchachos, por lo que desarrolló una madurez social superior a la propia de su edad. 

      Cuando terminó el sexto grado, comenzó en el Instituto de   Santa Clara; pero antes de finalizar el cuarto curso de Bachillerato, debió abandonar sus estudios. La Dirección Nacional del Movimiento 26 de Julio había preparado una huelga general para el 9 de abril de ese año con el objetivo de apoyar a los focos guerrilleros que, encabezados por Fidel, operaban ya en la región montaño­sa al oriente de la isla. Ese día el viento sopló en una dirección que Pedro ni nadie esperaba, y un hecho pura­mente casual vino a modificar el desarrollo posterior de su vida. La huelga no tuvo el efecto esperado, pues ella se concentró sólo en dos ciudades de todo el país, y a pesar del esfuerzo hecho por los comandos militares por alterar el orden e impedir la actividad productiva en estas, el ejército de la tiranía en el poder en aquel momento mantuvo el control de las calles y, a fuerza de sangre y muertos, dominó la situación. 

   Pedro siempre pensó que si al padre lo hubieran podido trasladar con rapidez hasta el hospital, quizás no hubie­se fallecido ese día, pero no fue fácil conseguir un auto para llevarlo en medio de los tiroteos aislados que se producían a cada momento por cualquier punto de la ciudad, y los carros patrulleros y camiones cargados de soldados que pasaban velozmente por las desiertas calles de Santa Clara. Aun así, un revolucionario herido también logró llegar hasta el hospital. El médico de guardia, después de curarlo, lo escondió en la morgue, cubriéndolo con la primera sábana limpia que tuvo a mano, pero allí irrumpieron los sicarios y al descubrir al fugitivo lo  ultimaron sobre la misma camilla donde se encontraba, y partieron llevándose también el cadáver del padre de Pedro, pues el paño que lo cubría, se salpicó con la sangre del revolucionario. La madre de Pedro trató de aclarar la equivocación que cometían, pero dos palabrotas y un fuerte empujón recibió por respuesta cuando arrastraban los cuerpos hacia un jeep.

   Pedro y la madre fueron autorizados para asistir al sepelio del padre bien temprano en la mañana del día siguiente. Sobre la tierra del camposanto yacían once cadáveres, y junto a ellos igual número de amontonados ataúdes. Numerosos policías y soldados armados cuidaban el lugar, sólo los sepultureros y algunos pocos dolientes allegados de los muertos estaban presentes. A medida que los familiares reconocían el cadáver del hijo, hermano, esposo o padre, los obreros del cementerio deposita­ban el cuerpo sin vida en una de las cajas, y a una orden del oficial que dirigía aquella macabra ceremonia, lo llevaban a alguna de las fosas que habían abierto disemi­nadas por diferentes sitios del lugar.

   Pedro se estremeció cuando les tocó a ellos. Él y su madre se acercaron a los cadáveres, y si hasta ese momento la mujer temblaba abrazada al hijo, decidida se atrevió a hablarle al oficial.

    ─Ese es mi esposo, pero él no era de los huelguistas. Murió en el hospital por un ataque al corazón.

   Pedro vio al oficial bajar la vista hasta el cuerpo señalado y volver a levantarla sin mostrar ninguna expresión particular del rostro, pero con la duda reflejada en los ojos. La madre de Pedro se la comprendió e insistió con un contundente razonamiento.

     ─Mírele el cuerpo. Ni una sola herida.

    Tarde para subsanar el error sin caer en el ridículo que ello implicaba, el oficial extrajo su pistola de la cartuchera y con un total distanciamiento y frialdad, le descargó un balazo en el pecho al cuerpo sin vida del padre de Pedro.

      ─Entiérrenlo.

   Dos días después, el muchacho sintió cuando los carros patrulleros se detuvieron junto a la acera. De ellos se bajaron ocho hombres armados. Cuatro se apostaron por diferentes sitios de la calle, y los otros cuatro entraron impetuosamente en la casa. 

   ─Así que este estudia en el Instituto ─dijo el soldado que encañonaba a la madre y al hijo, mientras el resto registraba y revolvía las habitaciones. Sin esperar respuesta a su comentario, agregó─: ¡Buen antro de revoltosos! ─ con el cañón del fusil le levantó la cabeza a Pedro y mirándole a los ojos le preguntó socarronamente─. ¿Tú no estarás como tu padre, metido a revolucionario?

      Pedro partió esa misma tarde con su madre para Remedios.  Al hermano de ella le contaron lo sucedido, y acordaron, para evitar represalias contra el muchacho, que este permaneciera allí.

    ─Tendrás que olvidarte de los estudios y ayudarnos en el merendero.

   Todas las mañanas, Pedro salía con el tío y el primo medio retrasado mental para la playa, sitio de donde no regresaban hasta ya caída la noche. Al principio el trabajo no era mucho, sin embargo la temporada de verano no demoró y, a pesar de la situación del país, el público comenzó a frecuentar el lugar. Pedro era el encargado de vender los helados y los refrescos, y la actividad no le impedía disfrutar con lascivia de la visión de los cuer­pos en trusa de las compradoras. En esa época comenzó a masturbarse con más frecuencias que lo acostumbrado. Como compartía la cama con el primo, para provocarse el placer esperaba a que este se durmiera, pero en una ocasión el primo se despertó y se excitó viéndolo frotarse el pene. Fue cuando Pedro le propuso el trato para esa y otras muchas noches.

    ─Te doy un medio si me la mamas.

   Pedro volvió a Santa Clara a la caída de la tiranía y rápidamente comprendió lo útil de aprovechar la equivocación al considerársele hijo de un mártir revolucionario. Del mando nacional del Ejército Rebelde lo seleccionaron para una escuela militar donde pasó un curso de nivelación para matricular en la Universidad. Por apremio de las nuevas necesidades del país, optó por Medicina Veterinaria; pero antes de terminar el segundo curso académico, comprendió que esta profesión no se avenía con sus aspiraciones e impelido por el temor de que Juan pudiera hablar, solicitó un cambio de carrera. Dada su procedencia familiar y combatividad revolucionaria se le aceptó para un curso emergente en el Instituto Superior de Derecho Internacio­nal, centro en el que además de prepararse como diplomá­tico, comenzó a servir de informante para los servicios secretos de la Seguridad del Estado. A su graduación, laboró en el Ministerio de Relaciones Extranjeras y de allí fue envia­do a estudiar Derecho Diplomático y contrainteligencia a la Unión Soviética. Cinco años a regresó a Cuba y, tras una breve estancia utilizada para casarse  con la novia de tanto tiempo, fue designado Agregado  Cultural en la Embajada de Cuba en Checoslovaquia. A los tres meses de la llegada de Pedro, el Primer Secretario de la Embajada, sin saber quién había sido el informante, fue llamado a Cuba para aclarar ciertos criterios personales expresados de manera confidencial con respecto a la Invasión de los tanques soviéticos al país donde cumplían misión diplomática.

   Pedro ocupó el cargo de Primer Secretario de la Embajada y, aunque lo desempeñó durante cuatro años, su esposa nunca fue a vivir con él, pues novio desde su llegada de la hija de un alto funcionario del gobierno checo. Pronto comprendió el error del amor de su primer matrimonio y rápidamente se divorció. Por un acuerdo entre ambos gobiernos, fue trasladado al equipo de la misión cubana en Nueva York donde además de sus funciones dentro de la delegación a la ONU, serviría de asesor para los asuntos latinoamericanos a la Embajada Checa en los Estados Unidos.

   En una ocasión, Pedro, sin saber quién había sido el informante, fue reclamado a Cuba para responder de ciertas críticas existentes con respecto a su nivel de vida. Conocedor del riego que corría, optó por no llevar consigo a la esposa ni a los hijos, y nunca se arrepintió de ello, pues sólo por la gestión personal de su suegro, se le permitió volver a salir del país después de demostrar que toda una serie de comodidades y lujos, así como el sufrago de vacaciones en balnearios de la costa del Me­diterráneo capitalista, no dependían del presupuesto cubano. Para alejarlo de tan peligroso foco de atención del enemigo, fue designado a la Embajada de Cuba en la República  Democrática Alemana donde, unos meses después de la caída del muro de Berlín, traicionó a la Revolución Cubana y  pidió asilo político en Austria; allí se divorció nueva­mente para casarse con una rica condesa viuda. En los momentos de escribirse esta historia, era accionista y asesor comercial de una firma fabricante de cosméticos.

   Pedro estuvo una vez más en Cuba, pero esto es sólo un hecho anecdótico. De viaje hacia Costa Rica en funciones de trabajo, la nave aérea presentó desperfectos y se solicitó aterrizar en el José Martí, aeropuerto más cercano al sitio donde se encontraban en ese momento.  Negado a abandonar el avión a pesar de todas las segu­ridades ofrecidas por las autoridades cubanas, Pedro vivió dentro de la nave, y hasta tanto no se reanudó el vuelo, las dieciocho horas más amargas de su existencia.  

 

 

 

JUAN

    La vida de este personaje ofrece múltiples posibilidades para la fabulación literaria. Pudo haber nacido en el campo, quizás el último de varios hermanos varones. Sin otros muchachos cerca, se crio libre y solo. El monte, el cauce del arroyo, los árboles, los pájaros y las flores fueron motivos y cómplices para volverlo imaginativo y soñador. O tal vez llegó al mundo en algún pueblo de provincia. El primero y único varón con dos hermanas menores; de padre despachador de bultos en una poca usada estación de ferrocarril, y madre costurera o, mejor, bordadora famosa de blusas isleñas y canastillas.  Acaso, y quién sabe, si hijo del cocinero en el batey de un ingenio azucarero o sereno de un pequeño puerto pesquero.

   Por carencia de escuela en el apartado sitio donde vivía aprendió a leer y a escribir en la casa con su madre.  Inteligente y ávido de saber, leía cuanto texto impreso llegara a sus manos, y cuando al fin, contando diez años, se creó un aula multigrada en la zona, asombró al maestro rural por su capacidad para aprender. Quizás desde primero a sexto grado tuvo una maestra a la que quiso como a su segunda madre y quien convenció a los padres para llevárselo con ella para que continuara estudiando.  

   Juan pudo odiar a su maestra por escindirlo de su medio, no precisamente en la acepción de separación física de la familia, sino por deportarlo a una cultura y a un sistema de vida que no eran los suyos y lo alejaban para siempre de los valores, costumbres, aspiraciones y adaptación emocional al marco socioeconómico predestinado por su nacimiento. O bien fue dichoso, infinitamente dichoso, pues aun con la posibilidad de raciocinio permitido por la condición infantil de su mente, sabía que no estaba hecho para seguir el camino de su padre ni de la inmensa mayoría de los adultos a su alrededor.

   Tal vez Juan vino a llenar un vacío en la vida de quien fue hasta  ese día su maestra; quizás una solterona cabeza de  familia de un hogar compuesto por otras dos hermanas en  iguales condiciones de doncellez; casada sin hijos, o  caritativa y filantrópica a realizarse a través de la ayuda a su mejor alumno de todos los tiempos, o mujer  práctica que se aseguraba el agradecimiento presente y futuro y la ayuda doméstica del momento con la permanencia en su casa de un muchacho con ciertas y determinadas inclinaciones.

   Juan debe de haber transitado su adolescencia atormentado por las inquie­tudes producidas por los cambios físicos y espirituales de la edad ante el dualismo de actitudes percibido entre sus nuevos condiscípulos en el Instituto de Sagua y las beatas de la parroquia de su anfitriona. O quizás se adecuó al grupo de congéneres de las jovencitas de la casa, aprendió de modas, peinados y muchachos bonitos; o por el contrario, si eran varones los hijos de la maestra, estos le enseñaron a fijarse en las muchachitas, a piropear y a fumar, y le mostraron la primera foto de una mujer desnuda que le ayudó a masturbarse como Dios manda y no con fantasías homosexuales. Tal vez fue el marido de su protectora el primer hombre que, bajo amenaza, lo toqueteó libidinosamente, o, en el peor de los casos, el mismo cura de la iglesia; aunque no se debe descartar que, dada la libertad sexual con que se forman los muchachos cerca de la naturaleza, Juan, consciente y voluntariamente, haya accedido una noche a la invitación de uno de sus condiscípulos a la oscuridad de un solar yermo.

   Es posible que Juan y su familia declinaron la invitación hecha por la  maestra para que el muchacho se fuera con ellos para  Miami cuando la Revolución comenzó a inclinarse franca y  llanamente a la izquierda, o para su decepción, nunca lo  invitaron y se vio ante la disyuntiva de aceptar la  posibilidad de ir becado para terminar el Bachillerato en  un curso de aceleramiento y matricular una carrera universitaria, preferentemente agropecuaria, o volver a su  medio de origen a reiniciar una vida de la que ya se  había separado. Quizás, identificado con el romanticismo y espíritu épico de la Revolución, a partir del cincuenta y nueve se abrió ante él una nueva perspectiva de vida.  Deseoso de fortalecer su carácter para parecerse a los héroes del momento, se inscribió en una de las escuelas militares recién creadas, o dispuesto a impedir el paso de los invasores, fue a las trincheras de las costas y aprendió a manejar el fusil sobreviviendo en medio de nubes de jejenes.

   Juan acaso fue con sus hermanos, o con sus compañeros, como otros tantos miles, en un viaje por ferrocarril a la capital del país en casillas de ganado a reunirse con Fidel en la Plaza de la Revolución. Tal vez fuera el 26 de julio de 1959 o el 4 de febrero de 1962, cuando la Segunda Declaración de La Habana, y dueño del mundo, alegre y semi ebrio lo llevaron con una de las prostitutas que hacían zafra despachando sexualmente a tanto conquistador deslumbrado por las luces, las avenidas y los edificios nunca imaginados; y Juan regresó siendo otro, o quién sabe si el mismo, pero más deprimido e infeliz. A su regreso pudo haber pensado, por primera vez en su vida, en suicidarse, o quizás se sintió renacer.

   Juan pudo haberse sentido totalmente realizado cuando  ingresó en la Universidad, y ello debe de haber sido motivo  de honor y orgullo para sus padres por reivindicar este  hecho la injusticia de la ignorancia de tantos años  cometida con sus ancestros, o acaso, embrutecidos hasta  los tuétanos, les importara un bledo que entonces los  muertos de hambre pudieran gozar de la opción universita­ria, no como hecho extraordinario de voluntad o caridad,  sino como derecho incuestionable de clase; en ese caso el  muchacho debió luchar solo, o solo con la admiración del  elemento más revolucionario y progresista de su ámbito.

   Juan se adaptó rápidamente al medio universitario, o quizás viviera abochornado de su humildad, pero siempre el primero por sus luces, disciplina y dedicación.  Sociable y amistoso no demoró en tener novia; o tímido, reservado y huraño, se limitó a mirar con admiración y cierta envidia el desenvolvimiento de los demás. Ingenuo, no se percató, o con prontitud comprendió la intención de Pedro siempre bañándose junto a él, sobándose los genita­les con exageración debajo de las duchas hasta lograr la mirada delatora de Juan para pasar a otra fase de la provocación. Quizás fuera el susto de consentir al recla­mo casi que por intimidación, o la aceptación cómplice y deseada de la necesidad.

    Ante el sonido de la única palabra conocida en su medio que denotara la causa de su separación de las filas del estudiantado universitario cubano, Juan pudo volver derrotado y humillado a su hogar después de su depuración por maricón. Tal vez ese día al llegar a su casa, intentara suicidarse; o supo y pudo ocultarle a la familia lo sucedido. De todas formas, debe de haberse ido lejos, y la casa de una tía en La Habana era un buen  lugar para asumirse como homosexual e irse del país en la  primera oportunidad o para intentar la reivindicación  social a expensa de ocultar su condición personal.  

      Con el paso de los años, Juan obtuvo una beca de técnico medio de inseminación artificial en un recóndito y apartado lugar de Pinar del Río, o comenzó a laborar en una fábrica de cualquier cosa donde al cabo del tiempo volvió, esta vez en cursos para trabajadores, a aprobar los estudios de la Enseñanza Media. Estos años vivió como sujeto huraño y melancólico, o quizás, en el mejor de los casos, lograra una adecuada adaptación social. Resentido con la Revolución o revolucionario resentido consigo mismo. La propuesta de sus compañeros para que se le asignara una plaza para co­menzar a estudiar una carrera universitaria en el sistema de facilidades para trabajadores ofrecidas por la Revolu­ción lo tomó de sorpresa o sintió haber alcanzado la meta por la que llevaba años luchando y esforzándose calladamente. En el primer caso debió de haber temido que en cualquier momento saliera a relucir su depuración en la Universidad Central, o tenía bien estudiado el asunto y sabía que a aquella filial agropecuaria de una recién inaugurada universidad nunca llegaría un documento acre­ditativo de lo ocurrido hacía ya tanto tiempo en el centro de la isla.

   Juan, acosado por un rumor muchas veces ni siguiera materializado, pero que lo perseguía como sombra de polvo sucio, tal vez lograra casarse. Era buen esposo, magnífico padre, trabajador ejemplar y revolucionario de ideas y conducta, por lo que no debe haber habido ningún reparo en que se le entregara el carné de fila en el Partido Comunista de Cuba, donde no se permitían homosexuales. Militante y graduado como Médico Veterinario debe de haber pasado a ocupar cargos de direc­ción en su empresa de trabajo, siempre dentro del ámbito técnico. Puede que no se haya casado y que nunca lo aceptaran como miembro del Partido. Quizás cumplió misión internacionalista de carácter civil en algún país de África: Somalia o Etiopía. Acaso en algún momento obtuviera la condición de Vanguardia Nacional en la emulación de su sindicato o la categoría de Investigador Principal y recibiera como premio un viaje de quince días a un país socialista de Europa en el que con su esposa y otras tantas parejas visitara museos, iglesias, mausoleos y campos nazis de concentración.

   Juan pudo haber tenido siempre presente el hecho de su depuración de la Universidad, o con el tiempo, el hecho pasaría al fondo de su pensamiento; o sufrir la callada zozobra por haber obviado el asunto en su currículo científico y en los tantos historiales de vida rendidos a su organización política. Bien disímiles deben de haber sido las ideas y sentimientos en él cuando, casi veinticinco años después, tuvo que regresar a la Universidad Central de Las Villas para un insoslayable evento científico: el XV Congreso Latinoamericano de Veterinaria.

    Allí, con la primera persona con que pudo haberse encontrado, fue con Camilo Alberto, el ex compañero de estudios, pero este no lo reconoció y sencillamente se dieron la mano cuando alguien los presentó antes de entrar al teatro, el mismo teatro donde se celebraron los juicios depurativos; o en la primera oportunidad que tuvo el antiguo dirigente de la FEU se le acercó, se le identificó y lo felicitó con alegría.  Unos minutos después, cuando Juan debió de hablar para agrade­cer el premio que le otorgaba la UNESCO, quizás fuese la ocasión propicia para hablar de sus inicios como estu­diante. Para sorpresa y escándalo de muchos lo hizo, o quizás no le alcanzó el valor para ello.

   Juan pudo haber terminado sus días por un inexplicable suicidio, aunque lo más seguro es que, para satisfacción de sus congéneres, a quienes, por su malevolencia de homosexual resentido, les hacía toda clase de daño posible, haya muerto repentinamente con todo honor, o que todavía, en los momentos de escribirse esta historia, se esfuerce por ser cada día mejor.

 

sábado, 6 de junio de 2020

Prisilia y Panchito

La entrega de la semana pasada  titulada El autor, terminó con la referencia a una situación (que quedó en la incógnita) y a dos personajes propicios para la literatura, pero dado el interés despertado por Panchito, el protagonista anterior, hoy voy a contar su historia, pues, al compararla con la de la camarera del rectorado de la universidad Central, Prisilia, puedo seguir analizando los matices de la realidad para trabajar la fantasía creadora. Así, entonces, aquí les presento a otros dos expulsados del paraíso de mi libro: 

PRISILIA Y PANCHITO

    Como muchas veces ocurre, las personas que nos pueden parecer de vida más interesante, generalmente no la tienen; como sí ocurre con quienes nos parecen las personas más sencillas y menos relevantes.  Por ejemplo, la camarera del alto centro docente de Las Villas en mi época de estudiante, pudiera sugerir la heroína de una fabulosa novela histó­rica romántica, pues por su porte y aspecto bien podría haber pertenecido a los servicios de protocolo de la Reina Isabel de Inglaterra en el Palacio de Buckingham. Era una mestiza de mediana edad, sin duda descendiente, por su donaire de princesa, de algún soberano africano o bisnieta de un duque alemán, educada en un colegio parisino de monjas y tocada por el halo de gracia de las grandes matronas cubanas  de abolengo, cuya trenza recogida alrededor de su cabeza y el  siempre pulcro cuello blanco del uniforme denotaban la disci­plina propia de alguna de las iglesias protestantes más  ortodoxas de los Estados Unidos. Y si menciono a Prisilia, que así debió llamarse la susodicha camarera, es para demostrar que con personajes como ella para escribir una novela, debe recurrirse a la fantasía, pues a pesar de todos los diferentes matices que se anunciaban en su presencia y conducta, si nos circunscribimos a la realidad, de esta señora no habría mucho de interés por decir. Santaclareña como sus padres y abuelos, de joven comenzó a ganarse la vida como doméstica hasta que al inaugurarse la Universidad fue a traba­jar en ella como empleada de servicio, y por su porte y mesura fue designada al edificio del Rectorado. Casada con un carpintero honrado y trabajador, madre de tres hijos y abuela de otros tantos nietos, el día de la visita del Embajador Chino y su comitiva no fue a trabajar sencillamente por una informa­ción equivocada dada por su jefe inmediato superior.  Así que como ves, no hay de donde sacar una historia.

 

   Como personaje, el caso de Panchito, el mensajero usado para servirle el café a la comitiva china, es bien diferente al de Prisilia, pues su vida se presta, lo mismo en el plano real como en el de la ficción, para escribir un intere­sante relato. El mismo asunto del desconocimiento de su padre, da para imaginar las más alucinantes tramas.

   Panchito era hijo de una rumbera de circo famosa en los  campos de Cuba desde la época de la Primera Intervención  Norteamericana, mujer hermosa y bien formada quien nunca dijo  quién era el padre de aquel niño que, para sorpresa de todos,  nació una madrugada sobre la cama del destartalado camión del  Circo Matienzo cuando se dirigía hacia otro pueblo después de  la función en Ciego de Ávila, función en la que Caruca, el  Ciclón del Trópico, nombre artístico de la rumbera, bailó  como de costumbre con su mínimo traje de larga cola de vuelos  y pasacintas sin que nadie sospechara de su  embarazo.

   Desde bien pequeño Panchito tuvo que ganarse los frijoles, primero como payaso y después como ayudante del mago. Al llegar a la adolescencia apareció la única herencia que debe haber recibido del padre, pues su madre no tenía aquel cuerpo desarticulado y de extremidades excesivamente largas alcanzado de la noche a la mañana por el muchacho. Ante aquella nueva figura, el administrador del circo lo bautizó como "El arácnido humano" y comenzó a exhibirlo con un ajustado traje negro contorsionándose sobre una gran tela de araña, pero resultó tan repulsivo que pronto se desis­tió de aquella idea, y entonces Panchito se convirtió en equilibrista hasta una noche que se partió la cuerda floja.  Aunque sin graves consecuencias físicas, el joven quedó totalmente traumatizado para seguir ejerciendo la profesión y desarrolló el hábito de encorvarse, pues hasta mirar desde el lugar que le correspondía estar a su cabeza, la altura le causaba pavor. Trató de adiestrarse como malabarista, pero era demasiado torpe con aquellos brazos tan largos y sólo logró algunos pequeños ejercicios que no daban cuerpo para un número artístico. A sugerencia de su madre, ya vieja para trabajar de rumbera, constituyeron un dúo cómico que los llevó de nuevo a la fama y fue el nacimiento de personajes que, tal como lo fueron la mulata y el negrito para el teatro bufo, se constituyeron en clásicos de la recién inaugurada televisión de Cuba: la madre guaji­ra y el hijo tonto y comilón[1]. Negado Panchito a abandonar Santa Clara, ciudad escogida por el destino para que en su cementerio reposaran los restos de la artista, le dijo adiós al circo cuando este partió para otro sitio y comenzó a trabajar en disímiles oficios antes de pasar a servir de mensajero de la Universidad

    Y aunque lo ocurrido con la esposa del embajador de China[2] fue conocido y comentado, no precisamente por ello este personaje pasó a  formar parte del folclor tradicional de Santa Clara, sino,  porque desde el día en que enterró a la madre en el fondo de  nuestro cementerio y hasta el día de su propia muerte, no  faltó ni una sola mañana, tarde o noche que no fuera a depositar una flor, primero en la tumba y después en el nicho  hacia donde fueron trasladados los restos de su progenitora;  misión esta de la que por superstición se han seguido ocupando los sepultureros del cementerio hasta los días de hoy.[3] 

 



[1]NOTA DEL EDITOR.

El autor se refiere al dúo integrado por los actores Eloísa Álvarez Guedes y Severino Puentes que en la década del cincuenta popularizaron a los personajes Simplicia y su hijo.

Independientemente de las situaciones de cada sketch siempre se establecía entre ellos un diálogo semejante a este:

 NIÑO: Mamá, tengo hambre.

 GUAJIRA: ¡Muchacho, si ahora mismo te comiste diez tamales, una mano de plátanos manzanos, siete panes con lechón, un cartucho lleno de calabacitas chinas, cuatro mangos y como quince empanadas!

NIÑO: ¿Y eso es comía, mamá? ¿Eso es comía?

[2] Si no recuerdas a qué me refiero, debes volver al texto de la semana anterior en el blog: El autor.

[3] En el imaginario popular santaclareño ya se comentan milagros atribuidos a la rumbera Caruca, El

   Ciclón del Trópico, acaecidos durante el paso de huracanes por la isla.

lunes, 1 de junio de 2020

El autor

   La labor de creación literaria es una de las más solitarias del mundo; si no, míreme aquí, solo frente a mi computadora, mientras que los demás seres conversan, pasean, se divierten o se hacen el amor, yo trato de  atrapar en palabras un mundo creado a imagen y semejanza de mis fantasías, gracias a las evocaciones equivocadas de un pasado que posiblemente nunca existió.

   Siempre parto de hechos o personajes reales, y de  acuerdo con las posibilidades brindadas por  cada uno de ellos, les doy libertad para que piensen y actúen como mejor les  parezca; sólo los coloco en una situación dada y les  doy vida, y entre nosotros se crea una relación como la de Dios con Adán y Eva en el Paraíso Terrenal, lo que a  veces me hace pensar si no es el género humano el conjunto de personajes de ficción de una gran novela que  escribe un autor medio mediocre llamado Jehová y aspira  a publicar en Mefistófeles Editor. De ser así, este texto no sería más que literatura dentro de la literatura: la historia de un autor que  en la  novela de  Jehová  escribe  y  cuenta  cómo  lo hace.

   Mis personajes pueden hacer y deshacer hasta el límite exacto donde a mí me parezca bien, pues de lo  contrario, los obligo a comportarse como yo quiera, a  pensar y a decir lo que yo desee, o sencillamente me les  aparezco en su mundo y me pongo a indagar:

   ─¿Dónde estáis? ¿Por qué os escondéis de mí? ¿Acaso  habéis hecho algo que os dije que no hicierais?  ¿Habéis comido de la fruta prohibida? 

   Y los expulso de las páginas de mi manuscrito, o sea: del Paraíso, y para ellos no será la gloria de aparecer en una novela. Ya ello les ocurrió, que recuerde, a El artesano, a El condenado, a El atrincherado y a El ungido; protagonistas a quienes ni siguiera tuve el trabajo de ponerles nombre.

   Aunque no creas, a veces, si no me percato a tiempo, mis personajes lo pueden complicar todo de tal manera que después no vislumbro  cómo darle fin a la trama; es cuando muy tranquilamente me dicen:

   ─Mira a ver cómo solucionas todo esto.

   ─Eres el creador, ¿no?

   ─Será a ti a quien le paguen los derechos de autor.

   Y se sientan a esperar a que yo resuelva los  conflictos. Los puedo meter un año en una gaveta o hasta  poner el manuscrito, como forma de amenaza, en el cajón  de los papeles destinados para la basura, pero aún así se mantienen inmutables. A veces pienso que los personajes de mis libros anteriores, por alguna conexión  desconocida para mí entre mis neuronas, se comunican con los que  trabajo en ese momento, y los primeros les advierten a los menos experimentados.

   ─No se preocupen ─les dirán─. Nuestro autor hace esas crisis histéricas y dice que va a romper lo que está escribiendo, pero como es bien obsesivo, al fin y al cabo,  entra por el aro y busca la forma de terminar el libro.

   ─Con nosotros ─cuenta algún personaje de uno de  mis primeros textos de ficción─ fue peor. Un día quemó el manuscrito en el que aparecíamos, pues dijo que aque­lla novela no servía  para nada, y todo porque él confundió los ambientes y creó un caos narrativo. Cuando ya estábamos resignados a desaparecer antes de oler la tinta de imprenta, alguien trajo la noticia de que lo  hacía para intimidarnos, pues a buen recaudo conservaba  una copia del original que se consumía en la hoguera; y  no fue hasta seis meses después que nos sacó de nuevo y  personalmente se ocupó de organizar lo escrito y de  acabar de tejer los acontecimientos de nuestras ficticias  vidas en su vieja máquina de escribir.

   Los personajes son como los pájaros. Algunos son  águilas y vuelan alto y lejos, otros se mantienen siempre en un espacio reducido y breve. Los hay insípidos y fríos que no da gusto escribir de ellos ni dos palabras;  mientras que existen quienes están llenos de matices y  claroscuros en sus conductas como para hacer un tratado  de Psicología. Hay personajes  de vidas reales tan ricas que no dan trabajo para hilvanar una historia  de ellos, y por otra parte están los que ofrecen tantas  sugerencias que despiertan la fabulación del más seco de  los cerebros (así que imagínense lo que puede ocurrir en  el mío que es prodigioso para la fabulación).

  Esto que le voy a contar pudo haber ocurrido. Tuvo que ver con la Comisión de  Recibimiento a la que yo pertenecía  en mi época de estudiante universitario y que un día les dio la bienvenida en los predios de la Universidad Central de Las Villas Marta Abreu al mismísimo Embajador de China y su esposa de este.   

   En el rectorado trabajaba Prisilia,  una camarera quien después de dieciséis  años y cinco meses exactos sin faltar ni una sola vez a su  trabajo desde el día siguiente de la inauguración de la Universidad, no se presentó para la recepción de la comitiva  china, y ante la ausencia de otro personal más idóneo, pues  se trataba de un sábado no laborable, se recurrió como  medida de emergencia de última hora a los servicios de Panchito, el mensajero del Rectorado, para que sirviera el café en el salón de protocolo.

   Al día siguiente de lo ocurrido con la comitiva china, el Rector fue comprensivo y expulsó del trabajo, no al infeliz mensajero próximo a jubilarse, sino al funcionario que le había encargado servir el café. ¡No era para menos!   A Panchito se le indicó que primero debía dirigirse al  embajador y, sin hablar ni una palabra, ofrecerle la bandeja  para que, si él lo deseaba, tomara una taza de café, después  a la esposa de este, al Rector y, así sucesivamente a los miembros de la comitiva extranjera y funcionarios de la Universidad en el orden en que estaban sentados a la gran  mesa de conversaciones y terminar con los dos o tres alumnos  en el extremo cerca de la puerta por donde él entraría; y  estoy seguro de que lo hubiera hecho bien, pues Panchito no  era bruto, pero no más le abrieron la puerta para que entrara  al salón, enredó los pies con el borde de la alfombra y tuvo  que hacer gala de todas las habilidades adquiridas como  equilibrista, contorsionista y malabarista de circo para no  caerse ni derramar al suelo los veintidós platillos con sus  respectivas tazas de café que llevaba sobre la gran bandeja  de plata. Tantos movimientos, vueltas y balances para recupe­rar el equilibrio le confundieron en la dirección que debía llevar y al primero que le ofreció fue a mí,  sentado en el extremo de la mesa. Sabiendo el error que cometía el improvisado camarero, levanté el dedo índice y moviéndolo de un lado a otro, traté de orientarle que no lo siguiera haciendo así, gesto que Panchito interpretó como que no quería café. Lo mismo hicieron los otros dos alumnos y los funcionarios de menos categoría en la reunión hasta que, en medio de un silencio de asombro en unos, molestia en otros y susto en la mayoría, al llegar al Rector, este declinó el  ofrecimiento y le indicó que primero le ofreciera al Embaja­dor y a la esposa de este. Preocupado de que nadie quisiera  café, Panchito se paró al lado de la Embajadora e inclinándose hacia ella, redujo su altura y sustituyendo habilidades con la dulzura pueril con que moduló la voz, le preguntó:

   ─¿Chinita toma café?   

   Si no me cree, como es de suponer, están al publicar la  correspondencia entre la Cancillería Cubana y las embajadas de las grandes  potencias mundiales radicadas en La Habana, relacionada con la Crisis de Octubre o Crisis  de los Misiles, como se le conoce internacionalmente, y entonces, y  gracias a que el hecho ocurrió unos días antes  de que Estados Unidos decretara el bloqueo naval y aéreo de  nuestro territorio, podrás leer la nota que Raúl Roa, Ministro de Relaciones Exteriores en aquel momento en la Isla, le enviara a Mao Set Tung aclarándole y ofreciéndole disculpas por el trato dado en la Universidad Central de Las Villas a la Gloriosa República Socialista de China en la persona de la señora esposa del Embajador de ese país en Cuba.

   Después de este hecho, acontecieron días de mucha tensión.  Primero el reclamo oficial del Embajador, las cartas de  disculpas del Rector, la protesta de la Cancillería China, la  intervención de las más altas jerarquías gubernamentales y  políticas de ambas naciones, y cuando ya se estaba solucionando el problema, el Embajador de los Estados Unidos de Norteamérica ante la ONU acusa a la Unión Soviética de tener armas nucleares en Cuba.

   Nunca la humanidad había estado al borde del holocausto  nuclear como esa vez; y también en la Universidad se acató el  decreto de estado de máxima alerta combativa. Los alumnos y  los profesores se metieron día y noche en las trincheras abiertas en los jardines de toda la instalación  docente, y aunque no estuvo claro, de haberse declarado la guerra atómica, cuál sería la misión militar que les correspondería, con tanta lluvia y sereno fue lógico que  Camilo Alberto, uno de los dirigentes de la FEU de aquel entonces, cogiera el catarro que, aún después de una  semana de volver el planeta a la normalidad, lo obligara a  guardar cama aquel infausto día en que… A ver,  dime dos nombres cualquiera. Pedro y Juan. Está bien. Pedro y Juan pensaron  que estaban solos en el dormitorio de los becados.

   Y he aquí dos nuevos personajes y una situación como una mina de oro para la ficción, pero sin un autor que escriba la historia, esta desaparecerá en los intersticios del tiempo.  Yo, el personaje autor de la novela de Jehová, ya la escribí, pero como estos (Predo y Juan) también fueron expulsados del manuscrito de mi libro, y no olerán la tinta de la imprenta, los daré a conocer en una próxima entrega. ¿O les cuento la vida de Panchito? Ustedes deciden que pongo primero.