La mayoría de las personas que la conocían consideraban que María Demecia era lesbiana. Llegó a los treinta y cinco años de edad sin haber tenido nunca novio, y los hombres que se le acercaban con algún tipo de intensión amorosa eran despachados con premura. Pero tampoco se le vio con mujeres homosexuales.
En realidad, ella tenía una clara y bien definida inclinación hacia el sexo opuesto, le gustaba el aspecto de los hombres y en determinados momentos del mes sentía con más fuerza la rara necesidad del contacto físico con un varón. Pero a su vez, los rechazaba por la forma típica con la que generalmente se comportaban.
—No sé si es una condición genética o cultural —se decía.
Ella soñaba con un hombre varonil, a la par que delicado y fino. Un hombre que traspirara su esencia de macho: valiente y arriesgado, nada rebuscado, activo, firme y agencioso; a la par que dulce, educado, cariñoso, tierno y apasionado en sus afectos.
—Un hombre que fuera una dama —soñaba.
La animosidad hacia los hombres le venía a María Demecia por la herencia de sus ancestros femeninos de mujeres sometidas a la voluntad, los vicios y maltrato de sus maridos. A su mamá la violó el padrastro cuando no había cumplido los trece años. Este hombre era quien sostenía económicamente el hogar, y por ello, amo y señor de aquella casa y de quienes en ella vivían. La infeliz esposa no tuvo otra salida que soportar aquel vejamen, limitándose a cuidar a la hija, no dejándolo nunca más sola con su marido.
Perdida la virginidad, en una época y cultura que consideraba esta condición como imprescindible para un matrimonio por amor y con honor, la madre de María Demecia se vio obligada a aceptar por marido a un hombre mucho mayor que ella, quien toda la vida la ofendió y vilipendió a su gusto por el hecho de no haber sido él quien que la desflorara.
La carpintería propiedad del esposo tenía la fachada hacia la calle, y la vivienda en la que María Demecia nació y vivió toda su infancia, estaba detrás de esta, por lo que su madre vivía prácticamente enclaustrada en la casa.
—Tú eres muy puta para andar fuera —le decía el marido.
Sin amigas ni vecinos con quien compartir, se volvió un ser taciturno y triste que el marido violaba siempre que le viniera en ganas. Ella no ponía resistencia, pero tampoco se mostraba partícipe del acto carnal.
—De seguro disfrutaba con los machos que te cogieron antes que yo —y la abofeteaba mientras la poseía—. ¡Vamos, goza, so descarada!
Con el paso de los años, el vigor sexual del ya envejecido hombre fue cediendo hasta perder toda capacidad de erección, y comenzó a beber más de lo acostumbrado para mostrarse entonces en extremo agresivo. Ello comenzó a ocurrir a partir de que María Demecia cumpliera los cuatro años.
—¡Calla a esa mocosa! —le exigía el marido cuando la niña se ponía a llorar.
La madre, para evitar que la oyera, ideó esconder a la hija debajo de una canasta, hasta el día en que el hombre la supo allí, tiró una patada y la cesta fue a dar contra una pared. María Demecia nunca más se atrevió a llorar ante las escenas de furia del padre, y temblaba y sufría en silencio. Durante ocho o nueve años en que duró su tormento, su miedo fue en aumento hasta convertirse en una verdadera fobia, asociada a los pantalones, pues fijó la pata de estos como el elemento agresor que la golpeó contra la muralla.
La coincidencia del destino hizo que el mismo día en que ella tuvo su primera menstruación, el padre se muriera de repente.
—¡Mamá! —llamó María Demecia desde el baño—. ¡Corra acá!
La madre fue presurosa y cuando vio cuál era el motivo de alarma de su hija, sonrió con amargura y le dijo:
—Es que ya eres mujer —lávate bien y ponte este trapo.
Pero no le pudo explicar más, pues otra voz vino de la carpintería reclamándola. Era la de uno de los ayudantes de su marido, pues este había dado un grito y se había caído al suelo.
—Busquen en que llevarlo para el hospital —les pidió la mujer a los operarios, pero estos no se movieron.
—Es que ya no hace falta —dijo uno.
Y ante su cara de asombro, el más viejo le explicó:
—Está muerto —se quitó el gorro de trabajo y, bajando la vista, le dijo—: Le acompaño el sentimiento, señora.
Aquella expresión fue como un conjuro mágico que le vino a traer fuerza y luz a quien hasta entonces había sido la doblegada esposa. De un golpe vio la vida de manera diferente y la actitud, con la que hasta ese momento había vivido, cambió de repente.
—Cárguenlo y tráiganlo para la cama —ordenó de manera autoritaria.
Los dos hombres la obedecieron y, como con un fardo, condujeron el cadáver hasta donde la mujer les indicó. Depositado el cuerpo sobre el lecho matrimonial, de nuevo ella, con las riendas de su vida y de su hogar en las manos, les dijo que cerraran la carpintería y fueran a avisarles a las autoridades. Al quedarse sola con el muerto, tuvo la intención de escupirlo para vengarse de tantos años de humillación, pero no llegó a hacerlo.
—¿Qué pasa, mamá? —indagó María Demecia desde la puerta de la habitación.
—Nada. Que se murió el hijo de puta y maricón de tu padre —y sin esperar la reacción de la hija, le mandó—: Ayúdame a quitarle la ropa.
María Demecia se quedó impávida, vio como la madre le quitaba los zapatos, le zafaba la hebilla del cinto, le soltaba los botones de la cintura y la portañuela y le bajaba los pantalones.
—Hálaselos.
La muchacha comenzó a sudar frío, no por estar en presencia de un muerto ni que este fuera su padre, pues muchas noches había soñado con ese momento, sino por tener que tocar el fetiche de su fobia y se hubiera echado a correr, pero la desconocida voz autoritaria de la madre la obligó a obedecer.
Agarró con firmeza la tela por los dobladillos y haló con fuerza hasta que ya desprendido del cuerpo, tiró el pantalón al suelo, hecho este que provocó el milagro de la desaparición de su miedo, aunque no por ello su rechazo a lo que la prenda de vestir representaba: los hombres.
Nunca supo, más allá de las apariencias externas, qué los diferenciaban y hacían seres más poderosos, con la potestad de dominar y avasallar a las mujeres, pero en ese momento lo vio. La madre había despojado al cadáver del calzoncillo, y por primera vez en su vida pudo observar la bolsa de piel peluda en la entrepiernas sobre la que descansaba un simple cilindro de carne y pellejo.
Libre del tirano que tanto abusó de ella, la madre se tornó un ser fuerte y autoritaria; no admitió que jamás un hombre volviera a poner un pie dentro de su hogar, administró sabiamente los negocios de su marido y manejó con mano dura a los empleados de la carpintería. Hizo que María Demecia terminara sus estudios de enseñanza media y adquiriera un oficio que le permitiera ser económicamente independiente para no depender de que alguien la mantuviera.
—Vive alejada de los hombres —fue la divisa que siempre le predicó.
María Demecia conoció a Tristán cuando comenzó a trabajar como peluquera y maquillista en el departamento de Anatomía Patológica del hospital provincial, donde él se desempeñaba como eviscerador, y pronto se percató que Tristán era un hombre diferente. Él vivía orgulloso de su nombre, pues Tristán fue uno de los miembros de la mesa redonda del Rey Arturo, y a los legendarios personajes, por su forma de comportarse, se les llamó caballeros.
—Los del medioevo —le dijo en una ocasión María Demecia— además de justos, generoso, como tú, eran bien románticos.
En la medida que María Demecia fue conociendo a Tristán, su deseo de tenerlo para ella se le convirtió en una obsesión, pero inepta para el coqueteo femenino, se limitaba en admirarlo y soñar noche tras noches con él.
En una ocasión ocurrió un hecho que le permitió a María Demecia calibrar en su totalidad los valores de Tristán. Su esposa falleció y no hubo forma de convencerlo para que no fuera él quién hiciera la autopsia
María Demecia nunca había querido ver cómo se procedía al abrir a un muerto, pero en esa ocasión se llenó de valor y se ofreció a acompañarlo.
—Gracias, pero no hace falta.
Durante varios meses, María Demecia se imaginó vivir lo que esa noche vio a través del ventanuco que daba al macabro local. Tristán entraba a su habitación y con mucha delicadeza le iba quitando la ropa hasta dejarla totalmente desnuda encima de la cama; le tomaba una mano y, como para pedirle permiso, se la llevaba a los labios y le daba un largo beso. Puesto de nuevo el brazo en su lugar, María Demecia se trazaba con la uña un surco desde la garganta hasta el pubis y sentía como Tristán con el separador le abría las carnes, con el costótomo le partía el esternón, le separaba las costillas y le metía las manos en su interior para irle removiendo y extrayendo las vísceras hasta llegar a los ovarios, halarle las trompas de Falopio y cortarle el útero desde donde mismo comienza la vagina, caliente y húmeda, pues para algo ella estaba viva.
Limpia de inmundicias internas, sentía como con delicadeza le oprimían los senos para llevarlos a su sitio. Con sus manos, como si fueran las de Tristán, se iba uniendo la piel con puntadas cortas y parejas para que la cicatriz se viera bonita, desde el pecho, el abdomen, hasta el bajo vientre; entonces María Demecia levantaba la grupa para ayudarlo y se contraía y estremecía una, dos, tres veces hasta caer desmadejada y satisfecha. Pero su hombre, con una esponja enjabonada, la acariciaba entonces con más amor que pasión para limpiarla de toda suciedad y pudiera dormir en paz el resto de la noche.
María Demecia esperó tres meses, después de la muerte de la esposa de Tristán, pues si al personaje de la leyenda lo habían embriagado de amor con un elíxir mágico, ella haría lo mismo con el eviscerador para lograr poseerlo.
—Traje un termo con té sin azúcar, como a ti te gusta.
El efecto se le presentaría en menos de dos horas, cuando ya fuera pasada la media noche. María Demecia se hizo la desatendida, pero a cada momento lo observaba con disimulo hasta que percibió la intranquilidad del hombre, el enrojecimiento de la cara y la respiración agitada entonces se le encimó y trató de besarlo, pero Tristán la detuvo turbado.
—No. Aquí no.
La negativa no era precisamente por el lugar, pero María Demecia la interpretó como una aceptación. Lo tomó de la mano y lo incorporó para que la siguiera. Tristán no quería, pero su sin fuerza para negarse y con la sangre golpeándole el cuerpo, la siguió.
—En la mesa de las autopsias —le dijo ella—. Ahí nadie va a entrar.
Hubiera preferido la iniciativa del hombre, con gestos tiernos, suaves caricias y lindas palabras de amor, pero María Demecia sabía que esta vez no sería así y fue ella quien lo acostó sobre el frío metal y le quitó la ropa. Por segunda vez en la vida veía el órgano viril de un hombre, pero este no era el flácido pedazo de carne de su padre, sino un falo dirigido al techo y bufando en estertores queriéndose reventar.
María Demecia había tenido la precaución de quitarse la ropa de la calle por lo que al desprenderse de la bata sanitaria que la cubría, quedó solo con el calzón, y se agachó con prisa para quitárselo. Estaba enloquecida y nada le importaba. En ese momento solo le interesaba poseer a aquel hombre que era todo dulzura y bondad y al que amaba enfermizamente.
Cuando logró desprenderse de la única pieza de ropa que le impedía poseerlo, no supo qué debía continuar, cómo seguir aquel acto de locura de amor. Hubiera querido que Tristán tuviera alguna iniciativa, alguna participación más activa y no solo permanecer sin moverse encima de la mesa de picar a los muertos, pero es que ya él también lo estaba.
Las pastillas que María Demecia le había echado en el té y que de primer momento le causaron una dolorosa erección, también le elevaron la presión arterial, provocándosele un flujo de sangre que, a través de las venas cavas en el ventrículo derecho, rompió la válvula tricúspide y le partió el corazón.
A horcajadas, María Demecia se clavó al cadáver, y no por el dolor de la rasgadura del himen, pero comprendió que no era de aquel pedazo de carne el placer pretendido, sino el que le diera el alma de Tristán. ¿Pero dónde se ocultaba el aura espiritual que determinaba sus sentimientos, pensamientos y conducta?
Viró el cadáver boca abajo. Tomó un bisturí y, como ya había visto hacer, cortó la piel de oreja a oreja. Agarró el cuero cabelludo y lo haló para desprenderlo del cráneo. Temblando de impaciencia, buscó y conectó la sierra eléctrica, con precisión propia de una especialista cortó el hueso hasta lograr levantar una tapa de este. Extrajo el cerebro, pues estaba segura que allí residía la esencia del ser amado, y con aquella masa encefálica sangrante en la mano se frotó el clítoris hasta alcanzar el orgasmo.
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