sábado, 9 de mayo de 2020

El frustrado milagro de la transfiguración

     Mira que la vida da vueltas. Desde que tuve cinco años expresé mi deseo de ser monja, y ahora, mírame aquí…

    Mi vocación religiosa apareció el día que vi pasar a dos extrañas figuras.

    —¡Mira, abuela! ¿Quiénes son?

    —Son monjitas.

    —Cuando yo sea grande, quiero ser monja.

    Mi abuela me atrajo hacia ella y sonrió con una triste expresión de misericordia

    —Mi niño, tú no puedes ser monja, porque te sobran unas cositas que la naturaleza te dio y que te cuelgan entre las piernas.

   —¡Pues no las quiero! — afirmé con decisión.

    Mi abuela creyó que aquella inclinación a la vida religiosa se podría enderezar por senderos acordes a mi verdadero sexo, y por tal motivo me llevó a la parroquia para que el padre Bergantín, párroco del pueblo, me enseñara el catecismo.

     —Con mucho gusto, señora —manifestó el sacerdote.

     El lunes siguiente, mi abuela mi vistió de blanco y a la hora señalada, me dejó en la sala de la casa parroquial al cuidado de mi tutor religioso.  Lo primero que el párroco hizo, fue tomarme de la mano y llevarme al interior del templo, donde me señaló cada una de las imágenes que había en los altares. En más de una ocasión me tomó por la cintura y me alzaba para que los pudiera observar de cerca.  Después me llevó por una pequeña puerta a un costado del altar mayor, atravesamos la sacristía y entramos en lo que era su oficina privada.

    —Te voy a mostrar unas láminas bonitas —dijo y me pidió que me le acercara. Abrió el libro, pasó sus páginas hasta detenerse en una donde había dibujos.

    —Estos son los angelitos del Paraíso. Están desnudos, porque en el cielo los seres puros, no tienen que vestir ropa —me explicó pasando su dedo índice sobre las imágenes de aquellos seres alados—. Tú podrías ser uno de ellos.

    —Yo no quiero ser angelito —me atreví a decirle.

    —¡Ah, no! ¿Y eso por qué?

    —Porque quiero ser monja.

    El padre Bergantín se acomodó en su asiento y sonrió. Eso me dio confianza para seguir hablando, y le dije que mi abuela me había dicho que no podría serlo, pues yo no era como mi hermanita.

     —¿Y cómo es tu hermanita? —me preguntó el cura.

     —Tiene rajita y yo no.

     —Pero de seguro, tienes un huequito que te puede servir igual.

    —¿Dónde? —pregunté interesado.

    El padre Bergantín posó de nuevo su dedo sobre uno de los angelitos de la lámina, y señalándole las nalgas, me dijo:

    —Aquí —y sin que yo hablara, me pidió—. Déjame revisarte. —se puso de pie, me tomó por debajo de los brazos y me subió en su butacón.

     Como mi abuela me indicó que obedeciera al Padre, dejé que me examinara.

    —Vamos a ver ese huequito —dijo y con ambas manos me separó las posaderas—. ¡Qué lindo! —exclamó, y sin dejar de mirarlo me preguntó—: ¿Tú le has visto la raja a tu hermana? —como afirmé moviendo la cabeza, me preguntó—: ¿Cómo es?

    —La tiene entre las piernas. Parece una empanadita, los bordes son gordos y dentro se ve rosada.

    —Yo tengo un hisopo para rociar el agua bendita que puede hacer que con el tiempo tu huequito se vaya volviendo una raja, como la de tu hermana. ¿Quieres que te lo ponga?

    —Sí.

    Sin moverme de donde me encontraba, vi que el padre Bergantín tomó un pequeño bote de cristal.

    —Es óleo para la extremaunción —explicó ante mi cara de ignorancia, aunque seguí sin saber de qué se trataba.

     Se situó detrás de mí y me pidió que me arrodillara encima del asiento.

Me volvió a separar las nalgas y me untó el ungüento en mi huequito.

     —Ahora te lo voy a tocar con el hisopo —dijo.

    En la posición en que estaba no vi cómo era el rociador de agua bendita, pero lo sentí cuando me tocó con él.

    —¡Ay! —me quejé.

    —Tranquilo —me dijo—. Si quieres ser monja, tienes que aprender a sufrir pequeños dolores —hizo una pausa y me preguntó—: ¿Está bien?

    —Sí —afirme dispuesto a soportar cualquier molestia, aunque en realidad, pronto paso, y estaba feliz, pues iba a ser como mi hermanita.

     —¡Ya! —exclamó el cura cuando terminó de moverse y de rezarme en el oído.  

     —Tengo ganas de ensuciar —le dije, y me indicó que fuera al baño y que me limpiara bien.

     Cuando regresé, el padre Bergantín, quien ya se había acomodado la sotana, me regaló la estampita de una santa y, con la encomienda de que no podía decir nada de lo que habíamos hecho, pues era secreto de la Iglesia para que yo, algún día, pudiera ser una monja como la de los altares.

        A la semana siguiente, me repitió el ejercicio de la semana anterior, pero esta vez sin óleo sagrado, por lo que me dolió un poquito más, pero no me quejé, porque las monjas tienen que aprender a soportar:

     —Dime cómo es la rajita de tu hermana ꟷme pedía y una y otra vez rezándome en el oído.

    Con el paso del tiempo, dominé el catecismo y pude tomar la Primera Comunión. Después me adiestré en las funciones de monaguillo. Pero no veía progreso alguno en cuanto a la raja que necesitaba para llegar a ser monja; y por el contrario, lo que tenía entre las piernas me fue creciendo, primero como el badajo de la campanilla, y después como un verdadero hisopo, semejante al del padre Bergantín, capaz de ponerse duro y sacar la cabeza fuera del pellejo para tratar de alcanzar el cielo.

 

    Pasaron los años y llegué a la mayoría de edad. Mi abuela falleció, y con el dinero que me dejó de herencia decidí someterme a la operación quirúrgica de reasignación de sexo. No fue un proceso fácil y sí doloroso, pero las monjas tienen que soportar con estoicismo cualquier tormento a que puedan ser sometidas, y yo quería ser monja. Gracias al tratamiento hormonal al que también me tuve que someter, perdí el vello de la cara, me crecieron los senos y en algo cambié la estructura del cuerpo.

    El siguiente paso fue el de los trámites legales y, aunque llenos de trabas burocráticas, diligencias de planillas, solicitud de certificados, imposición de sellos y cuños, un día salí con mi nuevo carné de identidad, ahora terminado en a, no en o, el nombre, pues quise conservar el mismo que mi abuela me puso.

    ¡Ya podría ser monja! 

    Eso me creí en la euforia del momento, pero este proceso tampoco iba a ser fácil, pues entonces fue la incomprensión e intolerancia religiosa la que me estuvo golpeando durante más de tres años. El registro civil no podía modificar en nada mi fe de bautismo, documento imprescindible para ingresar en una orden religiosa, y en él aparecía como varón.

    No podía mentir y a la madre superiora de las Hermanas de la Caridad, a la que fui a pedirle mi ingreso en la congregación, le expliqué que yo era un transexual.

    —Quieres decir que te cortaste lo que el Señor todo poderoso te dio cuando naciste varón —dijo la superiora a manera de pregunta.

    —Sí —afirmé con la cabeza gacha, pero así todo, pude ver como la monja se ponía de pie, tomaba un crucifijo y me lo acercaba al rostro—. Y los médicos me hicieron el hueco que tienen las mujeres… — traté de explicarle, pero la monja no me dejó seguir hablando.

    —Satanás, aparta de mí este ser que ha ido contra los designios de Dios.

    Pero como Satanás no me movió ni un centímetro de donde me encontraba sentada, la madre superiora fue hasta la puerta de su despacho, la abrió y me ordenó:

    —¡Sal inmediatamente de aquí!

     Asustado por la actitud agresiva de la monja, me puse de pie y con premura abandoné el despacho y el local del convento, mientras, ya en la calle, oía a mis espaldas lo que la superiora me gritaba:

    —¡Aberrado! ¡Pecador inmundo! ¡Apóstata! ¡Degenerado!  ¡Inmoral!

    Escenas semejantes viví en las casas de las diferentes órdenes religiosas dedicadas al apostolado donde me presenté, pues no quería ser monja de clausura como me proponían, sino de servicio en la comunidad; por ello tomé una atrevida decisión.

    Primero pensé ir vestida de varón, para lograr un golpe de efecto cuando me mostrara como mujer, pero finalmente, no me pareció oportuno tal desnudez. Con una blusa blanca de mangas largas y una holgada saya gris, fui hasta la sede de la diócesis, pues me entrevistaría con la máxima dignidad eclesiástica del territorio: el obispo, quien, como encargado del control y vigilancia del cumplimiento de las leyes de la Iglesia era el único que podía autorizar mi ingreso en un noviciado. Este era nada menos que el padre Bergantín, que había regresado hacía tiempo de Roma con tal investidura.

    —¿Qué se le ofrece, hija? —me dijo sin reconocerme después que le besé su anillo episcopal.

     Le manifesté mi interés de ingresar en una orden religiosa para dedicar mi vida al trabajo de apostolado y le expliqué la negativa recibida en todas las congregaciones a las que acudí.

    —¿Por qué no te quieren recibir?

    —Porque no creen en el milagro de mi transfiguración.

    —¿Qué milagro es ese? —se mostró receloso el obispo.

    —Uno en el que usted jugó un rol importante —y sin darle tiempo para otra interrogante, fui yo quien le pregunté—: ¿No se acuerda de mí?

     Monseñor Bergantín me escrutó con la mirada tratando de descubrir mi identidad, pero como puso cara de ignorancia, le lancé mi identidad:

   —Yo fui su monaguillo y hoy tengo una raja como la de mi hermana.

    El obispo en un instante envejeció varios años y palideció desplomado en su butacón, al extremo que me asusté pensando que podría morirse de la impresión y le pregunté dónde tenía el hisopo para rociarle un poco de agua bendita.

    —No hace falta, hijo… —pero enseguida rectificó—: digo, hija.

    —Lo que hace falta es que usted eleve el portento de mi transfiguración a la Congregación de las Causas de los Santos del Vaticano para que verifique el milagro o, de lo contrario, que me entregue una disposición para que me reciban en una orden religiosa. La que usted quiera —le aclaré—, pero que no sea encerrada como un bicho raro en un monasterio, pues yo quiero mostrarme en la calle, como las monjitas que vi en mi infancia.

    El clérigo respiró profundamente y recuperó la postura digna y autoritaria con que me recibió. Tomó una hoja de papel donde aparecía el monograma de la diócesis y escribió en ella. Estampó su firma y la lacró con el sello de su anillo.

    ꟷAhora, márchate ꟷme ordenó

     Así fue como entré de novicia en la congregación de las Adoratrices Esclavas del Santísimo Sacramento y de la Caridad; cofradía que se ocupaba de la reeducación y capacitación profesional de mujeres separadas del vicio y la vida licenciosa.

         Y allí fue donde, a pocas semanas antes de tomar mis votos, conocí a Lesbi.

    Lesbi quedó huérfana de pequeña y pasó al cuidado de un tío materno, quien también murió unos años más tardes. Su primo Ricardo Paniagua, un tarambana, vago, borrachín y depravado, no estaba dispuesto a cargar mucho tiempo con la muchacha, y enseguida que esta llegó a la adolescencia, le dijo que le buscaría un marido para que se la llevara y la mantuviera. Lesbi, quien con el despertar de las apetencias sexuales propias de la edad, y sabiendo cuál era su gusto, tuvo la sinceridad de decirle al primo que no se iría con ningún hombre, pues a ella lo que le atraían eran las mujeres.

    —¡No me digas! —le soltó junto a una sarcástica carcajada para disimular su asombro—. Ya yo haré que te gusten los machos.

     Ricardo no demoró mucho en llevar a cabo lo que pretendía para hacerle cambiar su preferencia sexual, y esa misma noche se le introdujo en el cuarto.

   —¿Qué haces aquí? —indagó asustada la muchacha.

    El primo no le respondió y la tiró boca arriba en la cama. Lesbi intentó levantarse para escapar, pero Ricardo la detuvo de un bofetón.

     —¡Estate quieta, coño!

    —¡Auxilio! ¡Socorro!

    —No grites —y le pegó otra cacheteada—, pues nadie te va a oír.

   La tomó por las rodillas y se las separó al momento en que se arrodillaba en el suelo para entonces meter su cabeza entre las piernas de la muchacha.

     —Déjame, por favor.

     —No. Si ahora viene lo bueno.

     Lesbi comprendió que toda rebeldía era inútil y se limitó a seguir llorando. Vio como el primo se zafaba los pantalones y se los dejaba caer; después el calzoncillo para que saltara algo que Lesbi nunca había visto, pero que siempre supo que rechazaría. Ricardo se le subió encima, y entonces la muchacha sintió un lancetazo que le traspasó las entrañas provocándole un fuerte dolor.

    El primo, ajeno al sufrimiento de la muchacha, estuvo un rato moviéndose, hasta que por último se desplomó jadeante encima de ella.

     —Ya sabes lo que es un macho —se incorporó y cambiando totalmente el tono de la voz, con mucha suavidad fingiendo ser amable, le dijo—. Hoy te dolió un poco, pero mañana le vas a comenzar a coger el gusto.

    A partir de esa vez, pocas eran las noches en que Ricardo no la usara para su desahogo sexual.

    El abuso sexual duró hasta que el tamaño que tomó la barriga de la joven hizo que el primo, por miedo a lo que pudiera ocurrir, desistiera de acercársele. La sangre le provocaba pavor y no quería imaginar siguiera que Lesbi fuera a tener una hemorragia.

    —¡Ahora sí que me jodí!

    Lesbi parió un par de mellizos: hembras y varón, que Ricardo se negó a reconocer, por lo que solo tuvieron el apellido de la madre: Rey.

     —Tendrás que trabajar para que te mantengas tú y a tus hijos —le dijo.

    Lesbi no sabía qué podría hacer para ganar dinero, pero Ricardo sí tenía un plan. Esperó dos meses para llevarlo a acabo. Primero le exigió que dejara de amamantar a los críos y unos días después se apareció con un hombre a la casa.

     —Este me va a pagar por acostarse contigo, así que dale para el cuarto.

    A partir de entonces, ya no era solamente el primo quien la usaba como objeto sexual, sino también los hombres que, el entonces estrenado proxeneta, le traía hasta que aquella pesadilla terminó de manera inesperada.

    —Enseña a singar a tu mujer para que se gane la plata —le alegó el tipo de esa noche.

    —¿Lo hiciste o no lo hiciste?

       El altercado fue subiendo de tono, salió a relucir una pistola y se oyeron dos disparos, uno hirió a Lesbi y el otro se incrustó en el pecho de Ricardo Paniagua.

     Fue en el hospital donde Lesbi se encontró con una de las hermanas de las Adoratrices Esclavas del Santísimo Sacramento y de la Caridad y aceptó lo que esta le propuso, pues así podría cambiar su destino. Los mellizos irían para un orfanatorio y ella debía ingresar en el hogar de la congregación para adquirir un oficio en una de las escuelas talleres.

    —Me gustaría ser tornera —dijo sin dudar un instante.

    Y aunque este no era un trabajo que las monjas tuvieran previsto para preparar a sus recogidas, la madre superiora le respetó su deseo y logró ubicarla de aprendiz en una tornería.

    —Tienes que tener mucho cuidado, hija —la alertó cuando ella misma la llevó el primer día—. Ahí solo trabajan hombres.

    —No se preocupe, hermana —le dijo Lesbi—. Nunca más en lo que me queda de vida, me dejaré tocar de uno.

 

    Mi ingreso en el noviciado coincidió con el mismo día que Lesbi entró en el hogar de recogidas. Como estos eran dos establecimientos adjuntos, pero independientes, Lesbi y yo no nos conocimos hasta varios meses después, cuando yo estaba presta para formular mis primeros votos temporales.

    —Vas a tener la oportunidad —me dijo la madre superiora cuando me llamó a su despacho— de comenzar a ejercer tu vocación de servicio y apostolado.

     A una de las recogidas, me explicó, durante su trabajo en un taller, le había caído limalla en los ojos y los debía mantener vendados por tres días y era necesario que alguien la acompañara para ayudarla en sus necesidades.

     Fue esa la razón por la que traspasé la puerta interior del noviciado y pasé al hogar de las recogidas. Busqué la zona de las habitaciones y toqué en la puerta indicada.

     —Adelante —respondió una voz.

    Abrí y entré, pero no hice más que traspasar el dintel cuando sentí que la joven que estaba acostada en la cama, con solo otear el aire comenzó a gritarme de manera airada

    —¡Fuera de aquí! —comenzó a gritarme de manera airada cuando me vio—. Tú hueles a hombre —afirmó para mi sorpresa—. A mí sí que no me engañas.

   —Yo soy tan mujer como tú.

    —Entonces, déjame tocarte —me levantó el sayón del hábito y en un rápido movimiento me metió las manos entre las piernas—. ¡Coño, es verdad!

    Traté de zafarme, pero Lesbi tenía una tenaza sobre mi vulva y no me soltaba.  Me tiró sobre su cama, una vez más me levantó el hábito de novicia que vestía, y yo no puse resistencia a que me quitara el calzón. Se me subió encima y comenzó a frotar su sexo contra el mío. Sentí la misma sensación de cuando era adolescente y tenía erección. Lo que quedó de mi pene se erizó y salió de su capullo, quise gritar de placer, pero la boca de Lesbi me lo impidió mordiéndome los labios y la lengua, hasta que ambas quedamos exhaustas.

     Los tres días de la convalecencia de Lesbi fueron suficientes para que hiciéramos planes. El día de profesar mis votos de obediencia, pobreza y castidad no fui a la capilla del convento, lo que significaba que había desistido de mi vida religiosa.

     Primero debía recuperar mi identidad de hombre. Pelado y vestido como tal, con una camisa holgada para que no se me notaran los senos, me presenté en las oficinas del registro civil y comencé los trámites necesarios para recuperar, no mis atributos físicos de varón, sino la o de mi nombre, pues el apellido seguía siendo Reina. Alegué una equivocación al confeccionarme el carné de identidad, y la Fe de Bautismo confirmó la justeza de mi reclamación.

     Pude casarme con Lesbi. Ella sacó a sus hijos del orfanato, y los cuatro nos fuimos a vivir juntos en la casa que fue de mi abuela. Adopté a sus hijos y le di mi apellido. Yo soy el hombre de este matrimonio, pero permanezco todo el tiempo en la casa vestida de mujer, ocupándome de las labores domésticas. Lesbi trabaja como tornera en una fundición y con su salario mantiene el hogar. Por las noches somos dos mujeres enamoradas y plenas compartiendo la misma cama

      Por eso no dejo de repetir una y otra vez: ¡mira que la vida da vueltas!

      Desde que tuve cinco años expresé mi deseo de ser monja, y ahora, mírame aquí: como hombre, sin serlo, casada con una mujer y criando a dos hijos.

 

 

 

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