lunes, 25 de mayo de 2020

El vuelo de Ángel Serafín

Estaba llorando de manera silenciosa, sin gemidos, con un llanto como nunca antes;  le salía del fondo del pecho, donde quizás tuviera el alma. Un llanto callado, sin sollozos, aunque sí con abundantes lágrimas para nublarle la vista y mojarle toda la cara.

    Se detuvo y comenzó quitándose los zapatos. Los colocó uno al lado del otro: el derecho a la derecha, y el izquierdo a la izquierda, pero enseguida los cambió:

    —Ustedes siempre anduvieron torcidos.

    Se quitó las agujereadas medias, las dobló y puso cada una dentro de uno de los zapatos. Fue a despojarse de la camisa, pero como se estrujaría si quedaba debajo, desistió de hacerlo y primero se soltó el pantalón. Con ambas manos se lo bajó de la cintura; tomo primero una pata de la prenda y la haló por el bajo, después la otra. Ya con él en la mano, lo dobló cuidadosamente hasta formar un cuadrado que cupiera encima de los zapatos sin que la tela tocara  el suelo para que no se ensuciara más de lo que estaba. Antes había sacado el cinto de las trabillas, lo enrolló y lo colocó sobre el pantalón. Entonces procedió a quitarse la camisa; se la fue desabotonando lentamente, hasta que se abrió del todo, se la desprendió de los hombros y se la dejó descender por la espalda; movió los brazos para que el atuendo se saliera. La sostuvo con la izquierda y se detuvo en pensar por qué él no pudo ser derecho como la mayoría de las personas, pero ya aquello no venía al caso. Tomó la camisa, unió las puntas de los hombros, con las mangas hacia dentro, la dobló a lo largo, sin apretarla mucho para que no se le marcaran nuevas arrugas, y la dejó sobre las demás prendas en el suelo.

    Por último, se quitó el calzoncillo y lo tiró con descuido a cualquier parte. Este todavía tenía la humedad de su última eyaculación. Quedó totalmente desnudo. Dio un paso. Otro. Se colocó como cuando era clavadista en el borde de una inexistente piscina, y saltó haciendo una cabriola en el aire, sin giros ni piruetas, pues pretendía caer de espaldas.

    Tenía nombre de seres alados: Ángel Serafín, pero no voló.

   

    Cuando cruzaba por los balcones del quinto piso, le vino a la mente una experiencia que tuvo de niño. Su padre era un individuo noble e introvertido, incapaz, según decía su madre, de matar una mosca, y quizás por eso le fue tan traumático la vez que lo descubrió transformado en un ser aparentemente violento. Él no acostumbraba a despertarse de noches. Desde que era un bebé, dejó de orinarse en la cama y no sentía deseos de hacerlo hasta el siguiente día, pero en esa infortuna ocasión, un rato después de haberse acostado, se despertó y salió al pasillo con el propósito de ir al baño. Al pasar por frente a la puerta abierta del cuarto de sus padres, lo vio.

    Estaba desnudo encima de su madre y forcejeaba con esta. La tenía sujeta por las muñecas, aguantándole los brazos sobre la cama, al lado de la cabeza, y al parecer la golpeaba con su propio cuerpo. La madre se quejaba y gemía de una manera muy extraña, hasta que lanzó una especie de apagado grito que hizo que el esposo se desmadejara sobre ella.

     Ángel Serafín quedó paralizado. No sabía qué ocurría. Se encontraba muy confundido, sin saber qué hacer, pues nunca imaginó que el bueno de su padre se pudiera comportar de esa manera tan agresiva. Cuando este se dejó caer al lado de la mujer, los vio un instante a los dos desnudos. Asustado, se quitó de la puerta dispuesto a esconderse, pero la madre ya lo había visto:

    —¡Muchacho! ¿qué tú haces ahí?

    Las piernas abiertas de ella y la verga aún semi erecta del padre fueron los que le dijeron qué había ocurrido.

     —Yo oigo a mi mamá y a mi padrastro cuando están singando —le confesó en una ocasión su amigo Hamlet, para después preguntarle—. ¿Tú no sientes a los tuyos?

    —Mis papás no hacen eso —respondió molesto Ángel Serafín.

    —¿Ah, no? ¡Mira que tú eres bobo! Todos los papás lo hacen —le aclaró el amigo—, y cuando yo sea grande y me case, también lo voy a hacer bien rico.

    Cuando aquella noche vio a sus padres teniendo relaciones sexuales,  la confirmación de lo que Hamlet le había alertado y que él negó, lo vino a golpear, como si le hubieran dado un piñazo en medio del pecho y llorando salió corriendo  y se encerró en el baño.

    —Abre, Angelito —le pedía su papá—. Vamos a hablar.

    Pero, sin que el padre imaginara a lo qué se estaba refiriendo, él se limitaba a responder una y otra vez lo mismo que le dijo a Hamlet.

    —No lo voy a hacer. 

    Un tiempo después, la madre botó al padre de la casa y se buscó otro marido, con el cual tenía relaciones sexuales con frecuencia, sin cuidarse de que él los oyera.

     —¿Para qué me sirvió estar tanto tiempo casado? —le dijo el padre un día que Ángel Serafín se lo encontró en la calle sucio y medio borracho.

    Él comprendió que su papá tenía razón en la queja, por lo que el propósito infantil de no tener relaciones sexuales cuando creciera, se tradujo en un rechazo a la posibilidad de casarse.

    El despertar de las hormonas de la adolescencia se unió al ambiente de pleitos en su casa, por lo que asoció el placer fácil de la masturbación propia de la edad como forma de evadir la situación en que vivía. Y, como una compulsión, se masturbaba cada vez que tenía ocasión.

   

    Al pasar frente a la cornisa del cuarto piso del edificio, recordó lo significativo que en una época fue para su vida este elemento arquitectónico, pues en uno semejante comenzó a practicar lo que sería un vicio del que no pudo nunca desprenderse.

    Ángel Serafín era un muchacho al que le gustaba el deporte. Practicaba la gimnasia y por su flexibilidad y agilidad, lo captaron para ingresar en una escuela deportiva y prepararse como clavadista, especialidad que según sus profesores lo podría llevar a lo alto del pódium de importantes competencias.

    Este era un centro en la que los muchachos permanecían internos de lunes a viernes. Por las mañanas asistían a clases, y por la tarde cada quien recibía el entrenamiento de su deporte. El suyo era en el pozo de clavados, junto a la piscina donde se ejercitaban los grupos de nadadoras. Pronto el observó que las muchachitas lo miraban con especial atención, se reían con picardía entre ellas y se hacían comentarios relacionados con su persona, situación esta que le comenzó a agradar, pues sentía satisfacción al saberse admirado y deseado. No demoró en descubrir el motivo particular por lo que se fijaban en él, y desde ese momento aprendió a colocarse el pene dentro de la trusa de forma tal que bien se le marcara.

    Con el tiempo, se fue tornando más atrevido y, siempre que descubría a una muchacha mirándolo, con cuidado de que el profesor no lo viera, se sobaba los genitales para provocarla. Una de ellas, en una ocasión que él se tocaba la entrepiernas, fue quien le hizo un gesto con la cabeza invitándolo a seguirla. Le pidió permiso al instructor para ir al baño y le fue detrás. Ella penetró en los vestidores de  las hembras y se quedó cerca de la entrada a esperar que él hiciera lo mismo en la de los varones. De puerta a puerta, y con un pasillo de entrada en el medio, comenzaron un lenguaje de señas, en el que ella le pidió que le mostrara el rabo. Ángel Serafín se bajó la trusa y con una mano se  lo levantó junto con los testículos. Ella le hizo un gesto provocativo, saboreándose con la lengua, y con los dedos curvados movió la mano en franca invitación para que se masturbara. Él, como siempre hacía, se embadurno el glande con saliva. Se tomó la verga desde la base y se llevó la mano hacia arriba hasta taparle totalmente la cabeza con la piel del prepucio. Una y otra vez, primero despacio y después más rápido, siempre mirándole los ojos a la embelesada joven, hasta que se contrajo, se recostó a la pared y soltó tres o cuatro chorros de esperma.

    Descubrió que a las muchachas les gustaba verlo masturbarse, lo cual le provocaba doble placer, pero repetir aquella experiencia en la puerta de los vestidores era muy arriesgada, pues lo podrían descubrir con facilidad, y tuvo que buscar otras condiciones donde poder hacerlo; fue cuando descubrió la ventaja de las cornisas en el edificio de los albergues. Saltando fuera por una sala de estar, espacio este abierto en la entrada de los dormitorios, y caminando bien pegado a la pared para no caerse desde aquella altura, podía llegar hasta el albergue de las hembras, situarse en una posición donde alguna de ella lo viera para mostrarle sus genitales y, si la muchacha se quedaba mirándolo, masturbarse.

     Después de varias semanas haciendo lo mismo, siempre había alguna de las alumnas que lo esperara, y se fue enviciando en aquella práctica. Se mantuvo así todo ese primer curso. Al iniciar el siguiente, fue a dar a un dormitorio en un cuarto piso, donde el nivel era más peligroso, pero él estaba acostumbrado a la altura de los trampolines y había adquirido habilidad para caminar por las cornisas.

    —¿Ángel Serafín —lo interrogaban con frecuencia sus compañeros—, tú no piensas buscarte una novia para que te saque el queso?

    —¿Para qué quiero una —respondía preguntando—, si yo tengo varias?

    Una noche, un profesor lo descubrió y lo expulsaron de la escuela cuando ya iba a participar en una primera competencia nacional. 

 

    Por una de las ventanas del tercer piso por delante de las cuales pasó en su caída, vio un uniforme de soldado colgado en una percha y, como un relámpago le pasaron las imágenes de la época en que estuvo en el servicio militar.

     En la calle, después que lo echaran de la escuela deportiva, sin edad para trabajar ni vínculo escolar, pronto fue llamado para ingresar en la preparatoria del ejército. En el chequeo médico le descubrieron que era miope, y de momento ello lo benefició, pues al no estar apto para una unidad de combate, lo ubicaron en un centro de retaguardia, donde los reclutas solo hacían guardias en los almacenes y  trabajaban como estibadores.

    A pesar de la disciplina militar, la vida allí les era cómoda. Muchas veces debían viajar en camiones para buscar o llevar mercancías y aunque el trabajo de carga y descarga era fuerte, se divertían pues sentados en lo alto de los bultos, veían las mujeres de las que carecían en la unidad.

    Como la mayor parte del tiempo, los que no estaban de guardia o designados para la limpieza del enclave, se quedaban ociosos en el dormitorio, eran los momentos para fantasear con sus deseos sexuales insatisfechos. Los que habían tenido la suerte de haber salido para una estiba,  contaban de las mujeres que hubieran visto por las calles.

    —¡Una mulata con unas tetas enormes!

     —¡Tremendas nalgas!

     —¡Y como las meneaba!

    Al que hubiera regresado de un pase, lo interrogaban para saber si había estado con alguna novia, y se contaban historias verdaderas o falsas que encendían los apetitos sexuales de los jóvenes y los hacían masturbarse.

    La mayoría se encerraba en una letrina, pero los más desvergonzados, siempre atentos a que el teniente no se fuera a aparecer de improviso en el dormitorio, se desahogaban a la vista de los demás. Ángel Serafín nunca lo hizo, pues no le estimula en lo más mínimo que fuera otros machos quien lo viera provocarse la eyaculación; sin embargo, siempre que salía de pase, aprovechaba las noches para esperar que pasara una mujer por donde él se encontrara medio oculto para mostrarle el pene erecto, y si no había huída o rechazo, masturbarse disfrutando que lo miraran.

     Con el tiempo fue perfeccionando las técnicas de ocultamiento y provocación. Usaba un bolso, una revista o cualquier objeto con qué tener tapado el pene y poder descubrirlo con rapidez en el instante en que la víctima se fijara en él. Y ya no solo con la complicidad de la noche, pues se volvió atrevido y descubrió que en los atardeceres había mayor tráfico de transeúntes. Aunque también carros patrulleros, y en uno lo llevaron para la estación de policía. Le levantaron un acta de advertencia y lo dejaron libre.

     Las paredes del segundo piso del edificio desde donde se lanzó estaban pintadas de otro color, y ese trueque le recordó que también su vida había cambiado al terminar el servicio militar. Como había aprendido a manejar, encontró empleo de camionero en una empresa agrícola, y durante un tiempo le fue bien. Con frecuencia accedía a montar mujeres que en las carreteras pedían que las acercaran a su destino. Evitaba hacerlo con las jóvenes, pues estas generalmente no tenían experiencias y se asustaban cuando él se comenzaba a tocar los genitales de manera provocativa; no así muchas de los mujeres adultas, quienes se limitaban a hacerse las desatendidas y viraban la cabeza para mirar fuera, o, por el contrario, no le apartaban los ojos a su portañuela, lo cual era señal para él saber que podía continuar. Sin soltar el timón, con la mano izquierda se frotaba hasta que el miembro tomara consistencia para entonces, con todo descaro, y sin mirar a la pasajera, agarrarse y  mostrar el bulto que se le hacía debajo de la tela.  Usaba pantalones con el tiro descocido, y ello le facilitaba sacarse la verga por debajo. Sostenía el timón con la izquierda para que el brazo de la derecha no le limitara la visión a la acompañante y comenzaba a  masturbarse, aunque para finalizar, debía cambiar de nuevo de mano y hacerlo con la izquierda, pues si no, no lograba eyacular.

    —Yo solo —decía si alguna intentaba ayudarlo—. Tú, mira.

     En una ocasión, cuando ya le iba a brotar el semen, sin atender el comportamiento del tránsito, no vio al auto delante haciendo señales para detenerse en un semáforo, y lo chocó por detrás. Se hizo una herida en la frente, perdió el trabajo y tuvo que pagar los daños ocasionados.

    Comenzó una época en la que no se estabilizaba en ningún empleo.

    —¿Ya dejaste la construcción?

    —Sí.

    —Y yo tengo que seguir  rompiéndome el lomo lavando para fuera —protestaba la madre —, porque de lo contrario, en esta casa no entra dinero.

    —No estoy hecho para permanecer todo el día al sol.

    —¡Qué lindo! —exclamaba la madre molesta.

    —Yo soy un animal nocturno —se catalogaba con sorna.

    Y como animal nocturno, todas las noches salía a cazar sus presas.

    Un puesto de custodio en las oficinas de una empresa le duró solo dos días, pues a la segunda noche ya estaba en la puerta mostrándole el miembro viril  a las mujeres transeúntes. El dueño de una cafetería, donde lo emplearon como dependiente, lo descubrió, parado detrás del mostrador,  masturbándose con la mirada complaciente de la otra empleada.

    Unos días más tarde, la policía cargó de nuevo con él y le hicieron otra acta de advertencia en la que lo fueron a catalogar como voyeurista, pero Ángel Serafín protestó, alegando que él no miraba a las mujeres, sino que eran ellas las que voluntariamente veían lo que les mostraba.

    Aunque no siempre encontraba aceptación para su exhibicionismo y, en esos casos, simplemente se masturbaba al paso de alguna fémina. Una de estas vivía justo al lado de la entrada a la escalera donde él se encontraba, y gritó pidiendo auxilio. Ángel Serafín intentó huir, pero ya salían dos hermanos de la muchacha y le dieron una paliza.

     —¡Coge, por descarado! —le decía una y otra vez uno de los jóvenes mientras le descargaba el puño en medio de la cara.

    El otro lo tiró al suelo y lo comenzó a patear.

    —¡Déjenlo —intervino la madre de estos—, que lo van a matar!

    Pudo así escabullirse, escupiendo sangre y con los ojos amoratados. Negado al ir al hospital, pues allí el oficial de guardia de la policía, lo iba a interrogar, se pasó más de una semana sin poder moverse de encima de una cama.

    —¿Qué hiciste —lo interrogaba la madre— para que te dieran esa mano de golpes? —pues no le creyó la historia de que lo habían asaltado— ¿Quién va a intentar robarte a ti, con la cara de muerto de hambre que tienes?

    Aquella experiencia lo tuvo un tiempo sin atreverse a volver a sus andadas. Encontró trabajo como mensajero de correo y gracias al salario y a las propinas que a veces recibía, pudo cambiar su campo de operaciones, pues tenía dinero para pagar la entrada a los cines. En ellos, tuvo que modificar su modo operandis. Primero debía esperar que las pupilas se adaptaran al cambio de luz para poder distinguir a las personas en la oscuridad. Este proceso le era demorado y nunca llegaba a ver del todo bien; creía que era por la miopía que padecía, pero sin él saberlo, a ello contribuía un desprendimiento de la retina a consecuencia de los golpes que le dieron.

    Seleccionaba una mujer que estuviera sola, pero no se le sentaba al lado, sino que dejaba una luneta por medio. Tenía la teoría de que si la mujer lo miraba con desconfianza, no iba a cooperar y podía armar un escándalo;  entonces esperaba un tiempo prudencial para pararse y cambiarse de asiento. Pero si ella se pasaba la mano por el pelo, era señal de que se podía quedar. Los pasos siguientes eran los mismos de siempre: sobarse los genitales, extraerse el pene y sostenerlo un rato en alto para que la mujer lo pudiera disfrutar, y comenzar a masturbarse. Si con la intención de comenzar otra especie de manoseo, era la fémina la que se cambiaba de asiento para quedar a su lado, él se paraba y se iba.

    —A mí lo que me provoca placer, es que me vean —les decía a la tropa de exhibicionistas que conoció en los cines.

 

   El paso por frente al primer piso fue rápido. Aprovechó para girar levemente el cuerpo y lograr llegar al suelo en la posición que deseaba.

    Ángel Serafín consideraba que lo de él era una desgracia. No hubiera querido vivir así, pero el placer que le provocaba mostrar su verga era tan fuerte que por mucho que lo intentara, la voluntad no le alcanzaba para no hacerlo más.

    —Esto es como una droga.

    Nunca fue proclive a la amistad, aunque algunos amigos tuvo producto de la convivencia desde la infancia en el mismo barrio. Sin embargo, conocedores de la fama de pajizo que Ángel Serafín adquirió, unido a las cada vez más frecuente actas policiales,  estos se fueron distanciando de él.

    —Yo jamás me he drogado, pero supongo que así mismo sea el vicio.

    Entre los exhibicionistas de la ciudad había todo tipo de personas; muchos eran verdaderas escorias sociales, que hasta los mismos colegas  los evadían, otros con empleos fijos, responsables y cumplidores en sus trabajos, al parecer hombres de bien, pero que no se podían sustraer a la morbosa práctica. Él conocía a individuos que se habían casado varias veces, pero dejaban a las mujeres para volver a lo mismos.

     —¿Nunca les has pedido ayuda a un profesional de la salud? —se interesó Hamlet.

    —Para qué —fue la respuesta—. Yo esto no lo puedo dejar.

    La madre le insistía en que se buscara una mujer para que se hiciera cargo de él, pues ya ella estaba vieja y cansada de tantos años de duro bregar por la vida.

    —Para que después me bote, como tú le hiciste a mi padre.

 

    En la planta baja vio la escalera por donde unos minutos antes subió a la  azotea del edificio.

    En su vida, él había estado descendiendo, años tras años, hasta encontrarse en un plano social ignominioso. Sin trabajo, sin dinero, medio ciego, y rechazado por amigos y conocidos, llevaba una existencia miserable.

    Los estudiantes de la secundaria básica por donde se veía obligado a  pasar para llegar a su casa, le gritaban todo tipo de insultos. Una vez recibió una pedrada sin saber quién se la había lanzado. Aunque siempre fue pulcro y le gustaba andar bien vestido y perfumado, para entonces, se le veía sin rasurarse, sucio y muchas veces hambriento. En más de una ocasión registró latones y bolsas de basura y comió sobras.

    La policía lo tenía amenazado con abrirle una causa que lo llevara a la cárcel, y siempre que pensaba en esa posibilidad se cohibía un tiempo de su vicio, pues no sabía de lo que sería capaz  si lo encerraban sin mujeres que lo vieran. Pero una y otra vez volvía a sus andanzas, ya que  ese era el único placer que sentía en la vida: exhibirse, masturbarse, masturbarse, exhibirse, masturbarse...

   No le importaban que lo golpearan, que lo patearan, que lo intentaran matar, pero no podía dejar de hacerlo; hasta que, aburrido de todo y de sí mismo, decidió que esa noche sería la último vez.

     La mujer estaba sentada en el portal de la casa. Había un foco encendido, pero la vista no le alcanzaba para percibir el aspecto de la agraciada, como él acostumbraba a nombrar a las damas a las que les mostraba su erección y su eyaculación. Se situó junto a la baranda que daba a la acera. La miró. Ella no mostró reacción adversa alguna y, convencido de la complicidad, se dispuso a disfrutar el ritual de lo que sería el fin de su morbosidad.

    Con movimientos amplios del brazo, por encima de la tela del pantalón se acarició los genitales de arriba abajo hasta sentir que el miembro le reaccionaba. Se lo cogió con una mano y se colocó en la posición adecuada para que la mujer lo pudiera ver bien. Sintió que ella se sonreía con agrado. Ello le dio el arrojo necesario y, como siempre tenía las portañuelas del calzoncillo y el pantalón abiertas, se sacó el pene con facilidad. Oía la risita nerviosa de la mujer y eso lo estimulaba a seguir. Se echó uno, dos escupitajos para humedecerse el falo en toda su extensión, lo cogió desde la base y llevó la mano hasta que la piel del prepucio le cubrió el glande. Fue repitiendo el gesto, cada vez con mayor rapidez hasta alcanzar un ritmo mantenido. Disfrutaba el momento, pero sabía que no era conveniente alargarlo, pues si algo o alguien podían venía a interrumpirle, se quedaba con el semen a punto de brotar, y ello no debía ocurrirle en su última vez. Por la agitación de la mujer en su asiento, supo que ella también lo disfrutaba. Aceleró el movimiento hasta que comenzó a eyacular. Nunca antes lo habían aplaudido, pero era tanto el entusiasmo de aquella mujer viendo la escena que comenzó a palmotear.

   Ángel Serafín sintió que alguien iba a aparecer, con premura  se guardó el pene aún húmedo de semen y se alejó.

    —¿Qué pasa, nena? —preguntó la señora que llegó al portal y sin esperar respuesta de una muda,  tomó el sillón de rueda donde se encontraba la retrasada mental y la llevó para el interior de la vivienda.  

 

   Finalmente Ángel Serafín llegó al suelo. Cayó de espaldas como él quería, y el cuerpo rebotó unos centímetros para volver a caer en absoluto reposo.

     El golpe contra el pavimento de la calle le ocasionó fractura de la cadera; la columna vertebral se quebró por tres lugares diferentes, se le explotó el bazo, unas costillas le traspasaron un pulmón; y en la zona occipital superior de la cabeza se hizo una herida con hendidura del hueso del cráneo. El brazo de la diestra le quedó junto al cuerpo; el de la siniestra, en un ángulo de casi noventa grados con relación al tronco, como queriendo alejar la mano maldita. La pierna derecha, extendida a todo lo largo, mientras que la izquierda ligeramente flexionada. Sobre el muslo de esta, yacía flácido el pene, como esperando a que alguien lo viera cuando descubrieran el cadáver.

    —Ojalá sea una mujer —pudo pensar Ángel Serafín en el instante mismo en que fallecía.

 

sábado, 16 de mayo de 2020

...y comieron perdices

En el barrio donde vivían Virtudes y Honorato existía un parque a donde por las tardes  los vecinos acostumbraban a llevar a sus perros. A ambos les habían comentado que otra persona poseía un perro de igual raza al suyo, pero ellos nunca habían coincidido allí con sus canes.

       Cuando por fin se encontraron, por la similitud de sus mascotas, fue natural que se saludaran y se sentaran a conversar, mientras los animales se alejaron a corretear por el pasto.

      ꟷComo son de raza lobos checoslovacos ꟷcomentó Honoratoꟷ, a la mía le puse Bratislava

        —Pues el mío se llama Checo ꟷdijo y lo vio que venía.

    Checo había dejado de correr por el parque y llegó hasta donde su dueña con el pene fuera, como señal de excitación. El color rojo del miembro resaltaba sobre su pelambre plateado, mientras el animal intentaba subirse encima de la dueña. Esta se sintió turbada, se paró, le ató la correa y se dispuso a partir.

    —¿Cuándo vuelve otra vez? —le preguntó Honorato.

    Virtudes, mientras se alejaba, intentó dar una respuesta, pero entre el "no sé" y el "quizás" no precisó  fecha del regreso. De repente, Honorato tuvo un mal presentimiento y salió a buscar a Bratislava, su perra, pero para su tranquilidad, esta permanecía correteando sin señales de haber sido cubierta.

    Unos días más tarde, se volvieron a encontrar, y lo primero que hizo Virtudes fue excusarse por la repentina partida de la vez anterior. Se había abochornado por la excitación de Checo y consideraba que debía darle una explicación:

    —Yo iba a tener la menstruación, y cuando ello va a ocurrir, él lo presiente y se pone a sí.

   —No se preocupe —le dijo Honorato—. Ya le dije que estos perros son muy sexuales, olfatean y se estimulan con los flujos de cualquier hembra, inclusive de las mujeres.

    Una semana más tarde, cuando Honorato llegó ya Virtudes estaba sentada en el banco de costumbre, y fue ella  la que inició la conversación volviendo al mismo tema de la sexualidad de sus mascotas.

    —Parece que su perra está en celo —y señaló discretamente el trasero de Bratislava con un movimiento de la cabeza—. Mire como tiene enrojecidos los labios de la vulva.

    Honorato le zafó la correa a su mascota y le palmoteó la grupa para que se fuera a correr.

    —¿Por qué no nos somos francos?  —preguntaron al unísono, coincidencia que provocó que ambos se sonrieran y mostraran la conformidad para abrir sus respectivas cajas de secreto.

    —Usted es la dama, pero para hacerle más fácil su confesión, comienzo yo —hizo una pausa y miró al suelo un instantes para  dejar allí la vergüenza que pudiera sentir. Subió la cabeza y fijó sus ojos en los de Virtudes—. Yo tengo relaciones sexuales con Bratislava.

    Honorato siempre fue de constitución gruesa, con extremidades cortas y tendencia a acumular grasa en el abdomen, las caderas y los glúteos. En su fenotipo, creía la razón del pequeño tamaño de su pene, aunque por lo demás, se sentía un hombre como otro cualquiera.

    Durante toda la adolescencia sufrió por las dimensiones y el aspecto infantil que conservaban su escroto y pene al este no mostrar el glande. Deseaba tener novia y, como fueron haciendo sus compañeros al crecer, tener relaciones sexuales con mujeres, pero temía que la penetración le pudiera provocar un desgarramiento. Ya adulto y por propia voluntad se sometió a la cirugía de circuncisión. Pudo entonces intentar tener su primera relación sexual y fue con una cantinera de la universidad que era, lo que se llama, de vida fácil. Pero tantos años de complejos por sus órganos genitales, lo inhibieron y no logró tener erección. La fulana se sintió frustrada y se burló de él. Honorato quedó de nuevo tan traumatizado que nunca más intentó acostarse con una mujer. Necesitado de sexo, se acordó que en su infancia lo hacía con las gallinas y decidió buscarse una mascota apropiada para ello.

    —A Bratislava la compré en una tienda de animales cuando era una cachorrita y desde pequeña la acostumbré a tocarle la vulva, primero con la mano, después frotándole el pene, hasta que creció lo suficiente para que lo pudiera recibir en su interior.  

    —¿Y ahora, tuvo relaciones con ella antes de venir para el parque?

   —Sí —afirmó Honorato—. La lavé y pensé que no se le notaría, pero usted es muy suspicaz.

    —Mi historia es diferentes —dijo—, y lo que hago es motivada por amor.

   Virtudes había sido una persona con una vida normal, había estudiado economía y, al graduarse, fue a trabajar al aeropuerto de la ciudad. Allí conoció a un piloto, se enamoraron, y aunque era algo mayor que ella, no fue impedimento para irse a vivir con él. Se sentían identificados y se satisfacían a plenitud; fueron felices, y ella lo extrañaba mucho cuando el novio estaba volando, por lo que su pareja, para que estuviera acompañada, de un viaje a Checoeslovaquia le trajo un cachorro, de los que en ese país se reconocen como  raza nacional.

    El perro dormía en la habitación de la pareja y cuando estos estaban haciendo el amor, subía las patas delanteras en la cama y se ponía a ladrar.

    —Yo tenía que sacar una mano fuera y acariciarle la cabeza para que se estuviera tranquilo.

    —O sea —puntualizó Honorato—, que de alguna forma, él también participaba en el acto sexual.

    —No lo había pensado, pero tiene razón.

    Unos meses después, hubo un accidente de aviación y el novio de Virtudes murió en él.

     —Fue precisamente en el aeropuerto de Praga. Yo estuve muy deprimida durante varios meses, sin deseos de hacer nada, hasta que comprendí que la vida debía seguir. Volví a trabajar, pero no quise regresar al aeropuerto y ahora laboro en una empresa de importaciones.

    —¿Y no se ha vuelto a enamorar?

   —Ahí es donde radica el problema —negó con la cabeza al tiempo que afirmaba—: Cupido  no me flechado aún de nuevo.

   Aunque sin  interés especial en establecer una nueva relación amorosa, el reclamo de sus deseos sexuales no demoró en aparecer, y ella trató de ignorarlos. Un día vio a Checo excitado y al mirarle el pene, se acordó del de su novio y no se pudo contener más, se sentó desnuda en el sofá de la sala y se masturbó. Cuando terminó, se reclinó con las piernas abiertas, y el perro vino a lamerle la vulva. De momento, ella se asustó, pero como aquellos lengüetazos le fueron agradables, se lo permitió; sin embargo, después se sintió sucia de cuerpo y alma y se propuso no volver a repetir aquella experiencia.

    Pero una noche se despertó con deseos de masturbarse nuevamente. Como desde el fallecimiento del novio, la costumbre de dormir abrazada al perro se hizo habitual, el calor de este junto a su cuerpo y el vaho de la respiración  en su cuello le nublaron la conciencia, y como le hacía a su pareja, bajó la mano hasta encontrarle los testículos y comenzó a acariciárselos, mientras que con la otra, se manoseaba el clítoris. El perro no demoró en sacar el pene fuera de su vaina, y ella se lo agarró. Se quiso imaginar que era el de su novio y se acomodó para que Checo se le subiera encima y la penetrara.

    —Desde entonces es mi marido —dijo Virtudes con una sonrisa medio tristona—, y no quiero mejor amante que él. Me posee en todas las posiciones posibles y, como no sabe besar, siempre termina lamiéndome la vulva.

    Después de aquellas confesiones, ambos se sintieron más identificados y, como amigos, se despidieron con un abrazo.

    Unos días después, Honorato se apareció en la casa de Virtudes para invitar para un debate que ese sábado por la tarde se efectuaría en el local de la triple A.

    —¿Qué es eso?

    —La Asociación de Amantes de los Animales.

    —¡Ah!, ¿Una fundación para su defensa?

    El hombre sonrió y le explicó que en este caso, la palabra amante no se usaba para denotar mera inclinación humanitaria para la protección y el cuidado, sino en su acepción de amor carnal  o deseo sexual.

     —La conformamos personas que practicamos el bestialismo, que es como en realidad se le debe decir a estas prácticas.

    —¿Y somos tantos los psicópatas?

    —Sí. No eres tú sola —le aseguró Honorato—, pero no somos enfermos mentales ni nada por el estilo, aunque no todas las personas aceptan el sexo con animales, y de eso se tratará el debate.

   El sábado, a la hora prevista, Honorato pasó de nuevo por casa de Virtudes,  y juntos fueron para la sede de la AAA.   La puerta se abrió para darles paso, después de que él le entregara su identificación como miembro de la asociación.

     —Es para evitar que vengan personas extremistas a molestar.

     Franquearon la entrada hasta un salón donde había personas conversando: hombres y mujeres de diferentes edades; algunas se acercaron a Honorato para saludarlo, y Virtudes tuvo tiempo de pedirle en voz baja:

   —No me presentes a nadie, por favor.

   Los asistentes al debate siguieron llegando, y a la hora de comienzo, todos pasaron para un salón con lunetas frente a un pequeño estrado donde se encontraban tres personas sentadas detrás de una mesa.

    —Muy buenas tardes, queridos asociados e invitados —saludó quien sería el moderador del debate. A continuación presentó a los especialistas que confrontarían sus criterios acerca del bestialismo y expuso las reglas de cómo se haría—. Cada experto tendrá cinco minutos para hacer su exposición y posteriormente, se le concederá de nuevo la palabra para que en menos de un minuto refute cada vez una de las ideas de su antagonista que crea pertinente.

    El primero en hablar fue el biólogo doctor Friedrich Prudencio Santuci, quien presumía de un negro bigotico sobre el centro de su labio superior. Este comenzó señalando que el término zoofilia fue introducido por primera vez en el estudio de la sexualidad por Richard Freiherr von Krafft-Ebing en 1894, y que en los manuales de psiquiatría, está práctica era diagnosticada como una parafilia, por considerarse una actividad anti natural. A partir de esta introducción consumió el resto de su tiempo en hablar de la actividad sexual como función reproductora, de las características generales de los órganos genitales del ser humano y de los animales y de la incompatibilidad genética entre los óvulos y los espermatozoides de especies diferentes.

    —Le toca ahora el turno a la filósofa y socióloga Libertad Paz —indicó el moderador y le cedió la palabra a esta.

    La tal doctora era una mujer mayor, canosa,  menudita y tan frágil que daba la impresión de que en cualquier momento podría romperse, pero poseía un torrente de voz y una firmeza en sus palabras como si fuera otra persona la que hablara por ella.

    —Me gustaría empezar conceptualizando el asunto que debemos abordar en este debate, y para ello, primero conocer la etimología de la palabra.

     Dijo que zoofilia provenía de dos términos griegas: zoon, que significaba animal, y  philia, amor, y que por lo tanto se refería al amor entre un ser humano y otra especie animal, pero no con la concepción de amor espiritual, sino como expresión de atracción sexual, la que podía materializarse a través del acto carnal, acción esta última a la que también se le denominaba bestialismo, pero que a ella no le gustaba usar por la interpretación de fiereza, barbarie o salvajismo que se le pudiera dar, cuando en realidad el acto zoofílico podía estar lleno de afecto y ternura

    Una gran parte del público aplaudió esta idea, por lo que el moderador debió intervenir para aclarar que no se podían interrumpir a los oradores de ninguna manera, bien para rechazar o apoyar lo que dijeran. Le volvió a dar la palabra a la doctora Libertad Paz para que terminara su disertación. Finalizada esta, pasaron al contrapunteo de ideas, y para iniciar la controversia le cedió el turno al doctor Santuci, recordándole a ambos ser breves y concisos en sus planteamientos.

        —Haya sido el hombre creado por Dios o producto de la evolución, las funciones de los sistemas del cuerpo tienen el fin de conservar la vida a través de, digamos como ejemplo, la oxigenación, la micción, y la reproducción.

    —El hombre es un ser bio psico social —precisó entonces  la doctora Paz—, y el concepto reduccionista del sexo a su función perpetuadora de la especie ha sido superada hace mucho tiempo por la ciencia, al igual que la cultura popular sabe que se come no solo para reponer energía, sino también para el disfrute, pues se saborea con placer lo que bien se ha condimentado.

   —Ha sido precisamente la sociedad moderna, con la ruptura de las normas morales más elementales y universales, la que ha dado lugar acciones extremistas y anti naturales, como lo es la zoofilia.

   —Considera entonces, usted, que el ser humano, para conservar su estado natural, debe volver a comer carne cruda.

    —Claro que no.

   —La zoofilia estuvo presente en los albores de la humanidad, desde que el hombre logró domesticar a las primeras bestias.

    —No me consta.

    —En una cueva en el norte italiano se muestra una pintura de por lo menos ocho mil años antes de nuestra era, en lo cual un hombre está a punto de penetrar a un reno o caballo.

    —Todas las religiones han condenado el acto carnal con animales.

    —Historiadores como Píndaro, Herodotus y Plutarco afirmaron que los egipcios realizaban rituales religiosos de matiz sexual con cabras.

     —¡Puro paganismo! —dijo Prudencio Santuci para a continuación citar de memoria—:"Y no debes acostarte con bestias, haciéndote inmundo por ello, y tampoco mujer alguna debe acostarse con bestias; es perversión". Levítico dieciocho, veintitrés.

     —Acaten esta ley los judíos y creyentes cristianos, pero no se le quiera imponer esa ni ninguna otra norma bíblica a individuos ateos o de otras religiones.

    —Los actos de bestialismo no son solo un problema religioso, sino que están  considerados ilegales en legislaciones de muchos países, con severas sanciones a quienes los comentan.

    —También en muchos países se condena a muerte a los homosexuales.

    —La zoofilia es frecuente en materiales pornográficos.

    —Mucho menos que las relaciones sexuales entre mujeres y hombres.

    —A un animal objeto de un acto sexual no se le pide su consentimiento.

    —Como tampoco se la piden los biólogos, como usted, para usarlos en  experimentos científicos.

    —Eso se hace por el bienestar de la humanidad.

    —La zoofilia se hace para el placer de un individuo de esa humanidad.

    —Los animales abusados sexualmente, generalmente son maltratados.

    —Las estadísticas lo desmienten, doctor, y en todo caso, ese maltrato no es mayor que el que reciben los animales de trabajo o de exhibición.

    —¡Demuéstremelo…!

    Ante el acaloramiento que fue tomando el debate, el moderador se vio en la necesidad de intervenir. Dijo que el tiempo se había agotado, les agradeció al público su presencia y a los especialistas la exposición de sus ideas.

    —Pero este encuentro de criterios —manifestó—,  no se realizó con el fin de llegar a conclusiones definitivas, sino para que los presentes conozcan las diferentes  valoraciones éticas y científicas alrededor de la zoofilia, y que cada quien,  con conocimiento de causa, pueda actuar como mejor le parezca, pues para algo somos independientes o si lo prefieren —dijo sin poder evitar una cierta ironía—, Dios nos dio el libre albedrío.   

    Virtudes y Honorato salieron de allí y se fueron a tomar un café en un sitio bien acogedor. La estancia se prolongó y del café pasaron a los vinos.

    —Te agradezco que me hayas llevado al debate —le dijo Virtudes poniendo su mano sobre la de él—. Ya no me siento tan sucia ni perversa.

    —Me alegro.

    —Ahora sé que lo que hago no es tan malo como pensaba.

    —No es nada malo —le corrigió él, y ella le respondió con una sonrisa.

    —De todas formas, me gustaría encontrarme a un hombre con quien compartir, no solo la cama, sino también la vida.

    —¿Y cómo tendría que ser esa persona?

    Virtudes se llevó la copa a los labios, tomó un pequeño sorbo de vino y se mantuvo unos minutos pensativa antes de responder.

   —No sé —dijo y volvió a quedar en silencio—. No quiero hacer comparaciones con mi difunto novio, pero me gustaría un hombre como él, bueno, cariñoso y que me comprendiera.

    —¿No crees que yo pudiera ser ese hombre?

    Virtudes lo miró sorprendida ante aquella pregunta, y lo observó como si lo estuviera viendo por primera vez. Una vez más demoró en dar respuesta a aquella proposición, y lo hizo con otra simple pregunta:

    —¿Pudiéramos intentarlo?

    Esa noche fueron a la cama y todo marchó de maravillas. A partir de ahí, no fueron solamente una pareja perfectamente acoplada, sino un cuarteto bien llevado, en el que cada cual: Honorato, Virtudes, Bratislava y Checo, jugó su papel en determinados momentos, por lo que esta historia pudiera terminar como los cuentos antiguos, diciendo: "se casaron, vivieron felices y comieron perdices", pero antes de poner el punto final habría que acotar que al poco tiempo, Virtudes quedó embarazada el mismo día en que Bratislava parió dos cachorros de pura raza de perros lobos checoeslovacos.

 

sábado, 9 de mayo de 2020

El frustrado milagro de la transfiguración

     Mira que la vida da vueltas. Desde que tuve cinco años expresé mi deseo de ser monja, y ahora, mírame aquí…

    Mi vocación religiosa apareció el día que vi pasar a dos extrañas figuras.

    —¡Mira, abuela! ¿Quiénes son?

    —Son monjitas.

    —Cuando yo sea grande, quiero ser monja.

    Mi abuela me atrajo hacia ella y sonrió con una triste expresión de misericordia

    —Mi niño, tú no puedes ser monja, porque te sobran unas cositas que la naturaleza te dio y que te cuelgan entre las piernas.

   —¡Pues no las quiero! — afirmé con decisión.

    Mi abuela creyó que aquella inclinación a la vida religiosa se podría enderezar por senderos acordes a mi verdadero sexo, y por tal motivo me llevó a la parroquia para que el padre Bergantín, párroco del pueblo, me enseñara el catecismo.

     —Con mucho gusto, señora —manifestó el sacerdote.

     El lunes siguiente, mi abuela mi vistió de blanco y a la hora señalada, me dejó en la sala de la casa parroquial al cuidado de mi tutor religioso.  Lo primero que el párroco hizo, fue tomarme de la mano y llevarme al interior del templo, donde me señaló cada una de las imágenes que había en los altares. En más de una ocasión me tomó por la cintura y me alzaba para que los pudiera observar de cerca.  Después me llevó por una pequeña puerta a un costado del altar mayor, atravesamos la sacristía y entramos en lo que era su oficina privada.

    —Te voy a mostrar unas láminas bonitas —dijo y me pidió que me le acercara. Abrió el libro, pasó sus páginas hasta detenerse en una donde había dibujos.

    —Estos son los angelitos del Paraíso. Están desnudos, porque en el cielo los seres puros, no tienen que vestir ropa —me explicó pasando su dedo índice sobre las imágenes de aquellos seres alados—. Tú podrías ser uno de ellos.

    —Yo no quiero ser angelito —me atreví a decirle.

    —¡Ah, no! ¿Y eso por qué?

    —Porque quiero ser monja.

    El padre Bergantín se acomodó en su asiento y sonrió. Eso me dio confianza para seguir hablando, y le dije que mi abuela me había dicho que no podría serlo, pues yo no era como mi hermanita.

     —¿Y cómo es tu hermanita? —me preguntó el cura.

     —Tiene rajita y yo no.

     —Pero de seguro, tienes un huequito que te puede servir igual.

    —¿Dónde? —pregunté interesado.

    El padre Bergantín posó de nuevo su dedo sobre uno de los angelitos de la lámina, y señalándole las nalgas, me dijo:

    —Aquí —y sin que yo hablara, me pidió—. Déjame revisarte. —se puso de pie, me tomó por debajo de los brazos y me subió en su butacón.

     Como mi abuela me indicó que obedeciera al Padre, dejé que me examinara.

    —Vamos a ver ese huequito —dijo y con ambas manos me separó las posaderas—. ¡Qué lindo! —exclamó, y sin dejar de mirarlo me preguntó—: ¿Tú le has visto la raja a tu hermana? —como afirmé moviendo la cabeza, me preguntó—: ¿Cómo es?

    —La tiene entre las piernas. Parece una empanadita, los bordes son gordos y dentro se ve rosada.

    —Yo tengo un hisopo para rociar el agua bendita que puede hacer que con el tiempo tu huequito se vaya volviendo una raja, como la de tu hermana. ¿Quieres que te lo ponga?

    —Sí.

    Sin moverme de donde me encontraba, vi que el padre Bergantín tomó un pequeño bote de cristal.

    —Es óleo para la extremaunción —explicó ante mi cara de ignorancia, aunque seguí sin saber de qué se trataba.

     Se situó detrás de mí y me pidió que me arrodillara encima del asiento.

Me volvió a separar las nalgas y me untó el ungüento en mi huequito.

     —Ahora te lo voy a tocar con el hisopo —dijo.

    En la posición en que estaba no vi cómo era el rociador de agua bendita, pero lo sentí cuando me tocó con él.

    —¡Ay! —me quejé.

    —Tranquilo —me dijo—. Si quieres ser monja, tienes que aprender a sufrir pequeños dolores —hizo una pausa y me preguntó—: ¿Está bien?

    —Sí —afirme dispuesto a soportar cualquier molestia, aunque en realidad, pronto paso, y estaba feliz, pues iba a ser como mi hermanita.

     —¡Ya! —exclamó el cura cuando terminó de moverse y de rezarme en el oído.  

     —Tengo ganas de ensuciar —le dije, y me indicó que fuera al baño y que me limpiara bien.

     Cuando regresé, el padre Bergantín, quien ya se había acomodado la sotana, me regaló la estampita de una santa y, con la encomienda de que no podía decir nada de lo que habíamos hecho, pues era secreto de la Iglesia para que yo, algún día, pudiera ser una monja como la de los altares.

        A la semana siguiente, me repitió el ejercicio de la semana anterior, pero esta vez sin óleo sagrado, por lo que me dolió un poquito más, pero no me quejé, porque las monjas tienen que aprender a soportar:

     —Dime cómo es la rajita de tu hermana ꟷme pedía y una y otra vez rezándome en el oído.

    Con el paso del tiempo, dominé el catecismo y pude tomar la Primera Comunión. Después me adiestré en las funciones de monaguillo. Pero no veía progreso alguno en cuanto a la raja que necesitaba para llegar a ser monja; y por el contrario, lo que tenía entre las piernas me fue creciendo, primero como el badajo de la campanilla, y después como un verdadero hisopo, semejante al del padre Bergantín, capaz de ponerse duro y sacar la cabeza fuera del pellejo para tratar de alcanzar el cielo.

 

    Pasaron los años y llegué a la mayoría de edad. Mi abuela falleció, y con el dinero que me dejó de herencia decidí someterme a la operación quirúrgica de reasignación de sexo. No fue un proceso fácil y sí doloroso, pero las monjas tienen que soportar con estoicismo cualquier tormento a que puedan ser sometidas, y yo quería ser monja. Gracias al tratamiento hormonal al que también me tuve que someter, perdí el vello de la cara, me crecieron los senos y en algo cambié la estructura del cuerpo.

    El siguiente paso fue el de los trámites legales y, aunque llenos de trabas burocráticas, diligencias de planillas, solicitud de certificados, imposición de sellos y cuños, un día salí con mi nuevo carné de identidad, ahora terminado en a, no en o, el nombre, pues quise conservar el mismo que mi abuela me puso.

    ¡Ya podría ser monja! 

    Eso me creí en la euforia del momento, pero este proceso tampoco iba a ser fácil, pues entonces fue la incomprensión e intolerancia religiosa la que me estuvo golpeando durante más de tres años. El registro civil no podía modificar en nada mi fe de bautismo, documento imprescindible para ingresar en una orden religiosa, y en él aparecía como varón.

    No podía mentir y a la madre superiora de las Hermanas de la Caridad, a la que fui a pedirle mi ingreso en la congregación, le expliqué que yo era un transexual.

    —Quieres decir que te cortaste lo que el Señor todo poderoso te dio cuando naciste varón —dijo la superiora a manera de pregunta.

    —Sí —afirmé con la cabeza gacha, pero así todo, pude ver como la monja se ponía de pie, tomaba un crucifijo y me lo acercaba al rostro—. Y los médicos me hicieron el hueco que tienen las mujeres… — traté de explicarle, pero la monja no me dejó seguir hablando.

    —Satanás, aparta de mí este ser que ha ido contra los designios de Dios.

    Pero como Satanás no me movió ni un centímetro de donde me encontraba sentada, la madre superiora fue hasta la puerta de su despacho, la abrió y me ordenó:

    —¡Sal inmediatamente de aquí!

     Asustado por la actitud agresiva de la monja, me puse de pie y con premura abandoné el despacho y el local del convento, mientras, ya en la calle, oía a mis espaldas lo que la superiora me gritaba:

    —¡Aberrado! ¡Pecador inmundo! ¡Apóstata! ¡Degenerado!  ¡Inmoral!

    Escenas semejantes viví en las casas de las diferentes órdenes religiosas dedicadas al apostolado donde me presenté, pues no quería ser monja de clausura como me proponían, sino de servicio en la comunidad; por ello tomé una atrevida decisión.

    Primero pensé ir vestida de varón, para lograr un golpe de efecto cuando me mostrara como mujer, pero finalmente, no me pareció oportuno tal desnudez. Con una blusa blanca de mangas largas y una holgada saya gris, fui hasta la sede de la diócesis, pues me entrevistaría con la máxima dignidad eclesiástica del territorio: el obispo, quien, como encargado del control y vigilancia del cumplimiento de las leyes de la Iglesia era el único que podía autorizar mi ingreso en un noviciado. Este era nada menos que el padre Bergantín, que había regresado hacía tiempo de Roma con tal investidura.

    —¿Qué se le ofrece, hija? —me dijo sin reconocerme después que le besé su anillo episcopal.

     Le manifesté mi interés de ingresar en una orden religiosa para dedicar mi vida al trabajo de apostolado y le expliqué la negativa recibida en todas las congregaciones a las que acudí.

    —¿Por qué no te quieren recibir?

    —Porque no creen en el milagro de mi transfiguración.

    —¿Qué milagro es ese? —se mostró receloso el obispo.

    —Uno en el que usted jugó un rol importante —y sin darle tiempo para otra interrogante, fui yo quien le pregunté—: ¿No se acuerda de mí?

     Monseñor Bergantín me escrutó con la mirada tratando de descubrir mi identidad, pero como puso cara de ignorancia, le lancé mi identidad:

   —Yo fui su monaguillo y hoy tengo una raja como la de mi hermana.

    El obispo en un instante envejeció varios años y palideció desplomado en su butacón, al extremo que me asusté pensando que podría morirse de la impresión y le pregunté dónde tenía el hisopo para rociarle un poco de agua bendita.

    —No hace falta, hijo… —pero enseguida rectificó—: digo, hija.

    —Lo que hace falta es que usted eleve el portento de mi transfiguración a la Congregación de las Causas de los Santos del Vaticano para que verifique el milagro o, de lo contrario, que me entregue una disposición para que me reciban en una orden religiosa. La que usted quiera —le aclaré—, pero que no sea encerrada como un bicho raro en un monasterio, pues yo quiero mostrarme en la calle, como las monjitas que vi en mi infancia.

    El clérigo respiró profundamente y recuperó la postura digna y autoritaria con que me recibió. Tomó una hoja de papel donde aparecía el monograma de la diócesis y escribió en ella. Estampó su firma y la lacró con el sello de su anillo.

    ꟷAhora, márchate ꟷme ordenó

     Así fue como entré de novicia en la congregación de las Adoratrices Esclavas del Santísimo Sacramento y de la Caridad; cofradía que se ocupaba de la reeducación y capacitación profesional de mujeres separadas del vicio y la vida licenciosa.

         Y allí fue donde, a pocas semanas antes de tomar mis votos, conocí a Lesbi.

    Lesbi quedó huérfana de pequeña y pasó al cuidado de un tío materno, quien también murió unos años más tardes. Su primo Ricardo Paniagua, un tarambana, vago, borrachín y depravado, no estaba dispuesto a cargar mucho tiempo con la muchacha, y enseguida que esta llegó a la adolescencia, le dijo que le buscaría un marido para que se la llevara y la mantuviera. Lesbi, quien con el despertar de las apetencias sexuales propias de la edad, y sabiendo cuál era su gusto, tuvo la sinceridad de decirle al primo que no se iría con ningún hombre, pues a ella lo que le atraían eran las mujeres.

    —¡No me digas! —le soltó junto a una sarcástica carcajada para disimular su asombro—. Ya yo haré que te gusten los machos.

     Ricardo no demoró mucho en llevar a cabo lo que pretendía para hacerle cambiar su preferencia sexual, y esa misma noche se le introdujo en el cuarto.

   —¿Qué haces aquí? —indagó asustada la muchacha.

    El primo no le respondió y la tiró boca arriba en la cama. Lesbi intentó levantarse para escapar, pero Ricardo la detuvo de un bofetón.

     —¡Estate quieta, coño!

    —¡Auxilio! ¡Socorro!

    —No grites —y le pegó otra cacheteada—, pues nadie te va a oír.

   La tomó por las rodillas y se las separó al momento en que se arrodillaba en el suelo para entonces meter su cabeza entre las piernas de la muchacha.

     —Déjame, por favor.

     —No. Si ahora viene lo bueno.

     Lesbi comprendió que toda rebeldía era inútil y se limitó a seguir llorando. Vio como el primo se zafaba los pantalones y se los dejaba caer; después el calzoncillo para que saltara algo que Lesbi nunca había visto, pero que siempre supo que rechazaría. Ricardo se le subió encima, y entonces la muchacha sintió un lancetazo que le traspasó las entrañas provocándole un fuerte dolor.

    El primo, ajeno al sufrimiento de la muchacha, estuvo un rato moviéndose, hasta que por último se desplomó jadeante encima de ella.

     —Ya sabes lo que es un macho —se incorporó y cambiando totalmente el tono de la voz, con mucha suavidad fingiendo ser amable, le dijo—. Hoy te dolió un poco, pero mañana le vas a comenzar a coger el gusto.

    A partir de esa vez, pocas eran las noches en que Ricardo no la usara para su desahogo sexual.

    El abuso sexual duró hasta que el tamaño que tomó la barriga de la joven hizo que el primo, por miedo a lo que pudiera ocurrir, desistiera de acercársele. La sangre le provocaba pavor y no quería imaginar siguiera que Lesbi fuera a tener una hemorragia.

    —¡Ahora sí que me jodí!

    Lesbi parió un par de mellizos: hembras y varón, que Ricardo se negó a reconocer, por lo que solo tuvieron el apellido de la madre: Rey.

     —Tendrás que trabajar para que te mantengas tú y a tus hijos —le dijo.

    Lesbi no sabía qué podría hacer para ganar dinero, pero Ricardo sí tenía un plan. Esperó dos meses para llevarlo a acabo. Primero le exigió que dejara de amamantar a los críos y unos días después se apareció con un hombre a la casa.

     —Este me va a pagar por acostarse contigo, así que dale para el cuarto.

    A partir de entonces, ya no era solamente el primo quien la usaba como objeto sexual, sino también los hombres que, el entonces estrenado proxeneta, le traía hasta que aquella pesadilla terminó de manera inesperada.

    —Enseña a singar a tu mujer para que se gane la plata —le alegó el tipo de esa noche.

    —¿Lo hiciste o no lo hiciste?

       El altercado fue subiendo de tono, salió a relucir una pistola y se oyeron dos disparos, uno hirió a Lesbi y el otro se incrustó en el pecho de Ricardo Paniagua.

     Fue en el hospital donde Lesbi se encontró con una de las hermanas de las Adoratrices Esclavas del Santísimo Sacramento y de la Caridad y aceptó lo que esta le propuso, pues así podría cambiar su destino. Los mellizos irían para un orfanatorio y ella debía ingresar en el hogar de la congregación para adquirir un oficio en una de las escuelas talleres.

    —Me gustaría ser tornera —dijo sin dudar un instante.

    Y aunque este no era un trabajo que las monjas tuvieran previsto para preparar a sus recogidas, la madre superiora le respetó su deseo y logró ubicarla de aprendiz en una tornería.

    —Tienes que tener mucho cuidado, hija —la alertó cuando ella misma la llevó el primer día—. Ahí solo trabajan hombres.

    —No se preocupe, hermana —le dijo Lesbi—. Nunca más en lo que me queda de vida, me dejaré tocar de uno.

 

    Mi ingreso en el noviciado coincidió con el mismo día que Lesbi entró en el hogar de recogidas. Como estos eran dos establecimientos adjuntos, pero independientes, Lesbi y yo no nos conocimos hasta varios meses después, cuando yo estaba presta para formular mis primeros votos temporales.

    —Vas a tener la oportunidad —me dijo la madre superiora cuando me llamó a su despacho— de comenzar a ejercer tu vocación de servicio y apostolado.

     A una de las recogidas, me explicó, durante su trabajo en un taller, le había caído limalla en los ojos y los debía mantener vendados por tres días y era necesario que alguien la acompañara para ayudarla en sus necesidades.

     Fue esa la razón por la que traspasé la puerta interior del noviciado y pasé al hogar de las recogidas. Busqué la zona de las habitaciones y toqué en la puerta indicada.

     —Adelante —respondió una voz.

    Abrí y entré, pero no hice más que traspasar el dintel cuando sentí que la joven que estaba acostada en la cama, con solo otear el aire comenzó a gritarme de manera airada

    —¡Fuera de aquí! —comenzó a gritarme de manera airada cuando me vio—. Tú hueles a hombre —afirmó para mi sorpresa—. A mí sí que no me engañas.

   —Yo soy tan mujer como tú.

    —Entonces, déjame tocarte —me levantó el sayón del hábito y en un rápido movimiento me metió las manos entre las piernas—. ¡Coño, es verdad!

    Traté de zafarme, pero Lesbi tenía una tenaza sobre mi vulva y no me soltaba.  Me tiró sobre su cama, una vez más me levantó el hábito de novicia que vestía, y yo no puse resistencia a que me quitara el calzón. Se me subió encima y comenzó a frotar su sexo contra el mío. Sentí la misma sensación de cuando era adolescente y tenía erección. Lo que quedó de mi pene se erizó y salió de su capullo, quise gritar de placer, pero la boca de Lesbi me lo impidió mordiéndome los labios y la lengua, hasta que ambas quedamos exhaustas.

     Los tres días de la convalecencia de Lesbi fueron suficientes para que hiciéramos planes. El día de profesar mis votos de obediencia, pobreza y castidad no fui a la capilla del convento, lo que significaba que había desistido de mi vida religiosa.

     Primero debía recuperar mi identidad de hombre. Pelado y vestido como tal, con una camisa holgada para que no se me notaran los senos, me presenté en las oficinas del registro civil y comencé los trámites necesarios para recuperar, no mis atributos físicos de varón, sino la o de mi nombre, pues el apellido seguía siendo Reina. Alegué una equivocación al confeccionarme el carné de identidad, y la Fe de Bautismo confirmó la justeza de mi reclamación.

     Pude casarme con Lesbi. Ella sacó a sus hijos del orfanato, y los cuatro nos fuimos a vivir juntos en la casa que fue de mi abuela. Adopté a sus hijos y le di mi apellido. Yo soy el hombre de este matrimonio, pero permanezco todo el tiempo en la casa vestida de mujer, ocupándome de las labores domésticas. Lesbi trabaja como tornera en una fundición y con su salario mantiene el hogar. Por las noches somos dos mujeres enamoradas y plenas compartiendo la misma cama

      Por eso no dejo de repetir una y otra vez: ¡mira que la vida da vueltas!

      Desde que tuve cinco años expresé mi deseo de ser monja, y ahora, mírame aquí: como hombre, sin serlo, casada con una mujer y criando a dos hijos.