Estaba llorando de manera silenciosa, sin gemidos, con un llanto como nunca antes; le salía del fondo del pecho, donde quizás tuviera el alma. Un llanto callado, sin sollozos, aunque sí con abundantes lágrimas para nublarle la vista y mojarle toda la cara.
Se detuvo y comenzó quitándose los zapatos. Los colocó uno al lado del otro: el derecho a la derecha, y el izquierdo a la izquierda, pero enseguida los cambió:
—Ustedes siempre anduvieron torcidos.
Se quitó las agujereadas medias, las dobló y puso cada una dentro de uno de los zapatos. Fue a despojarse de la camisa, pero como se estrujaría si quedaba debajo, desistió de hacerlo y primero se soltó el pantalón. Con ambas manos se lo bajó de la cintura; tomo primero una pata de la prenda y la haló por el bajo, después la otra. Ya con él en la mano, lo dobló cuidadosamente hasta formar un cuadrado que cupiera encima de los zapatos sin que la tela tocara el suelo para que no se ensuciara más de lo que estaba. Antes había sacado el cinto de las trabillas, lo enrolló y lo colocó sobre el pantalón. Entonces procedió a quitarse la camisa; se la fue desabotonando lentamente, hasta que se abrió del todo, se la desprendió de los hombros y se la dejó descender por la espalda; movió los brazos para que el atuendo se saliera. La sostuvo con la izquierda y se detuvo en pensar por qué él no pudo ser derecho como la mayoría de las personas, pero ya aquello no venía al caso. Tomó la camisa, unió las puntas de los hombros, con las mangas hacia dentro, la dobló a lo largo, sin apretarla mucho para que no se le marcaran nuevas arrugas, y la dejó sobre las demás prendas en el suelo.
Por último, se quitó el calzoncillo y lo tiró con descuido a cualquier parte. Este todavía tenía la humedad de su última eyaculación. Quedó totalmente desnudo. Dio un paso. Otro. Se colocó como cuando era clavadista en el borde de una inexistente piscina, y saltó haciendo una cabriola en el aire, sin giros ni piruetas, pues pretendía caer de espaldas.
Tenía nombre de seres alados: Ángel Serafín, pero no voló.
Cuando cruzaba por los balcones del quinto piso, le vino a la mente una experiencia que tuvo de niño. Su padre era un individuo noble e introvertido, incapaz, según decía su madre, de matar una mosca, y quizás por eso le fue tan traumático la vez que lo descubrió transformado en un ser aparentemente violento. Él no acostumbraba a despertarse de noches. Desde que era un bebé, dejó de orinarse en la cama y no sentía deseos de hacerlo hasta el siguiente día, pero en esa infortuna ocasión, un rato después de haberse acostado, se despertó y salió al pasillo con el propósito de ir al baño. Al pasar por frente a la puerta abierta del cuarto de sus padres, lo vio.
Estaba desnudo encima de su madre y forcejeaba con esta. La tenía sujeta por las muñecas, aguantándole los brazos sobre la cama, al lado de la cabeza, y al parecer la golpeaba con su propio cuerpo. La madre se quejaba y gemía de una manera muy extraña, hasta que lanzó una especie de apagado grito que hizo que el esposo se desmadejara sobre ella.
Ángel Serafín quedó paralizado. No sabía qué ocurría. Se encontraba muy confundido, sin saber qué hacer, pues nunca imaginó que el bueno de su padre se pudiera comportar de esa manera tan agresiva. Cuando este se dejó caer al lado de la mujer, los vio un instante a los dos desnudos. Asustado, se quitó de la puerta dispuesto a esconderse, pero la madre ya lo había visto:
—¡Muchacho! ¿qué tú haces ahí?
Las piernas abiertas de ella y la verga aún semi erecta del padre fueron los que le dijeron qué había ocurrido.
—Yo oigo a mi mamá y a mi padrastro cuando están singando —le confesó en una ocasión su amigo Hamlet, para después preguntarle—. ¿Tú no sientes a los tuyos?
—Mis papás no hacen eso —respondió molesto Ángel Serafín.
—¿Ah, no? ¡Mira que tú eres bobo! Todos los papás lo hacen —le aclaró el amigo—, y cuando yo sea grande y me case, también lo voy a hacer bien rico.
Cuando aquella noche vio a sus padres teniendo relaciones sexuales, la confirmación de lo que Hamlet le había alertado y que él negó, lo vino a golpear, como si le hubieran dado un piñazo en medio del pecho y llorando salió corriendo y se encerró en el baño.
—Abre, Angelito —le pedía su papá—. Vamos a hablar.
Pero, sin que el padre imaginara a lo qué se estaba refiriendo, él se limitaba a responder una y otra vez lo mismo que le dijo a Hamlet.
—No lo voy a hacer.
Un tiempo después, la madre botó al padre de la casa y se buscó otro marido, con el cual tenía relaciones sexuales con frecuencia, sin cuidarse de que él los oyera.
—¿Para qué me sirvió estar tanto tiempo casado? —le dijo el padre un día que Ángel Serafín se lo encontró en la calle sucio y medio borracho.
Él comprendió que su papá tenía razón en la queja, por lo que el propósito infantil de no tener relaciones sexuales cuando creciera, se tradujo en un rechazo a la posibilidad de casarse.
El despertar de las hormonas de la adolescencia se unió al ambiente de pleitos en su casa, por lo que asoció el placer fácil de la masturbación propia de la edad como forma de evadir la situación en que vivía. Y, como una compulsión, se masturbaba cada vez que tenía ocasión.
Al pasar frente a la cornisa del cuarto piso del edificio, recordó lo significativo que en una época fue para su vida este elemento arquitectónico, pues en uno semejante comenzó a practicar lo que sería un vicio del que no pudo nunca desprenderse.
Ángel Serafín era un muchacho al que le gustaba el deporte. Practicaba la gimnasia y por su flexibilidad y agilidad, lo captaron para ingresar en una escuela deportiva y prepararse como clavadista, especialidad que según sus profesores lo podría llevar a lo alto del pódium de importantes competencias.
Este era un centro en la que los muchachos permanecían internos de lunes a viernes. Por las mañanas asistían a clases, y por la tarde cada quien recibía el entrenamiento de su deporte. El suyo era en el pozo de clavados, junto a la piscina donde se ejercitaban los grupos de nadadoras. Pronto el observó que las muchachitas lo miraban con especial atención, se reían con picardía entre ellas y se hacían comentarios relacionados con su persona, situación esta que le comenzó a agradar, pues sentía satisfacción al saberse admirado y deseado. No demoró en descubrir el motivo particular por lo que se fijaban en él, y desde ese momento aprendió a colocarse el pene dentro de la trusa de forma tal que bien se le marcara.
Con el tiempo, se fue tornando más atrevido y, siempre que descubría a una muchacha mirándolo, con cuidado de que el profesor no lo viera, se sobaba los genitales para provocarla. Una de ellas, en una ocasión que él se tocaba la entrepiernas, fue quien le hizo un gesto con la cabeza invitándolo a seguirla. Le pidió permiso al instructor para ir al baño y le fue detrás. Ella penetró en los vestidores de las hembras y se quedó cerca de la entrada a esperar que él hiciera lo mismo en la de los varones. De puerta a puerta, y con un pasillo de entrada en el medio, comenzaron un lenguaje de señas, en el que ella le pidió que le mostrara el rabo. Ángel Serafín se bajó la trusa y con una mano se lo levantó junto con los testículos. Ella le hizo un gesto provocativo, saboreándose con la lengua, y con los dedos curvados movió la mano en franca invitación para que se masturbara. Él, como siempre hacía, se embadurno el glande con saliva. Se tomó la verga desde la base y se llevó la mano hacia arriba hasta taparle totalmente la cabeza con la piel del prepucio. Una y otra vez, primero despacio y después más rápido, siempre mirándole los ojos a la embelesada joven, hasta que se contrajo, se recostó a la pared y soltó tres o cuatro chorros de esperma.
Descubrió que a las muchachas les gustaba verlo masturbarse, lo cual le provocaba doble placer, pero repetir aquella experiencia en la puerta de los vestidores era muy arriesgada, pues lo podrían descubrir con facilidad, y tuvo que buscar otras condiciones donde poder hacerlo; fue cuando descubrió la ventaja de las cornisas en el edificio de los albergues. Saltando fuera por una sala de estar, espacio este abierto en la entrada de los dormitorios, y caminando bien pegado a la pared para no caerse desde aquella altura, podía llegar hasta el albergue de las hembras, situarse en una posición donde alguna de ella lo viera para mostrarle sus genitales y, si la muchacha se quedaba mirándolo, masturbarse.
Después de varias semanas haciendo lo mismo, siempre había alguna de las alumnas que lo esperara, y se fue enviciando en aquella práctica. Se mantuvo así todo ese primer curso. Al iniciar el siguiente, fue a dar a un dormitorio en un cuarto piso, donde el nivel era más peligroso, pero él estaba acostumbrado a la altura de los trampolines y había adquirido habilidad para caminar por las cornisas.
—¿Ángel Serafín —lo interrogaban con frecuencia sus compañeros—, tú no piensas buscarte una novia para que te saque el queso?
—¿Para qué quiero una —respondía preguntando—, si yo tengo varias?
Una noche, un profesor lo descubrió y lo expulsaron de la escuela cuando ya iba a participar en una primera competencia nacional.
Por una de las ventanas del tercer piso por delante de las cuales pasó en su caída, vio un uniforme de soldado colgado en una percha y, como un relámpago le pasaron las imágenes de la época en que estuvo en el servicio militar.
En la calle, después que lo echaran de la escuela deportiva, sin edad para trabajar ni vínculo escolar, pronto fue llamado para ingresar en la preparatoria del ejército. En el chequeo médico le descubrieron que era miope, y de momento ello lo benefició, pues al no estar apto para una unidad de combate, lo ubicaron en un centro de retaguardia, donde los reclutas solo hacían guardias en los almacenes y trabajaban como estibadores.
A pesar de la disciplina militar, la vida allí les era cómoda. Muchas veces debían viajar en camiones para buscar o llevar mercancías y aunque el trabajo de carga y descarga era fuerte, se divertían pues sentados en lo alto de los bultos, veían las mujeres de las que carecían en la unidad.
Como la mayor parte del tiempo, los que no estaban de guardia o designados para la limpieza del enclave, se quedaban ociosos en el dormitorio, eran los momentos para fantasear con sus deseos sexuales insatisfechos. Los que habían tenido la suerte de haber salido para una estiba, contaban de las mujeres que hubieran visto por las calles.
—¡Una mulata con unas tetas enormes!
—¡Tremendas nalgas!
—¡Y como las meneaba!
Al que hubiera regresado de un pase, lo interrogaban para saber si había estado con alguna novia, y se contaban historias verdaderas o falsas que encendían los apetitos sexuales de los jóvenes y los hacían masturbarse.
La mayoría se encerraba en una letrina, pero los más desvergonzados, siempre atentos a que el teniente no se fuera a aparecer de improviso en el dormitorio, se desahogaban a la vista de los demás. Ángel Serafín nunca lo hizo, pues no le estimula en lo más mínimo que fuera otros machos quien lo viera provocarse la eyaculación; sin embargo, siempre que salía de pase, aprovechaba las noches para esperar que pasara una mujer por donde él se encontrara medio oculto para mostrarle el pene erecto, y si no había huída o rechazo, masturbarse disfrutando que lo miraran.
Con el tiempo fue perfeccionando las técnicas de ocultamiento y provocación. Usaba un bolso, una revista o cualquier objeto con qué tener tapado el pene y poder descubrirlo con rapidez en el instante en que la víctima se fijara en él. Y ya no solo con la complicidad de la noche, pues se volvió atrevido y descubrió que en los atardeceres había mayor tráfico de transeúntes. Aunque también carros patrulleros, y en uno lo llevaron para la estación de policía. Le levantaron un acta de advertencia y lo dejaron libre.
Las paredes del segundo piso del edificio desde donde se lanzó estaban pintadas de otro color, y ese trueque le recordó que también su vida había cambiado al terminar el servicio militar. Como había aprendido a manejar, encontró empleo de camionero en una empresa agrícola, y durante un tiempo le fue bien. Con frecuencia accedía a montar mujeres que en las carreteras pedían que las acercaran a su destino. Evitaba hacerlo con las jóvenes, pues estas generalmente no tenían experiencias y se asustaban cuando él se comenzaba a tocar los genitales de manera provocativa; no así muchas de los mujeres adultas, quienes se limitaban a hacerse las desatendidas y viraban la cabeza para mirar fuera, o, por el contrario, no le apartaban los ojos a su portañuela, lo cual era señal para él saber que podía continuar. Sin soltar el timón, con la mano izquierda se frotaba hasta que el miembro tomara consistencia para entonces, con todo descaro, y sin mirar a la pasajera, agarrarse y mostrar el bulto que se le hacía debajo de la tela. Usaba pantalones con el tiro descocido, y ello le facilitaba sacarse la verga por debajo. Sostenía el timón con la izquierda para que el brazo de la derecha no le limitara la visión a la acompañante y comenzaba a masturbarse, aunque para finalizar, debía cambiar de nuevo de mano y hacerlo con la izquierda, pues si no, no lograba eyacular.
—Yo solo —decía si alguna intentaba ayudarlo—. Tú, mira.
En una ocasión, cuando ya le iba a brotar el semen, sin atender el comportamiento del tránsito, no vio al auto delante haciendo señales para detenerse en un semáforo, y lo chocó por detrás. Se hizo una herida en la frente, perdió el trabajo y tuvo que pagar los daños ocasionados.
Comenzó una época en la que no se estabilizaba en ningún empleo.
—¿Ya dejaste la construcción?
—Sí.
—Y yo tengo que seguir rompiéndome el lomo lavando para fuera —protestaba la madre —, porque de lo contrario, en esta casa no entra dinero.
—No estoy hecho para permanecer todo el día al sol.
—¡Qué lindo! —exclamaba la madre molesta.
—Yo soy un animal nocturno —se catalogaba con sorna.
Y como animal nocturno, todas las noches salía a cazar sus presas.
Un puesto de custodio en las oficinas de una empresa le duró solo dos días, pues a la segunda noche ya estaba en la puerta mostrándole el miembro viril a las mujeres transeúntes. El dueño de una cafetería, donde lo emplearon como dependiente, lo descubrió, parado detrás del mostrador, masturbándose con la mirada complaciente de la otra empleada.
Unos días más tarde, la policía cargó de nuevo con él y le hicieron otra acta de advertencia en la que lo fueron a catalogar como voyeurista, pero Ángel Serafín protestó, alegando que él no miraba a las mujeres, sino que eran ellas las que voluntariamente veían lo que les mostraba.
Aunque no siempre encontraba aceptación para su exhibicionismo y, en esos casos, simplemente se masturbaba al paso de alguna fémina. Una de estas vivía justo al lado de la entrada a la escalera donde él se encontraba, y gritó pidiendo auxilio. Ángel Serafín intentó huir, pero ya salían dos hermanos de la muchacha y le dieron una paliza.
—¡Coge, por descarado! —le decía una y otra vez uno de los jóvenes mientras le descargaba el puño en medio de la cara.
El otro lo tiró al suelo y lo comenzó a patear.
—¡Déjenlo —intervino la madre de estos—, que lo van a matar!
Pudo así escabullirse, escupiendo sangre y con los ojos amoratados. Negado al ir al hospital, pues allí el oficial de guardia de la policía, lo iba a interrogar, se pasó más de una semana sin poder moverse de encima de una cama.
—¿Qué hiciste —lo interrogaba la madre— para que te dieran esa mano de golpes? —pues no le creyó la historia de que lo habían asaltado— ¿Quién va a intentar robarte a ti, con la cara de muerto de hambre que tienes?
Aquella experiencia lo tuvo un tiempo sin atreverse a volver a sus andadas. Encontró trabajo como mensajero de correo y gracias al salario y a las propinas que a veces recibía, pudo cambiar su campo de operaciones, pues tenía dinero para pagar la entrada a los cines. En ellos, tuvo que modificar su modo operandis. Primero debía esperar que las pupilas se adaptaran al cambio de luz para poder distinguir a las personas en la oscuridad. Este proceso le era demorado y nunca llegaba a ver del todo bien; creía que era por la miopía que padecía, pero sin él saberlo, a ello contribuía un desprendimiento de la retina a consecuencia de los golpes que le dieron.
Seleccionaba una mujer que estuviera sola, pero no se le sentaba al lado, sino que dejaba una luneta por medio. Tenía la teoría de que si la mujer lo miraba con desconfianza, no iba a cooperar y podía armar un escándalo; entonces esperaba un tiempo prudencial para pararse y cambiarse de asiento. Pero si ella se pasaba la mano por el pelo, era señal de que se podía quedar. Los pasos siguientes eran los mismos de siempre: sobarse los genitales, extraerse el pene y sostenerlo un rato en alto para que la mujer lo pudiera disfrutar, y comenzar a masturbarse. Si con la intención de comenzar otra especie de manoseo, era la fémina la que se cambiaba de asiento para quedar a su lado, él se paraba y se iba.
—A mí lo que me provoca placer, es que me vean —les decía a la tropa de exhibicionistas que conoció en los cines.
El paso por frente al primer piso fue rápido. Aprovechó para girar levemente el cuerpo y lograr llegar al suelo en la posición que deseaba.
Ángel Serafín consideraba que lo de él era una desgracia. No hubiera querido vivir así, pero el placer que le provocaba mostrar su verga era tan fuerte que por mucho que lo intentara, la voluntad no le alcanzaba para no hacerlo más.
—Esto es como una droga.
Nunca fue proclive a la amistad, aunque algunos amigos tuvo producto de la convivencia desde la infancia en el mismo barrio. Sin embargo, conocedores de la fama de pajizo que Ángel Serafín adquirió, unido a las cada vez más frecuente actas policiales, estos se fueron distanciando de él.
—Yo jamás me he drogado, pero supongo que así mismo sea el vicio.
Entre los exhibicionistas de la ciudad había todo tipo de personas; muchos eran verdaderas escorias sociales, que hasta los mismos colegas los evadían, otros con empleos fijos, responsables y cumplidores en sus trabajos, al parecer hombres de bien, pero que no se podían sustraer a la morbosa práctica. Él conocía a individuos que se habían casado varias veces, pero dejaban a las mujeres para volver a lo mismos.
—¿Nunca les has pedido ayuda a un profesional de la salud? —se interesó Hamlet.
—Para qué —fue la respuesta—. Yo esto no lo puedo dejar.
La madre le insistía en que se buscara una mujer para que se hiciera cargo de él, pues ya ella estaba vieja y cansada de tantos años de duro bregar por la vida.
—Para que después me bote, como tú le hiciste a mi padre.
En la planta baja vio la escalera por donde unos minutos antes subió a la azotea del edificio.
En su vida, él había estado descendiendo, años tras años, hasta encontrarse en un plano social ignominioso. Sin trabajo, sin dinero, medio ciego, y rechazado por amigos y conocidos, llevaba una existencia miserable.
Los estudiantes de la secundaria básica por donde se veía obligado a pasar para llegar a su casa, le gritaban todo tipo de insultos. Una vez recibió una pedrada sin saber quién se la había lanzado. Aunque siempre fue pulcro y le gustaba andar bien vestido y perfumado, para entonces, se le veía sin rasurarse, sucio y muchas veces hambriento. En más de una ocasión registró latones y bolsas de basura y comió sobras.
La policía lo tenía amenazado con abrirle una causa que lo llevara a la cárcel, y siempre que pensaba en esa posibilidad se cohibía un tiempo de su vicio, pues no sabía de lo que sería capaz si lo encerraban sin mujeres que lo vieran. Pero una y otra vez volvía a sus andanzas, ya que ese era el único placer que sentía en la vida: exhibirse, masturbarse, masturbarse, exhibirse, masturbarse...
No le importaban que lo golpearan, que lo patearan, que lo intentaran matar, pero no podía dejar de hacerlo; hasta que, aburrido de todo y de sí mismo, decidió que esa noche sería la último vez.
La mujer estaba sentada en el portal de la casa. Había un foco encendido, pero la vista no le alcanzaba para percibir el aspecto de la agraciada, como él acostumbraba a nombrar a las damas a las que les mostraba su erección y su eyaculación. Se situó junto a la baranda que daba a la acera. La miró. Ella no mostró reacción adversa alguna y, convencido de la complicidad, se dispuso a disfrutar el ritual de lo que sería el fin de su morbosidad.
Con movimientos amplios del brazo, por encima de la tela del pantalón se acarició los genitales de arriba abajo hasta sentir que el miembro le reaccionaba. Se lo cogió con una mano y se colocó en la posición adecuada para que la mujer lo pudiera ver bien. Sintió que ella se sonreía con agrado. Ello le dio el arrojo necesario y, como siempre tenía las portañuelas del calzoncillo y el pantalón abiertas, se sacó el pene con facilidad. Oía la risita nerviosa de la mujer y eso lo estimulaba a seguir. Se echó uno, dos escupitajos para humedecerse el falo en toda su extensión, lo cogió desde la base y llevó la mano hasta que la piel del prepucio le cubrió el glande. Fue repitiendo el gesto, cada vez con mayor rapidez hasta alcanzar un ritmo mantenido. Disfrutaba el momento, pero sabía que no era conveniente alargarlo, pues si algo o alguien podían venía a interrumpirle, se quedaba con el semen a punto de brotar, y ello no debía ocurrirle en su última vez. Por la agitación de la mujer en su asiento, supo que ella también lo disfrutaba. Aceleró el movimiento hasta que comenzó a eyacular. Nunca antes lo habían aplaudido, pero era tanto el entusiasmo de aquella mujer viendo la escena que comenzó a palmotear.
Ángel Serafín sintió que alguien iba a aparecer, con premura se guardó el pene aún húmedo de semen y se alejó.
—¿Qué pasa, nena? —preguntó la señora que llegó al portal y sin esperar respuesta de una muda, tomó el sillón de rueda donde se encontraba la retrasada mental y la llevó para el interior de la vivienda.
Finalmente Ángel Serafín llegó al suelo. Cayó de espaldas como él quería, y el cuerpo rebotó unos centímetros para volver a caer en absoluto reposo.
El golpe contra el pavimento de la calle le ocasionó fractura de la cadera; la columna vertebral se quebró por tres lugares diferentes, se le explotó el bazo, unas costillas le traspasaron un pulmón; y en la zona occipital superior de la cabeza se hizo una herida con hendidura del hueso del cráneo. El brazo de la diestra le quedó junto al cuerpo; el de la siniestra, en un ángulo de casi noventa grados con relación al tronco, como queriendo alejar la mano maldita. La pierna derecha, extendida a todo lo largo, mientras que la izquierda ligeramente flexionada. Sobre el muslo de esta, yacía flácido el pene, como esperando a que alguien lo viera cuando descubrieran el cadáver.
—Ojalá sea una mujer —pudo pensar Ángel Serafín en el instante mismo en que fallecía.