domingo, 7 de noviembre de 2021

El Sida no resuelve el problema

―¡Qué aburrido estoy! ―había expresado Barceló en más de una ocasión durante su convalecencia en la sala de la enfermería, por eso, al joven enfermero no le extrañó el ofrecimiento de este reo para ayudarlo en cualquier pequeña tarea que estuviera a su alcance como forma de pasar el tiempo, ni le resultó inesperado, cuando ya mejorado, le pidió que lo dejara repartir medicamentos.

Todas las tardes, el enfermero preparaba, en diferentes cajas los jarabes, pastillas y ungüentos que los reos de cada pabellón necesitaban para cumplir sus tratamientos médicos, y antes del horario de la comida, tenía que salir a repartirlos.

―¿Tú sabrás hacerlo? ―le preguntó el joven, y Barceló le respondió con otra pregunta.

―¿Qué no sabré yo hacer dentro de esta cárcel?

Obsesivo e insobornable cumplió la encomienda, días tras días, durante más de una semana. Visitaba los pabellones a los que el enfermero lo enviara, le entregaba a cada cual su medicina y luego reportaba los más mínimos detalles de lo que había hecho. Además de entretenerse, por un momento, se sentía libre de su condición de reo… útil e importante.

Estaba repartiendo medicamentos en la prisión, normal, pero un día llegó un jefe: José de la Cruz, y se paró en medio de la carretera como a las siete de la noche, me vio a mí con la caja de los medicamentos. Me dijo:

―Oye, ¿quién te dio esa caja a ti para que tú andes con eso?

―Me lo dio el jefe de la enfermería: Gonzalo.

―No, no. Gonzalo está muy jodido. ¡Y vestido de civil repartiendo medicamento! Ven acá.

Me llevó para allá, me quitó la caja. Me dijo:

―Quítate la ropa esa. A ver, ¿dónde tú estabas antes?

―Aquí en la enfermería, que estoy ingresado.

―¡Ah! ¿Estás ingresado? Éntralo para dentro y tráncalo. Si tú estás ingresado, tienes que estar ingresado, tienes que estar ahí.

Me jodí, me quitó el trabajo. Yo estaba contento con el trabajo. Ellos son los jefes. Y me quitaron el trabajo. Me dejaron en la enfermería, ahí en la enfermería trancado e ingresado, ingresado, ingresado... Ahí estaba Falcón, el tipo que se hacía muchas cosas malas, y ahí empezamos, empezamos los dos a hacernos más cosas. A parte de abrirnos la barriga, más cosas.

<<Las enfermedades y lesiones auto provocadas han sido determinadas por medios artificiales y pueden ser pasajeras o benignas, y las mutilantes que dejan secuelas, anatómicas o funcionales definitivas.

Las mutilaciones voluntarias se observan, sobre todo, en los miembros superiores; las incapacidades consecutivas traen consigo los porcentajes de invalidez más elevados. Graves, desde el punto de vista funcional, las lesiones locales producidas, no hacen correr ningún riesgo vital. Son fracturas del antebrazo o de la mano, secciones tendinosas, amputaciones del pulgar o del índice, provocadas, sean por un traumatismo, sea por una intervención quirúrgica cruenta.

En materia penal, la simulación es puesta en marcha para sustraerse de una obligación legal (servicio militar, movilización, citación a la justicia, función de jurado o de testigo), para escapar a la represión penal o a la reclusión, etc.>>[1]

Estas cosas las hacía, en parte, para que me sacaran de la prisión, aunque fueran unos días para el hospital, pero otras, que no estaban en mí. Hubo parte que me daban sensación, vaya. Yo gozaba con eso. Yo me reía con eso, de ver la gente decir:

―¡Mira, se cosió la boca!

Esas cosas me daban... No sé por qué, me daban gusto. Yo gozaba con eso. Me sentía bien. Como si fuera importante. Me gusta que hablen de mí, me celebren. A lo mejor no me cree esto, pero la gente, ahí, en la prisión, también echaban como si fueran competencias. Había uno por allá que se picaba, y entonces la gente se ponía a hablar:

―Fulano es el que más ha hecho aquí, que se hizo esto.

―¡Ah!, pero no ha hecho más que Zulano, porque Zulano esto...

Y yo siempre estaba encima del bombo con el traqueteo ese, y cuando uno hacía una cosa dura, yo la hacía más dura, por arriba, porque ahí había gente que se hacían cosas. Falcón era uno de ellos. Él empezó haciéndose cosas grandes, y yo solamente con mis líos, pero cuando hice lo de la mano... Con lo de la mano, lo maté. Una vez llevan a un muchacho allá, que es de Oriente. Está loco, se mete... Arma cámara por rastra, y entonces lo trajo el guardia para acá, el otro guardia de la enfermería.

―Mira, Barceló, te traigo el rival tuyo aquí.

La tarde era agradablemente cálida, y el sol, sin molestar, alumbraba sobre un cielo nítido, azul. El pueblo se había ido aglomerando desde temprano junto a las puertas, y cuando estas fueron abiertas, individuos de todas las calañas, representantes de cada uno de los pueblos del mundo conocido: artesanos, tullidos, marineros, mujeres, niños, exsoldados de miembros amputados y con horribles cicatrices; negros, sirios, judíos, prostitutas y mendigos corrieron escaleras arriba para buscar un mejor puesto en la gradería. Un rato más tarde fueron llegando los nobles. Para ellos, otras puertas y otra ubicación sobre mullidos cojines de seda. La música no demoró en comenzar, y el ritmo trepidante de los tambores ayudó a exacerbar la inquietud por las nuevas experiencias límites que vendrían. El emperador no se hizo esperar, y por unos segundos, el murmullo producido por aquella masa semisalvaje cesó para, a una sola voz, lanzar el saludo imprescindible para dar comienzo al espectáculo:

―¡Ave, César!

Debajo, en las celdas y pasillos del circo, las bestias y los hombres que con su sangre servirían para la diversión, esperaban el momento de salir a la arena.

Le dije:

¿Cuál es el rival?

Dice:

¿Quién eres tú, nagüe?

El muchacho me dijo nagüe, porque era oriental.

Oye, nagüe, yo soy Noel Barceló García. Me dijeron que tú te metes cámara dura, qué sé yo que sé cuándo, y yo también me meto cámara dura.

Cámara es que se mete duro con la cuchilla, que uno mismo se picaba y se apuñaleaba y esas cosas.

―Mira los brazos.

Entonces me enseñó los brazos que eran callos nada más.

―¡Ah, eso es bobería!

Y dice:

―Mira.

Entonces me enseñó la barriga.

―Eso no es nada, nagüe. Sí, tú eres un resistente, bueno, pero cuando quieras echamos una puesta, y lo que tú quieras, contra uno mismo. Cuando tú quieras.

Y me dijo:

―No, ya está echada, ya.

Entonces le dije:

―Coge la mano mía, métetela en la boca y dame acá la tuya que yo me la voy a meter en la boca, aprieta tú, y aprieto yo, a ver quién aguanta más. Así es como único se sabe.

Díceme el negro:

¡Qué va, nagüe! Yo soy choro.

Choro es carterista.

―Yo soy choro y mis dedos no se tocan para eso.

―Entonces vete, que usted aquí no sirve.

Y el tipo seguía:

―Yo no puedo coger mis dedos para eso, yo soy choro.

―Entonces olvídate de eso y vete, que aquí tú no cuentas.

Él sabía que si trababa ahí, era un dedo mordido.

Algunos guardias y médicos compartían de eso, lo disfrutaban, y me traían rivales.

―Mira, aquí te traigo uno para ver quién se hace más cosas.

Eso es competidor. Y Lanza, que una vez que me dijo:

―Haz algo nuevo.

Me estaba diciendo que hiciera otras barbaridades.

¿Sentían los gladiadores que vencían alguna sensación de orgullo ante el aplauso del público y ello los estimulaba en la preparación física previa a una próxima salida al ruedo, para la nueva contienda o solo era la satisfacción de saber que, al menos, el sol calentaría sobre sus cabezas un día más?

Falcón, el oriental, y los demás, lo hacían por obtener la libertad. Había otra forma de obtener la libertad: la condicional. Para obtener la condicional había que trabajar y estar en un trabajo constante ahí, y cuando te toca, ya te la dan: a mitad de sanción, ya te vas para la calle. Yo sí pensé en esa posibilidad, siempre quise la condicional, pero yo no podía. Siempre tenía problemas, me botaban de los trabajos y no podía. Mi mamá luchó y luchó, habló con un abogado... Porque yo no tenía vida para vivirla ahí en la prisión, pero no se logró nada, y a cada momento me mandaban para la celda de castigo. En una celda de castigo, tienes una cama de cemento y no te dan cuchara porque con la cuchara puedes hacer un cuchillo. Tienes que comerte la comida con las manos y la sopa tomártela directa de la bandeja. Aguantando ahí, solo.

Afuera, el cielo es azul y las nubes, inmensas y suaves, descansan plácidamente como señoras debajo de blancos quitasoles de seda, mientras el aire juega con ellas y lentamente las va cambiando de forma y lugar. Igual hace con tu pelo y te trae el olor verde del campo o el aroma meloso de la caña de azúcar recién cortada. La vista se pierde en la vastedad del mundo ante ti, y el silencio del tenue piar de las aves, te hace sentir que vagas ingrávido, sumido en la paz del equilibrio natural. Entonces dejas de ser tú, y te comprendes importante elemento de un universo hermoso y eterno, como el mar que bate rítmicamente y acaricia tus pies sobre la arena mojada. Y el ruido de las olas, que no es ruido, es música ancestral, gemido de hembra en celo que se repite una y otra vez, como llamándote, con su olor de salitre y azufre, para que le penetres, entero, en el ambiente acuoso que te dio la libertad de vivir. ¡La libertad!

Al final de ese pasillo es la celda de castigo de los pacientes Sida. Ellos están en otro pabellón, encima, pero cuando se portan mal, les dan alguna sanción o algo, los meten en la celda veintiuna. Se llama así, porque cuando entras, son veintiún días encerrado. Chaviano estaba también en celda de castigo y estaba en la celda antes de ellos, la de los del Sida. Como él quería salir de la cárcel, se inyectó el Sida, con sangre del tipo de la celda de al lado.

¿Es también la muerte, libertad? No sé. Habría que preguntarle a los suicidas, para conocer qué se nos oculta detrás de ese instante brevísimos y sencillo en que dejamos de respirar, de sangrar... La muerte es un enigma. Triunfadora siempre sobre el anhelo humano por desentrañar su misterio, permanece oculta a los ojos y al raciocinio Solo entonces, gracias al poder del hombre para fabricarse otras realidades, se vence el enigma, y la muerte pasa a ser la libertad total y absoluta que rompe los muros tangibles del universo, y nos trasciende al escenario paradisíaco de los dioses.

Cuando lo hizo, me dijo:

―Me inyecté.

Entonces yo, con todo el atolondro y la asfixia que tenía ahí dentro, me confundí. Yo sabía que el que cogía Sida en la cárcel, se lo llevaban para el Sanatorio... El que está asfixiado, no piensa en ese momento. Hablé con el muchacho, el de la última celda, y nos pusimos de acuerdo. Ellos tienen jeringuillas, porque se inyectan ellos mismos y vienen con todo. Se la tuve que pagar. Dos cajas de cigarros le tuve que pagar por una jeringuilla llena de sangre. Me salió barata, porque había gente ahí que vendía la sangre cara, cara, cara. Y la gente se la lloraban. Entonces hay un preso que es pasillero, que es el que reparte las bandejas, hablé con el preso ese para que me trajera la jeringuilla llena de sangre. Y así mismo fue. Me trajo la jeringuilla llena de sangre y yo mismo me inoculé.

Sopla, invierno, sopla...

esgrime tu saña

contra los que tiemblan, faltos de salud

alza tu guadaña,

sobre la cabeza de la juventud...

(...)

Árbol despojado de galas,

¿qué vientos lo pueden herir?

Yo estoy tan desnudo de galas

que ya nadie me puede herir...

Balada de invierno, de Agustín Acosta.

Yo me arrepentí después que ya me la inyecté. En el momento de habérmela inyectado, me arrepentí. Pero ya no tenía salida. Entonces no dije nada a los guardias que me había inyectado, para que no cogieran mucha lucha conmigo. Después hablé con mi mamá y le conté todo a mi mamá, y ella decía que eso era mentira, que no podía creer eso de mí, y yo que sí que fue así, y no lo creía. Ella quiso que se lo dijera al médico, y el médico decidió hacerme análisis de sangre; cuando me los hizo, tenía tres meses de inyectado. Me dio positivo. Me sacaron de ahí y me llevaron para un destacamento especial. Porque en el destacamento del Sida allá arriba había más comodidad con los presos, les tenían más comida, tenían visita todos los días y entonces el preso tenía pase para la casa cada cuarenta y cinco días, y yo tenía una bola de años que cumplir.

"Mira, yo me empato con Noel Barceló, cuando yo tenía mi marido preso, ahí dentro del penal, y lo iba a visitar. Mi mamá conocía a su mamá, y entonces un día, en la parte de afuera a él lo traen de conduce al hospital, esposado, para hacerle un gastro para los parásitos. Y entonces, yo le dije: «Noel», y entonces él miró y dio un trompezón, y ahí fue donde nos conocimos. Después, él me manda una carta mandándome a buscar para que fuera a una actividad. Yo fui, pero como era menor de edad, no me quisieron dejar entrar. Tenía quince años. En la otra visita fui con la mamá de él, y me dejaron entrar normal. Entonces allí empezamos a hablar, y cogí y me hice novia de él. Ya estaba infestado cuando nos hicimos novios, pero no me preocupó, porque yo me enamoré de él. Estaba enamorada, enamorada. Porque Noel era de lo más bonito, y era fuerte. Él era bien parecido. En todo me gustaba y estaba enamorada de él. Después, el viernes antes del domingo día de las madres, yo estaba allá en su casa tirada en una cama, y viene un guardia y le dice a la mamá:

―Ven. Vamos para allá, Rosa, que a Barceló le van a dar pase y tienen que ir a firmar un papel.

Fue el primer pase que él empezó a salir allá en la prisión, estando con Sida. Y entonces nos vestimos las dos y fuimos a buscarlo".

(Testimonio de Lauri, la esposa).

La casa pronto supo de la presencia de Noel, porque sus paredes comenzaron a retumbar al ritmo de la melosa voz de Luis Miguel, y las palabras de vecinos, amigos y curiosos, que venían a saludarlo.

―Hay que buscar alcolifán, porque esto hay que celebrarlo.

Uno de los muchachos del barrio salió con la encomienda de traer una botella de ron, y Magalys, la hermana que más lo quería, llegó y se le abrazó llorando.

―Ni el día que me muera, quiero llantos.

Barceló acercó a Lauri y le puso el brazo sobre los hombros. La muchacha sonrió satisfecha, y él la besó en la mejilla.

―¿Estás oyendo?

―Yo no soy mujer de lloradera.

A Noel le gustó la expresión de la novia y continuó la conversación por aquella cuerda. Mandó a buscar a la mamá al patio y pidió atención para que lo escucharan.

―El día que yo me muera, quiero que pongan la grabadora sobre la caja con los casetes de Luis Miguel, Camilo Sesto, Lupita D'Alessio...

―¡Así se habla! ―gritó Lauri y entonces fue ella quien lo besó a él en los labios.

En el destacamento donde tenían a los contagiados con el Sida, llevaba una vida bastante buena y entonces me dieron correccional, que es internamiento con pase. El socio mío que se había inyectado, tuvo un problema ahí, tuvo un problema con otro muchacho, un jodedor, y lo mató. Entonces cuando él lo mató, la dirección de ahí, de la prisión, por gusto, por cuenta del muerto ese, la cogió con nosotros; gente que no teníamos culpa, pagamos. La cogieron con uno. A mí me quitaron el correccional y me jodieron otra vez.

De nuevo los mismos muros blancos. El mismo chirriar de las rejas. La misma altanería de los guardias. La misma mierda de comida. La misma soledad. El mismo salobre olor a macho encerrado. La misma agresividad de la supervivencia. Los mismos candados. Las mismas cerraduras. La misma prisión. De nuevo.

"A quien mataron fue a Fredy Cárdenas García. Ellos eran amigos inseparables, desde que estaban presos, normal, sin tener Sida, siempre andaban para arriba y para abajo y eran amigos. Se conocían de la calle y en la cárcel estaban juntos, cayeron casi juntos, se puede decir. Fredy fue quien le dio la sangre para infestarse. Fredy también se lo inyectó, pero no sé de quién. El que mató a Fredy se llama Chaviano. Fredy estaba preparando un ataque para los habaneros, una revuelta de esas para meterles puñaladas, y entonces viene un habanero y le viró la mente a Chaviano. Él le dijo:

―Mira, allá atrás está Fredy preparando hierros para meterte una puñalada.

Entonces Chaviano se preparó. Una noche que Fredy está entretenido mirando unas fotos, Chaviano aprovecha y le meten la puñalada. Entonces Fredy se vira y se toca y le dice:

―Lo que yo estaba preparando no era para ti, era para los habaneros, para todos los habaneros esos que me tienen cansado, pero si tú quieres, suelta el cuchillo y vamos a fajarnos de hombre a hombre, o mira, mejor voy a buscar un cuchillo para mí, y vamos a fajarnos los dos.

Cuando él va entrando, Chaviano le mete otro punzonaso. Entonces Fredy entró para dentro. No hubo discusión ni nada. Noel estaba dormido y no se despertó.

―Barceló, Barceló, ¿dónde está el cuchillo?

En eso, Chaviano le tranca la puerta, y entonces él le dice:

―Noel, yo creo que estoy cogido.

Y él dice:

―No, Fredy, eso es una bobería, una bobería.

Dice Noel que cuando él le metió los dedos, tenía una tronadera... Un hueco grandísimo por ahí para allá. Noel se levanta, saca un cuchillo, pero que le cierran la puerta, la reja la cierran por fuera, y no se podía abrir, entonces llegan los guardias y se lo llevaron, pero ya Fredy iba muerto. Después los pusieron a los dos como enemigos: a Chaviano y a Barceló, pero Chaviano cogió y le dijo:

―Yo no tengo nada en contra de ti ni nada de eso.

Y Noel le dijo:

―Ni yo tampoco.

El problema fue que Chaviano se dejó convencer por los habaneros, porque los habaneros tienen una mente de madre, te enredan hablando nada más."

(Testimonio de Lauri, la esposa).

Ya yo estaba con problemas psiquiátricos y esas cosas otra vez, porque no veía que se acabara de resolver lo de mi libertad. Después que mataron a Fredy, fue que me llevaron a una reunión y me dijeron:

―Mira, vamos a quitarte el correccional, porque...

Cuando oí aquello, me entró una cosa así en la cabeza... ¡Me arrebaté! Ya yo estaba con mi mujer y quería salir de la prisión.

―¿Ustedes van a quitar el correccional? Está bien. Si ustedes van a quitar el correccional yo me voy para la calle extrapenal, porque vas a ver lo que me voy a hacer.

Entonces, me dijo el jefe:

―Yo sé que tú eres capaz de hacer cualquier barbaridad.

Eso fue delante de mi mamá.

Entonces inmediatamente cogí agua y cogí tierra y los eché en un jarro, lo batí bien batido, escondido, y me la tomé. Como a las tres horas tuve una diarrea y vómito. Me tuvieron que mandar para el hospital. Yo estaba puesto para lo mío, y si hacía en la prisión lo que tenía pensado, me hubiera desangrado, porque no me iban a sacar para el hospital, y me hubiera muerto allá. Entonces cogí las diarreas y me tuvieron que llevar para el hospital, y el médico me ingresó. Ya allí, empecé con mi plan.

Los guardias estaban conversando con dos muchachas en el pasillo y, contraviniendo el reglamento, cuando el empleado del hospital vino a recoger la basura, le abrieron la puerta de la sala de los reos y uno de ellos no entró a custodiarlo. Barceló aprovechó la oportunidad y fue al baño para esperar que el hombre llegara allí.

―Compadre, necesito que me hagas un favor ―le pidió de manera confidencial.

Acostumbrado a ganarse alguna plata con los cigarros que los presos le encargaban, el trabajador se detuvo y atendió a lo que Barceló le pedía.

Durante varios días, escondiéndolo dentro del recipiente del carrito de la basura, el mozo de limpieza estuvo trayendo el encargo de Barceló, hasta que se presentó la oportunidad para la entrega.

―Toma ―dijo entregándole un envoltorio de periódicos―, y acuérdate que yo no tuve nada que ver con esto.

Rápidamente, Barceló afirmó con la cabeza, mientras que se metía el paquete por una de las patas del pantalón del pijama. Con la mano lisiada se lo sostuvo en la cintura, para con la otra, entregarle un jean nevado.

―¿Y la sortija?

―Está dentro de uno de los bolsillos del pantalón.

El mozo de la limpieza comprobó lo que Barceló le decía y debajo de las bolsas de naylon, llenas de desperdicios e inmundicias hospitalarias, escondió las pertenencias adquiridas por aquel trueque.

 







[1] Ey Henry y otros: Tratado de psiquiatría, Ed. Toray-Masson, S.A., Barcelona, 1978.

 

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