―¡Pero mira lo que están haciendo!
Cogidos en plena consumación del delito, los nueve nietos de Manita García, escondidos debajo del techo de los lavaderos, no supieron qué hacer con el cigarro que cada uno de ellos se fumaba, y ya sabiendo lo qué les esperaba, comenzaron a llorar. El primer castigo no fue del todo malo, teniendo en cuenta que estaban en trusa y que ya no irían a bañarse al río, pues les tiraron toda el agua que sus padres y tío llevaban para sofocar el presunto fuego; a continuación, sin darles tiempo de reponerse del ahogo del agua, Ángel se zafó el cinto y fue el encargado de darles dos señores cintazos a cada uno, a medida que los cogía por un abrazo y los lanzaba hacia el medio del patio donde de acuerdo al grado de histerismo de sus respectivas madres, recibirían una determinada dosis de nalgadas, cocotazos, pellizcos y halones de pelo y oreja.
―¡Manita! ―gritó Salvito esperanzado cuando cayó en manos de tía Caridad, pero el reclamo salvador no tuvo, no digo yo después, ni siguiera oídos, pues conforme con la medida disciplinaria, Manita García, para poder continuar afirmando antes sus amistades que era contraria al castigo físico, dio la espalda al sitio en que sus nietos eran castigados. Mientras se alejaba, dirigiéndose al también medio lelo de su yerno y padre de la criatura, le dijo:
―Eulogio, vaya a traer el puerco asado que pronto se pondrá la mesa.
Acostumbrada a las caricias sadomasoquistas con las que se amaban ella y tío Segundo, los punitivos golpes de Coca a su hijo dejaban de tener un fondo de placer, tanto para quien los infligía como para quien los recibía; y si Segundo el nene lloraba, era solo por puro formalismo.
Tía Hildelisa, poeta frustrada, pero poeta al fin y al cabo, tenía una forma muy peculiar de pegar: poco, pero intenso; sutil, pero con una precisión de francotirador; tierna pero demoledora, por lo que Guillermo el bizco y Raúl lloraron más exageradamente de los que quienes observaban la escena, pensaban debían hacerlo.
Pero de todas, sin duda alguna Aida era quien había logrado especializar la técnica del castigo y los pescozones, pellizcos, manotazos y nalgadas se sucedían unos a otros con precisión de artífice: Ángel el nuevo, sumiso hasta la vergüenza, se valía del socorrido lamento de "¡ay, mamita!" repetido una y otra vez desde minutos antes de que comenzara su ración de escarmiento, y vueltos a repetir entre sollozos, junto con las más fervorosas promesas de la enmienda, para lograr el perdón; mientras que Luis, terco como mulo, zoquete y altanero, se dejaba matar sin lanzar el más leve quejido, actitud retadora que exasperaba a Aida a tal punto que ciega e irracional, llegaba el momento que debían quitarle al hijo.
―Come bola que eras y no me dejabas gritar.
―¿De qué te hubiera servido?
―Cuando una madre oye llorar a su hijo, da por lograda la función del castigo y ahí mismo cesa.
―No llorando, impedía la satisfacción de quien me castigaba, pues con mi silencio…
―Y con el mío.
―Era el mismo, ¿no?
―Desafortunadamente.
―De contra que a uno le pegan, ¿va a tener que complacer a quien lo hace?
―El que pega, siempre tiene el poder, así que si no le celebras la gracia, te pega el doble.
―Ya, Aida. Basta.
Y todos pensaron que Aida obedecía a su marido cuando dejó a medio levantar el brazo del último bofetón, pero como a San Juan cuando lo del Apocalipsis, fue la premoción que desde otra dimensión, espacio o tiempo, le llegaba en ese momento, quien la detuvo y transpuso al trance. Luis lo supo, e intrigado, quedó en el mismo sitio y posición en que estaba, pues se sabía aún en su inocencia infantil, cual intruso en logia masónica cuando inician a un gran Maestro, testigo de un hecho para el cual no estaba preparado.
―Los muchachos que se vistan ya ―ordenó Manita García desde la casa, y los presentes, dando por terminado lo ocurrido, volvieron a las tareas que debían cumplimentar para que el almuerzo se sirviera enseguida que Eulogio llegara de la panadería con el puerco asado. En el patio, olvidados por los demás, permanecieron madre e hijo hasta que terminó el lance parapsicológico.
―Tengo que traer a Eligio Brito ―dijo entonces Aida.
En otra época del año o en cualquier otro momento, el ir a casa de Eligio Brito, no tendría ninguna connotación especial, peo dado los carteles que habían aparecido en algunos sitios de Jarahueca solo una mujer como Aida, desprovista del mismo nivel de prejuicio que sus contemporáneas, gracias a sus contactos con el mundo de las sombras, se atrevería a hacerlo. La primera vez que en el pueblo se anunció una película solo para hombres, se pensó que Manita García se opondría, y hubo quien, puritana hasta la soltería, viniera a manifestarle su adhesión y apoyo. Fue la hermana del último dentista que se había radicado en Jarahueca, la que por cierto vínculo establecido con la familia de Aida, se creyó con suficiente familiaridad para hablarle del asunto.
―A los hombres, pan y sexo ―le refutó Manita García, y negada a solidarizarse con un pensamiento que iba en contra de lo que era su credo para con los hombres, dio por terminada la conversación con tan encopetada señorita.
Hacía ya tres años que Eligio Brito había inaugurado el cine del pueblo, y aunque para aquella oportunidad había ido personalmente a casa de Manita García a llevarle, como copropietaria que era, una localidad de preferencia para ver El rincón criollo, película en la que trabajaba Blanquito Amaro, y con la que se estrenaría el edificio, Manita García nunca había querido ver una película.
―Con lo que un cristiano tiene que ver en la vida, le debe ser suficiente.
Pero como mantenía el criterio de que al hombre, en asunto de sexo, nunca le era suficiente, estuvo conforme que en el pueblo, del cual era prácticamente medio dueña y señora, se exhibieran películas pornográficas.
―Que Aida cierre temprano la casa y esa noche ni se asome a la puerta ―le había ordenado Manita García a su hijo Ángel en aquella oportunidad―, las mujeres de mi casa ―agregó―, haremos otro tanto.
Al día siguiente, contrario a lo que Manita García hubiera deseado, Eulogio fue uno de los implicados en el extraño hecho ocurrido.
Cuando regreso a la casa, motivado por las escenas que acababa de ver en la película, se encontró a tía Caridad con la menstruación.
―Así, ni lo pienses ―le dijo firme y categóricamente su mujer sin saber que más le hubiera valido haberse abierto las piernas como siempre le hacía para que, aún con sangre, flema y residuos del útero, su esposo saciara el apetito de la carne.
―Entonces por atrás ―le exigió Eulogio con una fuerza que asustó a tía Caridad.
―¿Tú estás loco?
Pero como la insistencia, el asedio y la intención de hacerlo fue in crescendo sin que ninguna razón ni oposición surtiera efecto para frenar el ímpetu de Eulogio, tía Caridad se vio obligada a refugiarse en el cuarto de la madre.
Exacerbada su lívido en la lucha, y a sabiendas de que todo intento en aquella casa sería inútil, Eulogio salió por la puerta del patio en busca de un cuerpo que le sirviera para el desahogo, y como no lejos de allí, en un solar de esquina pernoctaba la yegua de Plinio el carretonero, buscón dónde poderse encaramar, ubicó convenientemente al animal y se subió. Cuando pene en mano, iba a iniciar la zoofilia, llegaron dos o tres muchachones, quienes habiendo logrado que los dejaran entrar al cine esa noche, venían en busca de la bestia con iguales propósitos.
Lo acontecido hasta ese momento solo hubiera servido de motivo para la burla por parte de los habitantes del pueblo y hubiera dado lugar a alguna que otra décima jocosa, pero como coincidentemente y sin ninguna explicación aparente entre los hechos, al otro día amaneció sin saberse del paradero de la hija y la yegua del carretonero, hubo por ello miles de conjeturas, amén de discusiones, amenazas y acusaciones.
―Ese animal era diablo.
―Pero el diablo es macho y Eulogio se lo cogió.
Sin pruebas que avalaran las suposiciones, el tiempo las fue desmoronando, No hubo rastros de la bestia ni la muchacha se fue con ningún hombre; nadie vendió compró ni vio el animal en treinta kilómetros a la redonda ni hubo constancia de que la joven se metiera a puta.
―La niña era santa y no podía vivir al lado de tanto pecado.
―Ahora sale todas las noches en el solar de la esquina.
Y durante mes y medio estuvieron llegando peregrinos al pueblo con enfermos para sanar y promesas a cumplir, Tres veces la casa del desolado Plinio cogió candela por las velas que encendían a su alrededor, y la ropa de la muchacha, así como el carretón del pobre hombre, fueron picados en pedazos para llevarlos como resguardos.
Aunque la pareja de la guardia rural que vino inicialmente a investigar el caso prestó poca atención al asunto, Eulogio tuvo que dar pormenores de su participación en los acontecimientos de aquella noche, y el escarnio del populacho hizo zafra en la casa de Manita García. Por eso, y con la excusa de retratarse, esta mandó a buscar a Eligio Brito y, mientras posaba sentada en su comadrita, le exigió que antes de volver a exhibir ciertas películas, debía consultarle a ella la fecha.
―Para que no coincida con el período de ninguna de las mujeres de mi familia ―dijo al momento de encenderse el flash.
Salvito, cuando tía Caridad trataba de secarle el cuerpo, logró escapársele y llorando, desnudo a la pelota, corrió a donde Manita García se abanicaba.
―¡Manita, dile que nos lleven al río, coño!
―¿Qué dices, malcriado? ― y detuvo el abanico.
El de Manita García no era un abanico cualquier, Era de sándalo y seda, había pertenecido a la esposa del último gobernador español que hubo en Cuba: el general Ramón Blanco, el primer maestro de Amelia Peláez pinto sobre la escena griega que mostraba el abanico, motivos patrióticos cubanos encargados especialmente por el mismísimo alcalde de Yaguajay para regalárselo a Manita García.
En el almuerzo del Día de las Madres del año anterior, cuando se mencionaban a las madres ilustres cubanas, fue que Pura María o Coca, las dos mujeres más instruidas en la familia, comentó acerca de la proximidad de la celebración del centenario del natalicio del Apóstol de Cuba.
―¿Y eso cuando es? ―preguntó interesada Manita García.
―El próximo 28 de enero ―le contestaron
"Tengo tiempo" ―pensó.
La idea se le presentó, como cuando era joven, cual un relámpago imprevisto y breve, pero con la suficiente luz para imaginar con toda nitidez el homenaje que esperaba se le rindiera en esa oportunidad.
Ella también estaba próxima a cumplir cien años y aunque tenía la certeza de que estaría viva aún para esa fecha, creyó oportuno ir preparando ya las condiciones necesarias, y el que, para su centenario, se le desvelase un busto en el parque que construía el alcalde, podría ser muy bien en centro de las actividades.
Las elecciones no estaban lejos, y don Leovigildo Antias, necesitado de algún dinero para compensar la mala cosecha de sus colonias cañeras en los últimos años, y con el objetivo de asegurarse los votos de Jarahueca para su reelección como alcalde del municipio, mandó a construir, sin gastar - claro está- todo el presupuesto aprobado, un paseo que saliendo de la estación de ferrocarril y pasando por frente a la mansión de Manita García, atravesara el pueblo.
―Y en esta punta de cuadra ― le dijo a Manita García apuntando un sitio en el mapa que el alcalde le mostraba― irá un busto a Martí.
―Que yo me comprometo a sufragar.
El político se lo agradeció y, volviendo al plano, le aseguró:
―Y enfrente al del Apóstol, irá uno suyo.
Manita García sonrió entre complacida y apenada, pues su plan le estaba saliendo a pedir de boca. Guardó en la cartera la penca de guano tejido con la que acostumbraba a echarse fresco, y para dar por terminada su visita a la alcaldía, agregó:
―Deje eso para cuando yo cumpla cien años.
Como el escultor a quien tío Baltasar le encargó el busto era un borracho habitual y rutinario, el día de la entrega del trabajo se acercó, fue y pasó sin que el dichoso hombre acabara de perfilar ciertos detalles en el bigote del prócer para poder hacer su traslado definitivo a Jarahueca, Ya en el pueblo, cercana la fecha de la celebración, se había culminado la base y se había colocado la tarja del monumento sin que tío Baltasar apareciera con el dichoso busto.
―Tráelo como esté ―le había mandado a decir yo voy a sufragar a su hijo en el último de los numerosos telegramas que en esos días le envió.
El alcalde, hospedado en casa de la donante, la banda municipal preparada para estrenar el uniforme nuevo, todas las columnas de los portales del pueblo adornadas con pencas de guano, numerosas cadenetas de diferentes colores atravesando las calles de lado a lado, las banderas cubanas, las sábanas limpias en las camas del bayú de Cachita, las piedras de hielo, las cervezas enfriándose, los puercos asados, y el busto sin llegar.
Al fin, en el tren de las ocho y cuarenta y cinco de la mañana llegó tío Baltasar, quien maletín en mano, corrió hasta el sitio del monumento. Allí lo esperaban los albañiles, quienes, sin pérdida de tiempo, fijaron con cemento blanco la escultura para que a las nueve en punto, tal y como estaba previsto en el programa, la comitiva ubicada frente a casa de yo voy a sufragar, a la par de dos clarinetes, una trompeta, una tuba, un redoblante y un bombo, salieron rumbo al altar patrio.
Detenida la marcha frente al monumento, la banda tocó el Himno Nacional; el alcalde, situándose de frente al pueblo, arregló la posición del único de los cinco micrófonos en el podio que servía, y dijo:
―Queridos correligionarios, electores todos, El sol pletórico de la Patria nos reúne bajo su álgida sombra para honrar a quien honor merece, a quien ha sido insigne faro. Lúcida guía y preclara luz de este humilde, pero sacrificado, esforzado y nervudo alcalde del Partido Liberal: el Apóstol, quien naciendo un día como hoy, pero de hace cien años, mantuvo una vida de inmolación y penuria para fundar esta Patria, que hoy, el Partido Liberal, el único partido que sigue las enseñanzas del maestro, la conducimos por el camino de la democracia verdadera, la paz eterna y el progreso agrario. ¿Mas qué sería de las flores que pidió Martí para su tumba, si no fuera por la mano generosa y fecunda de la mujer cubana? Y no solo Jarahueca, sino también el Partido Liberal, se honra y distingue de tener como amiga, afiliada y electora a esta mujer, matrona de estirpe, hermana de mambises y mambisa ella misma, elocuente de acción y afecto, de cuyo humilde bolsillo ha salido el peculio necesario y suficiente para sufragar los gastos de este obelisco de amor y recordación, que arriando la bandera de la Patria que cubre el frío mármol, inauguramos hoy: Manita García (APLAUSOS), a quien solicitamos tenga la bondad y gentileza de develar la estatua.
Finalizado así el discurso, el alcalde se acercó a Manita García y ofreciéndola la mano, la ayudó a acercarse al pie del monumento, Ella, por su parte, esperó que Eligio Brito tuviera lista la cámara fotográfica para de un fuerte halón a la bandera que lo cubría, descubrir el busto.
Entonces, con los aplausos del pueblo y los voladores del municipio de fondo, la escultura con el bigote a medio terminar y ligeramente corrido sobre el cemento fresco por el fuerte tirón de Manita García, comenzó el desfile de los niños de la escuela pública número ocho Ramón Roa, seguidos de las mujeres de la Asociación Católica de Hijas de la Caridad, los Maestros de la Logia Masónica, los negros del Cabildo de Meneses y, por último, los campesinos de toda la zona integrando la caballería mambisa.
Manita García cerró el abanico con brusquedad, y para poder castigar la insolencia del nieto de decir una mala palabra en su presencia, y más dirigiéndose a ella, extendió el brazo para depositarlo en el mármol de la mesita junto a su sillón, pero como esta había sido corrida unos centímetros de su lugar, Manita García depositó el reglo del alcalde en el aire, y el pericón fue a dar al suelo.
El ligero ruido que produjo su caída fue suficiente para que tía Caridad, aprovechando el segundo de duda de Manita García, lograra asir a su hijo por un brazo y llevárselo del comedor, y también para que Ángel comprobara la veracidad de lo que hacía tiempo sospechaba.
―Manita está ciega.
Terminado el acto frente al busto de Martí, la comitiva oficial, así como una representación de cada uno de los grupos sociales presentes en la concentración, con la exclusión, claro está, y solo por cumplir con el reglamente de la institución, de los negros del Cabildo, se trasladaron al Liceo Social de Jarahueca para un brindis oficial cortesía del Ayuntamiento, momento en que el alcalde del Partido Liberal, don Leovigildo Antigas, le entregara a Manita García el diploma que la acreditaba como Dama Augusta del Municipio, y el regalo que de forma muy persona, le hacía: el ya mencionado abanico.
Era la homenajeada quien entonces debía decir unas palabras de agradecimiento, pero no más iba a empezar, el toque de los tambores batá y el bullicio del populacho que se acercaba, desvió la atención de todos los presentes en el salón de baile del Liceo hacia el portal para enterarse de lo que ocurría.
―La traen como a Lady Godiva.
―¿A quién?
―A la hija de Plinio que apareció con la yegua.
La familia del carretonero, y el carretonero mismo, ya conformes en el dolor por la desaparición de la hija y del animal del negocio, habían acudido a la fiesta patria de develación del busto de Martí, y sin categoría social suficiente ni raza adecuada para ser invitados al Liceo, habían regresado al humilde hogar, Pero cuál no sería su sorpresa al encontrarse, primero a la yegua pastando en el jardincito, y dentro de la casa, totalmente desnuda, a la muchacha desaparecida buscando qué ponerse.
Sin tiempo para que un vestido la cubriera, la sorprendida joven, desconociendo que había faltado tantos meses de su casa, se vio montada en el animal y conducida por todo el pueblo que la vitoreaba hasta llegar ante la presencia del alcalde y de la Augusta.
―Vístanla ―fue lo único que dijo don Leovigildo cuando lo instruyeron del extraño acontecimiento, y, a solicitud de los electores negros, autorizó que esa noche hicieran un toque de agradecimiento a sus santos.
Ángel, con los ojos anegados por las lágrimas que le brotaron al comprobar que su madre esta ciega, iba a tirársele a llorar a sus pies, pero comprendió que si ella les había ocultado la verdad, era porque la compasión que entonces le tendrían, la dañaría, por lo que decidió hacer lo mismo que ese día ya habían decidido tío Ramiro, tío Baltasar y tío Segundo: no darse por enterado. Entonces, rápidamente el gesto de desesperación de Ángel de tirarse al suelo, se transformó en una ridícula e innecesaria posición en cuatro patas que recogerle el abanico a la madre.
―Gracias, hijo.
Y a continuación, por el desarrollo compensatorio de otras percepciones, o quizás solo por intuición, Manita García pudo agregar una pregunta.
―¿Por qué tienes los ojos llorosos?
―Es que me va a caer coriza ―le contestó Ángel.
―Te voy a preparar un emplasto para que te lo pongas en los pies.
Y con la destreza de cualquier vidente, fue hasta el sitio en que debían permanecer, y permanecían, sus tijeras de podar, y tomando una se dirigió al cobertizo de sus plantas medicinales para corta determinadas hojas y flores.
―Te estaba quedando tan lindo que no te quise interrumpir.
―¿Y por qué lo haces ahora?
―Ja, ja, ja. Lee esto.
―"Nadie supo a ciencia cierta cuándo empezó a perder la vista. Todavía en sus últimos años, cuando ya no podía levantarse de la cama, parecía simplemente que estaba vencida por la decrepitud, pero nadie descubrió que estuviera ciega. Ella lo había notado desde antes del nacimiento de José Arcadio". ¡Bah!
―¿Plagio o influencia?
Manita García nunca estuvo ciega, Fue el día que se le rompió la taza en la que durante años se había tomado la tizana antes de acostarse, cuando decidió hacerse la ciega. Dos razones tuvo para hacérselo creer a la familia, Ya no tenía la misa precisión de movimientos que antes y un ligero temblor en las manos provocaba que con frecuencia se le cayeran los objetos que cogía, Los hijos, sobre todo los varones, inconscientemente convencidos de que la decrepitud se apoderaba de ella, debían ser atajados antes de que comenzaran a dar muestras de rebeldía o inconformidad con la suerte que les había tocado de obedecerla siempre; por eso Manita García se le ocurrió hacerse la ciega, pues los errores en la coordinación de sus movimientos, lejos de provocar resquebrajamiento en la observancia de su voluntad, aumentaría la sumisión de la familia hacia ella,
El ocultar su presunta falta de visión, amén de enaltecer la fortaleza de su carácter, justificaría ciertas imprecisiones motoras y le permitiría, siempre que le conviniera, actuar como vidente.
Con las mujeres había sido fácil y hacía tiempo que lo había conseguido. Faltaban los hijos varones y esa mañana, después de hacérselo ver a los demás, al fin y con la caída involuntaria del abanico, había logrado que Ángel, en un proceso de autoconvencimiento, creyera que Manita García, su progenitora, guía y jefa, estaba ciega.
―Si usara sombrero, me lo quietaba. Eres todo un talentazo.
Ángel nunca se masturbó. Cuando a los nueve años fue a vivir para casa del doctor soler, le armaron una cama e el trasfondo de la botica, y aunque los numerosos olores medicinales que allí se respiraban, parecieron que le habían curado su mal, la coriza reapareció con la llegada del primer frente frío. Separado solo por una pared de madera, el fondo de la farmacia colindaba con el cuarto de la criada, quien más de una vez tuvo que levantarse a medianoche para tratar de hacerle al muchacho algún remedio que lo calmara y la dejara dormir, hasta que cansada de tener que salir al patio con el frío, trajo a Ángel para su cuarto y lo metió en su cama.
Eliminada la coriza nocturna y con el calor que se deban mutuamente, el niño y la negra pudieron dormir plácidamente sin nada que los molestara. A la hora de apagar los mecheros de carburo que alumbraban la casa, cada cual iba para su cuarto a acostarse, pero tan solo transcurría el tiempo prudencial, Mercedes daba dos ligeros toques en la madera de la pared, y Ángel salí de la botica y venía para el cuarto de la mujer.
Mercedes era una mulata oscura, fuerte, trabajadora y honesta, pero desafortunada con los hombre, pues con cuarenta años era madre de cuatro hijos de padres diferentes a los que se veía obligada a mantener ella sola, Sin una sexualidad fuerte, y aburrida de hombres que la preñaran, se juró una y otra vez no volver a estar con ningún otro, y si por evitar un escándalo que le hiciera perder la colocación, alguna vez le abría la puerta a Pedro el jardinero, el tener a Ángel durmiendo con ella, le evitó tener que volver a hacerlo.
Pero la carne estaba aún en sazón y lo que primero comenzó propiciándoles calor, siguió en juego y terminó en actos de verdadera satisfacción sexual. El niño le acariciaba con las manos y la boca donde ella le indicaba, y la frotación del clítoris con un erecto pene infantil, le provocaba el orgasmo. Uno a uno fueron contando los vellos que aparecían en el pubis del muchacho, y un buen día, sin que ninguno de los dos se hubiera percatado, Mercedes se sintió traspasadas por un verdadero miembro viril que la bañó por dentro con el primer semen de un hombre que se había hecho entre sus piernas. Proclive a la fecundación, no demoró en verse preñada, y sin confesar nunca quién era el padre. Mercedes parió su quinto hijo cuando Ángel tenía sólo doce años y medio.
―Entonces fueron dieciséis nietos.
Enviciado por las carnes pardas, y con una experiencia no frecuente a su edad, fueron muchas las muchachitas negras de Meneses que creyendo que solo serían besos y caricias aceptaron los lugares oscuros, los solares yernos y las casitas de desahogo de los patios para perder la virginidad en la portañuela del aún adolescente hijo de Manita García.
―Tienes la portañuela abierta.
Luis iba a salir ya vestido de limpio del cuarto cuando Naná entró con la orden de Manita García de despertar a tía Elena, pues la hora del almuerzo se acercaba.
―¿Y Aida? ―le preguntó mientras se agachaba y le colocaba todos los botones en su sitio.
―Fue a buscar a Eligio Brito ―se apresuró en contestar Ángel el nuevo, que también terminaba de vestirse en aquella habitación.
―¿A Eligio Britos?
―Para que tome una foto a la hora del almuerzo.
―¿Manita se lo encargó?
―No.
Naná se puso de pie, movió ligeramente la cabeza como hace todo el mundo cuando piensa que alguien no se encomienda, y despidió a los sobrinos encargándoles que no se ensuciaran.
―Miren que está al servirse la mesa.
―¿Y trajeron el puerco asado?
―Vayan a ver.
Luis y Ángel el nuevo salieron rumbo al patio, mientras que Naná fue hasta la cama de tía Elena y la comenzó a llamar, pero en vista de que esta no daba señales de despertar, la zarandeó ligeramente primero, y después con mayor fuerza e intensidad, hasta que ya asustada la tomó por los hombros, la incorporó y la volvió a mover.
―Elena, Elena, por favor.
Una vez más iba a repetir el nombre de la mujer, pero la voz se le perdió en la garganta y temiendo lo peor, le tocó la mejilla con el dorso de la mano, y un frío de terror y muerte le quemó la piel.
―¡Ay, Dios mío!
Juan de Dios no quiso ir a vivir para el pueblo y con el dinero que tenía ahorrado logró comprarle a su suegra un cuarto de caballería de las tierras que hasta entonces había trabajado. Allí levantó un bohío para vivir en él tan solo ocho años, pues gustoso de enseñarles a sus hijos las costumbres de Canarias, un domingo por la tarde, después de haberse tomado media botella de aguardiente de caña, riéndose, cogió por los tarros a Bandolero, uno de los bueyes de la yunta y, por la fuerza que hizo para tratar de llevarlo al suelo, se partió el corazón en dos.
Ya para entonces Jarahueca había crecido mucho más de lo que el general Tarafa pensara cuando lo fundó, y como la compra-venta del sitio de Juan de Dios se había hecho sin papeles, y la tierra seguía perteneciéndole, por lo menos ante la ley, Manita García pensó que lo mejor para todos era liquidar los bienes de tía Elena y traerla con sus dos hijos a vivir con ella para urbanizar también aquellos terrenos. Agregó un cuarto y un baño a continuación de la cocina y, creída de haber convencido de la justeza y conveniencia de su acción a todos los miembros de la familia, fue satisfecha a sentarse en su sillón, cuando dos voces vinieron a alterar la ejecución de su voluntad.
―Queremos trabajar de nuevo el sitio, Manita.
Juan el cubano y Segundo Dios, como también le había ocurrido a tío Ramiro en su tiempo, solo aspiraban a vivir de la tierra; y el mes de aprendizaje, con mayor con Carlos Espinosa, y el otro con Ángel, los convenció de que sus vidas no eran ni la bodega ni la botica. Catorce y quien años tenían cuando se enfrentaron a Manita García, pero el trabajo al lado de su padre los había hecho tercos y decididos. Una y otra vez hablaron con la abuela y trataron de convencer a los tíos. Tía Elena incapaz de tomar partido en contra de sus hijos, pero incapaz también de contradecir a su madre, se limitaba a llorar, y cuando los muchachos se fueron, enmudeció.
Ese día, Manita García negada a volver a oír el pedido de los nietos, llamándoles haraganes y malagradecidos, les ordenó volver a sus ocupaciones, Fue entonces que Segundo Dios le dijo que ella pretendía apropiarse de unas tierras que no le pertenecían y que para las personas que se cogían lo que no era suyo, también había un calificativo. Manita García levantó el brazo para abofetear al muchacho, pero Juan el cubano le detuvo el gesto.
―A mi hermano, usted no le pega.
Tres años estuvo tía Elena sin decir palabra alguna. Durante ese tiempo, sus hijos trabajaron en las vegas de tabaco de unos parientes isleños por la zona de Cabaiguán, y cuando tuvieron edad para que les arrendaran tierras y suficiente dinero para poner casa, levantaron un bohío de tablas de palma y vinieron a la puerta de Manita García por última vez en sus vidas para buscar a la madre.
Cansada Manita García de tener a tía Elena como una sonámbula por la casa y de comer arroz condimentado con la sal de las lágrimas de la hija, le ordenó que recogiera su ropa y se fuera.
Con una maleta de cartón y una jaba de guano con los zapatos en la otra, tía Elena fue a despedirse de Manita García, y fue entonces que volvió a hablar.
―Gracias por dejarme ir.
―Pero recuerde estar aquí todos los años para el almuerzo del Día de las Madres.
―¡Elena está muerta!
Y el grupo de mujeres que trajinaban en la cocina en los preparativos finales para el almuerzo, tuvieron que dejar lo que hacían para atender a tía Hildelisa, quien al oír la aseveración de Naná, comenzó a gemiquear con la disnea característica del preámbulo de los ataques histéricos típicos de la familia.
Varias eran las empleadas en casa de Manita García. Sin contar las dos lavanderas que en el fogón del patio los lunes plantaba cuatro latas de aceite carbón preparadas para la hervidura de la ropa blanca, los martes almidonar, rociaban los miércoles y los jueves planchaban, había también dos muchachitas que además de hacer las camas y botar los orinales, diariamente sacudían, barrían y trapeaban la casa; una repasadora de ropa, un jardinero, dos ayudantes de cocina y una cocinera.
―María Tabaquito.
―Su nombre no importa. Déjame seguir.
―Bien que también podrías contar su historia,
―No creo que aporte nada al desarrollo de los acontecimientos,
―Pero completaría el perfil psicológico de Manita.
―Ahora estoy contando lo que ocurrió con la presunta muerte de tía Elena. Después, si quieres, hablamos de Tabaquito.
―Está bien. Estaba relacionando las criadas que había en la casa.
Nueve en total, pero como el Día de las Madres tenía un matiz especial y simbólico para Manita García, desde la noche del sábado precedente al segundo domingo de mayo, todos los empleados tenían asueto hasta el lunes por la mañana, siendo la propia familia de la homenajeada quien debía, desde varios días antes, ocuparse de los preparativos del almuerzo de esa ocasión.
Y sin que a ninguna se le ocurriera comprobar la veracidad de la muerte de tía Elena, todas las mujeres, hijas y nueras, presentes esa mañana en la cocina de Manita García corrieron a socorrer a tía Hildelisa.
―Hay que frotarla con alcohol.
Tía Hildelisa fue la última de los trillizos en nacer y la única hembra. La comadrona que atendió a Manita García en ese parto, juró y perjuró hasta el mismo día de su muerte que tía Hildelisa había nacido rubia, pero como se demoró en llorar, se puso tan cianótica que hasta el pelo le cambión de color, y negro se le quedó.
Manita García, acostumbrada a parir, esa noche tuvo al primero de los trillizos como si orinara, mas recién viuda y con varios hijos que criar y mantener prácticamente ella sola, se preocupó cuando la recibidora le dijo que venía saliendo otra criatura.
Ya habían recogidos las sábanas ensangrentadas y le daban a tomar una tisana caliente, cuando Manita García sintió de nuevo los pujos.
―Son trillizos ―exclamó entonces la comadrona.
Y a pesar de que era la que menos posibilidades tenía de vida, sobrevivió a sus gemelos, quienes murieron a las pocas horas de nacidos, no sin antes recibir las aguas bautismales de mano de la propia Manita García.
―En nombre de Dios, Guillermo y Raúl, yo los bautizo para que puedan entrar al reino de los cielos.
Cuando tía Hildelisa, a su vez, parió también un par de gemelos rubios, hubiera preferido ponerles otros nombres, pero Manita García fue intransigente en su orden:
―¡Guillermo y Raúl, como tus hermanitos muertos!
Y la ansiedad vivida durante años por el temor de que sus hijos, como sus hermanitos, pudieran morir; las miles de noche de noche de insomnio velándoles el sueño y los sobresaltos diarios ante una tos, un quejido, una diarrea o una fiebre, llevó a tía Hildelisa a padecer de ataque como el que se le presentó cuando oyó decir que su hermana elena estaba muerta.
―¡Que no se muerda la lengua!
¡Échale fresco!
Mas, en medio de la barahúnda que había por la crisis de tía Hildelisa, y para que se complicara bien la situación, aparecieron Ángel y Eulogio en la cocina cargando la tártara con el puerco asado, seguidos, como era de esperarse, por la retahíla de muchachos pidiendo que, como todos los años, rifaran el tostado y dorado rabo del animal.
Dos hijos tuvo tía Lucrecia, y uno de ellos, el ahijado de Ángel, también padeció de ataques. Cuando nació se negó a mamar de pecho de mujer. Como no quiso el de la madre, probaron con el de otras mujeres, pero el niño, amén de no cogerlo, tenía la rara virtud de enfermar a toda la que intentó meterle el pezón en la boca, pues a las veinticuatro horas exactas de las que las criaderas, amigas de la familia o pagadas, pusieran su seno en contacto con los cerrados labios del recién nacido, la inflamación, el enrojecimiento y por último los gusanos, se apoderaban de la teta en cuestión.
Condenado a morir de abre, probaron a alimentarlo con agua de anís y azúcar prieta, pero las diarreas no demoraron en presentársele, la junta de médicos, los tres de Iguará, Meneses y Jarahueca, no dieron esperanzas de vida.
―Virgencita de la Caridad, te doy cien pesos si me lo salvas ―prometió Manita García arrodillada ante la imagen de la Patrona de Cuba―, él mismo te echará el dinero en tu santuario del Cobre.
Inicialmente Fabián pensó llevarse al muchacho a Santa Clara, pero para el estado crítico que tenía, el viaje resultaba imposible, decidió salir él solo con el fin de consultar a un buen especialista.
Regresó en el tren de la tarde y ya para entonces sabía el significado de lo que Aida le había dicho esa mañana en la estación de Jarahueca.
―Baya lo salvará.
Y por si alguna duda le quedaba, al llegar a su casa, la curandera que Manita García, por su cuenta y riesgo había ido a ver, dijo lo mismo que el especialista de Santa Clara.
―Leche de yegua.
Con ella, el muchacho sanó y creció fuerte y saludable, Antes de cumplir los dos años, él mismo se subía en un pequeño taburetico que tenía y, entre las piernas de la bestia, mamaba de la ubre. Alegre, divertido y halagador fue siempre, no solo el nieto preferido de Manita García, sino también el hijo predilecto de Fabián y el sobrino más querido de todos los tíos; pero además fue arrogante, egoísta, dominante y voluntarioso. Adolescente, cuando ya su yegua blanca no le servía de madre de crianza, sino de mujer, se le murió de vieja. Ángel de la Caridad…
―Conocido entre sus primos como Ángel Relincho.
…ante la imposibilidad de que se la revivieran, tuvo el primer ataque con los que a partir de entonces manejó a su familia.
―Hay una promesa incumplida ―dijo la curandera.
Y seis veces, e seis años seguidos, Manita García le dio el dinero para que lo llevara y depositara en el Cobre; hacía tan solo dos meses, antes del almuerzo del Día de las Madres en que se tiró la foto, Manita García, temerosa de que como en las ocasiones anteriores, se los gastara en los gallos, se negó a darle otros cien pesos. Ángel de la Caridad empezó a convulsionar en el piso de la cocina cuando llegó su padrino y con dos buenos bofetones le quitó los ataques para el resto de su vida.
Y otros dos buenos bofetones le dio a tía Hildelisa después que depositó sobre la mesa la tártara con el puerco asado.
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