El hijo de Fayad nació, si no rico, por lo menos con una desahogada posición económica, muy diferente a la que tuvo que enfrentar su padre para abrirse camino en la vida. Su entrada en la adultez coincidió con la prosperidad de los negocios de tío Baltasar llevó a Fayad y Hermanos. Sin inclinación alguna para el comercio, disfrutó la vida a su gusto. Socio de un buen club habanero, amigo de los juegos y de las carreras de caballos, poseía una inclinación especial para catar los placeres más sensuales, Por todo ello, quizás, desde que lo conoció, fue el paradigma social de Emilia.
Cuando Fayad Jr. Supo que en la boda del socio de su padre, según el modelo pequeño burgués, se iba a brindar con sidra, se apareció en la fiesta con una caja de champaña, y él mismo sirvió las copas de los novios.
―¡Por la felicidad!
Y por la felicidad, ya no de los novios, sino de los esposos, se propuso sumar a estos a su forma de vida; y muchas veces, más que las que tío Baltasar hubiera querido, los arrastró a espectáculos de teatros, a correrías por los portales del Prado y a excursiones a las playas de Marianao.
De haber tenido hijos, Emilia quizás no se hubiera visto impelida a la frivolidad, pero como existía la orden de Manita García, dada la situación creada por el falso embarazo de Pura María, de que por el momento se evitara descendencia, tío Baltasar se creyó en la obligación de complacer a su esposa, primero acompañándola y, posteriormente, cuando los negocios lo reclamaron, permitiéndole que saliera con su partenaire.
Aida lo sabía, pero temiendo verse envuelta en una habladuría, optó por callar. También supo cómo terminaría todo, pero con la experiencia de que el conocimiento de los acontecimientos no alteraba su desarrollo, también calló y se limitó a tenerle lista la maleta a Ángel.
―¿Y tú que haces guardando esa ropa?
―Es que tienes que ir a La Habana a operarte de apendicitis.
Tres días más tarde le dio el primer dolor y el médico del pueblo le sugirió no demorar la intervención quirúrgica. Ángel partió para La Habana y de allí regresó al mes, sin apéndices, pero con tío Baltasar a la zaga, cabizbajo y alicaído. Alertada Manita García de la situación, había convocado a sus otros dos hijos varones, y reunidos los cinco, se encerraron en la habitación de la madre, Allí también presente sobre el mármol de una mesita, y alumbrada como siempre por la llama de una pequeña lámpara de aceite, la única foto que Segundo el difunto se hizo.
La reunión duró poco y lo que allí se habló, solo Aida lo supo, pues por alguna causa física no explicable aún la Ciencia, ese día se manifestó en ella, por primera y única vez en su vida, la propiedad de oír a distancia.
Tío Baltasar volvió a tomar el tren ese mismo día; hizo noche en Santa Clara y a la mañana siguiente siguió hacia la capital de la República. Cuando llegó, aunque su mujer estaba acompañando a la madre enferma, encontró la casa vacía y esta fue razón más que suficiente para pedirle el divorcio por abandono del Hogar. A Fayad Jr. Lo sacó a tiros del cabaret Parisién del Hotel Nacional y lo hizo correr por todo el malecón habanero sin que, por suerte para ambos, lograra herirlo.
La muerte por disgusto de la madre de Emilia y del viejo Fayad contribuyeron por partida doble a la buenaventura, pues como tío Baltasar necesitó de un abogado para lo sacara de la cárcel, lo divorciara y disolviera la sociedad de confecciones textiles, conoció a Coca, la hija y secretaria del letrado.
Coca, hacendosa y recatada, estricta y ahorrativa, además de contribuir con fondos de su propio capital, estimuló y ayudó a su esposo en el trabajo de los nuevos talleres de costura, y como tenía especial aptitud para el diseño, las camisas de vestir Baltasar y la ropa de niños Camellos que comenzaron a fabricar, tuvieron rápida aceptación en el gusto de la población.
Temiendo que a su nueva esposa también le pudieran gustar los paseos en máquina por La Habana, y previendo que algún otro camaján pusiera su auto a disposición de la dama, tío Baltasar aprendió a manejar y se compró un carro, el que además, año tras año, fue cambiando por un último modelo.
Los muchachos corrieron a los cuartos soltando por el camino sus prendas de vestir. Luis entró a la habitación donde, en camas separadas, dormían tía Elena y Labrada.
―¿Hasta cuando vas a estar haciendo la misma aclaración?
Buscó su short en la jaba. Se quitó, dobló y guardó su ropa.
―Eras un niño modelo: obsesivo, educado y con buenas costumbres, o sea: ¡insoportable!
Y con la prenda de baño puesta, corrió a reunirse con el resto de los primos que ya se apretujaban dentro del Pontiac de tío Baltasar, uno de los cuales, y solo por bromear, se puso a tocarle las posaderas a Salvito.
―¿Por bromear?
―Si me sigues interrumpiendo, dejo de escribir.
―Tú sabes que ese primo, del cual muy discretamente no has dicho el nombre, conservó en su adultez el gusto por la "broma" de estarle tocando las nalgas a sus semejantes.
―Te he dicho que no pienso contar de los primos,
―Déjame aclarar que uso el vocablo de "semejantes" no refiriéndome solo al concepto de especie, sino también al sexo.
Salvito, a pesar de su edad, de la ñoñería con que lo criaba tía Caridad y del retraso mental que ya dejaba entrever, sabía qué atenerse en tales casos, y comenzó a repartir piñazos y patadas a diestra y siniestra.
―¡Que yo no fui!
―¡Come mierda, me diste a mí!
Por suerte, y antes de que aquello terminara en una gran pelea, tío Baltasar salió de la casa con la llave del auto en la mano. Todo parecía indicar que al fin se daría el tan deseado viaje al río, pero como si la mala palabra que acababa de oír le hubiera recordado algo, el tío se detuvo un momento, hizo una ligera mueca y girando sus talones, volvió a dirigirse al interior de la casa.
―¡Coca, voy para el baño!
―¡Ay, gracias a Dios! ¡Mira que se lo he pedido al cielo!
Coca había sido una niña de bien, Quizás su abuela, no; pero ella sí. Su abuela fue una cupletista madrileña que estuvo de gira por La Habana, y quien ates de irse para México a reunirse con su compañía, le dejó al padre el recién nacido que es extramatrimonialmente habían tenido. La esposa de este infeliz hombre, importante letrado del gobierno colonial, con una flema no característica en las cubanas, aceptó, crio y educó como suyo a este niño. El muchacho siguió los caminos del padre en cuanto a profesión se trata, Abogado de la clase media, se casó en la iglesia de Reina y tuvo tres hijas, una de las cuales: Coca, después de haber estudiado en un colegio de monjas, le servía de secretaria. Católica dogmática, aceptó casarse con un hombre divorciado por dos razones: primer, porque tío Baltasar le gustó desde que lo vio delante de ella, y segundo, porque el matrimonio anterior de este había sido solo por lo civil.
Coca, confiaba tal vez en la ayuda que la Virgen y los santos le darían siempre que se lo pidiera, era optimista y emprendedora, amén de laboriosa, alegre y afable. Necesariamente, la convivencia con un hombre más ateo que creyente, supersticioso y pragmático, fue modificando con el tiempo su práctica religiosa, y si bien llegó a comer carne los viernes, fue inflexible en cuanto a mantener relaciones sexuales en períodos de penitencia litúrgica.
Tío Baltasar y Coca formaron una buena pareja, pues se complementaban, se respetaban y se concedían ciertas libertades a la hora de sus gustos. Ella iba a misa todos los domingos, les enseñaba catecismo a las criadas y mantenía cierta continencia sexual; él tenía que asistir con su familia al almuerzo en Jarahueca los Días de las Madres, cambiaba el auto año tras año y, sin llegar a mantener querida, se acostaba con otras mujeres.
Esa mañana, en efecto, Coca se lo había pedido a la Virgen de la Caridad del Cobre. El médico les había advertido del peligro que corría, pero Tío Baltasar hacía una semana que no evacuaba los intestinos. No era su voluntad dejar de hacerlo, pero un psicotrauma que lo acompaña desde que estuvo en la cárcel, se lo impedía.
Un día, cuando se disponía a dar del cuerpo, y ya con los calzoncillos por las rodillas, un par de reos lo inmovilizaron para que el cabecilla los convictos del penal, carente de otro oficio más apropiada, satisficiera su lujuria. Por suerte puedo gritar, y el policía de guardia, esperando una recompensa de quien sabía con cierta posición económica, lo rescató a tiempo. Aquel incidente sirvió para que los dos meses y medio más que tía Baltasar tuvo que estar cumpliendo condena, los pasara en la enfermería del presidio, pues no hubo manera de que volviera a corregir de forma natural. Desde entonces necesito de laxantes y lavativas, y sólo en la seguridad de la taza del baño de su casa lograba defecar con regularidad.
Tío Baltasar percibió la vaga sensación de pesantez en el recto que anuncia el deseo de corregir y, ansioso por eliminar la molestia que la dureza del vientre le ocasionaba, corrió al baño. Se detuvo de espaldas al inodoro. Con la mano derecha se subió la camisa, mientras que con a la izquierda se recogía testículos y pene para sentarse en la taza. Ya antes se había zafado el cinto, el pantalón y el calzoncillo y se había llevado estas prendas hasta los tobillos, pero precisamente el roce de ellas resbalando por sobre sus glúteos y muslos, le abortó el reflejo de la expulsión. Tuvo que comenzar a pujar. El pujo se creaba una y otra vez en el cerebro, se reflejaba en la contracción de la cara, pero no lograba llegar a los músculos del bajo vientre. Parecía que todo esfuerzo era inútil, pues a pesar de que el grosor y la dureza de las heces acumuladas en las últimas porciones del intestino grueso le molestan, el ano ni siquiera comenzaba a dilatarse.
Tío Baltasar se quitó la camisa y la tiró encima del cesto de ropa sucia, se descalzó los mocasines y se sacó los pantalones y el calzoncillo. Comenzó a frotarse el vientre con movimientos regulares descendentes y opresivos tratando de estimularse la respuesta de la evacuación, a la para que intentaba recordar, como le había orientado el médico, las sensaciones que se sentían en el momento que el excremento comenzaba a acariciar lentamente y hacia afuera las paredes internas del año.
Cuando lo creyó oportuno, volvió a intentar la expulsión, y fue entonces que sintió que iba a corregir. Esperanzado repitió una y otra vez el pulo y lo mantuvo no solo con el encogimiento de la cara, sino también con el esfuerzo en los músculos del abdomen. Con la base de la mano, lugar donde se podía concentrar toda la fuerza del brazo, se oprimió la barriga. Sentía ya el extremo de la deposición queriendo salir y para ayudarlo, hizo una pinza con los dedos pulgar e índice de la mano izquierda y con ellos se separó al máximo las nalgas para distender los pliegues anales y amplia la capacidad del orificio allí existente. Pujo de nuevo, y la excreta, dura y granulosa, rasgando la mucosa terminal, se asonó.
― ¡Coca!
La esposa corrió al baño, se inclinó sobre el sangrante culo de tío Baltasar y, como experta comadrona, le metió el dedo una y otra vez para irle sacando en cada paletada una fracción de mierda, hasta que ya afuera la porción más seca, el resto pudo salir sola.
Ajenos los muchachos al acontecimiento fisiológico que ocurría cerca de ellos y que les frustraba el viaje en auto al río, esperaron a tío Baltasar pacientemente solo al principio, pero cuando se percataron de que se demoraba, comenzaron a removerse en los asientos, a subir y bajar los cristales de las ventanillas, a poner y quitar el seguro de las puertas, abrir y cerrar los cenicero, a mover de su posición los espejos retrovisores y a tocar cuanto botón y palanca había dentro de aquel Pontiac. En toda aquella manipulación, no dudaron en abrir la guantera.
―¡Miren lo que hay aquí!
Y los primos se apoderaron de la cajetilla de cigarros americanos dispuestos a comenzar a fumarlos, pero no tuvieron tiempo de hacerlo, porque Pura María vino a darles la mala noticia de que tío Baltasar no los podía llevar al río.
Para eso de dar noticias desagradables, Pura María se pintaba sola. Aunque la tristeza o desazón que su cara podía reflejar era sincera, en lo hondo de su psiquis sentía un placer inexplicable cuando era portadora del aviso del fallecimiento de una persona o de cualquier otra desgracia por estilo.
Pura María no era de malos sentimientos y siempre estaba dispuesta a servir a los demás, siendo esta quizás la excusa que le servía de justificación a su conciencia a la hora de proponerse o aceptar encomiendas de noticias desagradable, cuando en realidad lo que la impulsaba era el disfrute de ese extraño goce de ver el primer sufrimiento de un semejante; y ni aún con su padre fue clemente.
―Tienes que ser fuerte ―le dijo.
El padre de Pura María solo tenía que ser fuerte para enfrentar la muerte de dos personas, si era su hija quien le hacía tal advertencia, era por que Pura había muerto.
―Y lo hizo, mencionando tu nombre.
Cuando jóvenes, el padre de Pura María y Pura habían sido novios, pero rico él y pobre ella, como en las novelas que se transmitían en aquella época por CMQ, hubo oposición familiar y amenaza de desheredar. Débil él, terminó por olvidarse de quien en verdad amaba y se casó con una ricachona más fea que Cafunga. Ella, por su parte, no conoció hombre alguno y a pesar de que siempre amo al padre de Pura María, cuando veinte años más tarde este enviudó, Pura prefirió seguir siendo la humilde costurera de Perea, a aceptar un matrimonio que más que honrarla, la vejaba; y se negó siquiera volver a ver al hombre con el que noche tras noche llenaba sus sueños.
Como la conducta humana es bastante complicada, Pura María, conocedora de esta historia e identificada plenamente con su padre, también se sentía atraída por amante tan fiel, por lo que quiso, al menos, verle el rostro a quien pudo haber sido su madre, antes de que la descomposición de la carne y los gusanos dieran cuenta de él. El padre, proyectándose en la hija, le permitió que fuera al mortuorio de Pura, mas como no era costumbre que una señorita saliera sola, habló con tío Ramiro.
―Necesito que tu hermana Hildelisa acompañe a mi hija a Perea.
―Me da mucha pena decirle que no, pero es que Hildelisa se marea en los trenes y se pone de muerte.
―Llévalas en el jeep.
Ya para entonces, el patrón había convencido a tío Ramiro que un caballo y una montura no lo eran todo en la vida, y lo había enseñado a manejar, por lo que, en la madrugada del día siguiente, el capataz y las dos mujeres salieron de la hacienda.
Por caminos polvorientos y atravesando arroyos y cañadas, a las siete de la mañana entraron al pueblecito, En un café cercano a la estación de ferrocarril se bajaron, La dueña les permitió a las mujeres entrar en su casa, al fondo del establecimiento, para que se lavaran un poco, se peinaran y se untaran polvo, Remisa a presarles el orinal, y ellas a usarlo, tía Hildelisa y Pura María orinaron, por turno, en el excusado del patio. Cuando volvieron al establecimiento, tío Ramiro las estaba esperando para desayunar con un buen pedazo de pan con mantequilla, chocolate y, al final, menos para Pura María, una taza de café fuerte, La muchacha, siguiendo la costumbre del padre, sustituía el café mañanero por una copa de vino español, pero allí no había vino español ni copa, se conformó con un vaso de vino de papaya criolla.
Para evitar el aspaviento de llegar en el jeep, y dado que el hogar de la muerta se encontraba cerca, dejaron el vehículo parqueado frente al café y fueron caminando.
Como a quien Dios no le da hijos, el diablo le da sobrinos, hacía años Pura había tenido que hacerse cargo del hijo de una hermana muerta en el parto, y este, conocedor del vínculo que unía a la finada con aquella comitiva, salí a la calle dispuesto a impedirles la entrada a la casa sin saber de la sorpresa que le esperaba no más tío Ramiro, Pura María y tía Hildelisa doblaran la esquina.
―¡Es ella!
Labrada volvió corriendo hasta junto al ataúd que contenía el cadáver de su tía y madre de crianza, y en silencio le agradeció que le hubiera traído a la desconocida que tanto amaba desde que la vio en el tren el día de su circuncisión.
Tía Hildelisa, por su parte, cuando después del entierro regresó a la hacienda donde estaba recluida lejos de líneas férreas, locomotoras y conductores, se encontró una cartica que Aida le había manado esa mañana.
Jarahueca, 13 de marzo de 1939
Querida Hildelisa:
Quiera Dios que al recibo de esta te encuentres bien en compañía de Ramiro. Solo unas breves líneas que escribo apurada, pues quiero que el chofer del camión de la leche te lleve esta nota para que la recibas ahora por la mañana. Hoy vas a encontrarte con el hombre con quien te vas a casar. Ya una vez lo viste y hasta le dirigiste la palabra, pero prácticamente no se conocen. No te resistas al destino, olvida ya a tu primer novio, pues este es ahora el hombre de tu vida.
Perdona la letra, pues estoy escribiendo apurada, Aquí todos estamos bien. Saluda a Ramiro, y tú recive un abrazo de tu cuñada que te quiere y te recuerda.
Aida María Delgado
Posdata: no te preocupes: pronto podrás volber para tu casa.[1]
Cuando tía Hildelisa la leyó, sonrió con satisfacción, pue ya hacía tiempo que no se acordaba del novio conductor, y Labrada le había gustado. Enseguida que lo vio junto a la caja de la muerta, lo recordó, pues, aunque esta vez la pena era espiritual, la expresión que tenía su nuevo pretendiente era la misma que por dolor físico puso antes de desmayarse el día de su primer encuentro en el gascar.
Durante el resto del mortuorio y el entierro, Labrada se mostró muy correcto y a la altura del momento, pero no por ello dejó de evidenciar la atracción que tía Hildelisa le provocaba. Fue en el brazo de ella en el que se apoyó cuando le ponían la tapa al sarcófago, en su hombro se reclinó al bajar la caja al fondo del hueco, y en el abultado pecho de ella, Labrada ocultó el leve llanto que a su condición de varón le era permitido.
La primera visita, como casual, fue quince días después a la hacienda. Pero cuando se hicieron novios y se impuso la petición de mano, Manita García mandó a buscar a tía Hildelisa de regreso a Jarahueca. En su casa, bajo su techo y con su supervisión como chaperona se desarrolló el noviazgo. Al año siguiente se habló de bodas y fue entonces cuando la recia matrona puso sus condiciones.
―Hildelisa tiene que venir a almorzar conmigo todos los Días de las Madres.
―Así será.
―Y usted no pondrá obstáculos.
―No, señora.
―Prométalo.
―Por los santos y sagrados restos de mamá Pura.
―Pero hay una dificultad, Usted no debe permitir que Hildelisa monte en tren.
La boda se efectuó cuando ya Labrada había cambiado su oficio, y en su máquina de alquiler fueron los novios de Luna de Miel a los Baños de Mayajigua. Vivieron en Perea y, aunque tía Hildelisa dejó de escribir poemas, no perdió la inclinación por el erotismo.
―¡Candela! ¡Candela!
El grito de tía Caridad paralizó a todos. Coca no terminó de acomodarle la compresa de manzanilla tibia que le ponía a tío Baltasar, boca abajo en la cama, entre las nalgas. Aida se quedó sin iniciar la tercera razón de las que le daba a
Ángel para que comprendiera por qué había desobedecido cuando fue a buscar a Cristo el guardia. Eulogio no salió como le habían ordenado, rumbo a la panadería para esperar a que le puerco estuviese asado. Tío Segundo se quedó sin abrir la cerveza que tío Ramiro se tomaría. Naná no puso la brasa de carbón sobre la tapa del caldero con el arroz congrí. Tía Hildelisa tampoco miró el termómetro que le había acabado de quitar a Labrada. Tía Elena dejó inconcluso uno de los tantos pedos que acostumbraba tirarse cuando estaba dormida. Pura María cortó el chorro de orine que espumaba en la taza del inodoro. Tía Lucrecia dejó de contar los tenedores que se pondrían en la mesa, y Fabián no conectó el tomacorriente del refrigerador. Solo Manita García se puso de pie dispuesta a ordenar.
―¡Se quema la casa! ―agregó tía Caridad a su grito inicial, y ya entonces todos corrieron al patio.
Aunque no se veía llama alguna, decenas de hilillos de humo salían por entre las tejas del fondo justificando el temor de la familia por el posible fuego, mucho más cuando este se producía cerca del cuarto de desahogo donde se guardaban el alcohol y la luz brillante.
―Es por tu cuarto, Caridad.
―No, Es por los lavaderos.
Y ante la confusión inicial, la voz de Manita García retumbó enérgica indicando qué hacer:
―¡Los cubos! ¡Todos a los cubos de agua!
Sin la organización necesaria, se buscaron cuantos recipientes había a mano, se abrieron las llaves, se destaparon los tanques de reserva y, tropezando unos con otros, derramando agua, haciéndose indicaciones y clamando piedad al cielo, fueron hasta donde se suponía estaba el fuego.
La clarividencia también le servía a Aida para sufrir. Su marido, producto de los negocios de distribución del petróleo, más la agencia en la provincia de los laboratorios O.K. Gómez Plata, salía con frecuencia a Santa Clara, y hombre al fin y al cabo, siempre aprovechaba estos viajes para estar con otras mujeres; estas eran generalmente prostitutas de bares, pero alguna que otra vez: una viuda oficinista, una divorciada moza de hotel, y hasta supuestas señoritas, acetaban compartir con él una cama. Aída lo sabía, pero como las pruebas eran solo sus informaciones mentales y no había en ellas fuerza suficiente para la reclamación, tuvo que recurrir a artificios que conservaran la pureza de su matrimonio.
―Se va a morir alguien de la familia ―anunciaba predisponiéndole el espíritu cuando recibía el mensaje de un posible adulterio.
―Esta noche se va a enfermar uno de los muchachos ―decía y a última hora lograba retener a Ángel en Jarahueca.
Como estos falsos anuncios no se cumplían, el prestigio de adivina de Aida se vio mermada ante los ojos de su cónyuge, y por ello Ángel no le hizo caso cuando le anunció que esa noche iba a ocurrir un gran incendio.
―¡Candela! ¡Candela!
La llamarada lamiendo la negrura de la medianoche se levantaba cerca de los tanques de petróleo y, temiendo que estos pudieran explotar para desaparecer al pueblo, como no hacía mucho había ocurrido en una pequeña ciudad petrolera de los Estados Unidos, a todo el mundo le dio por huir. Aida despertó a sus pequeños hijos y los vistió apresuradamente.
―Vamos a ir a pasear.
En el momento de salir, recordó el dinero que había dentro de la caja fuerte de la farmacia, y dejando un momento solo a los hijos, abrió la puerta interior que comunicaba la casa con el establecimiento y se fue en busca del único bien material salvable de la hecatombe.
―Aida se volvió loca ―dijo Manita García cuando, también en plan de evacuación, pasó por casa de la nuera. Recogió a los nietos y los unió a la comitiva que en busca de salvación se dirigía hacia los campos a las afueras del pueblo.
Cuando Aida por poco si se vuelve loca, fue al regresar y no ver a sus hijos, pues pensó que estos atraídos por el fuego, habían ido a verlo de cerca. Luchando en contra de los grupos que en sentido contrario huían, pudo acercarse a la tienda de Pedro Oñate y comprobar que era esta la que aún sin peligro para los depósitos de petróleo, se consumía sin remedios ni socorros. Regresó y convenció a los últimos hombres que abandonaban el pueblo de lo que en verdad ocurría; estos lograron que el fuego no se expandiera a otras casas y evitaron así que los temidos tanques pudieran explotar.
Ni la fiesta en su honor ni el diploma que le concedió la Sociedad de Recreo declarándola Salvadora de Jarahueca, compensó el llanto derramado cuando al fin, la noche del fuego, abrazó a sus hijos encima de la loma de Rosete, sin que nadie supiera nunca cuál fue la verdadera razón de su llanto.
Mujeres y niños desde arriba miraban el resplandor de fuego que iba quedando, pero los ojos de Aida, a pesar de estar dirigidos hacia el mismo sitio que los de los demás, vía las cochinadas que en ese momento Ángel le estaba haciendo a una mulata china dependiente de la farmacia Ordóñez en una habitación del Hotel Santa Clara.
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