sábado, 25 de septiembre de 2021

Encuentro. su infancia

Mi vida, más que vida, ha sido una mierda, periodista; y así y todo, usted quiere que se la cuente. Bueno, encienda ahí la grabadora.

Las condiciones de psicólogo y escritor (de ahí la confusión de mi entrevistado al identificarme como periodista) pudieran justificar el interés por explorar en determinados estratos sociales que, aunque presentes al doblar la esquina, generalmente ignoramos. Ahí están algunos de mis libros, con personajes protagonistas discapacitados físicos, retrasados mentales, individuos marginales y discriminados, y con desajustes en la conducta esperada por su sexo biológico;  pero el testimoniante de este libro superaría con creces todo lo que yo podía imaginar de un ser aberrante. Llegó a mí de manera casual, y con él me adentré en un mundo escabroso, con normas de convivencias no convencionales, donde los límites entre la legalidad y la ilegalidad son endebles, fluctuantes, y con normas éticas, personales y sociales, no siempre decorosas ni cívicas, matizadas en él, con un franco desajuste mental.

Nos pasamos la vida luchando por alcanzar la felicidad, y quién sabe lo que es. ¿Lo sabe usted, periodista? La felicidad es como esas sombras que se ven en la oscuridad. Uno cree que es algo, y cuando enciende la luz, no era eso.

Noel Barceló era un hombrecillo de mediana estatura, poco fornido. Poseía un rostro duro, con evidentes rasgos de un cansancio mucho más allá del momento; dureza que se denotaba tanto por los surcos de su cara como por los numerosos tatuajes que le cubrían casi todo el cuerpo, que hacían su apariencia, francamente, repulsiva.

Yo a veces muevo el cigarro para que el humo haga formas diferentes. A veces son figuras bonitas, pero trate de agarrarlas para que usted vea. Así es la felicidad. Yo me pasé la vida tratando de vivir bien, a como fuera… de andar en la calle, libre, para ser feliz, y ya me ve, periodista, soy un guiñapo de hombre.

La primera vez que lo vi, sin que siquiera él se percatara, me dio temor y sentí alivio cuando paso de largo y se alejó. Después, cuando lo conocí y trabajamos juntos en las sesiones de entrevistas, pensé en decirle del miedo que me inspiró en aquella ocasión, pero nunca tuve la oportunidad. Ese día, mientras yo entrevistaba a otro sujeto, en aras de mi investigación, se supo que él pasaría por allí, y ello motivó que me contaran de sus macabras acciones. Todos esperaban su llegada, y ello era motivo para comentar, una vez y otra más, sobre su vida lúgubre. Quienes lo conocían, se sentían importantes por ello ante los neófitos que escuchábamos. Ese encuentro con él fue casual y breve. Barceló no debe haber advertido mi presencia, no obstante, cuando me alejé del lugar, me sentí aliviado. Indiferente a quienes lo mirábamos con curiosidad, admiración o temor, cruzó de largo y, agotado por una vida que ya le pesaba demasiado para sus escasas fuerzas, fue a lo suyo. Mi aprehensión, más que por su aspecto físico, estuvo motivada por el aura de leyenda que le rodeaba.

Nací en Santa Clara, en el hospital. Mi papá, a mí no me inscribió. Mi mamá fue la que me inscribió. Tengo los apellidos de mi mamá: Barceló García. Es un apellido que no es mucho. Tengo unos cuantos familiares: abuelo, abuela, sobrinos, siete hermanos. Yo soy el único que tiene el apellido Barceló de primero. Yo soy el tercero de mis hermanos. Dos hembras, una está casada en Roble y la otra está en mi casa, pero está divorciada; y cinco varones, dos casados, uno en Encrucijada y otro en Virginia, y dos están presos. Yo tengo un hijo y estoy aquí, con mi mujer, en el sanatorio.

Yo indagaba acerca de un niño huérfano, cuya madre había muerto a consecuencias del sida. Él lo supo y, aunque no era este el caso, se interesó en hablarme de su hijo y de su experiencia de padre. Al conocer algunos detalles de su vida, los derroteros literarios me llevaron por otros senderos, y Barceló aceptó de buena gana cooperar con mis nuevos propósitos.

Pregunte todo lo que usted quiera, periodista, que le voy a contar lo que ha sido mi vida: una mierda, pero es la mía y no tengo otra. Le juro que le voy a decir la pura verdad, porque a esta altura de mi vida, no tengo por qué decirle mentiras. Y a lo mejor mi experiencia le pueda servir a otros muchachos como fui yo, y que si no aprenden, se pueden descarriar y joderse. Pregunte, pregunte, que yo voy a ser un ejemplo de lo que no se debe hacer.

Sin proponérmelo, con mi interés en recoger su testimonio, le di a Noel Barceló la última de las pocas oportunidades que tuvo en su vida de sentirse importante.

Mi mamá tiene problemas de nervios. De ahí es de donde vienen los problemas míos de nervios. Cuando ella estaba embarazada de mí, cogió una cuchilla de afeitar y se picó todo el cuerpo. Quería estar con un hombre, que es el padre de mi hermana más chiquita, mi familia no quería, y entonces, no sé si fue con el objetivo de estar con el padre de mi hermana, que cogió y se picó todas las venas. Estuvo ingresada porque se desangró mucho, y eso fue estando embarazada de mí. Cuando tenía como seis meses de embarazo, intentó pegarse candela también. Será por eso que cogí ese trauma, y nací con ese problema. Yo he estado ingresado en el psiquiátrico cuatro veces.

"Le voy a ser franca con el historial de mi vida, porque mi vida no la tengo por qué negar. Yo era una mujer que paseaba mucho, me divertía mucho e inclusive, fui una mujer que estuve de reclusa, teniendo dos niños, a Mariano y a Felo, mis primeros dos hijos".

(Testimonio de la madre).

Ahora usted toma todo esto que yo le digo y le da forma, ¿verdad? Usted lo va a escribir como si fuera una novela o algo así, pero trate que le quede bonito para que muchas personas lo lean y no comentan las locuras que se me ocurrieron a mí.

El sonido de las sirenas de los autos patrulleros se hizo sentir con intensidad creciente hasta tapar la voz de Vicentico Valdés que, desde la victrola centellante de luces, rasgaba la cargada atmósfera de humo de cigarros en la rojiza penumbra del salón. Las parejas en medio de la pequeña pista cesaron el erótico bamboleo con el que se frotaban los cuerpos al ritmo de la melodía, mientras quienes se besaban en la complicidad de las mesas, se pusieron de pie.

―Tranquilos ―dijo el dueño del establecimiento aparentando una calma que no sentía.

La puerta que daba a la calle se abrió bruscamente y por ella aparecieron los primeros policías.

―¡Todos contra la pared! ―gritó el que parecía el jefe.

Las mujeres comenzaron a gritar y algunos parroquianos buscaron inútilmente la forma de huir. Vasos y botellas de cerveza cayeron de las mesas, mientras que los uniformados se hacían obedecer a empellones y culetazos de sus pistolas, y llevaron a todos hacía las paredes.

"Mi mamá, cuando joven, bailaba en bares".

(Testimonio de Magdalena, una de las hermanas).

Por mucho que intenté imaginarme los encantos pasados de aquella mujer, no logré verla joven y apetecible. De pequeña estatura, flaca y con el rostro cruzado de arrugas, aunque activa y enérgica, aceptó inicialmente ofrecerme los datos que le pedía. Así fue la primera vez que visité su humilde casa. El maltrato de una vida dura y azarosa, no la diferenciaba de otras mujeres del barrio, que salían a curiosear mi presencia por aquellas calles de tierra y perros flacos y mugrientos, pero la leyenda de su hijo, la hacía, de alguna manera, especial, y la presencia de un supuesto periodista interesado en escribir un libro con la historia sobre Barceló incrementaba, al menos de momento, la valoración social de aquella familia, aunque la duda y la desconfianza con que siempre debió enfrentar a los extraños, y el temor de que yo pudiera ser de la policía, la hizo cambiar en su actitud de cooperación. La segunda vez que la visité, me invitó a entrar y a tomar asiento en el único sillón en aquella reducida sala donde me dejó solo. Lo delgado de las viejas y carcomidas maderas del tabique que separaban el dormitorio de la sala, me permitieron oír el murmullo de lo que iba a suceder, y cuando diez minutos después vino la hija menor a decirme que la madre había salido por los patios del fondo a hacer una gestión, ya yo sabía que era inútil insistir.

"Después vine para donde estaba mi papá, me dio donde vivir, me dio un cuarto; comencé a fiestar de nuevo y un buen día salgo, y salgo en estado. Entonces me lo sentía en el vientre y no quise sacármelo, y lo que sea. Entonces me enfrento a mi papá y hablo con mi papá, y mi papá me dijo: hija, yo le doy el apellido mío, no te lo saques".

(Testimonio de la madre).

Mis dos hermanos mayores son hijos del mismo padre, después nací yo de uno solo, pero nunca me reconoció. Mi mamá era merolica. Cuando yo nací la ayudaba Bienestar Social.

"El hermano mayor, cuando se emborracha, le da por decirle a la madre que ella no quería a más ningún hijo, que nada más que quería a Noel, que ella es una descarada y por ahí para allá una pila de cosas. En sí, la vida de ella era Noel; ella halaba más para él que para los otros. Siempre: desde la prisión, desde estar sano. Será por una lástima. Un día me dijo que ella le tenía lástima a Noel por sus cosas, por sus locuras y eso y porque tampoco tenía papá, porque el padre nunca lo inscribió. A los otros hermanos, los padres si los han reconocido".

(Testimonio de Lauri, la esposa).

A unos quinientos metros del mausoleo donde están los restos de Ernesto Che Guevara, se encuentra el hogar de su familia, una pequeña y humilde casa construida con recortes de madera y techo de lata. Ella sirvió para nuestros encuentros de trabajo. Cooperador y sencillo, me contó de su vida con ingenuidad y picardía. El recordar algunas de sus andanzas, le producía gracia y en esos momentos se le iluminaba el rostro con una media sonrisa breve y fugaz, pero rápidamente la expresión de cansancio con que lo conocí, volvía a adueñarse de él.

Después que yo obtuve la enfermedad, fue que mi padre vino a hablar conmigo. Antes nunca había hablado con él, aunque su familia me llevaba. Por parte de padre tengo quince hermanos. Mi padre tiene dos casas, un motor, y trabaja en el depósito de cerveza. Con estos hermanos no tengo relaciones.

"El abuelo era quien lo mimaba. El abuelo cuando lo veía venir corriendo era porque la madre le iba a dar y el abuelo se lo metía entre las piernas y entonces la madre le decía:

―No lo defiendas, no lo defiendas, que él es un mala cabeza.

Y le tiraba chancletazos y el abuelo se metía".

(Testimonio de Lauri, la esposa).

La veneración por el abuelo está presente en una borrosa foto, quizás la única que este señor se tomara en vida, enmarcada sobre una de las apolilladas paredes de la sala, y adornada con unas sucias flores de papel.        

"Mira si él era así desde chiquito, que él cogía las lagartijas y las abría así por la mitad y le sacaba todo y después las cosía y decía: mira, esta camina, está viva. Tenía cosas malas en la cabeza, y sin embargo era buenísimo, bueno como un pan, y cuando tenía un amigo eso era hasta el final".

(Testimonio de Mariano, uno de los hermanos).

De niño, yo era muy inquieto y siempre estaba inventando. Dice mi mamá que tenía que estar todo el tiempo encima de mí. En la escuela era igual. Tercero me costó trabajo; cuarto, me costó... Repetí un año. Creo que fue quinto. No me gustaba estudiar. Fui a la secundaria Rubén Martínez Villena… a esa que le dicen Pedro Navajas, pero que se llama... No me acuerdo el nombre ahora. Después estuve en Provisional 62. Esta era en el campo, y tenía que trabajar en la agricultura. Una sola clase me gustaba estudiar, la Biología, los animales y eso, me gustaba. Esa y Artes Industriales... Esa que es con serrucho.

El director sintió la algarabía y se puso de pie. Ya la puerta de su oficina se abría. El profesor de Educación Física y el portero lo traían sujeto.

―¿Qué ocurrió ahora?

Barceló, rojo de ira y con el uniforme ajado, se le adelantó a sus acompañantes.

―La comemierda esa que se cree que yo me voy a dejar sopetear de ella.

―¡Cállate, Noel!

Entonces vino la explicación de los dos hombres que habían tenido que mediar para detener al muchacho.

Afuera, la secretaria y otras trabajadoras de la escuela consolaban a la profesora de Historia. Noel Barceló, se había molestado por el llamado de atención a sus constantes indisciplinas en el aula y agredió físicamente a la profesora, mientras que le profería insultos y amenazas.

El director del plantel estudiantil tuvo que intervenir en más de una ocasión ante las quejas por la conducta de este muchacho, pero ya aquello cruzaba los límites.

―Manden a buscar a su mamá para que se lo lleve de aquí ―ordenó el director y dirigiéndose entonces al muchacho, le dijo—. No puedes seguir en esta escuela.

Después que me botaron de la secundaria, fue que me ingresaron la primera vez en el psiquiátrico. Yo estaba en la casa y me tomé unas pastillas de parkinsonil. Dice la gente que andas por el aire y que uno ve mujeres desnudas. Entonces dije: "¡Ave, María!, me voy a tomar dos para ver mujeres desnudas". Fue la primera vez que yo tomé pastillas.

―Noel ―llamó el Tite desde el portal.

Las pestilencias que emanaban de la vieja y destartalada tenería, inundaban a su antojo el ambiente de la noche, por ello, las puertas de las casuchas que conformaban el barrio, solo se cerraban a esas horas; el resto del tiempo permanecían abiertas por el calor. El muchacho entró a la sala y continuó hasta el dormitorio. Tendido sobre uno de los camastros, Barceló oía la música del momento en el antiguo radio RCA Victor, que había sido de su abuelo.

―El tipo que vende está en el plan de pelota. Barceló se incorporó con rapidez y sin traslucir emoción alguna, pero ansioso y esperanzado, preguntó:

―¿A cómo valen esas pastillas?

Cuando eso estaban a peso. Ahora están a siete pesos. Compré dos, me tomé una y guardé la otra. Eso se reactiva con café. En casa de mi abuela no había café, pero había un colador ahí y cogí y le eché un poco de agua caliente y lo exprimí y dije: Lo voy a reactivar con esto, y me tomé la otra pastilla, y reactivé completo, y aquello empezó a darme visiones, pero que yo no sabía que eran visiones. Yo creía que estaba normal, porque la pastilla me lo hacía creer. Yo tenía trece años. Entonces fui para el terreno de jugar pelota y me senté ahí, a terminar de ver un partido.

―¡Out!

―¡Ganamos!

Cuando se acabó, se fue todo el mundo, y yo no podía pararme de la tierra. Yo estaba sentado y no me podía parar de la entumición en que me tenía la pastilla. Y ahí, ¡coño!, traté de pararme y me metí como media hora para hacerlo. Cuando me paré, había unas matas ahí cerquitica… se me transformaban en personas. Veía gente, amigos míos, ahí, ahí, y entonces, se desaparecían. Eran las pastillas que me tenían así, arrebatado. Fui a la casa y le dije a mi hermano:

―Oye, allá arriba, en la pelota, aquello estaba malo.

―¿Qué es lo que hay?

―Muchacho, ahí la gente son troncos de palo, se desaparecen y vuelven a ser troncos de palos.

―¡Oye, que tú estás loco, estás arrebatado!

―Vamos allá para que veas.

Y fue conmigo.

 ¡Pram!

―Mira, ese tronco de palo era ahorita un tipo. Vamos a sentarnos para ver como él vuelve.

 Dice mi hermano:

―Mira, vamos echando para allá ―y me jaló por la mano. Le dije:

―Aguanta, aguanta.

 Estaba corriendo aire y había un nylon blanco en el piso, encajado en la tierra y se meneaba.

―No te muevas, no te muevas.

Y se quedó así, como esperando, y me arrodillé y empecé a caminar.

Prácata, prácata, prácata, pensando que era una paloma. Y entonces cuando llegué, le fui arriba, ¡ah!, y lo que agarré fue el nylon.

―¡Ño!, se me fue, compadre.

―¿Que se fue qué? Mira, vamos para la casa ―dice mi hermano.

Entonces me llevó para la casa. Le dijo a mi mamá:

―Mira, este está medio loco, arrebatado, porque está diciendo que vio una paloma y era un nylon.

―¡Oye que sí vi una paloma!

Mi hermano que era un nylon y yo a que no, que era una paloma. Parece que mi mamá me vio medio de eso, y me dijo:

―Ven que te voy a bañar.

Mi mamá nunca me había bañado desde que... Yo nunca dejaba que me bañara. Y me bañó… y que sé yo, que sé cuándo... me vistió, y me dijo:

―Ve para la tienda ahora y tráeme un paquete de huevos.

Fui a la tienda, pero por el camino rompí el cartucho de huevos. Pram, me dio una zurra, pram y pram. Entonces me dio el dinero otra vez y me dijo:

―Ve de nuevo a la tienda.

Fui y otra vez y se me rompieron los huevos, entretenido ahí, parece que la pastilla me tenía loco, así. Yo no sabía cómo darle la cara a mi mamá. Si me dio una mano de palo ahorita por romper los huevos y me encargó que no los rompiera más, y ahora rompí estos... Estaba medio entretenido. La pastilla me tenían entretenido. Llegué a la casa y entonces mi mamá dice:

―Oye, con la situación, y rompiste los huevos otra vez.

Cuando empezó a darme golpes, me fui corriendo de la casa para el monte. Me fui a vivir para el monte.

 

 

sábado, 18 de septiembre de 2021

El rabito del puerco. Final

    ―¡A mi mamá no le pegues! ―dijeron Guillermo y Raúl, cuando vieron a su Ángel darle dos bofetones a su mamá para que se le quitara el ataque histérico; y con la misma le cayeron a patadas al tío, pero Ángel el nuevo y Luis salieron en defensa de su padre y se enredaron a los piñazos con los primos. Las mujeres daban gritos, se desparramaron las lechugas por el piso, los dos hombres allí presentes trataban de detener la pelea; las yucas se quemaban en el fogón, y el resto de los primos, estimulando a unos u otro contrincante, entorpecían la labor de quienes los separaban.

    ―¡Que Elena está muerta, coño! ―logró gritar Naná lo suficientemente alto como para que la oyeran.

    ―¡Mi hermana! ―gritó tía Hildelisa, pero esta vez sin un nuevo ataque, corrió al cuarto donde se suponían durmieran su hermana y su marido. Detrás de ella, con la angustia ante semejante noticia en día tan señalado, corrió el resto de la familia.

 

    ―No todos corrieron. Recuérdalo.

    ―Fue un acto de justicia. Bien lo sabes.

    ―Por eso mismo. Cuéntalo.

 

    El puerco para el almuerzo del Día de las Madres siempre se asó en el traspatio de la casa, y para ello, desde Meneses, cada año, y no porque necesitara cobrar el favor, venía expresamente uno de los compadres de Manita García, hombre de palabra, pundonoroso y conservador; diez hijas tuvo, y nueve ya habían salido de su casa bien casadas cuando la más pequeña, la ahijada de Manita García, que galanteada por el químico del central Victoria. A la antigua fue la petición de mano, y jueves y domingos de ocho a diez con chaperona presente y en un vis a vis se desarrollaron las visitas del novio.

    Sin el más leve signo físico y ni tan siquiera comentario de pueblo, una noche en casa de Romelio Pérez, el asador de los puercos, se oyó llanto de recién nacido; y este hombre, amén de clavar por dentro puertas y ventanas de su casa, no tuvo vergüenza para volver nunca más a pararse delante de Manita García.

     Desde entonces, hubo que llevar a asar el puerco al horno de la panadería, pero se mantuvo la costumbre de Romelio Pérez de rifar el rabito del animal entre la muchachada de la casa.

 

    ―Por eso, cuando todos corrieron al cuarto, me apoderé del trofeo que me pertenecía desde el año pasado.

    ―Hiciste bien, Después, cuando nos lo comimos, aunque ya le habían caído hormigas, lo encontramos deliciosos.

 

    Tía Elena oteaba el aire, y esta fue la señal de vida que dio cuando hermanos, cuñados y sobrinos entraron impetuosa y atropelladamente al cuarto, pero no solo se limitó a percibir el aroma que invadía la casa, sino que abrió los ojos y habló:

   ―¿Ya trajeron el puerco?

    Entonces tuvo conciencia de que casi toda la familia estaba parada alrededor de su cama.

    ―¿Por qué están todos aquí?

    ―Vinimos a despertarte y a que te levantes, porque dentro de poco se va a servir la mesa.

    ―¡Ah!

   Ángel y Eulogio fueron a reunirse con los demás varones junto al tanque de las cervezas, mientras que las mujeres seguidas de los muchachos, y con Naná en la retaguardia del grupo jurando y perjurando que un momentos antes tía Elena estaba tiesa, volvieron a la cocina, Fue entonces cuando descubrieron la desaparición del rabito del puerco, y como en la confusión por la presunta muerte de tía Elena, nadie se percató de quién se había quedado, mi mucho menos de quién había entrado en la cocina, fue un misterio para todos, totalmente insoluble hasta el día de hoy. Lo que había pasado con el pedazo de carne, es que en realidad permanecía escondido nada más y nada menos que debajo del cojín de la comadrita de la abuela en espera de un momento oportuno para ser comido.

    Y en ese sillón iba a sentarse Manita García para ordenar que se sirviera la mesa, cuando llegó de la calle y le pidió hablar con ella un momento.

    Manita García siempre se visitó de blanco, y cada año para el almuerzo del Día de las Madres se estrenaba un vestido, ocasión única en que se cambiaba sus pequeños areticos de diamantes por unos de coral regalados por Ángel la segunda vez que, sin que nunca nadie lo supiera, se sacó la Lotería.

 

    El mismo día en que a Ángel le nació su primogénito, recibió carta con la proposición de venderle un laboratorio farmacéutico en Santa Clara cuya función era envasar para su distribución en paquetes, sobres, botes o pomos, toda una serie de productos que las grandes droguerías vendían al por mayor y que la población adquiría al menudo.

    La idea le gustó, y no más Aida acabó de parir, le consultó la propuesta; y aunque la carta, por descuido, se embarró de sangre en las sábanas que quitaban de la cama en aquel momento, lo interpretó como un buen vaticinio.

   ―Es sangre de vida que nace ―dijo acunando en sus brazos de hombre realizado y satisfecho al vástago.

    ―No sé ―comentó Aida―. Haz lo que quieras, Sin tengo algún augurio, te aviso.

    Pero como no hubo señales del mundo oculto, tuvieron que limitarse a analizar aspectos tan reales como costos, demandas y ganancias para al final atreverse a arriesgar los ahorros de diez años, en un negocio que vendían, porque con la moda que imponían los medicamentos norteamericanos, la botica tradicional cubana estaba fracasada.

    En quiebra el laboratorio, y en menos de un año en bancarrota el dueño, sabiendo Ángel el concepto de su madre con respecto a los fracasados, no se atrevió a pedirle dinero. Negado a volver a ser empleado de nadie, optó por el suicidio, y una noche se levantó dispuesto a terminar con su vida, Atravesó la puerta que separaba la casa de vivienda de la farmacia y se dirigió al estante donde, bajo llave, se guardaban las drogas y los productos venenosos más agresivos. Tomó el frasco que contenía la sustancia seleccionada desde su descubrimiento, siendo aún niño, para el hipotético caso de tener que poner fin a su vida. Abrió el recipiente que lo contenía, y allí una nota de puño y letra de su mujer lo detuvo.

   "Juega la Lotería", tenía escrito.

    Ángel volvió corriendo al lecho nupcial y en un acto de amor, euforia y esperanza, despertó a Aida a las tres de la mañana y le engendró su segundo hijo, Solo después, y ya en laxitud del post coito, le preguntó.

    ―¿Cuán es el número esta vez?

    ―Aún no lo sé.

    Nomás amaneció, Aida se levantó temprano y aprovechó que Ángel iba a casa de su madre a tomarse el café y fue a la farmacia. Allí quitó las notas que había puesto en todos y cada uno de los recipientes que contenían veneno, pues no era cierto que esta vez hubiera tenido la premonición de la suerte, mas cuál no sería su sorpresa cuando un rato más tarde Ángel regresó excitado y feliz, agitando en la mano diez pedazos del mismo número de la vez anterior.

    ―Se lo acabo de comprar a un billetero de paso.

    Guardaron el secreto, y así todos admiraron, Manita García inclusive, las magníficas aptitudes para los negocios que creyeron tenía Ángel.

    ―El laboratorio te ha dado dinero, ¿eh?

    Y como la pregunta no había sido directa, Ángel pudo evadir la respuesta y se limitó a rodear a Aida por los hombres y besarla en la mejilla delante de la madre.

    ―Recuerde que yo tengo una mujer bruja.

 

    Como Aida pidió hablarle, Manita García detuvo la intención de sentarse en la comadrita a esperar que la mesa estuviese servida, e hicieron un aparte. Fueron pocas palabras y nunca nadie ha sabido que explicación le dio, pero la suegra primero sonrió incrédula y después asintió con la cabeza, y un rato más tarde, cuando estaban sentados todos en el convite, Eligio Brito se apareció a tomar la foto, Manita García dijo que era su voluntad.

   ―Elena, hija, péinate un poco.

 

   Aida se dirigió a la cocina para integrarse al grupo de mujeres que ultimaban los detalles del almuerzo, mientras Manita García instalada en su sillón, y totalmente ajena a la sensación que debía producirle el rabo del puerco sobre el cual estaba sentada, comenzó a dar órdenes a todo el que le pasara por delante.

    ―Coca, busca a tu marido,

    ―Niños, avísenles a los hombres que traigan cervezas para la mesa.

    ―¿Para nosotros también? ―preguntó Salvito.

    ―Si ya se creen hombre para fumar, bien que pueden tomarse media cerveza cada uno.

   Y el tropel de muchacho, ya vestidos de limpio, se dirigió de nuevo al patio, esta vez a cumplir con agrado la orden de la anciana matrona.

    ―¿Hildelisa, que se le va a dar a Labrada?

    ―Caldo de pollo y puré de malanga.

    Manita García nunca creyó en médicos, Para cada dolencia tenía un remedio de yerbas medicinales, para enfermedades largas, una buena curandera; y para cualquier convalecencia, caldo de pollo y puré de malanga, Y con miel de la tierra, romerillo, caldo de pollo y puré de malanga curó Manita García a Alberto, el gringo medio apache.

 

    Enseguida que se supo lo de la bomba atómica, en Las Minas de Jarahueca se dejó de extraer petróleo y, cuando al fin los japoneses firmaron la rendición dando así por terminada la Segunda guerra Mundial, los americanos sellaron los pozos, le liquidaron a los empleados, y de la noche a la mañana desaparecieron de la zona esa primera vez; pero a los tres días, y cuando ya nadie se acordaba de ellos, Gollita fue personalmente a buscar a Cristóbal Colón a su consultorio.

    El médico, aunque acostumbrado por su nombre a frecuentes y constantes confusiones, esta vez, y para evitar malos entendidos que afectaran su reputación, salió con el maletín de los instrumentos médicos en la mano.

    Los secretos son como el agua cuando se toma en porrón, pues por mucho cuidado que se ponga, siempre salpica fuera; y antes la gravedad de la noticia, a los pacíficos habitantes de Jarahueca no les quedó más remedio que tratar de linchar al indio norteamericano y, para evitar el contagio, darle candela al bayú. Manita García supo que algo anormal ocurría cuando oyó el tiro que Cristo el guardia disparó al aire tratando de contener la turba; y sin demorar alguna fue en busca del machete de Segundo el difunto para defender con él su vida.

    Al, uno de los trabajadores norteamericano en los pozos de petróleo, se había quedado en el establecimiento de Gollita festejando la paga, y al tercer día de su borrachera amaneció lleno de unas manchas blancas que el médico, confirmando las sospechas de la matrona de la casa, no demoró en diagnosticar: lepra.

    En el jeep de su hijo Ángel, custodiado el indio por el cabo de la Guardia Rural, el doctor Cristóbal Colón sentado sobre el capó agitando una bandera de la Cruz Roja, se cruzaron rumbo a la estación de ferrocarril con Manita García.

    ―¿Quién viene? ―gritó esta en medio de la calle, y blandiendo el machete hizo que detuvieran el vehículo. Puesta al corriente de los acontecimientos y viéndole las lesiones de la piel al apache, dijo que ella lo curaba en quince días y ordenó que lo bajaran.

    ―Manita ―le dijo Ángel―, la gente del pueblo tiene miedo y no quiere que se quede.

    ―Miedo pueden tener, no les quito el derecho, pero en este pueblo la única que puede hacer algo, soy yo.

    Un rato después, mientras le hacía la primera cura, Manita García le dijo al indio:

    ―Ahora te llamarás Alberto. Al es nombre de perro.

    Alberto, quien durante un año y medio en Cuba solo había aprendido a decir "ron" y una muy mala palabra para sus visitas al negocio de Gollita, además de sanarse en el tiempo establecido, llegó a dominar el idioma que, según criterio de Manita García, hablan los cristianos.

   Tres meses después de la partida del indio, llegó a Jarahueca un paquete proveniente de los Estados Unidos con una manta de pelos de búfalo y un tocado de plumas para Manita García que, aunque lo consideró como un adorno ridículo y salvaje, lo guardó con celo, pues era muestra de gratitud.

 

    Manita García agradeció el gesto, pero rechazó la copa que se le ofrecía. Los hombres colocaban las dos primeras cervezas delante de cada asiento, y los muchachos buscaban sillas por toda la casa para completar las necesarias a los comensales, cuando Fabián se acercó a la suegra y le hizo el ofrecimiento.

    ―¿Cuándo usted se va a tomar una cerveza conmigo?

    ―Cuando cumpla cien años. La cerveza me hace mal y ya entonces no tendrá importancia que me muera.

    ―¿Y falta mucho para eso?

    Manita García sabía que era una pregunta ingenua, pero precisamente por ello, esperó que Fabián terminara de sonreír su gracia capricorniana, y pidió la aclaración.

    ―¿Para qué?

    Sagaz e inteligente como tenía que ser todo hombre de negocio, Fabián, sin embargo se encontraba ligeramente embotado por lo que había estado bebiendo durante la mañana, no entendió el sentido de la pregunta y se vio precisado a interrogar a la suegra con la mirada.

   ―Sí. ¿Para que cumpla cien años o para que me muera?

    Cualquiera de los hijos antes aquella situación le hubiera besado las manos, y para halagarla mostrándole su cariño filial, le hubiera contestado que para que cumpliera, no cien, sino ciento cuarenta o ciento cincuenta años. Las hijas, con excepción de tía Caridad, se hubiera echado a llorar lamentándose de que la madre creyera que ellas pensaban en su muerte. Fabián no. Fabián sabía que Manita García corrigiéndole el desliz, le daba lección, Tácitamente y agradecido aceptó el regaño, y a pesar de su falta de escrúpulos morales, con mucha mayor sinceridad que cualquiera de los hijos de su suegra, brindó:

    ―Porque viva mil.

    Manita García lo vio tomarse toda la cerveza de la copa de una sola vez, Le gustó el gesto del hombre de sacar la lengua para, con un movimiento en abanico y de derecha a izquierda, limpiarse la espuma en el bigote, y cuando de nuevo la miró para mostrarle el vacío de la copa, Manita García aprovechó para decirle,

     ―Las jicoteas son las que viven tantos años, y lo logran, ¿sabe por qué?, porque no duermen. No se duerma nunca, Fabián.

 

     ―¿Tú crees que habría alguien en la familia que le deseara la muerte a Manita?

    ―¡Mira que tú eres ingenuo!

   ―¡¿Tú crees?!

    ―Menos Fabián, todos.

    ―¡Por la herencia?

   ―Pensándolo bien, y por la herencia, hasta Fabián.

   ―Pon todos los motivos por los cuales todos y cada uno de los adultos de la familia le deseaban la muerte a Manita García.

   ―¿Por quién empiezo?

   ―Espérate. Para que los lectores de nuestra novela no crean que pertenecemos a una familia de psicópatas matricidas, vamos a hacer la aclaración de que en los deseos de muerte de la vieja había una amplia gama de matices que iban desde los más agresivos y repulsivos, hasta nobles y místicos.

Tía Elena

   Venganza.

   Tanto ella como su difunto marido fueron quienes más tuvieron que trabajar para ayudar a Manita García a sacar adelante a la familia, y por la injusticia cometida con sus hijos, estaba condenada a ser la más la que más pobremente viviera.

Tía Lucrecia

   Miedo

    Necesitaba el dinero que le tocara de la herencia para darle los cien pesos que su hijo debía llevar a la Virgen de la Caridad del Cobre. Ella había oído…

   

―Recuerda que tía Lucrecia era sorda.

 

    Ella había leído que los pecadores que no cumplían lo prometido a los santos, recibían como castigo desgracias, enfermedades y hasta la muerte.

Fabián

    Avaricia.

    Por la herencia.

Tío Segundo

    Lujuria.   

   A tía segundo le gustaba decir cosas ordinarias en voz alta mientras hacía el amor por los lugares más insólitos de la casa y en posiciones bien extrañas, y por respeto a la madre, no lo podía hacer.

 

Naná

    Aburrimiento.

    Para cambiar los muebles de lugar, mandar a cocinar lo que le diera la gana, pintar la casa de otro color… ¡En fin!, para poder decidir algo en su propio hogar.

Tía Baltasar

    Ambición.

    Si la muerte de amigos y conocidos le había traído fortuna y suerte, con la de la madre pensaba que se haría millonario.

Coca

    Devoción.

   Totalmente convencida de que su suegra era una santa…

 

    ―La primera santa cubana. Ja, ja, ja.

   

    Soñaba que cuando muriera Manita García, iría hasta el mismo cardenal Arteaga a solicitarle que iniciara el proceso de beatificación.

 

Ángel

    Compasión.

    Siendo el único de los hijos que conocía el cáncer que la minaba, le deseaba una muerte pronta y repentina para evitarle sufrimientos físicos y morales.

Aida

   Orgullo y capricho.

   Inicialmente tenía una sola motivación, pero desde ese día tuvo dos.

    Procedente de una familia de abolengo y estirpe, deseaba el dinero de la herencia para estar verdaderamente a la altura social de algunas de sus primas y, digamos por ejemplo, que también sus hijos se pudieran educar en un colegio de los Hermanos Maristas.

    Para que Manita García, con su propia muerte, comprobara la veracidad de la visión profética de esa mañana y no dudara más de su distinción espiritual.

Tío Ramiro

    Remordimiento.

    Sintiéndose culpable de muchas malas acciones, creía que solo el llanto y el dolor ante la muerte de la madre, reivindicaría su inocencia.

Pura María

    Inseguridad.

    Muerto su padre, solo esperaba la desaparición de la suegra para atreverse a plantear el divorcio. Heredera y dueña ella, se quedaría en la casa, para entonces ayudar a Regla la cocinera a criar los hijos.

Tía Caridad

    Odio.

    Para calmar la sed de venganza que sentía en su seco corazón.

 

    ―¡Qué cursi te quedó!

    ―Para explicar la motivación de Eulogio, tendría que hacer la historia de la relación afectiva que tuvo con el abuelo…

    ―¡Ay, no! Ni una historia más. Ya aburres.

 

Eulogio

    Nostalgia.

    Para con el dinero de la herencia, pagarse un viaje a España.

 

     ―Ya estamos terminando, ¿no?

     ―¡Todavía!

    ―No sé qué más vas a escribir. Durante el almuerzo no ocurrió nada importante.

    ―Sí. Con lo del cojín daría pie para explicar tu historia.

    ―¿Vas a hacer mi historia?

    ―¿Por qué no?

    ―Dijiste que no contaría de los nietos…

    ―Tú no eres nieto. El nieto soy yo.

    ―¿Tú? No me hagas reír. ¿Con ese nombre? Ja, ja, ja.

    ―¡No te rías de mi nombre!

    ―¡Nietos! ¡Ay, Luis!, como siempre estás equivocado.

 

    Con la mesa servida: las fuentes humeantes de arroz congrí untado de manteca, las blancas y olorosas masas de puerco, el crujiente pellejo asado, la yuca con mojo, los buñuelos de malanga y el rojo sangre de las rebanadas de tomate bañadas con aceite de oliva y vinagre, había que acercarse a ella.

      ―Ven, Elena. Siéntate a mi derecha.

   Las cervezas sudando el frío de toda una noche metidas en hielo, las botellas de vino, casero y español, las cestas con pan…

 

―Tomad y comed de él, que este es mi cuerpo…

  ―No blasfemes.

 

    La mantequilla hecha de pura nata de leche, el pomo con el aliño picante para quien lo quisiera usar, el salero, las servilletas, los platos, los cubiertos y el agua fría.

   ―Este año que los muchachos se sienten solo en aquel extremo de la mesa. Ya están grandes, ¿no?

    Las sillas se corrieron para que en ellas, y según el orden que Manita García indicaba, sus hijos y nueras se sentaran.

    ―Vamos a hacer un brindis,

    ―Dejen los brindis para después, que la comida se enfría.

    ―Que cada quien se sirva lo que quiera.

    Solo Ángel, molesto aún con su mujer, trastocó el sitio indicado y no se sentó al lado de Aida.

    ―Después del almuerzo, vamos a poner música para bailar.

    ―¿Quién te dijo que tú sabes bailar?

    ―Es que ya está borracho.

    Sobre el mantel blanco que cubría la mesa ampliada para la ocasión, fueron apareciendo las suciedades propias de aquel festín. Primero la huella circular del fondo de las botellas mojadas. Después, los granos de arroz o frijoles negros que caídos, al ser transportados hacía los platos, eran aplastados sin cuidado alguno. El goteo de la grasa que aún quedaba en las carnes. La insolencia de algún resbaladizo tomate maduro.

    ―¡Ya! No me sirvas más.

    ―Llénense bien, porque esta tarde, al menos yo, no me vuelvo a meter en la cocina.

    ―¡Qué rico quedó el puerco!

    ―¡Cuidado!

    Con tantas manos entre botellas y vasos, era lógico que alguno se virara, y ese año no fue diferente a los demás.

    ―Dobla el mantel para que no te mojes.

    Manita García comía complacida. Ser capaz de reunir a su familia, al menos una vez al año, para alimentarlos en este almuerzo, satisfacía sus diferentes matices atávicos de la maternidad y la viudez. Centro y autoridad de un conjunto de seres, una familia, un pueblo, y ¿por qué no? De una nación que en mayor o menor medida existía solo gracias a su capacidad reproductora, a lo adecuado de su vientre, a la fuerza de sus pujos, a la calidad de la leche de sus pechos, a su voluntad, su corazón, sus músculos, su entereza y sus mañas, la hacía feliz.

    ―¿Baltasar, hijo, te ocurre algo?

    No todo era felicidad. Su pregunta, como la de Fabián, había sido innecesaria y tonta, y por ende no esperó respuesta. Enseguida supo la causa de la expresión de malestar que ocultas, vergonzosas, innombrables, pero reales y presentes, hacía tiempo que provocaban dolor. Quizás la silla en que estaba sentado no era lo suficientemente blanda como para amortiguar las molestias de las hemorroides recién dañadas. Se necesitaba de un cojín, y ella, solícita se lo ofrecería. El de su comadrita era el más cercano, mas por su jerarquía no le estada dado el hacer, sino solo el ordenar. Claro que no se pararía a buscarlo, Ella solo tenía que hablar, Mandaría a alguno de los presentes. Eliminada ella misma y el enfermo a quien le daría alivio, quedaban veintitrés posibilidades, veintitrés nombres a escoger uno, Entonces el señalado por su deseo, se separaría de la mesa, se pondría de pie, caminaría hasta el sillón, levantaría el cojín y…

    ―¡Miren lo que hay aquí!

    Quizás se descartaran los adultos, y entonces las posibilidades de escoger se disminuirían a nueve; los nueve muchachos presentes, a quienes era más lógico, por su edad, que fueran molestados con encargo semejante, y estaban, además, más cerca de la comadrita.

    Luis necesitaba ser el escogido; solo así, quizás, pudiera evitar que se supiera que allí estaba el premio de su mancillada suerte del año anterior: el rabo de un puerco que emanciparía a la justicia y restablecería el orden de la costumbre. ¿Pero por qué lo podría escoger a él? Más probable que por hábito le diera la orden a Salvito, o a uno de los hijos mismos de tío Baltasar, quizás a Guillermo el bizco, quien por ser el preferido, tendría así la oportunidad de congraciarse una vez más con el tío. O a Raúl, siempre tan servicial. ¿Pero a Luis? ¿Por qué?

 

   Desde que el mago del circo le aseguró que estaba embarazada, Aida decidió que el hijo que tendría se llamaría como su padre:  Luis, pero sin que ella lo supiera, hubo otros planes.

    Una mañana, y ya cerca la fecha del parto, mientras le servía la taza de café recién colado, Manita García le preguntó a Ángel si había pensado en el nombre que le pondría al hijo.

    ―No. ¿Usted tiene alguna sugerencia?

    ―El único nombre de los Martínez que no se ha vuelto a repetir, es el de tu tío Arcadio. Ahora sería una buena oportunidad para honrar su memoria.

    Probar Ángel el café y despertarse en él, como todas las mañanas, el deseo de encender un cigarro, fue casi una misma acción, pero como delante de la madre no podía fumar, se aguantó el gusto.

    ―Ángel, Aida, Arcadio… ― Manita García enumero cada uno de aquellos nombres haciendo hincapié en el sonido inicial para agregar―, si tienes otro hijo, le pones como tú, y así todos comenzarán con "a".

    ―Está bien. Así se hará.

    Aida se opuso rotundamente y por ello estuvo disgustada no solo con la suegra, sino con toda la familia. No dispuesta a ceder, pero tampoco a que Ángel apareciera carente de autoridad para con ella, recurrió, como algunas otras muchas veces había hecho, al engaño de la premonición.

    ―Para que pueda vivir y cumplir su misión en la tierra de ponernos a todos nosotros en un libro, tiene que llamarse Luis.

    ―Yo no creo en tus vaticinios ―le espetó sin contemplaciones Manita García―. Además, ¿para que yo quiero aparecer en un libro?

    A pesar de vivir en el mismo pueblo, nunca fue a conocer al nieto, y solo cuando tuvo cuatro meses de nacido, y para que la nuera no faltara al almuerzo del Día de las Madres, aceptó que Aida se lo llevara a la casa. No fue al bautizo y nunca le regaló el día del cumpleaños. Pero no por el rechazo al nombre y al recuerdo de su nacimiento, Manita García dejó de quererlo o lo hizo en menor medida que a los demás nietos. Fue el único a quien los Reyes Magos, todos los años, le dejaron un juguete en casa de la abuela, y al único a quien Manita García le contó cosas de la Guerra que nunca antes había recordado con nadie.

    ―Luis, coge el cojín de la comadrita y pónselo a tío Baltasar en su silla.

    Luis salió a cumplir el encargo tratando de que se le ocurriera cómo escamotear el rabito del puerco delante de tantos ojos, cuando el toque en la puerta de la calle vino en su ayuda y desvió la atención de los presentes.

    ―Debe ser Eligio Brito ―dijo Aida y fue a abrir.

    Luis, sin que nadie lo viera, logró tirar el rabo para el patio y le llevó el almohadoncito a la persona indicada, provocando con su travesura, que tío Baltasar, al sentarse sobre él, pusiera en contacto el pantalón de estreno de ese día con los residuos de grasa en el cojín.

    ―Que les aproveche.

   ―Venga ―se le contesto a coro el fotógrafo que en ese momento entraba en el comedor.

 

    ―Vas a terminar y no has contada nada de mi historia.

   ―Tu historia es bien breve y no tiene la menor importancia.

 

   Aida preocupada por la carencia en Jarahueca de una escuela adecuada donde sus hijos pudieran estudiar, estuvo conforme con que Ángel comprara el laboratorio en Santa clara para mudarse allá con sus hijos, y que Luis y Ángel el Nuevo, pudieran matricular en los Maristas de la calle Buenviaje, pero el descalabro de aquel negocio le cortó prematuramente sus planes. Tuvo que conformarse con que hicieran en el pueblo la primaria y se prepararan para el ingreso en el Bachillerato. Para entonces, y con el dinero de la herencia, pudo mandarlos, no para un caduco colegio de curas españoles, sino para un moderno plantel que religiosos canadienses bilingües habían abierto recientemente en la provincia de Matanzas.

    El secreto se descubrió cuando Ángel tuvo que sacar la inscripción de nacimiento para oficializar los estudios de los hijos. Luis Martínez Delgado no existía. Cristiano era, porque así se había bautizado, pero ante la Constitución de la República, el individuo que gozaba de todos los derechos y deberes como ciudadano cubano, era Agripino…

 

   ―No.

 

    ―Águedo Antoliano…

 

    ―Ja, ja, ja.

 

    ―…Apolonio Anastasio Abilio Áureo Ambrosio Anesio Acelio Aniceto Anselmo de San Antonia Abad y los Santos Apóstoles Martínez y Delgado.

 

    ―No, no, no. Solamente Arcadio, y si no te molesta: Arcadio Alberto.

 

    Después vinieron los postres y hubo dónde escoger: arroz con leche rociado con canela en polvo, cascos de naranja con lascas de queso amarillo, frutabomba con queso blanco, casquitos de guayaba con queso crema, turrón de maní y ajonjolí, semillas de marañón y coquitos quemados.

    ―Vamos a reventar.

    ―A ese niño no le den más dulce,

    Los hombres, saturados con el sabor de la cerveza, no probaron los dulces, y para terminar con la bebida que a cada cual le quedaba servida, a veces con verdaderos discursos, formularon el deseo de brindis.

    ―Por la madrecita más santa y buena que existe.

    ―Porque siempre derrame sobre los corazones sufridos de sus hijos, la miel que les endulza ante los sinsabores de la vida y les da fuerza para seguir adelante con el mismo amor y dedicación con que hasta ahora hemos luchado y trabajado en pro de la felicidad y el bienestar de la familia.

    ―Porque sus nietos, aquí presentes, la sigan adorando como la hemos adorados sus hijos.

    Fue solo después que trajeron las tazas para la mesa que Manita García agradeció con palabras bien sencillas tantas muestras de cariño. Mientras la aplaudían, saboreó su café y se puso de pie.

    ―El año que viene nos volveremos a reunir de nuevo todos aquí.

    Medio compasiva y medio retadora miró a Aida. Esta le sonrió, y muy ligeramente, para que ninguno de los presentes se percataran del gesto, insistió con el movimiento de la cabeza en que nunca más habría otro almuerzo.

 

    ―Y si la historia no le parece larga, la volveremos, la volveremos a empezar. Había una vez un barquito chiquitico…

    ―¡Por favor!

   ―¿Quién es este que está en el centro?

   ―Deja ese periódico.

   ―¿Un nuevo dictador?

   ―No puedo contigo.

   ―Si al fin escribes la segunda parte de esta novela, ponle como exergo: "la que está para el país, no hay vaca que se la coma".

 

ANEXO

    Finalmente he decidido no incluir las historias de los primos en El último almuerzo de la sagrada familia. Ellos quizás sean el tema de otra novela, el guión de una película o la Historia de la Revolución Cubana; pero para que mi poema de silencio de este momento, no constituya en ustedes motivo de inquietud, y solo a manera de avance, les diré que fue de todos…

 

    ―¿De todos?

 

JUAN CUBANO: Siendo trabajador tabacalero en la zona de Fomento, se incorporó a las bandas contrarrevolucionarias que operaban en el Escambray. Fue apresado y fusilado en Condado en 1963.

 

SEGUNDO DIOS: Acusado de colaborar con el hermano, fue trasladado para Sandino, en el extremo más occidental de la isla. Allí se casó, hizo su familia y continuó trabajando en el cultivo del tabaco.

 

LÁZARO: A la huida de Batista, se incorporó a la tropa del comandante Camilo Cienfuegos en su marcha hacia la capital del país. Meses más tarde, enfermo de blenorragia, se licenció del ejército y regresó a las labores agrícolas. Se integró a las Milicias Nacionales Revolucionarias y participó en la llamada Limpia del Escambray. Murió en una escaramuza contra un importante cabecilla contrarrevolucionario.

 

RAMIRITO: Al ser intervenida la finca donde vivía, fue nombrado administrador de la misma, Siempre se ha desempeñado como dirigente en el sector campesino. Viajó en dos ocasiones a países europeos del campo socialista. Tuvo tres hijos, uno de ellos encefalopático. A la muerte de su hermano rechazó el apellido que entonces quiso darle el padre y conservó solo el de la madre.

 

SEGUNDO EL SORDO: Dependiente de bodega, vive y trabaja en Iguará. Ha sido Vanguardia Nacional en la Emulación Socialista de su sindicato, Se casó y tuvo la primera descendiente hembra en la familia desde el nacimiento de tía Hildelisa.

 

ÁNGEL DE LA CARIDAD: Borracho, vago y mujeriego, Estuvo preso en varias oportunidades por juego ileal y escándalo público. En 1980, cuando el éxodo de Mariel, abandonó el país sin haber cumplido la promesa de ir al Santuario del Cobre.

 

BALTASAR EL GAGO: Cumplía misión internacionalista en Angola cuando murió por la explosión de una mina en Cuito Cuanavale.

 

SALVITO: Carpintero. Vive en la casa que fue de Manita García. Se casó y tuvo inicialmente tres hijas, La esposa le fue infiel y abandonó el hogar. Casado en segundas nupcias con una sobrina de Regla, quien ya tenía dos niñas, tuvo tres hijas más con ella.

 

GUILLERMO EL BIZCO: Abandono el país en compañía de sus padres en 1962. Es propietario de una flotilla de rastas de carga en Miami.

 

RAÚL: Abandonó el país en compañía de sus padres. Con la ayuda de una organización religiosa logró hacerse abogado. Homosexual reconocido, ejerce su profesión en Miami.

 

SEGUNDO EL NENE: Médico. Militante del Partido Comunista de Cuba. Vive en La Habana. Cumplió misiones internacionalistas en Irak y Nicaragua.

 

RAMIRITO EL HABANERO: Abandonó el país en 1965 y murió de leucemia en Nueva York cinco años después.

 

SEGUNDO EL GORDO: Inicialmente se negó a abandonar el país como era el deseo de sus padres. Acogido al sistema de beca, matriculó el primer año de Ingeniería Mecánica en la Universidad de Oriente. Sin una actitud religiosa previa, sorprendió a quienes le conocían al ingresar en el Seminario de San Basilio, pero al poco tiempo desistió de hacerse sacerdote. Estuvo internado en la UMAP y varios años más tarde

abandonó clandestinamente el país, Actualmente se desconoce su paradero, aunque por la postal con sellos de los Estados Unidos de Norteamérica que cada año le envía a tía Caridad a Jarahueca por el Día de las Madres, se sabe que está vivo.

 

ÁNGEL EL NUEVO: Ingeniero agrónomo. Incorporado de lleno al proceso revolucionario de Cuba, ocupó diferentes cargos como dirigente administrativo y técnico a nivel nacional hasta que en 1983 fue acusado de colaborar con la CIA. No pudiéndosele comprobar tal vínculo, quedó en libertad, pero privado de sus cargos, se vio en la necesidad de ganarse la vida durante un tiempo como albañil y posteriormente como ayudante de mecánico hasta que se le permitió trabajar de nuevo como ingeniero agrónomo.

 

LUIS O ARCADIO ALBERTO: Llegó a matricular la licenciatura en Psicología en la Universidad Central de Las Villas, pero en 1963 hizo un primer brote esquizofrénico, Posee un raro e interesante delirio de doble personalidad. Desde que su caso fue publicado en una revista especializada con el relato de sus experiencias, se cree un importante escritor.

 

FIN