sábado, 31 de julio de 2021

HISTORIA DE MANITA GARCIA

    Manita García se casó ya comenzada la Guerra de Independencia y fue con su marido a vivir al sitio de los Martínez, pero poco le duró la luna de miel, por la contienda bélica, la situación para los campesinos se tornaba cada vez más difícil, pues tanto los españoles como los mambises constantemente les exigían a los hombres aptos que se incorporaran a la lucha. Segundo el difunto, como cubano, al fin y al cabo, se decidió por el ejército en la manigua.

    Al quedarse sola, Manita García junto a las demás mujeres de la familia, tuvo que hacerse cargo de los sembrados y los animales del patrimonio, y, como nunca antes, la joven se vio sometida a un intenso régimen de trabajo.

    El resultado del esfuerzo de las pobres mujeres les alcanzaba malamente para no morir de hambre, no porque con ellas las cosechas fueran menos productivas o los animales infértiles, sino porque, además de tener que alimentar a sus hombres en la guerra, eran saqueada frecuentemente por las patrullas españolas, Y fue una de estas misiones, persiguiendo el rastro de un mambí, la que llegó un día al batey de los Martínez y la apresó.

    ― ¿Dónde está su marido? ―le preguntó el oficial español.

    Manita García, desde la elevación donde se encontraba su caja, fijo una mirada perdida hacia la llanura que se abría a sus pies. Y creyó distinguir, como en los días claros, el mar en el horizonte.

    ―Si no hablas, azoro al caballo.

   Fue entonces cuando la joven sintió el escozor que le producía la soga en el cuello y la impaciencia de la bestia sobre la cual la habían sentado.

    ―Mejor los la violamos primero, teniente ―dijo un soldado asturiano, y aquellas palabras, como un latigazo, hicieron que Manita García, a voluntad, clavara talones en los ijares y se viera suspendida en el aire.

    Cuando creyó que todo terminaba, el teniendo, habiéndose dado cuenta de lo que iba a ocurrir, se lanzó y abrazándola por las piernas cuando caía de las ancas del caballo, impidió que se ahorcara.

    ―No sea bruta, mujer.

    Aquellos robustos brazos rodeándole fuertemente los muslos, los latidos del corazón del oficial en sus rodillas, la cabeza del hombre sobre su cadera y el vaho de la respiración encima de su mismo sexo, hicieron que Manita García recordara algunos momentos vividos esporádicamente hacía ya demasiado tiempo, Y para librarse del peligro de la flaqueza, forcejeó.

    ―Desátenla ―mandó el oficial―. No va a hablar.

    Unos días después de aquel hecho, Valeriano Weyler ordenó la reconcentración de los campesinos, pero ya para entonces Manita García, junto a las demás mujeres de la familia de su marido, no sin antes haber puesto su escaparate a buen resguardo de dentro de una cueva, había dejado atrás las cenizas calientes de lo que fue su hogar y se encontraba escondida en el monte.

 

    ―Detrás de tía Lucrecia hay una persona de pie…

    ―Deja ver. Es Fabián, La botella de cerveza le tapa la cara.

    ―Redacta bien: él se tapó la cara con la botella de cerveza.

    ―¿Por qué dices eso?

    ―Tú sabes bien que Fabián, ladino y socarró, como era, nunca se enseñó del todo.

 

    Un buen día se apareció en Iguará un sujeto que dijo venir de La Habana, aunque después se supo que había llegado en el tren de Morón, su pasaje era hasta Jarahueca, pero en Iguará vio subir a una persona con quien no quería encontrarse, y sigilosamente se bajó.

    A Fabián Belarmino de Jesús Arochemena y Morales, si en realidad esos eran sus nombres y apellidos, le daba lo mismo Jarahueca que Iguará, aunque objetivo y práctico, y con eso olfato fino de animal perseguido, no demoró en comprender que este poblado, sin el bollicio efervescente de Jarahueca, resultaba más seguro para invertir capital.

    Jarahueca era para quienes debían jugarse el todo por el todo, y él no estaba en ese caso. Jarahueca era tierra de proyectos y sueños, morada del azar, carta de triunfo de bancarrota; mientras que en Iguará, apacible y segura, se mantenían enraizados, como el tronco de los álamos de sus calles, los capitales de varias familias pudientes.

    Trata de definir el negocio que Fabián estableció, sería violentar conceptos o vocablos comerciales. En la esquina de una de las calles secundaria del pueblo, en una casa con un gran solar yermo por patio, este enigmático sujeto compraba y vendía, cedía y contrataba, cambiaba y traficaba con todo lo que le diera dinero.

    A Manita García la conoció a los tres años de estar en la zona. Juan de Dios acababa de morir. Y tío Ramiro fue el encargado de liquidar los bienes que le quedaron a su hermana. Con el fin de aprovechar los beneficios que tan transacción pudiera representarle, Fabián fue hasta Jarahueca y visitó la casa de la matrona. Cuando aquello Tía Caridad con veinte años, bonita, hacendosa y recatada, era el ideal para cualquier hombre que quisiera casarse. Y por ello, a Manita García no le extrañó que Fabián la visitara de nuevo el siguiente domingo. Respetuoso y formal, acorde a las costumbres de la época, el comerciante estuvo varias veces más en casa de su pretendida antes de decidirse hablar con la madre.

    ―Señora, sin que usted lo considere una falta de respeto, quisiera trata el tema sin mucho preámbulo.

    ―Usted dirá.

    ―Quiero casarme con su hija.

    Manita García ya había valorado la situación y, convencida de que
Fabián era un buen partido, después de manejar algunos tópicos prácticos del asunto, no demoró en dar su consentimiento y, para comunicarle el compromiso, llamó a la muchacha.

    ―Caridad.

    ―Perdón ―dijo Fabián―, quizás no haya hablado con toda la claridad que debía, pero con quiero casarme es con Lucrecia, no con Caridad.

    ―¿Con Lucrecia?

    ―Sí.

    ―Pero si es mayor que usted.

    ―Sabrá cuidarme más.

    ―Lucrecia no es bonita.

    ―Tendré que cuidarla menos.

    ―Y es medio sorda.

    ―Mientras menos oiga una mujer, mejor.

    Manita García se sonrió como hacía años, y con la misma disposición de un hombre, le dio la mano a su futuro yerno.

    ―Usted y yo nos vamos a entender muy bien ―le dijo.

 

    Fabián llegó precisamente cuando Cristo el guardia estaba en plena lucha de motivos con respecto a la conveniencia o no de llevarse presa a Manita García, dama pudiente y respetable, amén de las más importantes veterana de Guerra que tenían en el pueblo, quien hacía cuatro meses había develado el busto de Martí por su centenario, pero responsable de habérsele vejado, con una espumosa y aún tibia meada, la gorra de su uniforme.

    ―Tienen unas caras que ni le fueran a dar candela al Morro ―fue el saludo inicial de Fabián, quien puesto inmediatamente al tanto de lo que ocurría, medio en la solución del problema―. Yo tengo gorras y uniformes de reglamento, cabo ―dijo, y tomando a Cristo el guardia por un brazo, hizo un breve aparte con él.

    Los presentes no oyeron lo que los dos hombres hablaron, pero vieron cómo el militar asintió con la cabeza antes de incorporarse de nuevo al grupo.

    ―Mañana pase por mi establecimiento.

    Sin embargo, resultó que la gorra del cabo estaba forrad de nailon y el orine no había mojado la tela; ceso en su función de tibor, y mientras los hombres se tomaban unas cervezas ya frías, tía Lucrecia la limpiaba y la ponía al sol. Por su parte, Manita García, satisfecha de sus relaciones y de su poder, guardó de nuevo el sudario tricolor.

 

 

sábado, 17 de julio de 2021

LA VISITA DEL GUARDIA RURAL

Jarahueca, recién se había fundado como estación del ferrocarril de la Línea Norte de Cuba, y partir del paso del primer tren, el 15 de diciembre de 1927, aquel sitio se fu definiendo como un estratégico lugar para la entrada y salida de mercancías y pasajeros de una amplísima zona geográfica, y el pueblo fue creciendo.

    ―Yo no tengo dinero para establecerme por mi cuenta ―le contestó Ángel a la sugerencia de Aida.

    ―Compra el quince mil quinientos ochenta y cinco.

       Ángel, por primera vez en su vida, le pidió unos días de permiso a su patrón y recorrió todos los pueblos de la zona en busca de aquel billete de la lotería, y solo en Chambas, a pocas horas antes del sorteo, lo encontró y compró los dos pedacitos que le quedaban al billetero.

 

    ―No vayas a hacer ahora una disertación sobre la influencia económica y la historia de la lotería en Cuba.

    ―No. Despreocúpate.

  

Con dos mil pesos en aquella época se podía comprar hasta un ala del Capitolio Nacional, pero de todas formas, Ángel necesito una carta de recomendación del doctor Soler para que le sirviera de crédito operativo en la droguería Sarrá, y ahí fue cuando el farmacéutico le ofreció villas y castillas al joven, pero Aida se mantuvo firme en sus trances proféticos.

    ―Jarahueca, Jarahueca, Jarahueca…

    En pocos años, Jarahueca fue el centro social y económico más importante de la zona, razón por la cual Manita García, quien inicialmente se dedicó a vender solares, de los terrenos de su propiedad, y después a fabricar y alquilar casa, se convirtió en pocos años en una mujer rica, Pero el vertiginoso progreso inicial del pueblo, no tuvo comparación con el sufrido a mediados de la década del cincuenta cuando los norteamericanos descubrieron que en su cercanía había petróleo.

 

    ―Yo te recomiendo que no cuentes esa parte.

    ―¿Por qué?

    ―Se parecería mucho a la llegada de la compañía bananera a Macondo, y te acusarían de plagiar Cien años de soledad.

    ―Pero es que mi historia es cierta.

    ―Está bien, pero ya García Márquez la explotó.

    ―A mí me parece…

    ―¡Haz lo que te dé la gana! Después no te quejes.

 

    En Jarahueca, Ángel se hizo de una sólida posición económica y su capital se vio aumentado a mediados de la década del cincuenta por ciertos negocios que estableció en el giro de los combustibles. Él y Aida se llevaron bien y se quisieron, pero no por eso Ángel le podía permitir a su esposa que, en contra de la voluntad de Manita García y de la suya propia, fuera a buscar al cabo de la guardia rural. Por eso, a la hora del almuerzo, no se sentó junto a ella.

    ―¡Aída! ― le gritó Ángel por tercera vez cuando su mujer salió a la calle casi corriendo.

    ―Déjala ―ordenó Manita García―, cuando Cristo el guardia llegue, ya habremos lavado la afrenta.

    Y la recia matrona: enfermera mambisa y viuda incólume fue, seguida de sus hijos, hasta el cuarto donde supuestamente cohabitaban los cuñados. Sin embargo, allí, en una cama, la infeliz tía Elena totalmente alucinada por tantas pastillas que le dieron para calmar el ataque, e inocente del peligro que sobre ella se cernía, disfrutaba de su eterna y única ensoñación.

    ―Juan de dios… despacito, Juan de Dios.

    Y en lecho aparte, el pobre chofer y ex barbero de Perea deliraba con la fiebre.

    ―El pellejito de la punta nada más, por favor. El pellejito de la punta.

    Manita García respiró tranquila y detuvo la comitiva.

    ―Fue un malentendido de los muchachos ―dijo en susurro para no molestar a los enfermos y ordenó la retirada.

    Mas, los golpes que se sintieron en la aldaba por poco despiertan al mismo Juan de Dios de su sueño eterno dentro del maletero de la máquina de tío Baltasar.

    ―¡En nombre de la ley, abran la puerta!

    Manita García fue hasta la sala seguida por el grupo de sus familiares y allí recibió a Cristo el guardia.

    ―Adelante, señor cabo ―le dijo y tomándolo del brazo, lo hizo entrar―. Lo estaba esperando ―entonces se dirigió a la nuera que, más pálida que una vela de cera, permanecía detrás de la autoridad militar del pueblo―. Gracias, Aida.

    Los camaleones tienen fama de transformarse según el ambiente en que se encuentran, pero estoy seguro de que ninguno de ellos lo hace con la rapidez que lo podía hacer Manita García. Un segundo le bastó para volver a ser la ancianita olorosa a Agua de Violeta Rusa, dulce y frágil, como generalmente se manifestaba.

    Venga. En el comedor estaremos más cómodos.

    Cristo el guardia, confundido por aquel recibimiento, comenzó a sospechar que había entendido mal la razón por la que Aida le había pedido que fuera con urgencia a casa de la suegra.

    ―Voy a abrir el botellón de vino y, como lo prometido es ley, usted y yo seremos los primeros en probarlo.

    Llegaron hasta el comedor y, junto a la celosía que daba al cobertizo donde Manita García tenía sembradas sus flores predilectas y plantas medicinales, se detuvieron. Ella se sentó en una comadrita y con un gesto de su huesuda mano le indicó al cabo un cómodo sillón de cedro y pajilla.

    "¿Vino prometido?" ―pensó el oficial mientras chocaba los tacones de las botas antes de hacer una leve inclinación de cabeza a la anfitriona―: "¡Qué mala memoria tengo!" ―dijo para su interior y se sentó.

    ―Hildelisa, por favor.

    A la indicación de su madre, tía Hildelisa fue hasta el cabo y le pidió la gorra que este se había puesto sobre las piernas y la colocó en una mesita auxiliar.

 

    ―Ahora me acordé de un chiste. ¿Quieres que te lo haga?

   ―No.

   ―Tiene que ver con una gorra puesta sobre…

 

   A tía Caridad, Manita García le ordenó las copas y a Ángel las botellas de vino.

    ―Parece que se trata de una ceremonia como la de las vendimias europeas ―especuló Cristo el guardia.

    "Vendimia no, venganza" ―le dijo Aida mentalmente, pero como el hombre no tenía desarrollado a plenitud su potencial psíquico, no recibió el mensaje y se mantuvo tranquilo y sereno.

   A su alrededor, la familia permanecía de pie contemplando plácidamente la escena. Manita García, para dar tiempo a que los hijos cumplieran su encargo, se interesó mientras tanto en conocer del estado cívico-moral de la población, y entonces Cristo el guardia no tuvo dudas de que todo había sido un malentendido.

   El padre, el abuelo y posiblemente hasta el tatarabuelo de Manita García, habían sido capataces de una de las fincas del patrimonio de los Delgado, y como habitaron un bohío no lejos de la casona de los dueños, junto a los rígidos patrones morales de la época, recibieron alguna que otra refinada costumbre de la gente rica.

 

 

 

Manita García, de niño, debió servirle de compañía a María Isabel cuando la familia venía de temporada a La Fortuna; con ella supo cómo era el mar, pues aunque muchas veces había oído esta palabra, a las personas mayores no le podía estar preguntando. De María Isabel uso batas y botines que no le servían a ninguna de las dos, y con su patrona aprendió algunas letras.

    Manita García recuerda siempre el día que embulló a María Isabel para ir a ver el nido de cotorras que había descubierto y tenía marcado.

    ―Tenemos que esperar que saquen, entonces una será para ti y la otra para mí.

    Pero como se entretuvieron comiendo ciruelas y viento los patos de la Florida, que ya regresaban de su migración anual, y cuando llegaron al batey se encontraron con que estaban preparando una partida con perros, armas y negros de confianza para buscarlas. María Isabel venía con la ropa sucia y los cachetes demasiados rojos por el sol, pero con un collar de picualas y una mariposa azul y verde en la mano.

    Don Segundo recriminó a su capataz, y este fue a pegarle a Manita García, pero María Isabel lo impidió y se echó la culpa. Ese día se separaron y nunca más volvieron a verse, pues en las dos semanas más que la familia permaneció allí, las amiguitas estuvieron castigadas y no se pudieron encontrar. Como María Isabel iba para el colegio de monjas, esa fue su última temporada en la finca. Solo el día de la partida, Manita García se puso la mejor bata que venía en el bulto de esa vez y, sin permiso ni autorización, corrió hasta el portón de la alameda de palmas para decirle adiós a su amiga y prometerle que cuidaría de su cotorra. Cuando llegó, la comitiva de caballos y el coche iban lejos, Entonces volvió has la casona vacía y se vio en un espejo con una bata de cintas y encajes; fue cuando comprendió que aquella imagen en la luna de un escaparate de caoba labras podía ser ella misma y no su amiga. Y lloró por no ser rica.

 

    ―Me has conmovido.

 

    Fue a partir de entonces que en Manita García se despertó el odio a la injusticia a la desigualdad.

 

   ―Espera, espera.

    ―¿Qué pasa?

    ―Que le estás dando una tónica al personaje que no es verdadera. Ahora vas a contar de la participación de Manita García en la guerra, y cuando vengas a ver, estás haciendo de esta señora un prócer de la independencia de Cuba.

    ―No sería la primera vez que ocurra algo por el estilo.

    ―Me alegro que lo reconozcas, pero ahora al menos yo puedo evitarlo. Manita García le tuvo tremenda envidia a la tal María Isabel, y por eso toda la vida luchó para alcanzar ella y sus hijos, y nadie más, una buena posición económica.

    ―Y lo logró.

    ―Dichosa que se puso.

    ―Suerte, sí; pero también con inteligencia y esfuerzo.

    ―Yo no le quito su mérito, pero no me la quieras pintar como la rebelde que entregó toda su vida a luchar por el bienestar de los demás.

    ―Al menos peleó en la Guerra de Independencia…

    ―Peleó, no: curó heridos. Pelear, peleó Bonachea, Serafín Sánchez, Maceo, Moncada. Todos muertos en combate. ¿tú no sabes que yo siempre he sospechado de los jefes que sobreviven?

   ―Manita no fue jefa de nada.

    ―Fue enfermera, Por eso después se falsea la Historia, porque quienes la cuentan, son los que quedaron vivos.

 

    ―La situación no está nada bien, doña

    ―¿Qué me cuenta, cabo?

   Y quizás Cristo el guardia le hubiera contado a Manita García lo que ella y todos los presentes en aquel salón de la situación del país, pero por suerte no lo hizo. Ese día, era día de fiesta y de regocijo familiar, Como todos los años, cuarenta días antes de la fecha, Manita García ponía a fermentar un botellón de jugo de frutas para hacer vino. El día de la fiesta, a media mañana, para que fuera sirviendo de aperitivo, se probaba y se comenzaba a tomar.

    Cuando el pundonoroso militar íbase a quejar de la proximidad de la guerra, Ángel y tía Caridad regresaron las copas y botellas, Sirvieron y le entregaron una copa a Manita García y otra a Cristo el guardia. A una indicación de la anciana, el militar olió el vino, tomó entre los labios un pequeño sorbo y lo mantuvo en la boca durante unos segundos para catarlo; solo cuando estuvo convencido de su sabor, lo tragó y afirmó:

   ―Exquisito,

    Por su parte, Manita García se lo apuró como un trago de aguardiente, pero acostumbraba a tomar así el vino, le percibió el sabor y estuvo conforme con el resultado.

   ―Ahora brindemos.

    Para entonces, tía Lucrecia y Naná traían vasos para todos, y entre Ángel y tío Ramiro lo sirvieron.

    Manita García se fue a poner de pie, pero Cristo el guardia se le adelantó y le ofreció la mano para ayudarla. A tanta cortesía, la anfitriona le pidió, con un gesto, que hiciera el brindis, y el militar alzó su copa y dijo:

    ―Por la democracia.

   ―Sea ― agregó Manita García y con la suya tocó la copa de aquel singular guardia rural, quien no solo se llamaba Cristo, sino que también era caballeroso y honorable, Después del brindis, el militar se fue a retirar y Manita García lo acompañó hasta la sala, pero allí lo detuvo un momento, pues quería enseñarle algo.

   ―Hildelisa.

    La entonación del nombre fue suficiente para que la hija supiera de qué se trataba. Fue hasta el cuarto de Manita García y no demoró en regresar con una caja en las manos, Dentro, meticulosamente doblada y con bolitas de naftalina para evitar que las cucarachas, había una bandera cubana.

    ―Yo la cosí en plena manigua y quiero que cuando muera, me cubran con ella.

 

    ―Ahora hay que contar lo de la gorra.

   ―Nadie sabe quién se la llevó.

   ―Yo lo sé.

    ―Le echaron la culpa a Salvito.

    ―Y tú, con el silencio, te hiciste cómplice de la injusticia.

    ―A Salvito, como era chiquito, no le hicieron nada.

    ―También tuvo a su favor el incidente ocurrido con tía Caridad por el pescozón que tío Segundo le sonó.

    ―¡Qué tiempos aquellos!

   ―No, por favor. No te pongas melancólico de nuevo, mira que me lo estoy disfrutando muchísimo, y lo que viene ahora es bien divertido.

 

    Cuando los muchachos vieron que con la llegada de Cristo el guardia no iba a ocurrir nada, se aburrieron de expiar hacia el interior de la casa y optaron por irse de nuevo a jugar a la calle, Así daban tiempo a ver si por fin los llevaban al río.

    Como Luis, en la incursión que hizo al cuarto donde dormían tía Elena y Labrada, no recogió su short, decidió volver para buscarlo, Entro por el fondo de la casa, con mucho cuidado para no encontrarse con alguna de las personas mayores. En ese momento, en la sala, toda la familia despedía al cabo de Jarahueca, mientras que en el comedor, regados por todas partes y como testigos del brindis, reposaban los vasos y la gorra del uniforme de la guardia rural.

    Quizás los psicoanalistas lo interpreten como una conducta propia del Complejo de Edipo no resuelto, pero Luis, al ver la gorra militar sintió un impulso irrefrenable de ponérsela. Sentir aquella gorra en su cabeza y estar en la gloria, fue lo mismo. ¡Qué importante era!; y no solo por el hecho de verse adulto y con poder, sino también por el placer que produce realizar acciones prohibidas. ¡Cuánto hubiera dado por la familia -madre, padre, tíos y abuela- estuvieran presente! Lo que no podía permitir que ocurriera era que lo vieran, y eso era precisamente lo que aumentaría hasta el infinito su gozo.

    Como quien se masturba, disfrutó a dolas de su alegría, pero la felicidad, según dice el refrán, dura poco en casa del pobre. Luis no demoró en sentir que la comitiva de parientes que habían acabado de despedir a Cristo el guardia, volvía. Apresuradamente entró al cuarto en el momento mismo en que Manita García, quien encabezaba el grupo, llegaba al comedor. Ni aún en la penumbra del dormitorio cabía prolongar un segundo más el disfrute de usar aquella gorra, pues además de que lo podían ver desde la habitación que acababa de abandonar, tía Elena comenzó a moverse en el lecho con la clara intención de levantarse.

    Luis no perdió tiempo, metió la gorra debajo de la cama, junto a las chinelas de la tía, atravesó el cuarto, cruzó frente al baño, pasó al siguiente dormitorio, llegó a la sala, y a espaldas de tío Ramiro, que cerraba el grupo que iba rumbo al comedor, salió a la calle sin que nadie lo viera, ni aún sus primos, pues se encontraban desperdigados jugando a los escondidos.

    La semi vigilia que quería brotar en tía Elena no se debió ni a las voces del brindis ni a los pasos de la despedida y ni siguiera a la entrada de Luis al cuarto, sino que producto de los innumerables cocimientos que tuvo que tomar para tragarse las pastillas cuando el ataque, hacía comenzad, aún dormida, a sentir los deseos de orinar.

    Tía Lucrecio nación cuando tía Elena, presta a cumplir dos años, ya había dejado de orinarse en la cama, pero su llegada al mundo hizo que la hermana mayor, con menos atención ahora de la madre, perdiera el control nocturno de su esfínter vesical. Manita García hizo cuanto remedio conocía y tomó una serie de medidas que lejos de evitar que tía Elena se orinase en la cama, hicieron que, si no tan atendida por su madre como antes, por los menos se sintiera un poco más valiosa que su recién nacida hermana.

    Manita García, cansada de lavar doble bulto de pañales y culeros, una noche, y sobre un charco de orine, le dio dos señoras nalgadas y le ordenó con tanta firmeza que nunca más volviera a orinarse acostada, que si estando muerta, a tía Elena ele entraran deseos de desahogar la vejiga, de seguro se levantaba de su ataúd.

    Más dormida que despierta se puso de pie junto al lecho. Por debajo de la bata de casa se bajó el blúmer hasta los tobillos, metió la mano debajo de la cama, cogió lo que supuso era el asa del orinal y se lo puso entre los muslos para echar una orinada que llenó hasta el mismo borde de la gorra del cabo de Jarahueca.

    Cuando el guardia rural se percató, antes de llegar a la esquina, de que había dejado la gorra de servicio, volvió a casa de Manita García, fueron precisamente aquellos golpes en la aldaba los que hicieron que tía Elena, en vez de volverse a acostar, y creyendo que había amanecido, decidiera ir a botar el contenido del recipiente que sostenía en la mano, En vez de ir hacia el baño, como esta no era su casa, continuó camino y salió a la sala dando traspiés por lo del blúmer en los tobillos.

    Cristo el guardia, después de ver el panorama, se la quería llevar presa, pero los hombres de la casa se lo impidieron, y las mujeres comenzaron a dar gritos. El militar amenazó con acusarlos de desacato a la autoridad, y la discusión fue tomando, primero, un matiz de escándalo, después de problema política y por último, de guerra civil. Por suerte, la voz de Manita García retumbó enérgica y tajante por sobre todas las demás.

    ―¡Basta ya!

    Y todos los presentes, a ritmo de cámara lenta, se detuvieron, Solo Manita García se movió. Cogió la caja de la bandera que se había quedado en la sala y rasgó el celofán de la tapa.

    ―Yo soy responsable de la vejación que ha sufrido su uniforme.

    Tomó la ensaña nacional y envolviéndose en ella, le ofreció sus muñecas al cabo para que la esposara, mientras afirmaba:

    ―Llevadme prese, no importa. La historia me absolverá.

 

 

miércoles, 7 de julio de 2021

Ángel y Aida

   Después del conflicto que tuvieron en medio de la calle, tío Segundo tomó a su esposa fuertemente por un brazo, e insultándose regresaron a casa de Manita García. Fueron hasta su cuarto y, aunque comenzaron dándose de golpes, como ocurría veinticinco o treinta veces a la semana, terminaron haciéndose el amor.

 

    ―Y ahí fue cuando tú entraste.

 

    Creyendo que les darían permiso para irse a bañar al río antes del almuerzo, Luis se dirigió hacia el interior de los cuartos, donde había dejado la jaba con el short y la muda de ropa limpia que se pondría para sentarse a la mesa en el almuerzo.

    ―No hagas bulla que Labrada y tía Elena están acostado ―le advirtió Manita García cuando el muchacho fue a entrar.

 

    ―Perdona que te interrumpa.

    ―¿Qué quieres?

    ―No te vayas a poner con finuras: escríbelo como lo dijiste aquella vez.

    ―¿No será demasiado grosero?

    ―Si pones otro término en voz de un niño, va a resultar afecto y no creíble.

   ― Quizás pudiera sustituirlo por…

   ―No, no. ¡Como lo dijiste!

   

    Luis salió de la casa para reunirse con sus primos. Venía pálido y asustado, aunque en el fondo orgulloso de haber sido él quien lo viera. Antes de que le pudieran preguntar por qué no traía el short, extendió los brazos, y todos, sabiendo que era confidencial, se enlazaron en un círculo y bajaron las cabezas para impedir que lo que allí se hablaría pudiera salir a oídos censores y punitivos,

    ―¡Labrada y tía Elena están singando!

    La inocencia infantil no midió las consecuencias sociales y familiares de aquella afirmación, y corrieron para ver el acto tantas veces imaginado, pero al que solo unos pocos, los más atrevidos y en turnos de breves segundo, se habían acercado a través de las rendijas del fondo del establecimiento de Goyita. Ahora, nada más que con correr desaforadamente los pocos metros que les separaban de casa de Manita García, disfrutarían del ya aburrido y cotidiano acople de gallo y gallina, de la divertida penetración del verraco o de la impactante monta del caballo, pero esta vez entre hombre y mujer. Y hacia allá salieron, pero en la puerta del cuarto, Naná y tío Segundo los detuvieron.

    ―¿Y esa carrera de locos? ―indagó tío Segundo, quien abotonándose la portañuela, salía de aquella habitación.

    Los muchachos comprendieron que habían perdido la más maravillosa oportunidad de sus vidas hasta aquel momento. La aparición de tío Segundo echaba por tierra sus planes, e imaginando lo que les podría ocurrir, trataron de disimular, pero Salvito, en la ingenuidad de sus pocos años y con la ansiedad por saber cómo era que se hacía, creyó en la complicidad del tío y habló.

    ―Vamos a ver chingar.

   El pescozón voló, y Salvito se puso a llorar aún antes de recibirlo, como las mujeres, también intrigadas por la carrera de los muchachos, venían detrás, tía Caridad gritó desesperada.

    ―¡Oye, no le des, que ese no es hijo tuyo!

    ―¿Tú no oíste lo que dijo tu hijo?

    ―Sí, lo oí, pero el que no tiene que ponerse a hacer indecencias a plena mañana eres tú.

    Salvito ya se encontraba refugiado entre los pliegues de la saya de la madre, y de allí sacó la cabeza para decir lo que pensó que lo salvaría.

    ―Son Labrada y tía Elena los que están haciendo indecencias.

    El grito de tía Hildelisa hizo saltar los cuadros de las paredes, encendió la luz fría del techo y corrió de su sitio los muñequitos de loza de la repisa, algunos de los cuales cayeron al suelo y se rompieron. Fue entonces tía Caridad la que le cayó a galletas al pobre Salvito; Naná comenzó a insultarse con Coca, pues esta acusó a la primera de tener fuego uterino; Ángel y Aida sostenían el desmayo de tía Hildelisa; tía Lucrecia, sorda al fin y al cabo, habló más alto que los demás y dijo que eran los grandes quienes tenían la culpa; entonces, con la intención de ejemplarizar, los tíos se zafaron los cintos y las tías cogieron un zapato en la mano, mas la voz de Manita García detuvo la masacre infantil.

    ―Déjenlos que vayan para el río.

    ―Manita, solos es un peligro.

    ―Es para que no vean lo que aquí va a ocurrir.

    ―Que Ángel vaya con ellos.

    ―¡No! Necesito los brazos de mis cuatros hijos.

    ―¡Aquí están! ¡Ordene!

    ―Si Elena se está acostando con Labrada, deben morir.

    ―¡Morirán!

    ―¿Pero, ustedes, están locos?

    ―¡Cállate, Aida!

    ―Salvito se puede ahogar en el río,

    ―Necesito los brazos de mis cuatro hijos.

    ―Salvito…

    ―¡Que se ahogue!

    ―¡Ay!

    ―Si están mancillando mi nombre, deben morir.

    ―¡Morirán!

    ―¡Cállate, Hildelisa!

    ―Si han deshonrado mi nombre…

    ―¡Morirán!

    ―Voy a buscar a Cristo, el guardia,

    ―¡Aida…!

    ―¡Ay….!

    Ángel no fue el primogénito, Nació cuando ya había tres hermanos. Tampoco dio la alegría de ser el primer varón. Ese mérito lo tuvo tío Ramiro, Ni siguiera fue concebido en un acto de amor, como tía Elena, o tan siguiera de deseo, como el mismo tío Ramiro, Su venido al mundo estuvo solo motivada por el hecho de que había que aprovechar la racha de los machos.

    Cuando, después de la Guerra de Independencia, Segundo el difunto fue contratado por su general para el desmonte de las tierras que con la libertad el oficial se había asignado, Manita García decidió seguir a su marido y se contrató como cocinera de la cuadrilla de hacheros. Ello le permitió cohabitar regularmente con su esposo y entonces, después de cuatro años de casa, salir en estado. Primero nació tía Elena; dos años después, tía Lucrecia.

     ―¿Nada más daré rajas? ―se preguntó Manita García, y preocupada trató de esperar un tiempo para dejarse volver a preñar, pues un hombre solo para alimentar un rebaño de mujeres no era suficiente y siempre ocurría que al cabo de los años, alguna de las hijas, cansada de pasar hambre, miseria y trabajo, se metí a putas.

    ―Y en mi familia, ni putas ni maricones.

    Consultó las fases de la luna y tomó de cuanto cocimiento sabía. Durante las menstruaciones, más que paños higiénicos, uso cataplasmas de papayo macho, y nunca perdió la oportunidad de pararse con las piernas abiertas encima del orine de caballos enteros.

    En eso estaba, cuando Segundo el difunto, cansado de salpicarle los muslos de semen, no cedió al empujó que Manita García le dio una noche en el momento oportuno; se sostuvo con las manos prendidas en los hombros de ella y afianzó las rodillas en la colchoneta; concentró en la región pélvica toda su fuerza de hombre, de mambí y de hachero, y se mantuvo clavado en su sitio. Los movimientos de rechazo de Manita García solo sirvieron para ayudarlo a alcanzar con más placer el clímax, y la fecundó.

   ―Después no me culpes ―le dijo Manita García mientras, sentada en el borde de la cama, se recogía de nuevo el pelo.

   No creyéndose aun adecuadamente preparada, vivía convencida de que pariría otra hembra, aunque nueve meses después, nació tía Ramiro.

    ―¡Mira qué huevos más prietos tiene! ―exclamó jubiloso Segundo el difunto cuando la comadrona se lo enseñó.

    ―Entonces ya estoy en la racha de los machos.

    Y para no desaprovecharla, al día siguiente de haber cumplido la cuarentena, se lavó la cabeza y esa noche se dejó embarazar de nuevo. Fue cuando nación Ángel, predestinado por esta razón a no ser, quizás, el hijo más querido, pero sí el más útil, pues fue a quien le tocó siempre resolver los problemas de la familia.

    Cuando nueves años después, su padre murió, Manita García un día lo vistió de limpio, se puso su mejor ropa de luto. Y juntos partieron para el pueblo.

    ―Como no tengo dinero para pagarle la deuda de las medicinas, traigo al muchacho para que le trabaje hasta que uste se sienta compensado y, de paso, me lo enseña.

    Veinte años estuvo Ángel trabajando con el doctor Soler, primero de limpia pomos, mandadero, herbolario, dependiente, boticario y, por último, administrador de la farmacia, pero solo, cuando ya hombre, Ángel le dijo que se iba, le propuso pagarle un sueldo.

 

   ―¿Este es Ángel?

   ―No. Ese es tío Ramiro.

   ―¿No era siempre tío Ramiro quien se sentaba a la derecha, al lado de Manita?

   ―Ese año no. Ángel no quiso sentarse al lado de Aida, y cambiaron.

   ―Entonces están Ángel, tío Ramio, Pura María y Aida.

   ―Sí.

 

       Aida fue clarividente desde niña. Cuando a Meneses llegó la noticia de que a la abuela rica que, viaja por los Estados Unidos, le habían tenido que amputar el dedo chiquito de un pie, congelado mientras miraba las cataratas del Niágara, hacía tres meses que Aida lo había dicho. Siempre que la castigaban porque decía que estaba jugando con Marí Eloísa, inocentemente protestaba y alegaba que era la primita muerta quien venía a invitarla, Por eso, cuando dijo que se iba a casa con el hombre a quien ese día se la zafara la suela del zapato, nadie se extrañó.

    Para saber quién sería su esposo, fue hasta casa del zapatero, pero la visita no duró mucho.

   ―¡Ah!, eres tú.

   Ángel mantenía compromiso amoroso oficial y formal con Guillermina Espinosa, por eso ninguna de las familias involucradas, por consanguinidad o amistad, y eran todas las del pueblo, vieron con agrado que Ángel y Aida se hicieron novios.

    ―Vámonos de Meneses y compras la farmacia de Jarahueca ―le propuso Aida cuando se casaron.