Jarahueca, recién se había fundado como estación del ferrocarril de la Línea Norte de Cuba, y partir del paso del primer tren, el 15 de diciembre de 1927, aquel sitio se fu definiendo como un estratégico lugar para la entrada y salida de mercancías y pasajeros de una amplísima zona geográfica, y el pueblo fue creciendo.
―Yo no tengo dinero para establecerme por mi cuenta ―le contestó Ángel a la sugerencia de Aida.
―Compra el quince mil quinientos ochenta y cinco.
Ángel, por primera vez en su vida, le pidió unos días de permiso a su patrón y recorrió todos los pueblos de la zona en busca de aquel billete de la lotería, y solo en Chambas, a pocas horas antes del sorteo, lo encontró y compró los dos pedacitos que le quedaban al billetero.
―No vayas a hacer ahora una disertación sobre la influencia económica y la historia de la lotería en Cuba.
―No. Despreocúpate.
Con dos mil pesos en aquella época se podía comprar hasta un ala del Capitolio Nacional, pero de todas formas, Ángel necesito una carta de recomendación del doctor Soler para que le sirviera de crédito operativo en la droguería Sarrá, y ahí fue cuando el farmacéutico le ofreció villas y castillas al joven, pero Aida se mantuvo firme en sus trances proféticos.
―Jarahueca, Jarahueca, Jarahueca…
En pocos años, Jarahueca fue el centro social y económico más importante de la zona, razón por la cual Manita García, quien inicialmente se dedicó a vender solares, de los terrenos de su propiedad, y después a fabricar y alquilar casa, se convirtió en pocos años en una mujer rica, Pero el vertiginoso progreso inicial del pueblo, no tuvo comparación con el sufrido a mediados de la década del cincuenta cuando los norteamericanos descubrieron que en su cercanía había petróleo.
―Yo te recomiendo que no cuentes esa parte.
―¿Por qué?
―Se parecería mucho a la llegada de la compañía bananera a Macondo, y te acusarían de plagiar Cien años de soledad.
―Pero es que mi historia es cierta.
―Está bien, pero ya García Márquez la explotó.
―A mí me parece…
―¡Haz lo que te dé la gana! Después no te quejes.
En Jarahueca, Ángel se hizo de una sólida posición económica y su capital se vio aumentado a mediados de la década del cincuenta por ciertos negocios que estableció en el giro de los combustibles. Él y Aida se llevaron bien y se quisieron, pero no por eso Ángel le podía permitir a su esposa que, en contra de la voluntad de Manita García y de la suya propia, fuera a buscar al cabo de la guardia rural. Por eso, a la hora del almuerzo, no se sentó junto a ella.
―¡Aída! ― le gritó Ángel por tercera vez cuando su mujer salió a la calle casi corriendo.
―Déjala ―ordenó Manita García―, cuando Cristo el guardia llegue, ya habremos lavado la afrenta.
Y la recia matrona: enfermera mambisa y viuda incólume fue, seguida de sus hijos, hasta el cuarto donde supuestamente cohabitaban los cuñados. Sin embargo, allí, en una cama, la infeliz tía Elena totalmente alucinada por tantas pastillas que le dieron para calmar el ataque, e inocente del peligro que sobre ella se cernía, disfrutaba de su eterna y única ensoñación.
―Juan de dios… despacito, Juan de Dios.
Y en lecho aparte, el pobre chofer y ex barbero de Perea deliraba con la fiebre.
―El pellejito de la punta nada más, por favor. El pellejito de la punta.
Manita García respiró tranquila y detuvo la comitiva.
―Fue un malentendido de los muchachos ―dijo en susurro para no molestar a los enfermos y ordenó la retirada.
Mas, los golpes que se sintieron en la aldaba por poco despiertan al mismo Juan de Dios de su sueño eterno dentro del maletero de la máquina de tío Baltasar.
―¡En nombre de la ley, abran la puerta!
Manita García fue hasta la sala seguida por el grupo de sus familiares y allí recibió a Cristo el guardia.
―Adelante, señor cabo ―le dijo y tomándolo del brazo, lo hizo entrar―. Lo estaba esperando ―entonces se dirigió a la nuera que, más pálida que una vela de cera, permanecía detrás de la autoridad militar del pueblo―. Gracias, Aida.
Los camaleones tienen fama de transformarse según el ambiente en que se encuentran, pero estoy seguro de que ninguno de ellos lo hace con la rapidez que lo podía hacer Manita García. Un segundo le bastó para volver a ser la ancianita olorosa a Agua de Violeta Rusa, dulce y frágil, como generalmente se manifestaba.
Venga. En el comedor estaremos más cómodos.
Cristo el guardia, confundido por aquel recibimiento, comenzó a sospechar que había entendido mal la razón por la que Aida le había pedido que fuera con urgencia a casa de la suegra.
―Voy a abrir el botellón de vino y, como lo prometido es ley, usted y yo seremos los primeros en probarlo.
Llegaron hasta el comedor y, junto a la celosía que daba al cobertizo donde Manita García tenía sembradas sus flores predilectas y plantas medicinales, se detuvieron. Ella se sentó en una comadrita y con un gesto de su huesuda mano le indicó al cabo un cómodo sillón de cedro y pajilla.
"¿Vino prometido?" ―pensó el oficial mientras chocaba los tacones de las botas antes de hacer una leve inclinación de cabeza a la anfitriona―: "¡Qué mala memoria tengo!" ―dijo para su interior y se sentó.
―Hildelisa, por favor.
A la indicación de su madre, tía Hildelisa fue hasta el cabo y le pidió la gorra que este se había puesto sobre las piernas y la colocó en una mesita auxiliar.
―Ahora me acordé de un chiste. ¿Quieres que te lo haga?
―No.
―Tiene que ver con una gorra puesta sobre…
A tía Caridad, Manita García le ordenó las copas y a Ángel las botellas de vino.
―Parece que se trata de una ceremonia como la de las vendimias europeas ―especuló Cristo el guardia.
"Vendimia no, venganza" ―le dijo Aida mentalmente, pero como el hombre no tenía desarrollado a plenitud su potencial psíquico, no recibió el mensaje y se mantuvo tranquilo y sereno.
A su alrededor, la familia permanecía de pie contemplando plácidamente la escena. Manita García, para dar tiempo a que los hijos cumplieran su encargo, se interesó mientras tanto en conocer del estado cívico-moral de la población, y entonces Cristo el guardia no tuvo dudas de que todo había sido un malentendido.
El padre, el abuelo y posiblemente hasta el tatarabuelo de Manita García, habían sido capataces de una de las fincas del patrimonio de los Delgado, y como habitaron un bohío no lejos de la casona de los dueños, junto a los rígidos patrones morales de la época, recibieron alguna que otra refinada costumbre de la gente rica.
Manita García, de niño, debió servirle de compañía a María Isabel cuando la familia venía de temporada a La Fortuna; con ella supo cómo era el mar, pues aunque muchas veces había oído esta palabra, a las personas mayores no le podía estar preguntando. De María Isabel uso batas y botines que no le servían a ninguna de las dos, y con su patrona aprendió algunas letras.
Manita García recuerda siempre el día que embulló a María Isabel para ir a ver el nido de cotorras que había descubierto y tenía marcado.
―Tenemos que esperar que saquen, entonces una será para ti y la otra para mí.
Pero como se entretuvieron comiendo ciruelas y viento los patos de la Florida, que ya regresaban de su migración anual, y cuando llegaron al batey se encontraron con que estaban preparando una partida con perros, armas y negros de confianza para buscarlas. María Isabel venía con la ropa sucia y los cachetes demasiados rojos por el sol, pero con un collar de picualas y una mariposa azul y verde en la mano.
Don Segundo recriminó a su capataz, y este fue a pegarle a Manita García, pero María Isabel lo impidió y se echó la culpa. Ese día se separaron y nunca más volvieron a verse, pues en las dos semanas más que la familia permaneció allí, las amiguitas estuvieron castigadas y no se pudieron encontrar. Como María Isabel iba para el colegio de monjas, esa fue su última temporada en la finca. Solo el día de la partida, Manita García se puso la mejor bata que venía en el bulto de esa vez y, sin permiso ni autorización, corrió hasta el portón de la alameda de palmas para decirle adiós a su amiga y prometerle que cuidaría de su cotorra. Cuando llegó, la comitiva de caballos y el coche iban lejos, Entonces volvió has la casona vacía y se vio en un espejo con una bata de cintas y encajes; fue cuando comprendió que aquella imagen en la luna de un escaparate de caoba labras podía ser ella misma y no su amiga. Y lloró por no ser rica.
―Me has conmovido.
Fue a partir de entonces que en Manita García se despertó el odio a la injusticia a la desigualdad.
―Espera, espera.
―¿Qué pasa?
―Que le estás dando una tónica al personaje que no es verdadera. Ahora vas a contar de la participación de Manita García en la guerra, y cuando vengas a ver, estás haciendo de esta señora un prócer de la independencia de Cuba.
―No sería la primera vez que ocurra algo por el estilo.
―Me alegro que lo reconozcas, pero ahora al menos yo puedo evitarlo. Manita García le tuvo tremenda envidia a la tal María Isabel, y por eso toda la vida luchó para alcanzar ella y sus hijos, y nadie más, una buena posición económica.
―Y lo logró.
―Dichosa que se puso.
―Suerte, sí; pero también con inteligencia y esfuerzo.
―Yo no le quito su mérito, pero no me la quieras pintar como la rebelde que entregó toda su vida a luchar por el bienestar de los demás.
―Al menos peleó en la Guerra de Independencia…
―Peleó, no: curó heridos. Pelear, peleó Bonachea, Serafín Sánchez, Maceo, Moncada. Todos muertos en combate. ¿tú no sabes que yo siempre he sospechado de los jefes que sobreviven?
―Manita no fue jefa de nada.
―Fue enfermera, Por eso después se falsea la Historia, porque quienes la cuentan, son los que quedaron vivos.
―La situación no está nada bien, doña
―¿Qué me cuenta, cabo?
Y quizás Cristo el guardia le hubiera contado a Manita García lo que ella y todos los presentes en aquel salón de la situación del país, pero por suerte no lo hizo. Ese día, era día de fiesta y de regocijo familiar, Como todos los años, cuarenta días antes de la fecha, Manita García ponía a fermentar un botellón de jugo de frutas para hacer vino. El día de la fiesta, a media mañana, para que fuera sirviendo de aperitivo, se probaba y se comenzaba a tomar.
Cuando el pundonoroso militar íbase a quejar de la proximidad de la guerra, Ángel y tía Caridad regresaron las copas y botellas, Sirvieron y le entregaron una copa a Manita García y otra a Cristo el guardia. A una indicación de la anciana, el militar olió el vino, tomó entre los labios un pequeño sorbo y lo mantuvo en la boca durante unos segundos para catarlo; solo cuando estuvo convencido de su sabor, lo tragó y afirmó:
―Exquisito,
Por su parte, Manita García se lo apuró como un trago de aguardiente, pero acostumbraba a tomar así el vino, le percibió el sabor y estuvo conforme con el resultado.
―Ahora brindemos.
Para entonces, tía Lucrecia y Naná traían vasos para todos, y entre Ángel y tío Ramiro lo sirvieron.
Manita García se fue a poner de pie, pero Cristo el guardia se le adelantó y le ofreció la mano para ayudarla. A tanta cortesía, la anfitriona le pidió, con un gesto, que hiciera el brindis, y el militar alzó su copa y dijo:
―Por la democracia.
―Sea ― agregó Manita García y con la suya tocó la copa de aquel singular guardia rural, quien no solo se llamaba Cristo, sino que también era caballeroso y honorable, Después del brindis, el militar se fue a retirar y Manita García lo acompañó hasta la sala, pero allí lo detuvo un momento, pues quería enseñarle algo.
―Hildelisa.
La entonación del nombre fue suficiente para que la hija supiera de qué se trataba. Fue hasta el cuarto de Manita García y no demoró en regresar con una caja en las manos, Dentro, meticulosamente doblada y con bolitas de naftalina para evitar que las cucarachas, había una bandera cubana.
―Yo la cosí en plena manigua y quiero que cuando muera, me cubran con ella.
―Ahora hay que contar lo de la gorra.
―Nadie sabe quién se la llevó.
―Yo lo sé.
―Le echaron la culpa a Salvito.
―Y tú, con el silencio, te hiciste cómplice de la injusticia.
―A Salvito, como era chiquito, no le hicieron nada.
―También tuvo a su favor el incidente ocurrido con tía Caridad por el pescozón que tío Segundo le sonó.
―¡Qué tiempos aquellos!
―No, por favor. No te pongas melancólico de nuevo, mira que me lo estoy disfrutando muchísimo, y lo que viene ahora es bien divertido.
Cuando los muchachos vieron que con la llegada de Cristo el guardia no iba a ocurrir nada, se aburrieron de expiar hacia el interior de la casa y optaron por irse de nuevo a jugar a la calle, Así daban tiempo a ver si por fin los llevaban al río.
Como Luis, en la incursión que hizo al cuarto donde dormían tía Elena y Labrada, no recogió su short, decidió volver para buscarlo, Entro por el fondo de la casa, con mucho cuidado para no encontrarse con alguna de las personas mayores. En ese momento, en la sala, toda la familia despedía al cabo de Jarahueca, mientras que en el comedor, regados por todas partes y como testigos del brindis, reposaban los vasos y la gorra del uniforme de la guardia rural.
Quizás los psicoanalistas lo interpreten como una conducta propia del Complejo de Edipo no resuelto, pero Luis, al ver la gorra militar sintió un impulso irrefrenable de ponérsela. Sentir aquella gorra en su cabeza y estar en la gloria, fue lo mismo. ¡Qué importante era!; y no solo por el hecho de verse adulto y con poder, sino también por el placer que produce realizar acciones prohibidas. ¡Cuánto hubiera dado por la familia -madre, padre, tíos y abuela- estuvieran presente! Lo que no podía permitir que ocurriera era que lo vieran, y eso era precisamente lo que aumentaría hasta el infinito su gozo.
Como quien se masturba, disfrutó a dolas de su alegría, pero la felicidad, según dice el refrán, dura poco en casa del pobre. Luis no demoró en sentir que la comitiva de parientes que habían acabado de despedir a Cristo el guardia, volvía. Apresuradamente entró al cuarto en el momento mismo en que Manita García, quien encabezaba el grupo, llegaba al comedor. Ni aún en la penumbra del dormitorio cabía prolongar un segundo más el disfrute de usar aquella gorra, pues además de que lo podían ver desde la habitación que acababa de abandonar, tía Elena comenzó a moverse en el lecho con la clara intención de levantarse.
Luis no perdió tiempo, metió la gorra debajo de la cama, junto a las chinelas de la tía, atravesó el cuarto, cruzó frente al baño, pasó al siguiente dormitorio, llegó a la sala, y a espaldas de tío Ramiro, que cerraba el grupo que iba rumbo al comedor, salió a la calle sin que nadie lo viera, ni aún sus primos, pues se encontraban desperdigados jugando a los escondidos.
La semi vigilia que quería brotar en tía Elena no se debió ni a las voces del brindis ni a los pasos de la despedida y ni siguiera a la entrada de Luis al cuarto, sino que producto de los innumerables cocimientos que tuvo que tomar para tragarse las pastillas cuando el ataque, hacía comenzad, aún dormida, a sentir los deseos de orinar.
Tía Lucrecio nación cuando tía Elena, presta a cumplir dos años, ya había dejado de orinarse en la cama, pero su llegada al mundo hizo que la hermana mayor, con menos atención ahora de la madre, perdiera el control nocturno de su esfínter vesical. Manita García hizo cuanto remedio conocía y tomó una serie de medidas que lejos de evitar que tía Elena se orinase en la cama, hicieron que, si no tan atendida por su madre como antes, por los menos se sintiera un poco más valiosa que su recién nacida hermana.
Manita García, cansada de lavar doble bulto de pañales y culeros, una noche, y sobre un charco de orine, le dio dos señoras nalgadas y le ordenó con tanta firmeza que nunca más volviera a orinarse acostada, que si estando muerta, a tía Elena ele entraran deseos de desahogar la vejiga, de seguro se levantaba de su ataúd.
Más dormida que despierta se puso de pie junto al lecho. Por debajo de la bata de casa se bajó el blúmer hasta los tobillos, metió la mano debajo de la cama, cogió lo que supuso era el asa del orinal y se lo puso entre los muslos para echar una orinada que llenó hasta el mismo borde de la gorra del cabo de Jarahueca.
Cuando el guardia rural se percató, antes de llegar a la esquina, de que había dejado la gorra de servicio, volvió a casa de Manita García, fueron precisamente aquellos golpes en la aldaba los que hicieron que tía Elena, en vez de volverse a acostar, y creyendo que había amanecido, decidiera ir a botar el contenido del recipiente que sostenía en la mano, En vez de ir hacia el baño, como esta no era su casa, continuó camino y salió a la sala dando traspiés por lo del blúmer en los tobillos.
Cristo el guardia, después de ver el panorama, se la quería llevar presa, pero los hombres de la casa se lo impidieron, y las mujeres comenzaron a dar gritos. El militar amenazó con acusarlos de desacato a la autoridad, y la discusión fue tomando, primero, un matiz de escándalo, después de problema política y por último, de guerra civil. Por suerte, la voz de Manita García retumbó enérgica y tajante por sobre todas las demás.
―¡Basta ya!
Y todos los presentes, a ritmo de cámara lenta, se detuvieron, Solo Manita García se movió. Cogió la caja de la bandera que se había quedado en la sala y rasgó el celofán de la tapa.
―Yo soy responsable de la vejación que ha sufrido su uniforme.
Tomó la ensaña nacional y envolviéndose en ella, le ofreció sus muñecas al cabo para que la esposara, mientras afirmaba:
―Llevadme prese, no importa. La historia me absolverá.