CAPITULO UNO (SEGUNDA PARTE Y FINAL)
María Dolores Solís, casada en Santa Clara con un rico y católico comerciante, había venido no sólo para atender directamente a su hermana en los primeros días posteriores al parto, sino también por el reclamo de Gustavo ante la inesperada conducta de su esposa.
─¿Por qué rosada, Lolita?
─Eso no importa, Nina.
─¡Claro que sí importa!
Nina Solís había descubierto que su hijo dormía con un abriguito de lana rosada, y molesta por la imprudencia de su hermana, fue hasta el canastillero, buscó una pieza azul y se la cambió.
─En la vida hay normas y principios que no se pueden violentar.
Lolita sabía que aquella expresión de su hermana, celosa de velar por los valores sociales, era por haber violado el luto por la muerte del padre con la fiesta con la que celebró su boda.
─Es muy joven ─justificó por entonces la madre.
─Desde que se nace, hay que saber comportarse.
Fue de nuevo al escaparate del bebé y buscó las prendas rosadas que Lolita había traído de las trillizas e hizo un bulto con ellas para regalárselas a una sobrina de Olga segura de que en su vientre no habría un nuevo embarazo.
Sabedora Aida María de que Nina Solís no la visitaría primero y, deseosa de conocer a Camilo y establecer comparaciones, inmediatamente después de cumplida la cuarentena, visitó a su suegra y al día siguiente se preparó para llevarme a casa de la esposa de Gustavo Ramos. Me bañó, entalcó y vistió de blanco para que resaltara no sólo lo sonrosado de mi piel, sino también la inesperada pelusa dorada que comenzaba a cubrir mi cabeza. El azabache prendido sobre el pectoral izquierdo, unos toques de Agua de Violeta Rusa y una caja de talco Meneen que en mi nombre se le llevaría a Camilo, cumplían los formalismos del acontecimiento.
En el momento de salir, se apareció inoportunamente mi hermano y se antojó que también lo llevaran a él. Hubo que bañarlo de prisa y vestirlo de limpio, pero ya entonces no bastaría la muchachita que iba a acompañar a mi madre, y tía Julita tuvo que incorporarse a la comitiva. Tanta demora hizo que ya en camino a la casa de la amiga, me orinara. Se dudó de continuar o regresar, pero como el atraso haría perder lo oportuno de la hora, se decidió seguir sin saber que además de orinar, me entrarían deseos de defecar, lo que hice con abundancia y complacencia en el momento en que ya se tocaba en la puerta de Nina Solís. Casi sin poder saludar, tuvieron que cambiarme sobre el sofá de la sala, y el olor, el dulce olor de mi deposición, cubrió el sutil aroma de la Violeta Rusa, inundó el ambiente y agredió la pituitaria de los presentes. Hubiera podido pensar que había estropeado la recepción, pero mi hermano, solidario como siempre, vino a compartir el origen de los males.
Mientras tía Julita buscaba atareada por el suelo un imperdible que se había caído, Tata se escabulló solapadamente de la habitación y fue a dar al cuarto del bebé. Abrió el mosquitero, puso los pies en el borde inferior de la baranda y se encaramó para ver a Camilo, que dormido, era ajeno al peligro que le amenazaba; pero como el tamaño de dos años no le eran suficientes, mi hermano tuvo que impulsarse para tener un mejor punto de mira, mas no supo medir la intensidad de la fuerza necesaria o, cabezón como era, el contrapeso de su cuerpo le fue incontrolable y se metió de clavado al interior de la cuna. A sus gritos acudieron anfitriona y visitantes y le vieron con las piernas batiendo en el aire. Mami lo reprendió fuertemente y amenazó para cuando llegaran a la casa. De seguro debe haberlo pellizcado, pero mi madre ya vieja, se pone molesta cuando le decimos que de niños ella nos pellizcaba. Nina Solís, después de comprobar que a Camilo no le había ocurrido nada, dijo que no tenía importancia, y tía Julita tuvo motivos para reírse y comentar percances famosos en la historia de la familia. Pero no por esto, la reunión frustró la satisfacción que mi madre esperaba; la verdadera causa de su descontento fue que Camilo había aumentado más que yo, daba mejores noches que yo, tenía mejor control de sus esfínteres que yo, y era, en todos los sentidos, mejor que yo.
Derrotada en el primer lance, Aida María se hubiera retirado gustosa de la contienda, pero había lanzado el reto con su aparente inocente visita y ahora debía atenerse a las consecuencias. Nina Solís, por su parte, descubrió la posibilidad que su hijo le brindaba para enaltecer su orgullo y se decidió a explotarla. Con mi orinada y las lágrimas de mi hermano se firmó el pacto entre madre e hijo. Camilo Alberto, parece que por algún raro instinto humano aún no descubierto por la Ciencia, supo desde ese día que si bien nunca encontraría verdadero afecto maternal, su aceptación dependería única y exclusivamente de su conducta recta, justa, equilibrada y pertinente. A partir de entonces Nina Solís lo querría de alguna manera, y él, en cambio debía ser siempre perfecto. De verás que por ello no le guardo rencor alguno. ¿Qué no haría un hijo por lograr el amor de su madre? Así lo comprendí siempre, y el asunto es que Camilo Alberto gateó antes que yo. Balbuceó, caminó y comió de su mano unas semanas antes de que yo lograra hacerlo. Dejó de orinarse en la cama mucho antes de que yo ni siquiera lo dejara de hacer sobre quien me tuviera cargado. No se enfermaba nunca, y aunque yo tampoco lo hacía, no se ahogó con un botón a los once meses ni padeció de difteria a los dos años. Mucho menos metió las manos en el pastel del primer cumpleaños y se dejó retratar sin llorar. Camilo Alberto siempre fue más formal, adelantado y comedido que yo, pero en lo que si no hubo parangón alguno fue en el asunto de hablar.
A los tres años, mi padre tuvo que pagarle diez pesos a un médico especialista de la capital de la provincia para que determinara si yo era sordomudo, pues a esa edad no había articulado el primer sonido aún y, como siempre estaba entretenido, bien parecía que no oía los ruidos a mi alrededor.
De pequeño, la manejadora de turno me llevaba con frecuencia a jugar a casa de Camilo, después lo hice solo durante un tiempo, pero antes de contar por qué, con mucho tacto y discreción, se me declaró niño "non grato" prohibiéndoseme la familiaridad con Camilo, déjenme hacer una digresión de la historia central y explicar cómo fue que dejé de tener manejadora; en definitiva, en el Universo todos los hechos están concatenados entre sí y aquí, el no tener manejadora, determinó la pérdida frecuente de contacto con quien, por haber nacido el mismo día y hora que yo, le decían mi gemelo.
El asunto es que teniendo seis años se había contratado a una muchachita de unos doce o trece años para que me cuidara, pero esta con frecuencia se entretenía o dedicaba a realizar otras tareas en la casa. En una de esas ocasiones, mi madre le preguntó por mí, y ella respondió que no sabía dónde estaba, y ante los reclamos de su patrona, con la mayor ingenuidad e inocencia del mundo, contestó que ya yo estaba muy crecido para que tuvieran que estar detrás de mí todo el tiempo y puso como ejemplo el caso de sus hermanitos que desde los tres o cuatro años se cuidaban solos. Mi madre comprendió que la muchacha tenía razón, la despidió y, como quien dice, me echó al mundo por segunda vez.
No sé si por verme libre de dos ojos velando todas mis acciones o si por un reclamo propio de la edad, a partir de entonces me entró una gran curiosidad sexual y no perdía oportunidad para enseñarle los órganos genitales a mis compañeros de juego, ver los de ellos o hacer algún que otro reconocimiento táctil sin graves consecuencias para la moral de la familia ni para mi desarrollo psicosexual futuro. Parece que esta manía mía fue pronto del dominio público y llegó a los oídos siempre alertas de Nina Solís. Sin pruebas tangibles del peligro que corría Camilo en mi compañía, Nina Solís se limitó por entonces a mantener una férrea vigilancia cuando su hijo y yo nos reuníamos a jugar, hasta que un día tuvo un indicio de lo que creyó la materialización del hecho punitivo y me prohibió la entrada a su casa.
Camilo y yo habíamos estado jugando con unos carritos en el portal, y ella misma nos llamó a la cocina para que merendáramos. Nos dejó sentados a la mesa del comedor con nuestros respectivos vasos de champola y varios pedazos de pan untados de salsa mayonesa cuando su esposo reclamó de su presencia un momento en el mostrador de los Almacenes Ramos y Solís. Merendamos, y entonces Camilo me invitó para ir hasta el fondo del patio y subirnos en la mata de chirimoya. Corrimos allá y creyéndonos monos, nos divertimos de lo lindo cambiándonos de una rama a otra. La diversión se prolongó hasta que Camilo oyó la voz de su madre, quien preocupada de lo que pudiera estar ocurriendo, nos buscaba registrando en el baño, detrás de los escaparates, debajo de las camas y en cuanto sitio se le ocurrió que yo podía haber seleccionado para pervertir a su hijo. Camilo supo calibrar el tono severo y autoritario de la madre, descendió del árbol y para mostrarse lo más presentable posible, en mala hora se le ocurrió arreglarse la ropa mientras se dirigía a la casa.
Ver Nina Solís venir a su hijo del fondo del patio metiéndose la camisa por dentro del pantalón seguido por mí, ruborizado por el sol, excitado por el juego y con la ropa ajada, intuyó erróneamente que había ocurrido lo que tanto ella temía, sin saber que hacía tiempo, y siempre a petición de Camilo, que conste, nosotros habíamos comparado ya nuestros respectivos rabitos en más de una ocasión.
De adulto, siempre creí que este hecho había sido determinante en el desenvolvimiento posterior de la infancia de mi amigo, pero con el paso de los años, una cierta formación científica que me permite analizar la conducta de los seres humanos y, sobre todo, por una visión distante e imparcial de la situación, creo que de todas formas Camilo se hubiera criado aislado de sus coetáreos: había de base una madre perfeccionista, rígida y autoritaria.
Camilo nunca participó en juegos colectivos, y no porque tuviera obligaciones en el negocio del padre, ya que en esa época, hasta los hijos de padres más ricos, además de ir a la escuela, teníamos que trabajar de alguna manera; es que a Camilo tampoco se le permitía salir de la casa ni reunirse con otros muchachos a jugar.
─Para que estés mataperreando por ahí, siempre hay tiempo ─le decía Nina Solís, y él, sediento de aprobación, acataba de buen gusto los criterios de la madre.
La bicicleta de Camilo permaneció por años impecable, nunca otro niño la montó, ni él la de otros. Nunca fue a bañarse al río, sino en raras ocasiones en compañía siempre de su padre. Nunca se fajó, nunca robó mangos, nunca cazó tomeguines por los potreros de guinea, ni nunca, ya mayorcito, salió de noche con el grupo de varones a buscar yeguas, chivas, carneras o puercas amarradas por la franja de la línea.
Del hogar a la escuela y de esta al hogar. Los fines de semana, cuando llegaba el jamaiquino a darnos las clases de inglés, Camilo venía a mi casa, pero terminada la lección, se retiraba puntual. Nunca participó en las maldades, a veces crueles, que le hacíamos al pobre teacher. Nunca salió de excursión por la zona ni fue a la finca de mi padre en la caterva de muchachos que este acostumbraba a llevar en el jeep.
La infancia de Camilo fue, desde mi punto de vista, gris y aburrida, aunque él, con su paciencia y estoicismo, logró verla al menos con un tenue tono rosado...Perdón, rosado no: azul. Camilo no era pedante como su hermano Gustavo, siempre exhibía una amplia sonrisa y disfrutaba la vida viéndonosla disfrutar a sus compañeros. Su madre se vanagloriaba de él, y él era feliz sólo por ello. Nina Solís también vivía orgullosa de Gustavito, pero sólo porque existía, sin pedirle nada a cambio. Gustavito era harina de otro costal, y no me
interesa por ahora hablar de él.
Un curso, y por esa sola vez, hubo una dispensa del Señor Ministro de Educación, y si nos preparábamos bien, en septiembre podríamos hacer la prueba de ingreso al Bachillerato con sólo once años y medio. Fue por ello que se levantaron las sanciones, y Camilo y yo tuvimos unos meses de mucha intimidad, pues todo el tiempo disponible debíamos dedicarlo a estudiar juntos. Descubrí entonces en él muchos valores humanos unidos a su magnífica colección del Tesoro de la Juventud, y con ella en las manos, comprendí porqué Camilo nunca necesitó salir de la casa para tener una sonrisa tan fresca y sincera.
Nina Solís prefería que estudiáramos bajo su tutela, pues aunque supongo que ya para entonces no mantuviera el temor que la torturó unos años atrás, de esa forma conservaba a Camilo bajo su control. Yo también lo prefería, pues era la única manera de poder leer aquellos maravillosos tomos empastados en verde; y mi madre, conocedora de lo aplicado de Camilo, accedía que fuera con el encargo de que me portara formalmente delante de Nina Solís.
Buenas tardes "días" o "noches", decía según el caso, pero siempre con el miedo temblándome en la voz delante de aquella matrona.
─Ven ─me contestaba─. Ya Camilo está estudiando.
Me conducía hasta la oficina en la trastienda que era también cuarto de estudio y biblioteca, y nos encargaba que no perdiéramos el tiempo en conversar.
─Ya tendrán tiempo de hacer cuando vayan juntos para Colón.
Mi hermano, después de haber desaprobado el primer año de Bachillerato en una academia en Yaguajay, estaba de pupilo en un colegio de curas en Colón, y allá soñaba, anhelaba y suspiraba ir yo. Como los precios eran módicos, el padre de Camilo alguna vez se interesó en conocer detalles de este centro, pues Gustavo estudiaba en Santa Clara y paraba en casa de su tía Lolita, y Nina Solís consideraba que era abuso de confianza, aun con su propia hermana, tener a sus dos hijos allí.
No hacer más que dar la espalda Nina Solís con la disfrazada amenaza de que dentro de poco vendría a traernos refrescos, galácticas o cualquier otra golosina, y yo me apoderaba de uno de los libros del Tesoro de la Juventud.
─Vamos a estudiar ─me decía Camilo.
─Adelanta tú. Yo después repaso esa parte.
Y así, mientras que Camilo se aprendía que la Botánica es la ciencia que nombra, clasifica y describe los vegetales, que Cristóbal Colón salió de Palos de Moguer el tres de agosto de mil cuatrocientos noventa y dos o que el pretérito pluscuamperfecto del verbo haber en la segunda persona del plural es hubierais o hubieseis, yo leía La beldad y el monstruo, Cómo Holanda debió su salvación al mar, Historias de hombres y mujeres célebres o las fábulas de Samaniego.
Un lunes, mi madre con una blusa blanca bordada a mano por una de las isleñas inmigrantes en la zona, y Nina Solís con un elegante vestido de guinga azul, carteras, abanicos, medias de seda y zapatos de tacón alto, a expensa de perderse los capítulos de las novelas radiales de ese día, cogieron el tren de las seis de la mañana para llevarnos a Camilo y a mí a pasar el examen de ingreso al Bachillerato en el Instituto de Segunda Enseñanza de Remedios.
Durante todo el trayecto, yo queriéndome beber el paisaje, decirle adiós a quienes se asomaban al paso del tren o imaginarme en cuanto río por sobre el que cruzáramos, pero hasta última hora debíamos ir refrescando los conocimientos y nada mejor, según Nina Solís, que nos hiciéramos preguntas uno al otro de las diferentes materias a examinar. Camilo no supo responder cuáles fueron las tres banderas que acompañaron a los cubanos en su lucha emancipadora, y Nina Solís palideció de ira y estupor, aunque se contuvo y sólo le pidió que se las aprendiera por si salía en el examen. Cuando nos bajamos del tren en la estación que debíamos, ella buscó la oportunidad de hablarle a solas; Camilo Alberto oyó sumiso lo que le decía, bajó la cabeza y disimuladamente se secó las lágrimas.
Parece que a Camilo le quiere caer catarro justificó Nina Solís cuando abordamos el auto que nos llevaría hasta Remedios, pero mi mamá, más sincera que el canto de un sinsonte, le ripostó:
─No debes ponerlo nervioso para el examen.
Pero parece que quien se puso nervioso fui yo, y Aida María tuvo que sacar bandera blanca, contundente y definitiva, en esa última confrontación de su hijo con el de Nina Solís.
Desaprobé la prueba eliminatoria de ortografía.
─Bueno ─dijo derrotada mi madre─. Luis tendrá que esperar al curso que viene para reunirse de nuevo con Camilo en el colegio de Colón.
Nina Solís abrió la cartera, sacó un pañuelito de holán perfumado y secándose el sudor sobre el labio superior para restarle importancia a lo que debía decir, expresó:
─Es que Camilo va para otro colegio.
Ya sonaba el timbre avisando a los muchachos que tenían derecho a continuar con el examen de conocimiento, y como ni mi madre, ni mucho menos yo, hacíamos nada allí, nos fuimos a retirar para regresar a Jarahueca. Nina Solís consoló a su amiga con que la próxima vez sería. Aida María le deseó suerte, y se dijeron adiós mientras Camilo y yo nos mirábamos a los ojos descubriéndonos cuán amigos éramos sin saberlo, y allí, en medio de aquel patio con el bullicio de un montón de muchachos que no sabían exactamente para dónde debían dirigirse, la ansiedad de los que se quedaban y la frustración de quienes nos íbamos, nos despedíamos para siempre, pues el destino que quiso que naciéramos el mismo día y a la misma hora, nos llevaba ahora por caminos diferentes. La vida nunca tiene retroceso y ya era tarde para volver atrás. Entonces se produjo mi primera reacción madura, mi primera conducta de adulto. Le extendí la mano, estreché la suya y le dije:
─Que salgas bien.
Es una joya este primer capítulo 👍
ResponderEliminarPor favor,no tardes en publicar la continuación.
ResponderEliminar¡¡Completamente atrapada!!..👍🏻