martes, 29 de diciembre de 2020

La enfermedad

Hijo, no hagamos bulla, pues mi padre se siente enfermo. Ojalá tuviera yo sus sanadoras manos para aliviarle el malestar. Suplamos con su tisana favorita, y nuestro amor, la carencia del milagro de sus dedos para quitar la fiebre, ahuyentar el dolor y componer el ánimo.

    Las manos de mi padre huelen a yerba buena y alcanfor. Son bálsamo de aceites extraídos de flores milagrosas de la India, jarabe fabricado con secretos aborígenes, pócima de albahaca, manzanilla y mejorana que te penetra por la piel cuando, enfermo, él te acaricia: barniz curativo que te protege del mal; salvia y romero, aloe, eucalipto, ajo y tomillo.

    En la ocasión que una gitana de paso, por unas pocas monedas de caridad, le vio la palma de la mano a mi padre, no descubrió entre sus surcos la historia de pasado presente, y futuro  que el destino le trazara, sino que descifró, en los jeroglíficos del templo de Anubis, la formula con que cada mañana el dios egipcio reconstruía el cuerpo desmembrado de Osiris; interpretó la caligrafía árabe en la que aparecían los salmos curativos del califato de Córdoba y leyó las oraciones de Santa Lucía y San Luis Gonzaga.

    Siempre que he estado enfermo, ha sido mi padre quien ha velado junto a mi lecho, pendiente de mis fiebres y de mis medicinas. Su beso era mayor anestesia que el espray de éter que inventó para sustituir la desinfección del alcohol y no me dolieran las inyecciones: medico, enfermero, chaman, boticario, farmacéutico, santo milagroso.

    Yo lo imité cuando hubo que ingresarte en el hospital. La epidemia hacía estragos, y los cuidados preventivos no fueron efectivos. La orden del facultativo conllevaba extraerte sangre para los análisis, y fuiste la admiración de todos, cuando pusiste tu bracito, a sabiendas de que te iba a doler, pero no lo suficiente para doblegar el estoicismo de un monje budista, ni doblegar el plante de un Guardia Suizo, con su traje a rayas tricolor, como tu pijama, ni mermar la valentía de un primer cosmonauta al subir al satélite artificial en la punta del cohete propulsor; y fueron mis palabras quienes te convencieron de ser valiente, como fue mi voz en tu oído todo el tiempo asegurándote que pronto ibas a estar bien, y prometiéndote las más entretenidas excursiones, los más emocionantes campeonatos de béisbol nunca antes jugados y los más divertidos baños de mar, tejiendo con los pies, la espuma de las olas; coleccionando nácares de rizadas estructuras, y mirando la procesión de delfines que en tu honor, y para saludar tu restablecimiento, saltarían durante tres horas seguidas en el horizonte del mar.

 

 

lunes, 14 de diciembre de 2020

LA ESTRELLA POLAR

¿Recuerdas la noche que, acostados sobre la yerba cuando hicimos la excursión a la montaña, mirábamos sobre nosotros la bóveda celeste y vimos los cientos de estrella que nos cobijaban y que normalmente no vemos desde la ciudad? Te maravillaste de aquel prodigio; y yo te expliqué, aunque ya tú lo sabías, que esos puntos luminosos y centellantes van cambiando, durante el año, en la medida que la Tierra gira alrededor del sol, tal y como se modificarán las situaciones por las que transcurrirá tu vida.

    Pero del cúmulo de estrellas en el firmamento, hay una que permanece fija y señala siempre al polo norte magnético del planeta. De ella se valieron los navegantes, las caravanas de comerciantes y los aventureros para no perder el rumbo de sus destinos. En el hemisferio sur, otras estrellas fueron las guías de los marinos, mercaderes y exploradores.

     Dentro de ti, hay también dos estrellas que con frecuencia te pedirán que las sigas. Una está en tu cabeza y se llama razón; la otra tiene por nombre afecto y anida en centro del pecho. Cuando ambas te indiquen una misma ruta, no habrá duda, pues, como el agua del río, sólo deberás dejarte llevar para llegar al mar. Pero si señalan polos diferentes: norte sur, blanco negro, cielo o tierra, entonces deberás decidir a cuál obedecer. 

    No es tarea sencilla y a veces resulta dolorosa. En esos casos, no dejes que nadie decida por ti. Sólo un consejo me atrevo a ofrecerte. Escoge la que les indica a los cosmonautas cómo llegar al centro de la galaxia.

 

 

martes, 1 de diciembre de 2020

El trabajo

La miel, hijo, no creas que es solo trabajo del colmenero que cuida el panal. La miel es un regalo de las flores, pero son las abejas las que recogen el néctar, lo llevan a la colmena y, gota a gota, le dan color, sabor y consistencia  para que, dulce y nutritiva,  como a mi padre y a ti les gusta, untársela al pan del desayuno.

   Cuando volamos en la alfombra de los aromas hasta la panadería del barrio, basta un “ábrete, Sésamo” para que traspasemos al maravilloso mundo de vidrio donde viven los más disimiles familias de panes: el que una vez, cuando eras más pequeño, soplaste para oír el sonido de la flauta; el hallulla, parecido a los cachetes, redondos, tersos y dorados, de la señora que los vende; el francés, a quien para complacerte, siempre saludo con un “comme ça, vous, monsieur?”; y el holgaza, la marroqueta, el dulce, el de Pascua, el de muertos, el de molde, el integral, el casabe…

   ¡Cuántos, cuántos tipos distintos de panes que se deben amasar y hornear para que nos deleitemos al verlos, olerlos y saborearlos! Pero los panes, hijo, no varían solo por la forma de barras, aros, bolas o trenzas, con que van al horno, sino también de acuerdo al cereal de donde proceda la harina con que se confeccionen, y los hay de trigo, maíz, centeno, cebada, arroz, soja, yuca, papa, amaranthus …; se les puede agregar, para darle sabores desiguales, grasas de diferentes tipos: tocino de cerdo o de vaca, mantequilla, aceite de oliva; azúcar, especies; frutas secas, como  pasas, nueces, castañas, avellanas, cacahuates y cacao; verduras o semillas, y aromatizarlos con azafrán, canela o esencias de las más disimiles flores. De ahí el calidoscopio de colores y sabores que nos avisa estar en el palacio del pan.  

   Las espigas de trigo se mecen como las olas del mar, y las mazorcas de maíz, cuando las despajamos, siempre nos sonríen; pero antes de que tales privilegios nos lleguen, hay que en la tierra esculpir mullidas cunas, para, después de haber  besado las semillas con un gota de sudor, depositarlas en el surco, y pueda ocurrir el milagro de la vida. Cuando las plantitas salen a rendirle pleitesía a su padre el sol, santiguarlas con el agua bendita del rio para que crezcan lozanas; y, como hago yo contigo, eliminarle de su alrededor las alimañas y malas yerbas que puedan dañarlas. Después recoger los granos y tocarlos uno a uno con la varita mágica del trabajo para que se conviertan en harina; casar a esta con el agua, bendecir el matrimonio con levadura y sal para que se formen las familias de panes que tantos nos gusta admirar y saborear.

      Hay panes que se confeccionan mezclando su masa con huevos.

   Desde pequeño gustaste de ayudar a mi padre a alimentar las aves que se crían en el traspatio de la casa, en el fondo de lo que te parecía inmenso campo, y donde hoy pateas los goles del próximo Mundial de Fútbol, cuidando de no dañar a los pollitos, azorar a las gallinas, ni asustar al gallo preferido de mi padre.

   También te ofreciste cuando decidí aprovechar una porción de la tierra para hacer un cultivo de ajíes: juntos eliminamos los abrojos, cavamos el suelo, trasplantamos el vivero, vimos crecer las plantas, y compartimos con risas y besos la inmensa alegría de ver brotar los frutos de nuestro trabajo. Pero la malquerencia existe y, sin saber de dónde procedía el mal, nuestro cultivo comenzó a languidecer, y a marchitarse la roja fructificación en sus ramas.

   Cual las huestes de un castillo acechado por un desconocido enemigo, amurallamos el pequeño vergel para impedir que pavos y patos lo invadieron. Buscamos la ayuda de un experimentado espantapájaros de viejo pantalón y raído sombrero, por si el ataque procedía desde el vuelo de los pájaros. Pero no: el daño avanzaba oculto y sigiloso, en avasallador silencio, lento y pegajoso, hasta que tu vigilia y tu afán descubrieron  la causa del estrago. Entonces fueron los agentes del orden, convertidos en frascos de insecticidas, quienes desde la base de operaciones de nuestras manos, permitieron replegar al enemigo hasta derrotarlo totalmente e iniciar la etapa  de la esforzada reconstrucción de lo devastado, pues no podíamos permitir que nada ni nadie nos quitara lo ganado por nuestro trabajo; y fuimos ricos y dichosos cuando llenamos con ajíes de nuestro sembrado, el cesto que tejieron tus dedos y los míos.