sábado, 31 de octubre de 2020

La competencia

Touche ─sentenció el juez, y tu contrincante bajó el florete.

    La premiación no se iba hacer esperar, y en un momento, se oiría tu nombre por los amplificadores del salón, recinto lleno de la luz del sol que llegaba a través de los grandes ventanales de cristales del, momentáneo, palacio de deporte donde se efectuaba la competencia de los mejores esgrimistas de las diferentes academias de la provincia.

       Recuerdo tu contentura cuando te comunicaron que participarías representando a tu escuela, y la firmeza y temeridad con que manifestaste que ganarías la medalla de oro. Tenías la técnica necesaria para ello, pero debías esforzaste en tu preparación física durante el tiempo que faltaba para el torneo, mas te sobraba decisión para enfrentar el esfuerzo que conllevaba el adiestramiento de tus músculos, el avivamiento de tus reflejos y la capacidad de concentración necesaria para saber cómo coordinar los movimientos de ataque y defensa. El florete tenía que convertirse en extensión de tu brazo, y a pesar del dolor y el cansancio que ello te podía causar, te esforzaste día a día por lograr tu meta. Y junto con el avivamiento de tu cuerpo: ojos, músculos y cerebro, se fortaleció tu voluntad.

     El nombre que yo te escogí cuando naciste, acompañado del apellido del padre de mi padre, y el mío, que te identificaba como de la estirpe de una familia de bien, se oyó y continuación el resultado obtenido. La medalla de plata te fue colocada sobre el pecho, y tuve que esperar que, al igual que hacían a los otros dos ganadores, la levantaras en alto para la foto. Y entonces ya descendiste del estrado de la premiación. Viniste, con el mundo cayéndote encima, caminando a donde yo te esperaba. Una vez más te estreché en mis brazos, y si mi piel no era suficiente para transmitirte mi alegría y satisfacción te di un beso y te felicité.

    ─No gané la de oro ─dijiste en un leve susurro para que la voz no te abriera al llanto.

     Recuerdo que te cogí la cara con las dos manos, y te la apreté para evitar que fueran a brotar las lágrimas que amenazaban con saltar de tus ojos. Mi sonrisa no tenía nada que ver con el color de tu medalla: era el orgullo de tener un hijo luchador, como el más valiente cacique incaico, que enfrentaba con su pecho de plumas las alabardas de los conquistadores españoles; un verdadero samuari, bravo sarraceno, humo aventurero dispuesto a conquistar el mundo, a pesar del calor, el frío, la sed y el hambre.

     ─El mérito no está en el logro, sino en el empeño con que se luche.

     Fernando de Magallanes, el valiente navegante portugués, se planteó circunvalar por primera vez el planeta a bordo de un navío. Debió enfrentar conjuras e intrigas palaciegas, conspiraciones de timoratos y la insidia de envidiosos; e insistir y convencer al monarca que lo apoyó en su propósito. Tuvo que imponerse al motín del miedo de sus marineros, racionar el agua potable, comer cuero y aserrín; luchar con la furia del mar, vencer a la confusión de las estrellas, la cólera de los vientos, la desidia y las enfermedades.

    Magallanes no pudo completar su viaje, quedó inconcluso su sueño, pero la humanidad no lo juzga por haber muerto en una tonta escaramuza ante unos infelices nativos de una isla interpuesta en su ruta. El intrépido marino es reconocido por su esfuerzo y entereza, por su valor y persistencia, aunque no hubiese podido subir al estrado a obtener una medalla de oro.

 

sábado, 24 de octubre de 2020

El reloj

El padre de mi padre, hijo, sabía del paso de las horas del día, como el hombre primitivo,  por la posición del sol en su recorrido por el cielo o por la sombra de los árboles que los rayos de su luz provocaban en el suelo. Conocía así, cuándo debía guardar los animales, mojar el sudor de sus bestias o salir del surco abrazador. Pero en el refugio de su casa, sin la ayuda del astro rey, eran las campanadas de su reloj de pared quien le avisaba del paso de las horas; o cuando, entregado al sueño, en las madrugadas lo despertaban para oír el mugido de las vacas en el corral, deseosas de que se les ordeñara y poder alimentar después a sus crías.

    Es el mismo reloj de pared que tuvo mi padre como legado del suyo. Y el mismo que un día llegó a mi hogar con la noticia de que yo entonces sería su dueño: ese reloj que desde pequeño oyes tocar las horas y con cuyo sonido, en más de una ocasión, yo te ayudé a aprender a contar. Para que reconocieras los números, debiste esforzarte en la escuela, pues no eran los mismos que primero te enseñaron, sino otros que parecían letras; pero el conocimiento es basto.

    Es un hermoso reloj: con dos piezas de madera en forma de cisne a ambos lados de su caja, como soporte heráldico, custodiándolo. Su cristal, para proteger el lento recorrido de sus manecillas y el rítmico balanceo del péndulo, está adornado de nevados arabescos, en los que dos titanes sostienen sobre sus cabezas sendas cestillas de flores. En la parte superior del cedro de su caja, un semi círculo tallado, como un haz de cañas, sirve de sostén al capitel de tres óvalos, de mayor a menor, semejante a la cúpula de una pagoda japonesa, que lo corona, y en cuya base, presente, pero confundida entre tantos adornos, el rostro de la que pudiera ser la cara de una vigilante efigie egipcia, o el semblante austero de una patricia romana, quien inmutable observa a los que vienen a mirar el paso del tiempo. Y como este viejo reloj, hijo, algún día será tuyo, debo hacerte partícipe de un secreto oculto entre las ruedas dentadas del mecanismo detrás de su esfera, por donde se ve el paso del tiempo.

    La pequeña cara de mujer que ya te describí, es el hábitat y vocera de dos deidades de la mitología griega: Carpo y Talo: Horas del otoño y la primavera, respectivamente, quienes ante la conjunción de una serie de acontecimientos y la formulación de un sortilegio críptico, conceden los bienes de las cuales son propietarias: el tiempo y la abundancia.

     Debe ser en noche de luna nueva, en el momento exacto en que el minutero y el horario se confunden en una sola aguja sobre el número doce; con la palma de la mano izquierda sobre la cabeza, y el dorso de la derecha debajo de la mandíbula se debe decir, como en un susurro: "levita el panal, destila la miel, se abate el polen, al umbral final. Al umbral final, se abate el polen, destila la miel, levita el panal". Entonces se oirá desde el eco del Olimpo, dos voces alternativas de mujer, una cantarina; mesurada y grave la otra, que preguntarán:

    ─¿La bolsa?

    ─¿O la vida?

   No para exigirte una u otra, sino para ofrecerte riqueza y tiempo.

   Contole al padre de mi padre, el anticuario que le vendió el reloj, que recién fabricado este, tuvo un dueño al que las Horas le concedieron ambas cosas. Al verse de pronto joven y rico, el hombre comenzó una vida disipada en la que, pródigo con amigos en juergas de ocasión y diversiones, a manos llenas dilapidaba su dinero. Para él, la noche era día, y el día no tenía fin entre las más finas sedas de su vestuario, el vino y la música. Como únicos vestigios de su andar por la vida, sólo costosos sombreros de fieltro dejaba abandonados por los sitios que cruzaba.

    Mas llegó el tiempo en que la bolsa languideció y deshizo sus hilos. No se había ocupado el hombre de cosechar el oro ni la plata, pero propietario aún del reloj que hoy descansa sobre la pared de mi hogar, volvió a él con el conjuro de reclamo a las Horas dadivosas.

    ─La bolsa ─pidió esa vez, y de nuevo otra y otra, pues le era fácil y placentera la vida.

    El dinero, como las hojas de los árboles, puede volver en cada primavera, y para el hombre de la historia del viejo anticuario, los otoños no eran más que sólo épocas transitorias. Un día, sin embargo, con la talega recién repleta de dinero, le llegó el aviso de la Parca para partir, pues se había terminado el tiempo de su vida.

    Presuroso aprovechó los pocos minutos que le quedaban y corrió ante el reloj de las campanadas, que tanto te gusta oír y con el que aprendiste a contar, para pedirle esta vez a Carpo, que lo dotara de más tiempo de supervivencia. Pero, ¡oh, pobre infeliz!, no sabía que este don, no como el del dinero que puede ir y volver, es ofrecido por una sola vez; y cuando se acaba, la vida llega a su fin.

    No malgastes, hijo, tu tiempo. El tiempo es oro, dicen los interesados, pues no conocen otra cuantía de medida, pero el tiempo, tu tiempo, es más valioso que el más valioso de los tesoros que puedas imaginar.

    ─¿Más que un cofre de pirata? ─me podrás preguntar en la ingenuidad de tu imaginación, y yo te responderé:

    ─Más que todos los cofres juntos de todos los piratas del mundo. Tu tiempo, hijo, es tu vida. Aprovéchala.

 

 

lunes, 19 de octubre de 2020

EL MAR y LOS HELADOS

Hijo, ¿te acuerdas cuando conociste el mar? Tenías alrededor de quince meses. Como vivimos en el centro del país, sólo verde de campo y lomas, árboles y sembrados habías visto en las salidas fuera de la ciudad. Pero esa vez fuimos hasta la capital, fundada allí para recibir el beso salado de las olas. Al día siguiente de llegar, tomamos un taxi en el hotel, y nos llevó hasta la entrada de un casino náutico junto a la playa del reparto Miramar.

    A pesar del nombre de este barrio, las edificaciones al lado de la avenida impiden que desde la calle se vea el mar. Al llegar, nos bajamos del auto y, contigo cargado en mis brazos, atravesamos la entrada de aquel club y cruzamos el amplio salón hasta una gran terraza que daba al mar.

    Cuando te viste de pronto frente a aquella inmensa masa de agua que como un todo, por su color, se continuaba con el cielo, dando la sensación de un infinito espacio vacío, quedaste petrificado, con los ojos queriéndosete salir de las órbitas y viviendo gracias a la gran bocanada de aire que inhalaste, pues durante el tiempo de tu éxtasis no volviste a respirar. Yo esperé que disfrutaras de aquella impresión, pero como  tu arrobamiento duraba ya demasiado, me asusté, te zarandeé con ternura para que reaccionaras, y te dije:

    --Hijo, ese es el mar.

    Le doy gracias a la vida por haberme permitido mostrarte, no sólo el mar, sino otros tantos sitios, y sobre todo, el sendero por donde, como aspiro te ocurra a ti, andan los hombres que aspiran a convertirse en unicornios.

 

HELADOS

Mi padre comía duro fríos de a centavo que vendía una señora, propietaria del único refrigerador del pueblo. Cuando niño, yo disfruté de helados de diferentes sabores en una cremería. Hoy, a ti te gustan el sonday, el parfait, la copa Lolita, el coco glace y las cubiertas de chocolate. ¿Cómo y cuáles serán los helados que saboreen tus nietos?

 

martes, 13 de octubre de 2020

La loca

Hijo, no olvido aquella tarde en que fui hasta donde tus piernecitas intentaban volar hacia mí, y abrí los brazos para darte el refugio que reclamaba tu pavor.

    Era una simple muchacha con la cabeza llena de absurdas musarañas: mariposa perdida en laberintos de pensamientos incongruentes quien, incapaz de percibir la frontera entre sueños y verdad, recibía la burla de los golfos que ya fumaban en el parque donde muchas tardes nos llevaban mis deseos de leer y tus ansias de creerte pájaro, elefante, hormiga y avión.

   Arelys respondía a la incauta crueldad de la infancia con los más horripilantes amenazas e improperios, para acompañar alguna que otra piedra lanzada al aire sin fuerza ni tino. Y entonces, y por ello, la infeliz fue para tus aún tiernos ojos, la más terrible bruja que hubiese pisado nunca la faz de la tierra, y jamás lograste entender del todo, por qué Arelys me consideraba su amigo. Sólo ella y tú tenían fuerza suficiente para que mi libro se cerrara sin disgusto, y cuando el saludo cordial y respetuoso me llevaba a cualquier absurdo tema de conversación, te veía a ti, incrédulo y cauteloso, mirar la escena desde lejos.

   Aquel día, Arelys te vio cerca de los pillos que hacían entretenimiento de su locura, y, sabiéndote mi hijo, quiso protegerte del peligro que creyó, pero tú, sorprendido y precavido, supusiste que en sus manos serías objeto de tortura y alimento de alimañas y, más valiente que yo cuando tenía tu edad, fuiste capaz de lanzar un desesperado alarido y correr desaforadamente en mi búsqueda. Te atrapé y te escondí en el refugio de mis brazos para sentir como el susto se iba de tu precipitado corazón, y la caricia de mi mano sobre tu cabeza, alejaba los infaustos pensamientos que acabaron la bonanza de tu juego.

   Cuando la realidad se ensañe o la inocencia infantil convierta una señal, un estímulo, una situación cualquiera en motivo para el miedo, se abrigo y asilo, conviértete en puerto y refugio, vuélvete gigante todopoderoso y disfruta, también tú, la dicha inmensa de guardar a un hijo de la borrasca y el dolor.

 

 

 

sábado, 3 de octubre de 2020

EL MAGO HINDÚ

Hijo, el día que una manecita cálida y palpitante, como el aleteo de paloma, busque refugio en el amparo de tu mano de hombre, sentirás la dicha que inflama hasta los confines mismos del Universo, haciéndote el ser más bienafortunado de cuantos hayan existido; entonces, sólo entonces, sabrás cuánto te quiero.

   En mi memoria, aún florece el recuerdo de la primera vez que te sostuve, tierno, suave y blando, junto a mi pecho estremecido de orgullo; y si para algo fueran útiles mis brazos, en ese momento te juré, mi niño, que serían para protegerte por siempre de cuánto peligro osara amenazarte. ¿Por qué, para qué otra causa más justa servirán las fuerzas de un padre, que no sea para dar salva y refugio al hijo; y su hombro, para servirle de apoyo?

   Con raíces profundas y seguras, te sueño viviendo en mi corazón, porque así, con buen resguardo, crecí yo. De ello puedes estar seguro.

    Recuerdo aquella función en que, una y otra vez, el mago había pedido la ayuda de un niño. Quizás por las fracciones de segundo con las que se me habían adelantado, o quién sabe si por mi timidez, fueron otros los que sacaron pañuelos de colores, desaparecieron naipes o, simplemente, sostuvieron el sombrero de copa; mas tome la decisión de que la próxima oportunidad sería mía, y así fue. Pronto me vi, subiendo la escalera al escenario y oí al hechicero haciendo no sé qué comentario acerca de mi persona. Todo ello fue suficiente para arrepentirme de mi osadía, y, por si fuera poco, el público aplaudió y se rio burlonamente; ya entonces me sentí terriblemente desventurado, sin adivinar que aún no comenzaba la representación del sortilegio del cual yo sería la víctima inocente.

   Era el hombre moreno, de espesa barba negra y extraños y profundos ojos claros de mis pesadillas; y ya no supe si soñaba o vivía, pero igual tuve miedo y, como siempre desde la oscuridad de mi cama, quise que mi padre viniera. Y lo hubiera llamado con un hilo de voz entrecortada, irreconocible aún para mí, pero aquel que se decía venir de un país allende al mar, donde la magia, los encantadores y las serpientes eran cuestiones de todos los días, me dio a sostener un pequeño cofre, cuyo valor, a pesar del oro y zafiros con que estaba hecho, no tenía importancia alguna al lado del huevo que depositó dentro. Este, aunque muy parecido al de cualquier gallina, era el único huevo de dragón que existía ya. A él, se lo había encomendado el rajá más rico de Arabia, quien además, era el más terrible brujo de toda Asia, con el encargo y amenaza de que lo cuidara.

   Y él, mago de teatro, inconsciente e irresponsable, me lo entregó a mí.

   —No se te puede perder —me dijo, mientras envolvía el cofre sobre mi mano, con un pañuelo de extraños dibujos. Me sentó en una esquina del escenario y continuó su espectáculo, aunque preocupado por el huevo, entre acto y acto, iba, zafaba el envoltorio, abría el cofre y se aseguraba que aquel estuviera en su sitio. Y siempre la misma advertencia—: Tienes que conservarlo dentro del cofre.

   Yo, al menos, no pensaba tocar aquel fardo más que lo necesario para sostenerlo; pero la banda de forajidos que perseguían al mago por todo el mundo sí estaban dispuesto a cualquier cosa para apoderarse del huevo de dragón; y por eso mis ojos estaban alertas y miraban inquisitivamente en derredor, tratando de descubrir la mínima señal de peligro en las zonas de penumbra detrás y por entre aquellos cortinajes del escenario.

   El público reía, indolente ante el riesgo que yo, a pesar de mis siete años, enfrentaba por la vanidad de subirme sobre el tablado del espectáculo. Deseaba escapar, pero no podía, pues qué hacer con aquel maldito cofre. Entonces el mago una vez más se acercó a comprobar si el codiciado huevo estaba en su lugar. Yo, a sabiendas de que nadie había tocado el lío que descansaba sobre la palma de mi mano, estaba seguro que allí permanecía, por eso mi pensamiento era acaparado por el deseo de que se me liberara de semejante misión, superior a mis endebles fuerzas y poca capacidad de niño, para correr al refugio que constituía la luneta junto a mi padre: abrigo seguro, amparo total, y volver a disfrutar la tranquilidad de quien se sabe al buen resguardo del cariño de un hombre bueno y fuerte.

     El mago, como quien desprende los pétalos de una flor, fue separando los pliegos de la tela hasta dejar el cofre, en todo su esplendor, a la vista del público. Abrió su tapa y, ¡oh, sorpresa!: el codiciado huevo había desaparecido. La capa celeste del hechicero aleteó desesperada por todo el escenario, pero pronto el hombre se convenció de que no habían sido los de la tropa de villanos que pretendían robárselo, entonces me acusó a mí. Yo juré no haberlo tomado, y en ello, el público, aunque sin dejar de reírse, me apoyó. Engañoso, el supuesto extranjero, una y otra vez despertaba en mí la esperanza de que me dejaría ir, pero una y otra vez reclamaba el huevo. Incapaz yo de dar una explicación de su desaparición, el malvado brujo sacó una pistola y, apuntándome con ella, me exigió que se lo devolviera.

  ¡Maldito mago tonto!

   Ni aunque yo hubiese sabido quién y cómo alguien tomó el huevo, hubiera podido hablar, porque aquel cañón apuntándome, hacía el mismo efecto que la careta de gas que me pusieron en la cara cuando me fueron a extirpar las amígdalas: anestesiarme todo, con la salvedad que en ese horrible momento, yo conservaba la conciencia de lo que estaba ocurriendo, pero de todas formas era incapaz de mover ni siquiera los párpados para pestañar.

   Tras bambalina, el ayudante del mago, insistentemente me hacía señas de que me acuclillara. Ahora, con la madurez de los años y sin un arma de fuego intimidándome, comprendo que toda aquello no era más que un juego: yo me agachaba esquivando la amenaza de la pistola, y, de alguna manera, el prestidigitador se las agenciabas para que en ese momento, y desde mi cuerpo, cayera el dichoso huevo, para provocar las carcajadas del público que ya reía.

   --Este es tan gallina –diría- que ha puesto un huevo.

   Mas, por mucha insistencia del cachanchán del hacedor de trucos, yo no me movía; el mago, en espera de que yo hiciera lo que su asistente me indicaba, pistola en mano, amenazaba y amenazaba, haciendo infinito mi sufrimiento. Ni siquiera, y si mis piernas me hubieran pertenecido, valía la pena que saliera huyendo, pues de todas formas me dispararía. Tan bloqueadas estaban, hasta las más primarias respuestas de auto conservación, que ni llorar podía, pues la capacidad de mirar, ver y observar aquel caño delante de mí, acaparaba toda mi energía.

   Cuando ya estaba a punto de morir del susto, una voz resonó en mis oídos.

   Era la voz del vengador, del justiciero, del gigante salvador, el hombre más fuerte del mundo, del omnipotente; inmune a balas y a sortilegios de nigromantes, hechizos de brujos y encantamientos de hipnotizadores: mi padre.

   —¡Alto ahí! —gritó.

   Y el ilusionista bajó la pistola.

   —Vengo en busca de mi hijo –dijo y se acercó al escenario.

   Entonces yo salté a su cuello y sus brazos me rodearon. ¡Estaba salvado!

   —Me parece que este juego es demasiado fuerte para un niño.

   Y por sobre un campo de minúsculas margaritas, trotó su caballo alejándome del reino de las angustias.