Hijo, el día que una manecita cálida y palpitante, como el aleteo de paloma, busque refugio en el amparo de tu mano de hombre, sentirás la dicha que inflama hasta los confines mismos del Universo, haciéndote el ser más bienafortunado de cuantos hayan existido; entonces, sólo entonces, sabrás cuánto te quiero.
En mi memoria, aún florece el recuerdo de la primera vez que te sostuve, tierno, suave y blando, junto a mi pecho estremecido de orgullo; y si para algo fueran útiles mis brazos, en ese momento te juré, mi niño, que serían para protegerte por siempre de cuánto peligro osara amenazarte. ¿Por qué, para qué otra causa más justa servirán las fuerzas de un padre, que no sea para dar salva y refugio al hijo; y su hombro, para servirle de apoyo?
Con raíces profundas y seguras, te sueño viviendo en mi corazón, porque así, con buen resguardo, crecí yo. De ello puedes estar seguro.
Recuerdo aquella función en que, una y otra vez, el mago había pedido la ayuda de un niño. Quizás por las fracciones de segundo con las que se me habían adelantado, o quién sabe si por mi timidez, fueron otros los que sacaron pañuelos de colores, desaparecieron naipes o, simplemente, sostuvieron el sombrero de copa; mas tome la decisión de que la próxima oportunidad sería mía, y así fue. Pronto me vi, subiendo la escalera al escenario y oí al hechicero haciendo no sé qué comentario acerca de mi persona. Todo ello fue suficiente para arrepentirme de mi osadía, y, por si fuera poco, el público aplaudió y se rio burlonamente; ya entonces me sentí terriblemente desventurado, sin adivinar que aún no comenzaba la representación del sortilegio del cual yo sería la víctima inocente.
Era el hombre moreno, de espesa barba negra y extraños y profundos ojos claros de mis pesadillas; y ya no supe si soñaba o vivía, pero igual tuve miedo y, como siempre desde la oscuridad de mi cama, quise que mi padre viniera. Y lo hubiera llamado con un hilo de voz entrecortada, irreconocible aún para mí, pero aquel que se decía venir de un país allende al mar, donde la magia, los encantadores y las serpientes eran cuestiones de todos los días, me dio a sostener un pequeño cofre, cuyo valor, a pesar del oro y zafiros con que estaba hecho, no tenía importancia alguna al lado del huevo que depositó dentro. Este, aunque muy parecido al de cualquier gallina, era el único huevo de dragón que existía ya. A él, se lo había encomendado el rajá más rico de Arabia, quien además, era el más terrible brujo de toda Asia, con el encargo y amenaza de que lo cuidara.
Y él, mago de teatro, inconsciente e irresponsable, me lo entregó a mí.
—No se te puede perder —me dijo, mientras envolvía el cofre sobre mi mano, con un pañuelo de extraños dibujos. Me sentó en una esquina del escenario y continuó su espectáculo, aunque preocupado por el huevo, entre acto y acto, iba, zafaba el envoltorio, abría el cofre y se aseguraba que aquel estuviera en su sitio. Y siempre la misma advertencia—: Tienes que conservarlo dentro del cofre.
Yo, al menos, no pensaba tocar aquel fardo más que lo necesario para sostenerlo; pero la banda de forajidos que perseguían al mago por todo el mundo sí estaban dispuesto a cualquier cosa para apoderarse del huevo de dragón; y por eso mis ojos estaban alertas y miraban inquisitivamente en derredor, tratando de descubrir la mínima señal de peligro en las zonas de penumbra detrás y por entre aquellos cortinajes del escenario.
El público reía, indolente ante el riesgo que yo, a pesar de mis siete años, enfrentaba por la vanidad de subirme sobre el tablado del espectáculo. Deseaba escapar, pero no podía, pues qué hacer con aquel maldito cofre. Entonces el mago una vez más se acercó a comprobar si el codiciado huevo estaba en su lugar. Yo, a sabiendas de que nadie había tocado el lío que descansaba sobre la palma de mi mano, estaba seguro que allí permanecía, por eso mi pensamiento era acaparado por el deseo de que se me liberara de semejante misión, superior a mis endebles fuerzas y poca capacidad de niño, para correr al refugio que constituía la luneta junto a mi padre: abrigo seguro, amparo total, y volver a disfrutar la tranquilidad de quien se sabe al buen resguardo del cariño de un hombre bueno y fuerte.
El mago, como quien desprende los pétalos de una flor, fue separando los pliegos de la tela hasta dejar el cofre, en todo su esplendor, a la vista del público. Abrió su tapa y, ¡oh, sorpresa!: el codiciado huevo había desaparecido. La capa celeste del hechicero aleteó desesperada por todo el escenario, pero pronto el hombre se convenció de que no habían sido los de la tropa de villanos que pretendían robárselo, entonces me acusó a mí. Yo juré no haberlo tomado, y en ello, el público, aunque sin dejar de reírse, me apoyó. Engañoso, el supuesto extranjero, una y otra vez despertaba en mí la esperanza de que me dejaría ir, pero una y otra vez reclamaba el huevo. Incapaz yo de dar una explicación de su desaparición, el malvado brujo sacó una pistola y, apuntándome con ella, me exigió que se lo devolviera.
¡Maldito mago tonto!
Ni aunque yo hubiese sabido quién y cómo alguien tomó el huevo, hubiera podido hablar, porque aquel cañón apuntándome, hacía el mismo efecto que la careta de gas que me pusieron en la cara cuando me fueron a extirpar las amígdalas: anestesiarme todo, con la salvedad que en ese horrible momento, yo conservaba la conciencia de lo que estaba ocurriendo, pero de todas formas era incapaz de mover ni siquiera los párpados para pestañar.
Tras bambalina, el ayudante del mago, insistentemente me hacía señas de que me acuclillara. Ahora, con la madurez de los años y sin un arma de fuego intimidándome, comprendo que toda aquello no era más que un juego: yo me agachaba esquivando la amenaza de la pistola, y, de alguna manera, el prestidigitador se las agenciabas para que en ese momento, y desde mi cuerpo, cayera el dichoso huevo, para provocar las carcajadas del público que ya reía.
--Este es tan gallina –diría- que ha puesto un huevo.
Mas, por mucha insistencia del cachanchán del hacedor de trucos, yo no me movía; el mago, en espera de que yo hiciera lo que su asistente me indicaba, pistola en mano, amenazaba y amenazaba, haciendo infinito mi sufrimiento. Ni siquiera, y si mis piernas me hubieran pertenecido, valía la pena que saliera huyendo, pues de todas formas me dispararía. Tan bloqueadas estaban, hasta las más primarias respuestas de auto conservación, que ni llorar podía, pues la capacidad de mirar, ver y observar aquel caño delante de mí, acaparaba toda mi energía.
Cuando ya estaba a punto de morir del susto, una voz resonó en mis oídos.
Era la voz del vengador, del justiciero, del gigante salvador, el hombre más fuerte del mundo, del omnipotente; inmune a balas y a sortilegios de nigromantes, hechizos de brujos y encantamientos de hipnotizadores: mi padre.
—¡Alto ahí! —gritó.
Y el ilusionista bajó la pistola.
—Vengo en busca de mi hijo –dijo y se acercó al escenario.
Entonces yo salté a su cuello y sus brazos me rodearon. ¡Estaba salvado!
—Me parece que este juego es demasiado fuerte para un niño.
Y por sobre un campo de minúsculas margaritas, trotó su caballo alejándome del reino de las angustias.