sábado, 4 de julio de 2020

El último negro esclavo

Al igual que Cristóbal Colón fue el primer europeo que plantó un pie en la mayor de las Antillas, hubo también un primer negro que pisara la isla. De ese, del que tuvo el triste honor de iniciar la inmigración esclava en la isla, se desconoce su identidad; pero el que cerró la fila para bajar del último barco negrero, el que finalizó la entrada de esclavos a Cuba, fue Faustino Capirote.

    El bergantín Fraternicé que lo trajo desde las costas de África, llegó a la entrada de La Habana el mismo día que el Gobernador General de la Isla decretó la abolición total de la esclavitud. La noticia se la dio el práctico del puerto al capitán del navío, por lo que este desistió de entrar en la bahía, así que dejó el barco al mando de Pierre, su hijo, con las indicaciones precisas para dirigirse al litoral de Caibarién y que fondeara entre los islotes frente a la costa. Él iría por tierra a aquel sitio, donde estaba seguro podría bajar el cargamento y encontrar compradores para los negros que traía.

    Junto a Cayo Francés, sin otra cosa qué hacer Pierre, y para contrarrestar los enjambres de jejenes, se encerró en su camarote a beber aguardiente; no llegó a emborracharse, pero el alcohol que ingirió fue suficiente para encenderle ocultos deseos que traía en la sangre.

    Era costumbre de su padre, al montar los prisioneros en África, seleccionar algunas negras jóvenes para que los marineros, y él mismo, saciaran la necesidad de hembra durante la travesía. Pierre disfrutaba también de aquel pasatiempo, y si bien era conocida su preferencia por las negritas púberes, nunca se había atrevido a expresar su verdadero deseo. En ocasiones, a pesar del mal olor y lo enrarecido del ambiente, entraba en los depósitos donde iba la carga, para contemplar a los negros desnudos tirados encimas de las tarimas, y después se masturbaba con el recuerdo de espaldas, nalgas macizas y robustos muslos de los más jóvenes.

    Embotado por la bebida y sin la presencia autoritaria del padre, decidió aprovechar, posiblemente la última oportunidad, de satisfacer su apetencia contra natura. Bajó a las bodegas y seleccionó a quien después en tierra se llamaría Faustino Capirote, cuando aún era un mozalbete tallado en la imagen perfecta de las ensoñaciones eróticas de Pierre; y, con un par de grilletes en los pies, se lo llevó a su camarote.

    Intentó limpiarlo un poco con un trapo mojado, pero el muchacho estaba tan asustado que no se dejaba tocar. Como sabía que por la fuerza le sería imposible poseerlo, pensó emborracharlo y le ofreció una jarra de ron. Sediento, el mozo se llevó a los labios el recipiente, pero no acostumbrado a aquel líquido que quemaba, lo escupió. Tendría que amarrarlo y, amenazándolo con una fusta, le indicó por señas que se acostara en el catre. Lo puso de espalda y le ató las manos a ambos lados del camastro. Con la misma cadena de los grilletes le sujetó los pies en las barras laterales. Para ello tuvo que separarle las piernas y fue entonces cuando pudo disfrutar de la vista que aquella grupa le mostraba: la hondonada que desde la espalda se insinuaba ligeramente, se hacía profunda y tentadora entre las dos tajadas de carne recia y abundante de las nalgas, y los testículos asomados entre los muslos.

    Pierre se le acercó y, precisamente por allí, comenzó a acariciarlo. El muchacho, si bien hasta ese momento había obedecido sin protestar, comenzó a rebelarse intentando deshacerse de las amarras y emitiendo voces que el negrero no entendía, pero que lo excitaban.

    ─Ahora te podrás quejar a tu gusto –le dijo cuando dispuesto a penetrarlo se puso a horcajadas sobre el catre, pero en ese momento tocaron en la puerta del camarote.

    ─Pierre, tu padre se acerca en un bote –le avisó uno de los marineros.

    El capitán había logrado, con la anuencia comprada del teniente de la Villa de San Juan de los Remedios, desembarcar la carga que traía por la playa de Carbó para vender la negrada a los colonos de la zona de San Isidro de Mayajigua y Yaguajay.

    En un momento llegarían dos patanas y había que apresurase en cubrir la desnudez de los futuros esclavos para poderlos llevar a tierra. En grupos de cinco en cinco los fueron sacando de las bodegas y les daban alguna prenda de vestir. A las mujeres era fácil cubrirlas, pues les ponían un sayo por la cabeza; pero los hombres perdían el equilibrio cuando intentaban meter los pies por las patas de los pantalones, y no lograban anudarse la tira de la cintura.

    Ya cuando el último grupo iba a descender hasta la barcaza que los llevaría a tierra, Pierre volvió a su camarote, soltó las amarras que sujetaban a Faustino, y con una de las toscas ropas de mujer, vistió al muchacho.

    Las dos patanas con la carga de negros recién traídos de África arribaron a la costa, y como Faustino Capirote ocupó el extremo de la cadena que arrastraba la fila de cautivos, fue el último en saltar al agua, para que las olas, llenas de sargazos, le acariciaran las piernas y los pies antes de marcar su huella en la arena, y dejar sellado así la entrada de esclavos a Cuba.

   Allí los esperaba Julián Zulueta, le pagó al capitán la mercancía, y este, junto a su hijo y a otros marineros, abordó el bote que los llevaría de nuevo al barco.

    ─¡Allez, ramez! –ordenó Pierre antes de lanzar una nostálgica mirada a la masa de negros desembarcados en tierra, tratando inútilmente de descubrir al muchacho con el que estuvo a punto de satisfacer el deseo, por tanto tiempo, oculto y reprimido.

   Los esclavos fueron conducidos a unos improvisados albergues de paredes de yagua y techos de guano ocultos en un monte cerca del trapiche Dolores y les dieron de comer del primer rancho que tendrían en la isla.

    Al día siguiente, cuando Don Julián volvió para chequear la mercancía, percibió el mal olor mucho antes de llegar al lugar donde se encontraban, y es que, el sazonado caldo con grasa de cerdo, a la que aquellos infelices no estaban acostumbrados, los enfermó del estómago, y habían tenido deposiciones pestilentes  por donde quiera.

    ─¿Cómo voy a vender estos negros cagados? –exclamó Julián Zulueta y ordenó que los llevaran al riachuelo cercano para que se bañaran y lavaran la ropa.

    Sucias y apestosas como estaban, las hembras no dejaban de ser, al menos, una visión apetitosa para sus guardianes, guajiros toscos y primitivos; y ellas fueron las primeras en ser conducidas hasta la poceta.

   ─¡Miren para acá! –le dijo uno de aquellos hombres a sus compañeros. Sostenía a alguien de espalda y por los hombros, y cuando los demás miraron, lo hizo girar para que lo vieran de frente.

    ─¡Una hembra con huevos y rabo! –exclamó uno de los peones.

     ─¡No seas comemierda! –dijo el capataz del grupo─ ¿No ves que este es macho?

   Y como si hubiera tenido la culpa del supuesto engaño, al infeliz le dieron el primer bofetón de los muchos que recibiría en su condición de esclavo.

   ─Y yo que la iba a tirar al suelo para subírmele arriba –lanzó con burla quien lo había descubierto.

    Tuvieron que esperar tres días para comenzar la venta clandestina de aquellos seres. En ese tiempo, murieron dos viejos y los dos únicos niños que había en la partida.

    ─No voy a sacar ni los gastos –se quejó Julián Zulueta, pero con buenos argumentos aprendidos en su larga experiencia de vendedor de seres humanos, unas veces regateando y otras cediendo en el precio pedido, fue saliendo de la carga.

    Faustino fue comprado, junto con otros dos jóvenes, por don Miguel Capirote, un gallego empobrecido, a quien solo le quedaba una pequeña colonia de caña, cerca del poblado de Meneses. Con aquella inversión, para la que usó todo el capital en efectivo que le quedaba, pensaba mejorar sus negocios. Fue él quien le dio nombre cristiano a Faustino y, como era la ordenanza de la época, su apellido.

    Don Miguel, en compañía de un mayoral, se llevó a los tres negros por los trillos del monte para no ser visto. Llegaron de noche. Una esclava les dio de comer a los encadenados antes de que los encerraran en la parte que quedaba en pie del antiguo barracón, y allí se tiraron en el suelo a dormir.

   Al día siguiente, en las primeras horas del alba, cuando el sol sólo se anunciaba en un enrojecido horizonte, los despertaron y los sacaron fuera para que tomaran un tazón de agua caliente con azúcar y comieran unos galletones antes de repartir las guatacas para desyerbar la caña que nacía. A los nuevos esclavos les mantuvieron los grilletes en los pies para que no pudieran escapar y así se los llevaron para el cañaveral.

    Los otros dos negros que habían venido con Faustino, procedían de una etnia africana diferente, y por tanto hablaban otra lengua; el resto de la dotación había nacido en Cuba, así que el joven no tenía con quién comunicarse. Se sentía infeliz y desdichado, pero no por ello, dejaba de mirar con asombro aquel mundo totalmente nuevo y desconocido para él.

   La primera mujer blanca que Faustino vio en su vida fue a la esposa de don Miguel Capirote. Ocurrió al mediodía, cuando los regresaron al batey de la finca. Ella estaba en la cocina de la casa y salió un momento al patio. Faustino se maravilló al verla y, a un descuido del mayoral, se salió de la fila y se le acercó dando traspiés por culpa de los grilletes.

   La mujer no se había percatado, pero el revuelo de las gallinas la hizo levantar la vista y ver al joven. El susto la dejó inmóvil, pero cuando este trató de olerla de cerca, reaccionó y gritó. El mayoral ya venía corriendo y lo apartó con brusquedad.

    ─No se asuste, doña –y a manera de justificación por su negligencia, aclaró─: Es que es de los que llegaron anoche.

   La esposa de Capirote entró a la carrera para la casa y cerró la puerta de la cocina.

    ─Vamos, negro. Apártate –le gritó el mayoral─. Ni esa ni ninguna blanca es para ti –le dijo mientras lo empujaba, pero Faustino sin entender el significado de aquellas palabras, comenzó a danzar, dándose en el pecho con los puños y, más que cantar, emitía unos sonidos guturales con los que los hombres de su tribu excitaban sexualmente a las mujeres en los rituales de cópula colectiva. Y por el resto de su vida la mujer blanca fue la única imagen que tuvo para la satisfacción de sus ímpetus masculinos.

    De nada valieron el látigo y el cepo. La señora no se podía dejar ver de Faustino, pues este se excitaba y quería acercársele.

    ─Lo voy a capar –amenazaba don Miguel─. ¡Por mi madre que lo voy a capar!

    La pobre mujer vivía asustada y de noche no podía dormir. Como si tuviera un sentido fuera de lo normal, quizás el olfato, siempre que la esposa se preparaba para atender a los reclamos sexuales del marido, Faustino lo percibía y comenzaba a aullar y a gritar palabras que nadie entendía, pero que todos imaginaban lo que significaban. Entonces el mayoral tenía que venir a amarrarlo, pues se tornaba agresivo y se tiraba una y otra vez contra la puerta del barracón.

    Don Miguel, agobiado por los problemas económicos de los que no lograba salir, no sabía cómo enfrentar aquella insólita situación. Ya los esclavos habían dejado de serlo, y por lo tanto no los podía vender. Lo había inscrito en el registro de patrocinado, como si hubiera sido un antiguo esclavo suyo, pero sin hablar castellano y aún medio salvaje, cualquiera descubriría el engaño.

    El mayoral, temeroso de matarlo si cumplía los castigos que el amo le ordenaba, se limitaba a tratar de mantener controlado al joven. Puesto de acuerdo con una de las mujeres del barracón, propició que el muchacho se acostara con esta, para ver si se tranquilizaba, pero Faustino, que ya había aprendido algunas palabras en castellano, dijo:

    ─Negra no. Blanca.

   La solución, sin saber, se la trajo Tomás Delgado a Capirote. Necesitado de hombres para cortar una abundante cosecha de arroz que ya se desgranaba, vino en nombre de su tío Pepe para que le alquilara algunos patrocinados. Don Miguel aceptó gustoso.

    ─Este ―dijo cuando le entregó a Florentino―, no deja vivir a mi esposa.

    ─Yo sé lo que es estar obsesionado por una mujer. Me lo traigo.

    Faustino permaneció durante varios años al amparo de Tomás, pues don Miguel Capirote no quiso que volviera a su finca. La madre de Tomás fue quien le enseñó a hablar castellano y le cambió hábitos y costumbres, como decía ella, «de mono de la selva» por otros «de cristiano». Tomás, por su parte, lo adiestró en el trabajo del campo y le transmitió los conocimientos que tenía acerca de la cría de animales y del cultivo de la tierra.

    ─Los mameyes hay que cogerlos en menguante.

     También en aquella casa, decía mi madre que Faustino oyó quejas por otros abusos e injusticias, diferentes a los cometidos con él, pero no menos infames. Supo que también Cuba era esclava y que había que liberarla de España, y aunque estas ideas iban más allá de lo que podía entender, él procedía de una tribu de guerreros y no dudó en acompañar a Tomás a la guerra cuando llegó el momento.

   Faustino Capirote prefería combatir desde el suelo. Usaba sólo el caballo para las marchas y los asaltos, pero enseguida que estaba dentro de las filas enemigas, desmontaba y usaba a la bestia en hábiles estratagemas, pues lo mismo salía o se ocultaba por debajo del animal, que lo usaba de escudo o lo saltaba y caía al otro lado. Desde niño lo habían adiestrado a usar las dos manos, así que con la derecha manejaba la lanza de caña brava, mientras que en la izquierda blandía el machete. Forma tan original de combatir desorientaba a los soldados españoles y lo convertía en un hombre muy temible. Siempre trataba de situarse cerca de Tomás, y en más de una ocasión lo ayudó a salir de algún lance peligroso Cuando tocaban retirada, Faustino caía a horcajadas sobre su caballo y con sus descubiertos talones, golpeaba los ijares al animal y galopaba al lado de su capitán.

     A pesar de su valor en el combate, nunca alcanzó grado militar alguno, pues no tenía dotes para dirigir y conservaba muchas actitudes tribales, por ejemplo, venerar y obedecer ciegamente a Tomás, a quien consideraba un jefe patriarcal, más que a un oficial. Por eso, Faustino no se perdonaba el no haber llegado a tiempo para impedir que remataran a su oricha Olodofi después de que una bala lo derribara.

    Sin la presencia de este, decía mi madre que Faustino no peleó con el mismo ímpetu, pues el concepto de libertad del país estaba muy por encima de su entendimiento.  Cuando lo licenciaron, volvió a la finca de donde había salido; allí levantó una rústica choza de paredes de yagua y techo de guano y comenzó a trabajar para la viuda de Tomás como guardián de las tierras y los animales, pues su interés era haber seguido en la pelea y no volver a los trabajos agrícolas que consideraba de mujeres.

   Por eso, cuando el 20 de mayo de 1912 estalló la Guerra de los Independientes de Color, Faustino accedió a unirse al grupo de negros que Pepín Delgado, uno de los primos mulatos de Tomás, organizó y mandó a alzarse por la serranía del noreste de la provincia.

  El levantamiento fue rápidamente sofocado en todo el país, y si bien la represión a la población campesina negra y mestiza fue feroz en la zona oriental del país, los negros de Yaguajay, Mayajigua y Meneses también sufrieron de abusos y represalias. A pesar de que Pepín Delgado, con beneficio para su prestigio político, supo pactar a tiempo la rendición de los beligerantes, Faustino Capirote se negó a presentarse a las autoridades y por varios años se dedicó al bandolerismo. Las acusaciones de revuelta armada, robo, saqueo y asesinato, además de las numerosas violaciones de campesinas, fueron los motivos esgrimidos por la Guardia Rural que lo apresó, para, sin juicio alguno, lincharlo en pleno monte.

―¡Blancas! ―dicen que gritó con satisfacción antes de que halaran la soga que, cruzada por sobre un gajo de guácima, tenía anudada al cuello ꟷ. ¡Nunca con negras!

 

 

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