lunes, 23 de agosto de 2021

conducta sexual de algunos tíos

    Luis entró de nuevo a la casa para quitarse la ropa y ponerse el short que aún permanecía en el cuarto donde, en camas separadas, dormían tía Elena y Labrada.

 

―Eso ya lo aclaraste.

 

    Como su entrada coincidió con el aviso de que en ese momento, Manita García iba a recibir los regalos, tía Caridad…

 

    ―¿Tía Caridad es esta?

    ―No. Esa es Coca, y este, tío Baltasar. Tía Caridad está a este lado, después de Aida.

    ―Y este es Eulogio, su marido.   

    ―Sí.

    ―Parece que en esta parte, a la izquierda de Manita García están los menos queridos: Ángel, tío Ramiro, Pura María, Aida, tía Caridad y Eulogio.

 

   Caridad nació después de tres varones seguidos y con su aparición en la cadena de hijos, Manita García supo que la racha de los machos había terminado. Ello, unido a la desvergonzada posición que se vio obligada a tomar en la cópula en la que la fecundó, hizo que esta hija fuera, además de la encarnación de su incapacidad para parir siempre varones, el recuerdo de su pecado.

    Caridad fue la más bonita de las hermanas: cariñosa y atenta, parecía tener un don especial para adivinar, aún antes de que la madre misma lo supiera, cuál era en cada momento la voluntad o el deseo de Manita García, y se le adelantaba al pedido. Cuando esta iba a ordenar que barrieran el patio, ya tía Caridad estaba con la escoba de palma en la mano; que fueran a dormir, y ya la niña daba cabezazos. Mas todo ello, lejos de resultarle agradable, irritaba a Manita García, y manilarga como era, convencida de que le golpe enseña, con tía Caridad no le era fácil encontrar el momento para el castigo. Y si mientras Segundo el difunto estuvo vivo, la niña tuvo quien correspondiera a su cariño, la muerte de este la separó definitivamente de las dos personas que más le querían: su padre y su hermano Ángel.

    El muchacho, cinco años mayor que ella, fue quien le repitió el nombre de las cosas, la guio de la mano en sus primeros pasos y la ayudó a sostener la cuchara. Fue Ángel quien le traía coralinas y le crio un pollito a tití, quien una tarde se interpuso entre Manita García y ella cuando la madre le iba a pegar.

    Si la ida del padre dentro de una caja le fue extraña, la partida de Ángel un mes después, a la zanca del caballo de Manita García, le hizo llorar su ausencia más de una noche. Desde entonces fue torca y huraña y, ni siquiera cuando el coronel Tarafa conveniara con la madre la fundación de un pueblo en el sitio de la familia, tía Caridad sonrió a plenitud.

    El convertirse en hija de una mujer pudiente tampoco le trajo la felicidad, Desarrollada con precocidad y linda como era, debió ocultarse constantemente de los peones que cruzaron poniendo las líneas férreas, de los carpinteros que levantaron la estación y la casa nueva, y de los soñadores y buscavidas que comenzaron a aparecer en el pueblo.

    ―Mis hijas no son para muertos de hambre.

    Y Pepín, aunque no era precisamente un muerto de hambre, por mucho que tía Caridad lo amara, no era el ideal de yerno al que ya entonces aspiraba Manita García. Por eso cuando supo del sentimiento que había entre los jóvenes, actuó.

    El patrón de Pepín y propietario de la primera tienda de ropa que hubo en Jarahueca quería comprar unos solares para fabricar algunas casas, y Manita García sencillamente condicionó esta operación con el despido del muchacho. Unos días más tarde, cuando el ex dependiente se fue del pueblo, ella creyó que había solucionado el problema, y no fue hasta años después que supo la verdad.

    La partida de Pepín creó condiciones para que tía Caridad no se casara nunca. Cuando Fabián comenzó a visitar la casa y suponiéndose que era a ella a quien pretendía, optó por el suicidio, pero por suerte, cuando lo tenía ya todo previsto, se supo que a quien se quería de novia era a tía Lucrecia.

    Durante dos años, Manita García fue totalmente indiferente a la soltería de la hija, pero cuando esta. Motivada por el cura que una vez por semana atendía la capilla levantada en un solar que su madre tuvo a bien cederle al obispo, le dijo que quería entrar en un convento, Manita García decidió que tía Caridad debía casarse lo antes posible.

    Al cura le prohibió que volviera a poner un pie en Jarahueca. Como este no le hizo caso, y al domingo siguiente vino a dar la misa, Manita García se terció una canaca al pecho y con una escopeta en la mano y el machete de Segundo el difunto en la otra, fue hasta el templo donde, lanzando tiros al aire, hizo que el sacerdote abandonara el pueblo a todo correr, dejando inconclusa la consagración del pan.

    De nada valieron los ruegos de la hija para que la dejara cumplir con su vocación religiosa.

    ―A monja solo se meten las señoritas que han perdido la virginidad.

    Y antes de cumplirse tres meses del comentado incidente con el diocesano, Manita García celebró la boda de tía Caridad con el hijo de un próspero bodeguero de Yaguajay: Eulogio. La novia sabía que toda protesta era inútil, y convencida de que precisamente con aquella boda se vengaría de la madre, se vistió de blanco y firmó el acta matrimonial.

    Los recién casados se fueron rumbo a Santa Clara en el tren de las seis de la tarde y, tres horas después, cuando ya los novios estarían en el hotel, Manita García, según su costumbre, se fue a acostar. Quitó la sobrecama, la dobló y la puso sobre una silla, Sacudió la sábana, Levantó la almohada, y allí se encontró la nota que le había dejado tía Caridad.

    "Mi virginidad no se perdió. Yo se la entregué a Pepín hace años".

    Tía Caridad esperaba que Eulogio terminara de cepillarse los dientes. Acostada en su lecho nupcial había mirado varias veces su reloj en la mesita de noche al lado de la cama para saber el momento exacto en que Manita García leía la nota que le dejó.

    Cansada de ser amable, sumisa y atenta sin que a cambio recibiera el cariño y la comprensión que siempre deseó de la madre, se supo mal, no solo por la venganza que había preparado, sino porque sin remordimiento alguno disfrutaba imaginando la ansiedad que impediría a la madre acostarse en toda la noche, y la vergüenza que le acompañaría durante el resto de la vida desde que Eulogio se apareciera al día siguiente con ella en el primer tren de la mañana para devolverla a su casa.

    ―Caridad no es señorita.

 

    Luis entró de nuevo a la casa para quitarse la ropa y ponerse el short que aún permanecía en el cuarto donde, en camas separadas, dormían tía Elena y Labrada.

 

    ―Ya eso lo escribiste.

 

    Como su entrada coincidió con el aviso de que Manita García iba a recibir los regalos en ese momento, oyó cuando tía Caridad le pidió a Eulogio que fuera hasta el cuarto y le trajera una caja envuelta con papel amarillo que estaba en la segunda tabla del escaparate.

 

   ―Menos mal que me hiciste caso.

 

    Eulogio, hijo de un comerciante asturiano que vivía en Yaguajay, bambollero e iluso, pueril y cuentista, no reunía las condiciones necesarias para hacer cargo del negocio del padre, por lo que fue al otro hizo a quien este adiestró para la administración. Al primogénito lo mantuvo siempre como simple dependiente y se limitó a desarrollarle el sentido del trabajo, de la disciplina y la obediencia.

    Cuando Manita García necesitó un esposo para tía Caridad, seleccionó a Eulogio entre varios candidatos que se propuso a sí misma. Con el objetivo de materializar sus planes, fue a Yaguajay y le ofreció al asturiano un beneficioso empleo para el hijo. Teniendo a Eulogio en Jarahueca no le fue difícil que a los pocos días, el hombre estuviese enamorado de tía Caridad y que le declarara su amor en una carta que ella contestó obligada por su madre, De esa manera aceptaba el noviazgo, Entonces los escrúpulos del bodeguero español por el comentado escándalo con el cura del pueblo, surgieron como escollos en los proyectos de Manita García. Sin embargo, otro negocio: una gran tienda mixta, en la que Eulogio sería copartícipe atendiendo la parte de los víveres, decidió a este señor a hacer petición formal de la mano de tía Caridad para su hijo.

    La boda se efectuó solo por lo civil y, aunque muy íntima y familiar, hubo brindis y felicitaciones. Tía Caridad se mostró impasible ante todo lo que ocurría a su alrededor, y solo cuando el tren estrenó en la estación, se le vio sonreír con amargura. Ángel subió al coche para ayudarlos con la maleta y al bajar, en el descansillo de la escalera, fue el último en despedirse de la hermana.

    ―A Manita le va a pesar ―le dijo tía Caridad en ese momento.

 

    Eulogio salió del baño tal y como le habían orientado: en pijama: Para descalzarse se sentó en el borde del lecho y cuando se viró para tenderse, vio con sorpresa que tía Caridad se había quitado la sábana de encima y estaba completamente desnuda. Creyendo en ello pasión, se ilusionó, y él también se desprendió de la ropa, pero por muchas caricias, besos y juegos libidinosos que ensayó como preámbulo, no logró la respuesta que esperaba de su esposa, y tuvo que decidirse a efectuar la penetración.

    La casualidad a veces favorece a quien no lo mereces, dice un viejo proverbio chino; y fue casual que después de cientos, quizás hasta mil contactos sexuales que Eulogio había tenido con prostitutas de Yaguajay, fuera precisamente en este en el que se le rasgara el frenillo del prepucio. Ante tal circunstancia, y carente de una experiencia previa en tal sentido, supuso que la sensación dolorosa que sintió en el momento de penetrar el pene en la vagina, era producto de la presión que debió hacer para romper el himen; tanto la sangre que por esa razón manchara la sábana, como la rasgadura misma que después se vio en el miembro, fueron pruebas más que fehacientes de la honra, el pundonor, la vergüenza y decoro den la familia de Manita García.

    Este incidente le impidió a Eulogio volver a tener relaciones sexuales durante el resto de la luna de miel, pero ello no lo mortificó, pues el orgullo sentido a partir de aquel momento por su pequeño falo, le compensó en esos días el placer de la carne.

    ―Herido, pero triunfante.

    Contrario a la suposición de tía Caridad, esa noche Manita García durmió plácidamente, pues en aquella nota solo vio una pueril agresión, un simple deseo de asustarla, y no la verdad que echaría por tierra los principios de su vida, y probaría la debilidad de lo que siempre creyó controlado. No obstante, a pesar de tanta certeza y seguridad, como siempre hizo en la manigua, valoró otras posibilidades de acción, y a la mañana siguiente, cuando oyó pitar el primer tren que venía de Santa Clara, se levantó de la mesa en la que desayunaba y puso botellas de alcohol por todas las esquinas de la casa, se convenció de que las trancas para asegurar las puertas estaban en su sitio, y puso a mano el machete con el que Segundo el difunto había peleado en la Guerra de Independencia y con el que ella, antes de prenderle fuego a su casa con tía Caridad dentro, le cortaría la cabeza a Eulogio si esa mañana se le paraba delante.

 

    En la primera tabla del medio, Eulogio vio una caja azul, creyendo recordar que debía forrarla con un papel amarillo, desenvolvió un estuche que había también dentro del escaparate y empaquetó el encargo. Con él en la mano volvió junto a su mujer.

    Generalmente la entrega de regalos se hacía ates de pasar al comedor para el almuerzo. Manita García se sentaba en uno de los robustos sillones de cedro y pajilla que había en la saleta, y allí, rodeada de todos sus hijos y todos sus nietos…

 

    ―Tú ves, eso es lo que yo no soporto.

    ―¡Qué majadero eres! ¿Qué no soportas ahora?

    ―El matiz idílico que quieres dar, Tú hubieras sido un buen decorador o maquillista: tapas las cosas que resultan fea y desagradables con una facilidad espantosa.

    ―¿Y a qué viene esa descarga?

    ―Tú sabes bien que "todos" los nietos no venían al dichoso almuerzo.

    ―Bueno, es un decir, ¿no? Venían los más chiquitos…

    ―Los que traína los padres.

    ―Para esa época, Manita tenía nietos casados, hombre con otros compromisos.

    ―¿Quieres una música de fondo para que te quede bien linda la explicación?

A los almuerzos de Manita asistían los hijos, por el fanatismo que ella les fabricó y que diariamente alimentaba…

    ―Pero…

    ―¡Déjame hablar, coño! ¿Déjame hacerlo aunque solo sea una vez en la vida! ¿eh? Venían las nueras y los yernos, porque no les quedaba otro remedio, y venían los nietos mientras eran niños y no tenía poder de decisión, porque a medida que se hacían jóvenes…

    ―Los jóvenes siempre han tenido otros intereses.

    ―Y nunca han soportado a los viejos. Y mucho menos a los viejos como Manita.

 

    Pero como a Manita García últimamente le estaba faltando el aire, ese año prefirió la comadrita junto a la ventana de celosías del comedor. Allí se había celebrado el brindis con la primicia del año, y allí se estaba cerca del aroma de sus yerbas medicinales.

 

    ―Y de las flores que algún día te pondrían encima.

 

    Tío Baltasar fue el primero en acercársele con su regalo.

 

    ―¡Ay, déjame contar esta parte a mí! Después si no te gusta, la quitas o las arreglas… Anda.

    ―Está bien.

 

     Bueno, queridos lectores, la cosa fue así. Manita García de una manera u otra ya sabía lo que cada uno de sus hijos le regalaría. Sin que la vieran, o a lo descarado, había abierto unos paquetes, les había cogido el peso a otros, los había olido o movido para ver a qué sonaban, y como el mejor regalo de este año era el de tío Baltasar y Coca, sentada en su comadrita, Manita García los miró para que fueran ellos los primeros en darle el obsequio.

 

    ―Paréntesis. Fíjate que no repetí la palabra regalo. La iba a poner, pero como me percaté que ya aparecía tres renglones más arriba, cogí, como haces tú, el diccionario de sinónimos y busqué: donación, ofrenda, concesión, adehala, merced, dádiva, presente, regalamiento, propina, garamas, obsequio…

    ―Está bien, sigue.

 

        Tío Baltasar salió el ruedo, se acercó a Manita García y dijo más o menos el mismo discursito de todos los años.

    ―Para una madrecita tan linda y tan bueno como la que Dios me ha dado, viene hasta aquí su hijo agradecido desearle la mayor felicidad del mundo.

    Entonces se inclinaba para darle un beso en la arrugada mejilla, momento en que Manita García aprovechaba para decir:

    ―Mi felicidad son mis hijos.

    Tío Baltasar daba un paso al lado, Coca se acercaba a la suegra con el regalo en las manos (ese año lo cargó) y le depositaba otro ósculo en la faz.

 

    ―Por favor, cierra ya el diccionario de sinónimos.

 

    ―¡Un ventilador! ―exclamaron los presentes.

    De esa manera, Manita García aseguraba que quienes trajeron baratos o insignificantes regalos, se sintieran abochornados y al año siguiente mejoraran la calidad de los presentes.

    A continuación, cada uno de los hijos repetía el ritual: el discurso, el beso y el regalo, Quienes resultaran humillados por los mejores presentes del año o trajeron bagatelas, se veían en la necesidad de hacerse le harakiri delante de la familia.

    ―Mi madre sabe que la situación económica de este hijo (o hija, casi siempre) que la idolatra no le permite traerle el regalo que ella merece, pero quiero que sepa que en este modesto obsequio está…

   Y como generalmente a llegar a este punto se comenzaba a llorar, hasta que no se abría el paquete, no se sabía lo que contenía.

    A tía Caridad nunca nada de esto le importó. Si alguna vez Eulogio, para no ser menos que los demás, le propuso aumentar el presupuesto del regalo del Día de las Madres, ella le quitó la idea. Siempre se quedaba para último y se limitaba a decir:

    ―Felicidades.

    Eulogio era quien la besaba, y ese año, como le correspondía, le entregó a la suegra una caja forrada en un muy aparente y ya mencionado papel amarillo, agregado de su cosecha.

    ―Para que lo use.

    Manita García tomó el paquetico y con mucho cuidado, como siempre hacía, quitó la precinta y desdobló el envoltorio, cogió la caja que contenía, y sin verla, ella misma, la enseñó.

    ―¡Kotex! ―se exclamó con asombro en aquel recinto.

    A Manita García le debe haber subido la presión, pues se puso roja de ira, La primera reacción que tuvo fue tirarle la caja al yerno por la cabeza, pero logró contenerse y para no echar a perder la festividad, se limitó a decir con marcada intención.

     ―Caridad, parece que una vez más tu marido se equivocó y cogió la caja que no era.

   Pareció que hasta allí llegaría el desagradable incidente, pero tío Ramiro, creyéndose, como hijo mayor que era, en la obligación de lavar aquella burla, sacó una pistola de debajo de la camia y apuntando al techo, gritó:  

    ―¡Yo te mato, cabrón!

    Congénita o adquirida, tío Ramiro siempre tuvo vocación de campesino. Cuando aún no caminaba, gustaba de gatear hasta donde Segundo el difunto había dejado las polainas y cabalgarlas como bestia de monta o que este lo sentara en las piernas para en las piernas para con sus manitas apretar, como si ordeñara, la ubre de la vaca. Después siempre anduvo con el padre entre los cangres de yuca o capando puercos, aventando arroz o enyugando bueyes, pues para el muchacho no hubo otro juego ni otro placer que imitar al padre en la forma de ponerse el machete o de sopesar en la mano al gallo fino.

    Manita García, por su parte, había decidido que sus hijos no fueran hombres de campo, y aunque fue la viudez la circunstancia que le permitió poner en práctica sus planes, precisamente fue la ausencia del padre quien hizo que el muchacho la desobedeciera.

 

    Al hospital de sangre donde laboraba el grupo de mujeres trajeron un día, como otras tantas veces, un maní herido en una escaramuza. El orificio de entrada de la bala parecía otra tetilla sobre el pectoral derecho, mas en la espalda las carnes desgarradas dejaban ver la agonía del pulmón, la ansiedad por retener un aire que se escapaba en cada distención, la laxitud de bronquios deshechos. Impotentes e impasibles ya ante tanta muerte, las madres, esposas y hermanas de los soldados cubanos, se limitaron a esperar para cerrarle los ojos y amortajarlo.

   ―Denme aguja e hilo ―pidió Manita García cuando llegó junto al moribundo, y puntada a puntada, como quien zurce la espalda raída de una camisa, le fue uniendo las carnes.

    ―Me salvaste la vida ―fue lo único que le dijo cuando meses después se incorporó de nuevo a las tropas de Carrillo, pero aquel hombre siempre le estuvo agradecido y, ya de civil y con la independencia, nunca le cobró los remiendos los zapatos que le llevara.

    ―Esta vez te traigo al muchacho para que me lo enseñes ―le dijo Manita García al mes de haberse quedado viuda.

     A la mañana siguiente de aquel encuentro, cuando el buen hombre fue a despertar a su aprendiz para que se levantara a barrer la zapatería, se encontró vacío el catre que le había armado. Quince días lo estuvieron buscando, Temiendo que lo hubieran raptado para brujerías, no hubo casa de negro que dejaran de registrar, Anduvieron y preguntaron por todos los caminos y finca; miraron en los ríos, indagaron a varios espiritistas, y don Ignacio Delgado prestó sus perros de caza para que lo rastrearan, más todo fue inútil. Al bohío de Manita García se dirigieron mujeres amigas con la intención de consolarla, pero esta se limitó a decir:

   ―Yo sé lo que ocurre.

    A los quince días, Juan de Dios lo encontró en el lindero del sitio y no le fue difícil convencerlo para llevarlo a la casa. Hambriento, sucio y demacrado, Manita García volvió a montar a tío Ramiro en la grupa del caballo y salió inmediatamente con él para Meneses. Para acortar la distancia dejó el camino real y atravesó La Montaña, En la última puerta de esta finca, cuando bajó al hijo para que la abriera, el muchacho se desprendió a correr y volvió a la casa.

Manita García también regreso, no sin antes de pasar por el batey de la haciendo. Allí habló con el capataz y este le facilitó lo que ella necesitaba, De nuevo en su sitio, metió a tío Ramio en el antiguo cepo para esclavos y al día siguiente, antes de partir a Meneses, le ajustó los grilletes en los tobillos.

    ―¿Pero usted está loca, Manita? Yo así no le acepto al muchacho ―le dijo el zapatero.

    ―Y yo me arrepiento de haberle salvado a usted la vida.

   Fue Juan de Dios quien intercedió por el cuñado con el pretexto de que necesitaba ayuda. Manita García puso la condición de que el hijo se fabricara un vara en tierra en el lindero que no viviera bajo su mismo techo.

    ―Usted es más bruta que mi abuela―le dijo el yerno, y sin encomendarse a Dios, le arrebató al muchacho de la mano y se lo llevó para el bohío de su hermano.

    Casi un año entero estuvo Manita García sin ver a tía Ramiro ni permitir que en su presencia se le mencionara. Durante todo ese tiempo los ruidos en la casa se hicieron insoportables: los taburetes se movían solos, las tazas y los vasos se salín de la alacena e iban a hacerse añicos en el piso de tierra y, por las noches, las tablas de palma de las paredes crujían como lamentándose.

    ―El espíritu de Segundo el difunto no puede descansar en paz ―vino un babalao a decirle desde Yaguajay.

    ―Tu marido pide el perdón ―le dijo la curandera de Ajinjibral en una consulta de salud.

    Pero a los muchos mensajes del más allá que Manita García pudo haber recibido por diferentes vías, se mantuvo en sus trece: sorda e intransigente. Fue necesario que el mismo día en que Segundo el difunto cumplía año de muerte, tía Hildelisa se pusiera grave, para que al fin accediera a que el hijo volviera a su hogar.

 

    Las mujeres comenzaron a gritar asustadas, los hombres inmovilizaron a tío Ramiro, y Eulogio, más pálido que un muerto, fue a refugiarse detrás de Manita García.

   ―¡Lo mato! ¡Lo mato! ―gritaba el agresor intentando apretar el gatillo del revólver.

    ―Ramiro, yo aún menstrúo.

 

    ―Eso se cría ella.

    ―No interfiera en el dramatismo de la situación.

    ―Dramatismo el cáncer que durante años la venía minando, Por eso era el sangramiento.

 

    Ante aquella aseveración de Manita García, todos los presentes quedaron paralizados por la sorpresa, sin saber qué hacer o decir. Fue la anciana quien envolvió de nuevo el paquete de Kotex y se lo entregó a tía Caridad.

    ―Tú sabes bien que el regalo es otro,

   ―Ya te dije que tu marido se había equivocado.

    Con aquella afirmación y para dar por terminado el incidente, Manita García se dirigió a tío Ramiro.

   ―Guarda esa pistola y dile a tu mujer que no se vaya a poner a llorar.

   

    Pura María había tenido una menopausia precoz. Recién casada supuso que estaba embarazada, y así se lo hizo saber a toda la familia. Comenzaron los preparativos de la canastilla y se habló con tío Baltasar y Coca para que fueran los padrinos de la criatura que iba a nacer. Meses más tarde, y ante la ausencia de otros signos, fundamentalmente el crecimiento del abdomen, un médico la reconoció y explicó lo que ocurría.

    Manita García, para no herir la sensibilidad de la rica heredera, ordenó a hijos e hijas, casados ya todos en ese momento, que evitaran tener descendencia hasta tanto ella no lo creyera oportuno.

   Años antes, en la época en que Manita García vendió la franja de tierra por donde pasaría la línea del ferrocarril, y puesta de acuerdo con el mismo general Tarafa para urbanizar su finca, tío Ramiro fue a contratarse con un hacendado al sur del río Caonao, y con él trabajó durante años. Este hombre, dueño de veinte caballerías de tierra dedicadas al pasto y de un importante número de cabezas de ganado cebú, era el padre de una única hija dulce y bondadosa, pero fea como un duelo a machete: Pura María

    Conocedor de las condiciones económicas de Manita García y de las personales de tío Ramiro, así como temeroso por la soltería de la hija a la que él había contribuido inconforme con todos y cada uno de los petimetres pelagatos y señoritos blandengues que con intenciones de galanteo se habían acercado a su casa, al cabo del tiempo, el hico hacendado, y ante la ausencia de otra mejor opción, hizo todo lo posible porque entre su heredera y el competente capataz naciera el amor, pero en vista de que el sentimiento no brotaba espontáneamente, se habló de negocio con la madre, y la boda no demoró en efectuarse.

 

    ―En el año cuarenta.

    ― Ese año se casaron casi todos los hijos de Manita.

    ―Parece que los hombres cogieron miedo de que se los fueran a llevar para la guerra.

    ―Tío Segundo y Naná, tío Ramiro con Pura María, tío Baltasar con Coca, Labrada con tía Hildelisa, Eulogio con tía Caridad.

 

    Cumplida la función obsesiva que acompañó a tío Ramiro durante la mayor parte de su vida de demostrar su incondicionalidad para con la madre, la pistola de cabo nacarado, regalo del suegro, volvió a su cartuchera. Tía Caridad fue hasta su cuarto y trajo el verdadero regalo: un estuche Crusellas con perfume, jabón y talco, y así se dio por terminada la primera parte de la ceremonia.

   ―¿Dónde están mis nietos? ―preguntó entonces Manita García.

   Y a la preguntad de su anciana madre, tío Baltasar fue apresuradamente hasta el Pontiac para buscar la caterva de sobrinos que allí esperaban por él para que los llevara hasta el río. Los muchachos al ver acercarse al tío, pensaron que había llegado la hora de partir, pero para su desconsuelo tuvieron que bajarse del auto e ir a vestirse nuevamente.

    Cada año, después que Manita García recibía los regalos, obsequiaba copias ampliadas de la foto que para la ocasión siempre se hacía, y eran precisamente los nietos quienes debían recogerlas.

    ―Muchas gracias, Manita ―debían decirle y darle un beso―, la pondremos en la sala de la casa.

    Desde que se instauró, en este ritual estuvieron presente los hijos de tía Elena y Juan de Dios, después los de tía Lucrecia y Fabián, pero a medida que se hicieron hombres, se negaron a continuar asistiendo a los sacrosantos almuerzos, y por ende no se presentaron nunca más a recoger la nombrada foto.

    ―Son unos malagradecidos ―decía Manita García de los hijos de tía Elena.

    ―Hijos de sorda, zorros ―sentenciaba de los de tía Lucrecia.

 

   Por la situación económica que debieron enfrentar Ángel y Aida cuando se casaron y compraron la farmacia en Jarahueca, evitaron la preñez durante cinco años, pues aunque Manita García pudo haberles ayudado con el dinero, Aida siempre alegó la intuición de que no debían aceptarlo.

    Cuando pagaron sus deudas y la situación se les hizo holgada, eliminaron los impedimentos puestos para evitar el encuentro de uno de los millones de espermatozoides de cada disparo eyaculatorio con el óvulo del ciclo menstrual de la ocasión. A pesar de la rapidez y el vigor de los primeros, así como de la buena implantación del segundo, pasaba el tiempo y el deseado embarazo no se presentaba.

 

   ―Parece que la Naturaleza no quería que nacieras. Jajaja.

 

   ―¿No tendremos hijos, Aida?

   Y sin que la premonición la alumbrara en este asunto, la clarividente solo podía acongojarse y encogerse de hombros como señal de ignorancia.

    Después vino la orden de Manita García de que por un tiempo se evitara descendencia en la familia, pero Aida negada en su fuera interno a obedecer, convenció a Ángel de lo innecesario de preservativo.

    Temerosa de que también fuera como en Pura María, un climaterio prematuro, durante tres meses se calló la ausencia del período, pero al fin fue la adivinación quien la sacó de dudas.

    El circo se armó en un terreno propiedad de Manita García y por ello le correspondieron dos de los palcos del centro. Tal acontecimiento en Jarahueca no era de desaprovechar, y la noche de la función fueron al espectáculo: la anciana dueña del solar yermo, tía Elena, tío Segundo y Naná, Eulogio y tía Caridad, Ángel y Aida.

    El mago, para terminar su número, ofreció responder la pregunta que cada quien escribiera en los papeles que su ayudante repartía. A pesar de que Manita García comentó que era un truco previamente acordado con algunas personas del pueblo, Aida se pudo de pie y pidió un papel. Escribió su pregunta y equivocando el año en que estaban, firmó con un pseudónimo.

    ―Cuarenta y tres ―resonó la voz del mago dentro de la carpa del circo mientras su ayudante sostenía entre los dedos un papel doblado que se quemaba en la llama de una vela―. Sí estás en estado. Será varón y todo saldrá bien.

    Cuando Aida anunció que estaba embarazada todas las mujeres fértiles de la familia quedaron preñadas, por ello, antes de que llegaran los vientos de cuaresma del cuarenta y cinco, y otra vez el circo, Manita García se vio abuela de una nueva camada, esta vez de cinco varones; dos años después tuvo cuatro más, los que junto a los dos hijos malagradecidos de tía Elena y los dos zorros de tía Lucrecia, le completaban el fatídico número de trece nietos.

 

    ―¿Cuántos es trece más dos?

    ―No compliques las cosas, por favor.

    ―Quince.

    ―En mala hora comencé a escribir esta historia.

    ―El quince no es número fatídico, ¿eh?

    ―Oficialmente fueron trece nietos.

    ―Extraoficialmente, ofensiva e impúdicamente fueron quince nietos, Pero eso no es lo importante. Cuenta.

    ―¿Tú estás loco?

    ―¡Cuenta!

 

        Dieciocho años tenía tío Ramiro cuando se fue a trabajar con quien sería su suegro. Acostumbrado a las labores agrícolas, inicialmente se sintió desorientado en la atención de una finca ganadera, pero especialmente de Lázaro, uno de los peones, fue aprendiendo poco a poco los secretos del ganado, Negro educado a la antigua usanza siempre trató a Tío Ramiro de señorito.

    ―Pero si soy tan pobre como tú.

    ―Eso era antes ―le decía enseñándole la amarillez de las mascadas de los dientes― ahora doña Manita será rica.

    Los domingos tío Ramiro visitaba a su madre, pero ya a la hora de recoger los terneros estaba de nuevo en la finca; después de velar que se cumpliera era tarea, tuvo por costumbre ir a conversar con Lázaro y allí, en aquel bohío y con aquella familia, permanecía hasta el oscurecer. A veces jugaban al dominó, y entonces el hombre llamaba a Regla para completar las parejas, Callada, leve y sumisa, la muchacha ocultaba la mirada, no por pena o decoro, sino porque en sus ojos se asomaba el diablo, como también se le asomaba, para quien quisiera verlo, en las carnes firmes y saltarinas debajo del túnico; y en cueros, como cuando la parieron, la vio un día tío Ramiro. Iba a atravesar el río, y como andaba sin cabalgadura, buscó el paso por donde las mujeres frecuentaban lavar; allí Regla después de terminar su trabajo, se había dado una zambullida en la poza para refrescarse y entre las santajuanas de la orilla permanecía dispuesta a ponerse el vestido, La sorpresa les hizo a los dos correr a esconderse, pero al siguiente domingo la muchacha buscó la oportunidad para hablarle.

    ―Todos los martes por la mañana, yo lavo.

    Veinte años son muchos deseos para poderlos refrenar, y sobre la yerba, como deben haberse tendido sus tatarabuelas africanas, Regla se echó y abrió las piernas para recibir a quien desde ese momento sería su hombre.

    Los mayitos y tomeguines del pinar se alarmaron con el grito de dolor de la muchacha y atropelladamente, entre las hojas, levantaron vuelo, cuando como un lanzazo Tío Ramiro le penetró en las entrañas. Las mariposas y zunzunes les revolotearon cerca pensando que entre tantos suspiros y muestras de placer, habría néctar, pero la unión que por el susto de la primera vez comenzó tierna y torpe, se fue volviendo sofocada y brusca, agresiva y brutal. Unas veces, él encima queriéndola destrozar a golpes de pelvis, otras, ella tirada sobre él intentando entonces aplastarlo para exprimirle la savia de sus carnes. Y al final, muertos los dos sobre una alfombra de hojas secas, sudor, sangre y semen.

   Y ese fue el chantaje que el hacendado utilizó a la hora de proponerle a Manita García el negocio para el matrimonio de sus respectivos hijos.

    ―Ramiro está viviendo con una negra de la finca.

    La necesidad que tuvo tío Ramiro de compensar su desobediencia infantil, se tradujo en una afiliación incondicional para con la madre, postura que le hizo aceptar el matrimonio con Pura María, pero que no fue lo suficientemente absoluta como para sacarlo, aunque fuera de manera sucinta, de la cama de Regla, quien por demás le había dado ya dos hijos.

    Pura María nunca fue proclive al matrimonio, ni después de casada al acto sexual, y si aceptó la unión carnal, fue por puro formalismo y obligación. Creyéndose encinta, considero oportuna la abstinencia y rechazó las caricias del marido. Cuando supo de las relaciones de tío Ramiro con la negra, lejos de oponerse a ellas, las propició trayendo a la querida de cocinera para la casa. Aburrid de mantener una falsa ignorancia, primero se comprometió a ser tolerante y guardar silencio, pero terminó por proponer el compartir los tres la cama, despertándosele desde entonces un interés desconocido por el goce sexual.

    Quizás si tío Ramiro hubiese valorado lo que hacía, se hubiera repudiado, pero le gustó la experiencia y se limitó a disfrutarla, Con el tiempo se fueron definiendo roles y preferencias. Pura María se satisfacía con Regla, tío Ramiro se excitaba de forma muy particular observando el jugueteo sexual de las mujeres, y Regla se servía de los dos esposos.

 

    Terminada la entrega de las fotos, Manita García con un gesto de brazos llamó a su seno a los nueve nietos presentes: quiso así, estrecharlos a todos juntos.

    ―En ustedes tengo la esperanza de que esta familia que he fundado, se mantenga siempre fiel a los principios de mi vida.

    Los mayores, adiestrados ya por la experiencia y las órdenes de sus respectivos padres, permanecieron tranquilos y en silencio en la ceremonia en la que todos los años ellos eran el foco central del discurso de la abuela. Fue Salvito quien, apremiado por el deseado chapuzón en el río, la interrumpió.

    ―Manita, queremos ir a bañarnos al río.

    Y sin percatarse de la alteración que por el sobresalto se produjo en el ritmo respiratorio de todos los presentes, agregó:

    ―Dile a tío Baltasar que nos lleve.

    ―Sí, mi amor, Van a ir, pues yo lo que quiero es ustedes se sientan felices.

    Y lo que pudo ser solo una breve pausa, o más bien un punto de giro o apoyo en lo que Manita García siempre decía, se convirtió en el colofón del acto, pues Salvito, creyéndose que ya era la hora de la partida, se desprendió de los dedos anula y meñique de la mano izquierda que le habían tocado sostener en el abrazo colectivo, y salió corriendo hacia su cuarto, quitándose ya la ropa al momento que gritaba:

    ―¡Viva!

    Y detrás de él, los otros ocho nietos que también gritaron:

    ―¡Viva!

    Entusiasmado o precavido, tío Segundo tuvo la feliz iniciativa de unirse también a los vítores, y aunque en los muchachos la intención era otra, él le dio el matiz que convenía al momento.

    ―¡Viva, Manita!

    ―¡Viva!

    Y en un gesto de gran ternura, sencillo, pero emotivo, Manita García se llevó las manos al pecho y dijo en un susurro:

    ―Llévalos, Baltasar.

 

jueves, 12 de agosto de 2021

Brotan los conflictos

―Tío, llévanos en máquina al río ―le pidió Guillermo el bizco a tío Baltasar.

    Guillermo en realidad no era bizco, pero como los gruesos cristales que debía usar para corregir su miopía no les permitían a sus ojos parecer derechos, se le apodó así. Quizás por este aparente defecto, Guillermo el bizco era el sobrino de tío Baltasar, y por ello se había decidido que fuera él quien le hiciera la solicitud al propietario del Pontiac más lujoso que había entrado a Jarahueca.

    ―¿Y por qué no? Estamos de fiesta ―dijo sonriente y se empinó una cerveza Hatuey, para de dos buchadas, como era su costumbre, tomarse la mitad―. Vayan a ponerse los shorts ―agregó.

    ―Ya los tenemos puestos ―dijeron los primos a una sola voz.

    ―Pues quítense la ropa.

    ―Yo no.

     Describir la mirada que tío Baltasar le echó a Luis, exigiría cientos de frases y miles de palabras para expresar las más disímiles intenciones que se expresaban en cada músculo de su cara.

 

        ―Yo lo resumiría con una palabra.

        ―¿Cuál?

        ―Tiene que ver con el apodo que te decía.

        ―¡Bah!

 

    Autosuficiente, sobrevalorado, orgulloso, optimista y bien parecido, ese era tío Baltasar. Si alguno de los hijos de Manita García era afortunado, ese era él. 

    ―Viene de pie ―dijo preocupada la improvisada comadrona sin saber que aquella forma de nacer era solo una señal de lo que sería la vida de quien ella recibía.

    Quizás el deseo acumulado por Segundo el difunto durante su ausencia, quizás la felicidad de Manita García por la noticia de que tendría un sitio estable donde vivió, o quizás las dos cosas juntas, determinaron genéticamente la buenaventura con que siempre vivió tío Baltasar.

    Once años necesitó la cuadrilla de hacheros para desmontar las tierras del General. Once años moviéndose paulatinamente, abriendo brechas, tumbando palos, árboles centenarios, palmas reales retoños esperanzados de ver el sol; limpiando palmo a palmo el paisaje que dejara en sus retinas el último siboney; y cuando ya los bohíos iban quedando demasiados lejos, levantarlos de nuevo un poco más allá.

    Al estar el lindero a la vista, se les liquidó el trabajo y se le concedió un mes para que buscaran dónde vivir. Fue entonces cuando Segundo el difunto, como el dinero ahorrado y una recomendación de su ex oficial, compró hacia el sur de Meneses una caballería y media de tierra para dedicarla al cultivo de frutos menores.  

    ―Tendremos que trabajar duro. Manita.

   En una carreta tirada por bueyes montaron los muebles y las pertenencias de su humilde hogar y, dos días después, no lejos de un limpio arroyo afluente cercando del Caunao, pero aún sin nombre, Manita García y sus hijos entraron al bohío que su marido había levantado.

    ―¿Te gusta?

    ―Todo lo que es mío, me gusta.

    El cada vez más abultado vientre de Manita García no fue impedimento para que además de atender la casa y comentar la cría, ayudara a Segundo el difunto con los sembrados, Y a pesar de que los resultados no se correspondían con el esfuerzo y el sudor que dedicaban, el matrimonio nunca se desalentó. Una fuerza desconocida, creciente e inexplicable para ellos, los mantenía animosos y esperanzados.

    Al fin una mañana, Manita García se reconoció de parto, y su marido, no habiendo comadrona cerca, buscó una mujer que recién había venido a vivir a la zona para que ayudara. La criatura, contrario a los vaticinios de su presentación de pie, nació rápido y, para asombro de todos, en vez de llorar, le rio a la vida. Junto a la placenta, salió después un pequeño feto momificado.

    Con la llegada al mundo de este niño, las gallinas comenzaron a poner huevos desaforadamente, las puercas a parir incontables lechones, y la arboleda a dar frutos antes de tiempo, No se volvieron a ver calabazas, mazorcas de maíz, ni hojas de tabaco como las de aquella época. Llovía cuando hacía falta y escampaba cuando era suficiente el agua. El recién nacido trajo la prosperidad, por eso, cuando hubo que ponerle nombre, Manita García no dudo en que este hijo debía llamarse Baltasar.

    ―Como el Rey Mago ―dijo.

    A pesar de nombre tan devoto, Baltasar no fue cristiano hasta los seis años. Fue una curandera quien al ser consultada por la enfermedad que comenzaba a padecer Segundo el difunto, ordenó que el muchacho dejara de ser judío. Y una vez más más se hizo patente la suerte que lo acompañaría durante toda su vida.

    La noche antes del bautizo, un hachero de la cuadrilla de su padre que iba a ser el padrino, se ahorcó en una mata de ateje perdida en una hondonada de Itabo, e inútilmente lo esperaron en la iglesia hasta media hora después de lo previsto.

    ―Yo puedo ser el padrino ―ofreció don Baltasar Izaguirre, de casualidad en ese momento en la parroquia―, en definitiva, se va a llamar como yo.

    Cuando al fin, unos años después murió Segundo el difunto, el propietario de Los Almacenes de Meneses propuso traer consigo al ahijado para que se adiestrara desde pequeño en el comercio y fuera a la escuela.

    Diez años más tarde, y cuando ya también tío Baltasar era dependiente, el único hijo de don Baltasar Izaguirre, despachando a una cliente, se cayó de la escalera de la peletería y se partió el cráneo, A partir de entonces el ahijado pasó, si no a llenar totalmente el espacio del hijo muerto, por lo menos a compensar un poco el vacío creado en el afecto y en la atención de los negocios del padrino. Fue por ello que, cuando don Baltasar Izaguirre, después de tantos años fuera, decidieran visitar la aldea de España, tío Baltasar se quedó al frente del establecimiento. Sin embargo, este viaje acrecentó la tristeza del matrimonio con nuevas nostalgias, depresiones e indiferencias ante la vida e hizo que, sin padecer enfermedad conocida, los ancianos murieran en breve, no sin antes favorecer al ahijado en el testamento.

    Tío Baltasar, temiendo que alguno de sus hermanos, hermanas o cuñados se decidieran pedirle dinero, y conocedor de que solo en la capital podría satisfacer sus deseos de hacerse verdaderamente rico, se fue a La Habana. Llevaba una dirección: la del taller de confecciones de ropa de vestir que les surtía, y el nombre de los dueños.

   Uno de los patrones acaba de morir ametrallado accidentalmente por la policía, y el taller no era la fábrica que imaginó, pero puesto en conversación con el otro propietario, aceptó invertir allí su dinero y pasar a ser socio de la firma.

    ―Pero con una condición―

   ―¿Cuál?

    ―Cambiar la línea de producción.

    Tío Baltasar sabía que la ropa de vestir que confeccionaban no competía con la mercancía que estaba entrando al país procedente de los Estados Unidos y, dada la gran demanda insatisfecha de ropa de trabajo que existía, Fayad y Hermanos comenzó a producir y vender pantalones de mezclilla, camisas de caqui y calzoncillos de lienzo.

    En poco tiempo, el taller que amenazaba con quebrar, se convirtió en un floreciente negocio que duplicó en breve el capital de sus dueños.

    Tía Baltasar demoró en casarse. En espera de que la muerte de alguien viniera a favorecerlo en su matrimonio, no lo hizo hasta casi quince años después de su llegada a La Habana y cuando ya tenía treinta y cinco años.

 

    ―Y Emilia veinte.

    ―Cuando se tomó esta foto, tío Baltasar estaba casado con Coca.

    ―¿Cuál es Coca?

    ―Esta.

   ―¿Y este señor canoso es tío Baltasar?

   ―Sí. Coca era muy católica y muy moral.

    ―¿A qué viene eso? ¿Me estás buscando la lengua?

    ―¿Yo…? ¡Oye, fíjate bien!

    ―Tú eres quien me estás sugiriendo comparaciones con Emilia.

    ―Yo solo comenté que Coca era muy católica.

    ―Y moral.

    ―Es verdad.

    ―Su moralidad y tu curiosidad provocaron el incidente con Fabián.

    ―¿Te acuerdas?

    ―Cuéntalo.

  

    Como tío Baltasar hacía dicho que los llevaría al río, los muchachos corrieron una vez más a la casa para quedarse en trusa y no perder tiempo cuando llegaran al agua. En la cocina, las hijas y mueras, pues ya era hora para ello, ponían a la candela el arroz, los frijoles negros y las yucas, mientras que Manita García dirigía la elaboración de los buñuelos de malanga, que con su salsa especial -única y secreta―, todos tendrían la oportunidad de probar y el cuidado de elogiar prolíferamente en el tradicional almuerzo.

    Temerosos de que con la irrupción en la casa volviera a desencadenarse otro conflicto que pusiera en peligro el tan desea paseo en máquina y baño en el río, los primos tuvieron a bien refrenar la carrera que llevaban y acallar el bullicio. En silencio y sin atropello llegaron al portal, entraron a la sala y, sin que nadie se percatar de sus presencias, penetraron en el primer cuarto a la izquierda y allí comenzaron a quitarse la ropa. Como el short de Luis esta aún dentro de la jaba, en el cuarto donde dormitaban en camas separadas tía Elena y Labrada, el muchacho fue hasta allí y tomó de un rincón lo que creyó su equipaje.

    ―Ese es el maletín de Fabián ―dijo uno de los primos cuando vio llegar al dormitorio donde ya la mayoría de ellos doblaban la ropa y guardaban los zapatos.

    Luis intentó regresar para colocar en su sitio y tomar en verdad su bolsa, pero lo detuvo el pensamiento colectivo que brotó coincidentemente en todos.

    No se piense en este acto como mera curiosidad infantil. Detrás del deseo de conocer el contenido de aquella valija, estaban los comentarios a media voz que siempre habían oído entre las tías acerca de cierta mercancía que Fabián le suministraba a los hombres, principalmente jóvenes y solteros, y a la que ellas se referían con picardía y maliciosas sonrisas.

    Estar allí sin haberse hecho sentir, tentados por el misterioso equipaje de Fabián, que sabían venían directamente de Santa Clara, sitio donde se comentaba estaba la fuente de la que se surtía, era ocasión para no desperdiciar, y unas cuantas tiernas manos de niños abrieron el maletín.

 

   La madre de Emilia siempre aspiró para su hija un buen matrimonio. Cuando creyó que su profesión de modista alejaba a los mejores pretendientes, arregló la sala y cambió la máquina de coser para el último cuarto de la casa; allí podría, y sin que nadie se enterara, ganarse unos pesos cosiendo ropa al por mayor para algún taller de confecciones.

    En Fayad y Hermanos tomó de prueba una docena de pantalones, y aunque le aprobaron el trabajo y la iban a contratar, ella no lo aceptó y fue a proponerse a otro taller.

    Después de haber conocido a estudiantes de Medicina y de Derecho sin que ninguno se interesar seriamente por su hija, un hombre como tío Baltasar, joven aún, propietario, buen mozo y sin la maldad del capitalino, le convenía más para yerno que para patrón. Matrona de elegantes artimañas, se las agenció para que a los quince días de haberlo conocido casualmente en el taller donde fue a llevar los pantalones ya cosidos, tío Baltasar la visitara en la casa, conociera a Emili y prometiera volver al domingo siguiente.

    Como el noviazgo se alargaba más de lo prudencial, y temiendo que tío Baltasar no acaba de decidirse, cuatro años después de férreo chaperoneo, la suegra tuvo a bien comenzar a propiciar situaciones que obligaran a la boda, y comenzó a dormirse en su sillón, mientras que los novios conversaban. Al principio eran simples cabezazos y repelones, pero con el tiempo el sueño fue tan profundo que ni aún las crisis de tos de tío Baltasar ni el ruido que producían las tijeras del bordado al caerse al suelo, la despertaba.

   El jugueteo amoroso no fue más que eso: ciertas intimas caricias para el desahogo, aunque sin desfloración de deshonra, pero lo que la madre de Emilio vio, fue suficiente para exigir una reparación. Por ello, y sin que mediara la muerte de alguien para la buenaventura, tío Baltasar tuvo que contraer nupcias con su prometida.

 

    Coca siempre se creyó con principios morales más sólidos que los rígidos patrones de la familia de su marido, los de este eran intuitivos y tradicionales, mientras que los de ella, aunque más flexibles y modernos, tenían de basamento la Teología Cristiana.

    ―¡Jesús me ampare! ¿Qué es esto? ―gritó Coca con las manos en la cabeza.

   Coca, al ir en busca de alguna de las cremas que traía para suavizar la piel y quitarse el olor a cebolla de las uñas, había ido hasta el primer cuarto de la casa, y se encontró a un grupo de muchachos de diferentes edades que leían y miraban las fotos de una misma novelita de relajo: Una viuda caliente, repetida en montones de ejemplares que se salían del maletín de Fabián.

    Cogidos in fraganti, no tuvieron tiempo de ocultar lo que hacían y, temiendo represalias físicas, escaparon de allí, dejado al descubierto. Encima de la cama, cerca de las patas del escaparate, sobre la cómoda, debajo de la comadrita y junto a pantalones, camisas y zapatos, las más disímiles fotos pornográficas que aparecían en dicho librito.

 

    Yo no sé cómo ese día al fin lograron que estuviera el almuerzo.

   ―No me interrumpas. Déjame seguir.

    ―Estás inspirado, ¿eh?

 

    Aquella exclamación de Coca hizo que hombre y mujeres de la casa corrieran al cuarto. Pensando alguna desgracia mayor, lo que vieron no escandalizó a nadie; en definitiva Manita García no tenía ni una sola nieta y, según el criterio de todos los presentes, era bueno que los muchachos fueran viendo cómo era la vida para que no hubiera en ellos, cuando hombres, desviaciones que lamentar.

    Manita García y las tías se retiraron oportunamente después de haber comprobado de qué se trataba, y los hombres, encabezados por Fabián, se pusieron a recoger la mercancía, pero ninguno de los argumentos expuestos convenció a Coca. Aquella era, según su criterio, una inmoralidad. Fabián un depravado y aquella, una casa de perdición.

   La calificación del hecho se le interpretó como histerismo. La acusación al concuño solo despertó en este un cáustico comentario, pero la ofensa al hogar de Manita García provocó en sus hijos una reacción comparable a la erupción de un volcán. Ti Baltasar fue impelido por los hermanos a poner freno a la soez lengua de su mujer, pero no satisfechos con el "cállate, Coca" que le dijo, lo acusaron de flojo, pusilánime y excesivamente complaciente.

    ―Por menos que eso, le parto la boca a mi mujer ―dijo Fabián.

    Y como hacía tiempo les había llegado el comentario, tío Baltasar creyó oportuno focalizar el conflicto hacia ese tema y acusó a Fabián de pegarle a tía Lucrecia.

   ―Antes de que me los pegue, le pego yo.

    Pero aquella insinuación era demasiado ofensiva para su hermano, y tío Ramiro se creyó en el deber de exigir una explicación a Fabián.

    ―El problema aquí, ahora, es la ofensa que Coca le ha hecho a nuestra madre ―exclamó Ángel exigiendo una reparación.

    Y la mano de galletas de tío Baltasar a Coca, la gritería de esta, así como la piñacera entre tío Ramiro y Fabián parecía inevitable cuando, por suerte, apareció en la habitación Manita García.

   ―¡Basta ya!

 

    Quizás la época más feliz en la vida de Manita García fue el tiempo que vivió con su marido en el sitio de Jarahueca. Ni aún cuando años más tarde se hizo rica de la noche a la mañana con la urbanización de su tierra, la existencia le fue tan grata. Por aquel entonces tuvo la satisfacción, nunca antes sentida, de trabajar lo suyo, de saberse dueña, de poder decidir hasta en la Naturaleza misma.

    ―Vamos a tumbar ese cedro.

    ―Te voy a curar ese impétigo.

    ―La yegua no se pude dejar cargar.

    ―Represen el arroyo.

    Y con la madurez se fue acentuando en ella ese don de mano y autoridad que le dio brillo a los ojos en su vejez. Mujer al fin y al cabo, siempre debió obediencia a su marido, pero cuando unos años más tarde, Segundo el difunto se murió a consecuencia de la caída que se había dado precisamente el día que embarazó por séptima vea a su mujer, Manita García no volvió a conocer otro deseo ni otra voluntad que no fuera la suya.

    A media tarde, y cuando el sol se había calmado del implacable mediodía, Segundo el difunto fue a guardar el ternero, y en esos menesteres estaba cuando resbaló y se cayó de espalda sobre el cabo de una guataca. Golpe tal, solo podía arrancar una maldición en la boca del guajiro, quizás un "me cago en Dios", y aquí no ha pasado nada, pues los animales y los cultivos no podían esperar. Esa noche, antes de apagarse la última chismosa en el bohío, Manita García le frotó un poco de cebo de carnero en la espada a su marido, a quien el roce de las manos de su mujer sobre la piel, le despertó el deseo; a ella, la consistencia firme y dura de los músculos del hombre no le habían sido indiferentes, pero temiendo que su marido no le propondría la cópula por estar embarazada, trató de no mirar el ensortijado pelo negro sobre la nuca ni percibir la excitante combinación de olores que resultaba de macho y cebo.

    ―Pero si no puedes moverte ―le dijo cuando Segundo el difunto se viró boca arriba y se enseñó.

    ―Súbete tú.

    A vejación semejante nunca había sido sometida, por lo que, junto a las lágrimas de la obediencia, se tragó los suspiros de placer que inesperadamente y, a pesar de la repulsión que sentía por tener que comportarse como una mujer de la vida, quisieron ahogarle la garganta.

 

    ―Basta ya ―repitió Manita García, y sus hijos, nueras y yerno acataron la orden―. Yo he creado una familia bien llevada. Somos ejemplo. En mi hogar reina el entendimiento y la compresión.

 

   Tía Elena vino para las tierras que después serían el poblado de Jarahueca cuando ya era una polloncita. En la zona, junto a algunos sitios de Meneses, comenzaron a asentarse isleños recién llegados de Canarias. Bajetones, fuertes y resistentes, más que seres humanos, parecían animales de trabajo; brutos como mulos, pero mansos y cariñosos; dedicados en cuerpo y alma a las labores agrícolas, tal parecía que eran ajenos al rigor del sol, al castigo de la lluvia, a la voracidad de los muerdihuye, al escozor de laos picapica…

   ―¿Manita, usted se pone brava si le digo una cosa?

    ―Tolo lo que le pase, es a su madre a quien tiene que decírselo.

    ―Por eso se lo quiero decir

    ―Arree.

    ―Cuando fui a llevarle el café a los hombres que vinieron a desmocharle a Papaíto, Alfredo, el de los Correa, me piropeó.

    ―¿Y usted que hizo?

    ―Me dio gracia, pero bajé la cabeza para que o me viera la sonrisa, Cuando estiré la mano para recoger la jícara, me tocó los dedos y me dijo que yo quería, el venía el domingo a pedirme.

   ―¡Fresco!

    A todas horas se les veía debajo de sus sombreros de yarey, encorvados sobre la tabla de arroz escardándola o, como un buey más, detrás del arado empujando el hierro por entre los secos terrones de tierra. Honrados, económicos y reservados, aunque gustaban de las canturías y la fiesta sana, parecía que les bastaba con comer y desahogar los apetitos de hombre, por eso, olvidados del regreso, los solteros aspiraban a casarse en Cuba y no volvían a mencionar a la Madre Patria.

    ―Juan de Dios es el hombre que te conviene.

    ―¿Ese viejo, Manita?

    ―Juan de Dios es mayor que tú, pero no es ningún viejo.

 

    Y como en la familia siempre se aceptó y respetó su voluntad, se olvidaron de la ira, las ofensas y los recelos. Tío Ramiro ayudó a Fabián a poner el maletín en un lugar en el que no causara problemas. Tío Segundo y Ángel fueron a abrir cervezas para todos, mientras que Manita García les pidió a Coca y a tío Baltasar que la siguieran hasta su cuarto.

 

    ―Ahí nada más que se entraba para recibir, como se le entrega a los animales amaestrados y a los buenos ciudadanos, el premio por haber obedecido.

    ―¡Qué cosas se te ocurren!

    ―Dime si no es verdad.

    ―Es que en fondo a Manita no debe haberle molestado el sainete de Coca.

   ―¡La nuera incólume y mora…! Manita debió haber sido presidente de la República.

    ―Hace un rato dijiste que hubiera dado un buen dictador, ahora que presidenta. ¿Quién te entiende?

    ―Todo el que quiera.

    ―Voy a seguir.

    ―Todavía no había llegado la hora de entregar los regalos, ¿eh?

    ―Ese año se adelantó la ceremonia, ¿no te acuerdas?

     ―Ja, ja, ja.

 

    A la derecha de la casa había también dos cuartos separados por un baño. El primero estaba destinado a las visitas y el segundo era el de Manita García, y hacia este se dirigió ella con su hijo y nuera, pues quería mostrarse amable y cariñosa, y usar con Coca una atención especial.

    ―A ver, séquese esas lágrimas ―le dijo, y ella misma le secó las aún tersas mejillas con un pañuelito que extrajo de su escaparate.

    ―¡Qué buena es usted! ―expresó Coca y fue a devolverle el pañuelito, pero Manita García le rechazó el gesto.

    ―No. Quédate con él, para cuando y me muera, tengas un recuerdo mío.

   Y ahí mismo se formó de nuevo la llantería. El matrimonio se abrazó a Manita García. Coca le pidió mil perdones y le dio cientos de besos. Y aunque tío Baltasar todavía no estaba borracho, se le saltaron las lágrimas y le rogó a la madre que nunca se muriera.

    ―Ya, ya. Ya está bien ―les dijo la anciana y les dio palmaditas en la cara.

    Entonces fue que tío Baltasar le pidió permiso para entregarle el regalo que le traían por el Día de las Madres.

    ―Está bien. Si ello te complace, hazlo ―dijo mientras tío Baltasar iba hacia el cuarto de las visitas en busca del ventilador que le habían comprado―. Yo lo único que quiero es que mis hijos sean felices.

    Tía Elena se casó a los dieciocho años y se mantuvo señorita durante trece meses después de la boda, circunstancia a la que se llegó, no porque a Juan de Dios las mujeres le fueran indiferentes ni porque tía Elena no lo apeteciera, muchísimo menos porque él fuera incapaz de reaccionar como era debido. Al contrario, quizás la exacerbación de estos tres factores fue la causa de tan penosa situación.

    Juan de Dios vino de Islas Canarias sin haber estado nunca con una mujer, por ello, no hizo más que poner un pie en La Habana y prefirió gastarse con una prostituta de los muelles el poco dinero que traía, a comer caliente durante el viaje que hizo hasta la casa del hermano en los montes, al sur de Meneses. Si hasta entonces su abstinencia le mortificaba la carne, la experiencia sexual con una mulata curra hizo que las masturbaciones y los actos de zoofilia a los que debía recurrir durante los años que estuvo soltero en Cuba, le provocaran grandes y constantes frustraciones; si condenado a la soledad de aquellos parajes, con su cuñada como única visión femenina, en más de una ocasión pensó en el suicidio, la llegada de tía Elena a la zona, le dio otra razón a su vida.

   Cuando aquello, tía Elena era tan solo una chiquilla de doce años, pero su visión despertó en Juan de Dios el más ardoroso amor sentido por hombre alguno; y la muchacha no lo defraudó, pues quizás la imagen de buena hembra con que el isleño la veía en sueños, reforzó y apuró en ella la configuración de mujer.

    La enfermedad de Segundo el difunto y la necesidad que de ella se desprendía, hizo que Juan de Dios agregara un cuarto en el bohío de la novia, se casa con la joven depositaria de su amor y fuera a trabajar en el sito de los suegros.

    La primera noche de casado, Juan de Dios trató de disimular las ansias que le devoraba y temiendo descubrir ante la familia su desespero, inventó oír el ladrido de unos perros jíbaros y salió con el machete en la mano a revisar el corral de los carneros. Manita García aprovecho el momento y acostó temprano a los muchachos; ella y Segundo el difunto también se fueron pronto a la cama. Cuando Juan de Dios regresó de caminar toda la finca, ya no había nadie levantado; pudo entonces, sin la presión de saberse observado, meterse en su cuarto, quedarse en camiseta y calzoncillos y buscó el calor de la muchacha escondida debajo de la sábana, mas unas pocas caricias fueron suficiente para que sin tiempo siquiera e intentar la penetración, alcanzar el clímax del placer sexual.

     Ante aquella primera experiencia, la ingenuidad de tía Elena le hizo creer que se había consumado su matrimonio, pero en el fondo se sintió defraudad de la forma en que lo hacían los seres humanos.

    Juan de dios, isleño al fin y al cabo, prefería dejarse matar antes que hablar con alguien, ni siquiera con su esposa, la frustración de cada noche; y como asunto tal no era tema de conversación con una hija, Manita García nunca supo que tía Elena continuaba tan virgen como cuando la parió.

    Casi un año después, consultado a la curandera que atendía a Segundo el difunto y dado el estado crítico en que ya se encontraba el enfermo, esta, en pleno trance espiritual, se refirió a Juan de Dios e indicó que durante un tiempo debía andar con un caracol con babosa en cada uno de los bolsillos delanteros del pantalón. Dos meses más tarde, junto a los quejidos de Manita García en el parto de los trillizos, en el luctuoso hogar se oyó el grito desgarrador de tía Elena, por lo que creyeron tristeza ante la reciente muerte del padre.

 

    Cuando el incidente con Coca, los muchachos salieron corriendo de la casa y fueron a meterse en el Pontiac de tío Baltasar, pues estando en trusas y sentados allí, creían asegurar el viaje hasta el río.

 

    ―Tú no te habías cambiado todavía.

   ―Lo iba a aclarar ahora.

    ―Sí, pero es que hay una cosa que me preocupa.

    ―¿Qué?

    ―Con los regalos también hubo problemas.

    ―Sí. Tú sabes cómo fue.

   ―¿Y otra vez la misma historia de que entraste al cuarto y que como estaba en penumbra, te equivocaste?

    ―Así fue, ¿no?

    ―Vas a aburrir a los lectores de tu novela planteando una y otra vez la misma situación.

    ―Pero en la realidad…

    ―En la realidad ocurrió así por tu entretenimiento, pero precisamente eso no lo justifica. En Ningún momento explicas la bobería innata conque vivías y ni siquiera te gustó que yo dijera tu sobrenombre.

    ―Todavía no he decidido si en esta novela voy a hablar de los primos. En casi de hacerlo, trataré de explicar las características principales de cada uno. Entonces hablaría de mi ensoñación, de la fantasía que acompañaba a todos mis actos, de…

    ―No, no, por favor. No vamos a discutir de nuevo lo que tantas veces hemos analizado ya. Para mí siempre has tenido una fuerte veta de come catibía, pero no es el asunto. Estoy tratando de alertarte en cuanto a la repetición que estás haciendo del mismo recurso argumental.

    ―Y una vez más te digo que así fue como ocurrió. La realidad.

    ―La realidad es una cosa y la Literatura, otra; no lo olvides.

    ―Estoy contando una historia tal y como ocurrió.

    ―Si vas a hacer fiel a la verdad, no me pierdo cuando comiences a hablar lo que fue de los primos cuando crecieron. Ya para entonces había triunfado…

    ―Te dije que no lo he decidido aún.

    ―Bueno, haz lo quieras. En definitiva, el escritor eres tú.