Adriano fue el hijo del medio, quizás por eso, decía mi madre que en la familia se referían a él nombrándolo "palo de cañada". Y no es que fuera, como el del refrán popular, un individuo atravesado, si no, y más bien, un tipo medio raro.
De pequeño, aislado y taciturno, no se dejaba tocar, porque decía que tenía lepra. Mucho lo castigaron por ello, y no fue hasta después de cumplir los siete años que anunció que el niño leproso que lo habitaba, se había marchado. Cambió entonces su forma de ser y se manifestó como siempre sería.
Adrianito aprendió a leer y a escribir con el mismo maestro de todos los niños varones de familias pudientes de Meneses, y fue este experimentado pedagogo quien supo percibir las características especiales de su personalidad y lo describió como: inteligente, independiente, cariñoso, pero tozudo, trasgresor, voluntarioso, empecinado y caprichoso a más no poder. Le pronosticó las posibilidades de un futuro brillante y una dable sufrida adultez. El maestro con mucha diplomacia supo sugerirles al abuelo lo adecuado de matricular al niño en un rígido plantel religioso. Y con sólo ocho años fue internado en el Colegio Belén de Marianao, de los Padres Jesuitas.
Fue allí donde Adriano comenzó a padecer de pesadillas.
Decía mi madre que estas no eran verdaderas pesadillas, más bien sueños tormentosos que de forma recurrente le acompañaron gran parte de su vida.
Cerca de Meneses no existía ninguna línea férrea, y, hasta el día que el padre, por orden del abuelo, lo llevó a Caibarién para abordar el que los llevaría a La Habana, Adriano no había visto un tren; y la locomotora, aquella mole de hierro detenida en la estación rodeada de la niebla producto del calor de su caldera de vapor y el frío de la madrugada, resoplando cada cierto tiempo chorros de humo, le cautivó, con una mezcla contradictoria de admiración y miedo. Sentado junto a la ventanilla de uno de los coches de primera clase, la sintió jadeando con fuerza para ponerse en marcha y arrastrar tras de sí la larga hilera de carros, e ir tomando velocidad hasta atravesar con ligereza vertiginosa campos y ciudades.
Desde entonces aquel rugiente transporte simbolizó para Adriano la fuerza con que se debía enfrentar la vida; por eso la angustia que sentía en sus sueños cuando, por el peso del maletín del abuelo, no podía avanzar para alcanzar el tren; y sudoroso e impotente se despertaba.
Su disciplina en el plantel no era la mejor. Con frecuencia transgredía las normas de conducta e incumplía los horarios, pero no por maldad expresa, sino porque su espíritu inquieto y afán de averiguar y saberlo todo lo llevaban a abandonar las hileras, a no acudir al comedor a tiempo y a aburrirse en la misa. A pesar de su bella voz, el director del coro lo amenazaba constantemente con expulsarlo, pues le gustaba marchar a un tempo diferente al exigido en cada salmo o cambiaba a su gusto las letras de los cantos litúrgicos.
Decía mi madre que por sus buenas notas no fue declarado el peor alumno de su graduación del nivel primario, pero el cura director le comunicó a los padres que no lo aceptarían en el siguiente curso, cuando debía comenzar su enseñanza media, y les sugirió lo llevaran a una academia militar donde fuera sometido a un sistema disciplinario más severo aún que el religioso.
Recientemente habían abierto la Havana Military Academy, y allí fue a dar Adriano, sometido a un régimen marcial, no para estudiar Bachillerato, sino el Junior School como aspirante a cadete del ejército norteamericano. Fue entonces cuando le comenzaron de nuevo los sueños tormentosos, ahora con un contenido diferente. La escena onírica siempre comenzaba bañándose junto a sus compañeros militares en la casa del abuelo; entonces venían fieras: leones, tigres o panteras, y él intentaba infructuosamente de cerrar puertas y ventanas para que no entraran hasta donde se encontrara. Decía mi madre que Adriano siempre quiso saber qué podía significar aquel sueño, pero nunca le encontró explicación.
Al terminar aquel nivel de enseñanza, convenció al abuelo, quien seguía siendo el patriarca de la familia, de que a él no le gustaba la vida militar. Este decidió enviarlo a los Estados Unidos a cursar el High School, y en el otoño de 1926, el adolescente fue a dar a Boston, la ciudad donde estudiaron muchos de los hombres y algunas de las mujeres de la familia. Al año siguiente, como no le gustó la sociedad bosniana, se fue, por su cuenta y riesgo, a Washington, donde terminó su enseñanza media y matriculó en la universidad, decía mi madre que una extraña carrera que nadie supo de qué se trataba, pero que Adriano abandonó sin terminar ni el primer semestre.
Nunca se supo qué hizo ni a qué se dedicó a partir de entonces durante el tiempo que permaneció en el extranjero, y sólo regresó cuando, fallecido el abuelo, le correspondió parte del patrimonio familiar.
Decía mi madre que antes de salir para los Estados Unidos, Adriano sembró una postura de cedro junto a un arroyuelo cerca de Jarahueca, y en el reparto de la herencia, quiso que las tierras donde crecía el árbol, fueran de su propiedad.
Veinte años después de plantar el cedro, lo taló y aserró sus maderas; con ellas mandó a construir un ataúd para ser enterrado el día que muriera, y guardó con celo las tablas que sólo debían ser ensambladas en el momento oportuno.
Los Estados Unidos, después de finalizada la Primera Guerra Mundial, entró en una depresión económica que el presidente Roosevelt intentó superar y, en 1932, tomó toda una serie de disposiciones, entre ellas el Tratado de Reciprocidad Comercial con Cuba. Tal medida estimuló a los propietarios cubanos a sembrar caña para producir azúcar, y fueron varios los parientes y amigos que en tal sentido aconsejaron a Adriano para que ocupara sus tierras, pero este no era su propósito.:
--Tiene que haber otros productos para que sean endulzados con el azúcar.
Y la razón se la dio la comisión de la Foreing Policy Associaton que al año siguiente vino al país y en su informe final recomendó la diversificación de la producción agraria cubana.
--Voy a cosechar naranjas –dijo Adriano y para ello dedicó sus tierras, en la que además construyó una estancia paradisíaca, a la que se accedía cruzando un portón de filigranas de hierro, imitación de la puerta del Parque de Verano de los zares rusos en San Petersburgo vista por Adriano en una exposición fotográfica en el Museo de Arte Contemporáneo de Nueva York, con un bungaló de tabloncillos encima de una de las laderas del represado arroyo, al que se llegaba a través de puentes e islitas, entre plantas de flores acuáticas, helechos y el murmullo de las aguas saltando por entre las rocas. Completaban el lugar una piscina, un pabellón de madera, un rosal con un Ángel de la Resurrección en el medio, y bancos de granito diseminados por entre las casuarinas que rodeaban una planicie de césped.
--Ahora debo casarme –se dijo cuando dio por terminado lo que sería la sede de su hogar, y después de repasar las primas casaderas, se decidió por Elvira.
Elvira siempre fue una niña especial.
De tez rosada, rubia y de ojos azules, desde pequeña hizo de angelito en las procesiones de San José, el patrón de Iguará. La vestían con una bata de tafetán blanco y le ponían unas alas de papel crepé rizado en las espaldas. Arrodillada sobre las andas y, oyendo los cantos de la ceremonia religiosa, entre flores y cirios, paseaba por las calles del pueblo junto a la imagen del santo.
En uno de aquellos 19 de marzo, cuando regresaron al templo y colocaron de nuevo la talla en el altar, decía mi madre que nadie se percató de que la niña había quedado en éxtasis. La vieron cuando fueron a cerrar la iglesia, pero las beatas, los feligreses ni los familiares sabían qué hacer, pues la niña no respondía a llamado alguno ni reaccionaba a los zarandeos que le hicieron. Con las manitos sobre el pecho en posición de oración y los ojos mirando al cielo se mantuvo hasta que a alguien se le ocurrió rociarla con agua bendita.
─San José me pidió que sea monja –dijo cuando volvió de su arrobamiento.
Como era la usanza de la época para las niñas ricas, después de cursar los grados primarios con una maestra particular, Elvira, y dadas las ventajas que brindaba la recién inaugurada Línea Norte de Ferrocarriles de Cuba, fue enviada interna a un colegio de monjas abierto en Placetas por la congregación Siervas de San José.
Si bien la familia no le dio importancia a lo expresado por Elvira el día de la procesión con respecto a su vocación religiosa, las profesoras del plantel lo interpretaron como un milagro de su santo patrón y se ocuparon de estimularle la disposición para el supuesto matrimonio con Dios. Orientada por la superiora del colegio, esperó cumplir dieciséis años para manifestar su deseo de ingresar en el noviciado de la orden.
Decía mi madre que la negativa del padre fue rotunda, y dijo que si era necesario, como hizo el progenitor de Santa Bárbara, la encerraría en el desván de la casa. La madre le reclamó obediencia a su padre, los hermanos se rieron de ella y las hermanas le hablaron de novios, pero Elvira se mantuvo decidida a llevar a adelante su propósito.
Una mañana, cuando la sirvienta que la atendía fue a ayudarla a vestirse para que bajara a desayunar, se la encontró semi muerta en la cama. Estaba rígida, con los ojos en blanco y fría, pero la supieron viva por la tenue respiración que mantenía.
─Es castigo de Dios por no dejarla meter a monja –se atrevió la madre recriminarle al esposo.
─Es un estado catatónico severo –diagnóstico el médico después de un exhaustivo análisis de la joven. Y ante la mirada interrogante y angustiosa de los padres, agregó─: Pero su vida no corre peligro.
Si bien era cierto que su vida no corría peligro, el diagnóstico del joven facultativo estuvo errado, pues en realidad se trataba de una conversión histérica; pero eso no tuvo mucha importancia, dado que el tratamiento indicado era eficaz para ambas patologías: baños de agua helada, así que, no más la madre, ayudada por las criadas de la casa, metió a Elvira en una tina de agua con hielo, esta volvió en sí.
─El nuevo doctor te salvó la vida –le dijo el padre─, así que como en los cuentos de antes –agregó enfático─, te voy a casar con él.
─Voy a ser monja –insistió Elvira.
Fue entonces el padre quien enfermó de unas fiebres que lo hacían convulsionar tres veces al día. Decía mi madre que ni la junta de doctores que hicieron el joven médico de Iguará, el de Meneses, y otro más, venido especialmente desde Santa Clara para el caso; ni la cadena que armaron los tres más renombrados espiritistas de la zona ni mucho menos la consulta de un famoso babalao a los orichas africanos, dieron pie con bola con lo que le ocurría al enfermo.
─Hay que darle los Santos Óleos para que muera en paz –sugirieron las beatas del pueblo.
─Si quiere vivir –manifestó Elvira al salir de otro de sus éxtasis histéricos─, lo que tiene que hacer es autorizarme a entrar en el noviciado.
Decía mi madre que no se sabe si fue casualidad o un milagro de Dios, pero no más el padre dio, balbuceante y moribundo, el consentimiento para que Elvira cumpliera su vocación religiosa, dejó escapar un gas intestinal más fétido que el tufo de un cadáver en descomposición, y se le quitaron las fiebres.
La madre acompañó a Elvira hasta La Habana, pagó la dote estipulada y dejó a la muchacha en la antesala de un hermoso convento recién construido en El Vedado. Miró a la hija atravesar la puerta interior al claustro pensando que era la última vez en la vida que la vería.
Sor Elvira del Santo Esposo José sólo pudo resistir los ayunos, penitencias y vigilias de la vida religiosa por tres años. Su salud se vio debilitada al extremo de que la Superiora de la congregación, ante el peligro de que la joven falleciera sin profesar sus votos, mandó a buscar a la madre para que se llevara a la hija; y sin bien esta retuvo las lágrimas cuando la vio entrar al claustro, no las pudo evitar cuando se abrió la puerta interior a la antesala del convento y vio salir lo que quedaba de su hija. Era un ser escuálido, con la piel, por la anemia y falta de sol, prácticamente transparente, pelada a rape y con los ojos hundidos entre los huesos de la cara.
─San José se equivocó al escogerme como esposa –fue el saludo de Elvira a la madre antes de echarse en sus brazos.
Hacía ya tres años que Elvira había colgado los hábitos de monja cuando se anunció el noviazgo con Adriano, lo cual, decía mi madre que no dejó de ser una sorpresa para toda la familia. Hubo quienes opinaron que Elvira había aceptado presionada por un padre autoritario y rico, pero negado a mantener de por vida a una hija solterona. Otros consideraban que había sido por los consejos del confesor y guía espiritual de la joven de acatar la orden de Dios de creced y multiplicaos. Mientras que los menos, y más desatinados, daban por sentado el amor de la pareja.
La boda no se hizo esperar y se realizó en la iglesia de Iguará, a los pies del mismo San José de yeso que unos años atrás le había solicitado a la niña que se metiera a monja. Después del ágape, los novios tomaron el tren de las cinco y quince para irse de Luna de Miel a la hacienda de Adriano en Jarahueca, para dar lugar a uno de los hechos más vergonzosos ocurridos en la familia; vergüenza por la que precisamente el suceso se omitiría de las conversaciones y anécdotas familiares. Mas mi madre, en uno de esos días de nostalgia que produce la soledad de la vejez, quizás intentando sustraerme unos minutos más de mis atareadas actividades, me contó.
Decía mi madre que a los once días de la boda, los recién casados volvieron a Iguará, a la casa paterna de Elvira. Era la primera de las supuestas visitas rutinarias que los padres de la esposa le habían pedido a Adriano. Llegaron en el tren de las diez y treinta y cinco de la mañana. Elvira iba, por indicación de su marido, con un juvenil vestido de muselina rosado descotado y a media pierna, y no con el clásico traje de saya y chaqueta gris que se avenía más acorde con su nuevo estatus social. Cubría la cabeza con una pamela de paja de la que colgaba una discordante cinta de seda verde cotorra que Adriano le había cambiado por la seleccionada por ella de un tierno color malva que le hacía juego con el discreto ramo de violetas colocado sobre el pecho para disimular lo pronunciado del escote.
Después de los saludos, el suegro invitó a Adriano a caminar hasta el corral junto a la línea del ferrocarril para inspeccionar el envío en tren de unas reses hacia el matadero de La Habana. Regresaron cerca de la una y fue entonces que se les sirvió el almuerzo a los hombres. Cerca de las cinco, Adriano le ordenó a una de las sirvientas que le avisara a Elvira que estuviera lista para partir, pues en quince minutos debían volver a tomar el tren para regresar a Jarahueca, pero la que se presentó en el portal fue la madre de Elvira. Cerró la puerta de la casa tras ella y dirigiéndose al yerno, le dijo:
--Dice mi hija que regreses sólo, pues ella no se vuelve a ir contigo.
Decía mi madre que nadie supo qué ocurrió en aquella Luna de Miel, cómo fue que transcurrieron los acontecimientos propios de la ocasión ni cuándo la esposa tomó aquella trascendental decisión. Se hicieron miles de conjeturas, suposiciones y teorías; y si no hubo, de primer momento, comidillas de pueblo y décimas burlonas al respecto, fue por el silencio con que se manejó el asunto. Elvira quedó enclaustrada en uno de los cuartos del hogar paterno sin que ni siquiera las criadas supieron que permanecía allí. La madre se fingió enferma, y se cerraron las puertas de la casona a parientes y amigos. Tres meses después, madre e hija salieron de noche en un auto con destino a Caibarién; un tren las llevó hasta Sagua la Grande, y allí, tomaron un barco con rumbo a Tampa.
Adriano, por su parte, sí tomó el tren de las cinco y quince, pero no se bajó en Jarahueca, sino que siguió hasta Santa Clara y de allí, como las reses del matadero, fue para La Habana. A Elvira nunca más, y ni siquiera muerta, la volvió a ver, pues treinta años después, cuando él intentó entrar a la funeraria donde la velaban, el tío suegro y los primos cuñados se lo prohibieron.
Viejo, solo y enfermo, muy cerca del convento de las monjas de El Vedado, donde vivía desde que la Reforma Agraria lo despojó de su finca y de las tablas de su ataúd, se colgó de una viga del garaje de la casona de su madre.