domingo, 26 de julio de 2020

Adriano y Elvira

Adriano fue el hijo del medio, quizás por eso, decía mi madre que en la familia se referían a él nombrándolo "palo de cañada". Y no es que fuera, como el del refrán popular, un individuo atravesado, si no, y más bien, un tipo medio raro.

   De pequeño, aislado y taciturno, no se dejaba tocar, porque decía que tenía lepra. Mucho lo castigaron por ello, y no fue hasta después de cumplir los siete años que anunció que el niño leproso que lo habitaba, se había marchado. Cambió entonces su forma de ser y se manifestó como siempre sería.

    Adrianito aprendió a leer y a escribir con el mismo maestro de todos los niños varones de familias pudientes de Meneses, y fue este experimentado pedagogo quien supo percibir las características especiales de su personalidad y lo describió como: inteligente, independiente, cariñoso, pero tozudo, trasgresor, voluntarioso, empecinado y caprichoso a más no poder. Le pronosticó las posibilidades de un futuro brillante y una dable sufrida adultez. El maestro con mucha diplomacia supo sugerirles al abuelo lo adecuado de matricular al niño en un rígido plantel religioso. Y con sólo ocho años fue internado en el Colegio Belén de Marianao, de los Padres Jesuitas.

     Fue allí donde Adriano comenzó a padecer de pesadillas.

    Decía mi madre que estas no eran verdaderas pesadillas, más bien sueños tormentosos que de forma recurrente le acompañaron gran parte de su vida.

    Cerca de Meneses no existía ninguna línea férrea, y, hasta el día que el padre, por orden del abuelo, lo llevó a Caibarién para abordar el que los llevaría a La Habana, Adriano no había visto un tren; y la locomotora, aquella mole de hierro detenida en la estación rodeada de la niebla producto del calor de su caldera de vapor y el frío de la madrugada, resoplando cada cierto tiempo chorros de humo, le cautivó, con una mezcla contradictoria de admiración y miedo. Sentado junto a la ventanilla de uno de los coches de primera clase, la sintió jadeando con fuerza para ponerse en marcha y arrastrar tras de sí la larga hilera de carros, e ir tomando velocidad hasta atravesar con ligereza vertiginosa campos y ciudades.

    Desde entonces aquel rugiente transporte simbolizó para Adriano la fuerza con que se debía enfrentar la vida; por eso la angustia que sentía en sus sueños cuando, por el peso del maletín del abuelo, no podía avanzar para alcanzar el tren; y sudoroso e impotente se despertaba.

    Su disciplina en el plantel no era la mejor. Con frecuencia transgredía las normas de conducta e incumplía los horarios, pero no por maldad expresa, sino porque su espíritu inquieto y afán de averiguar y saberlo todo lo llevaban a abandonar las hileras, a no acudir al comedor a tiempo y a aburrirse en la misa. A pesar de su bella voz, el director del coro lo amenazaba constantemente con expulsarlo, pues le gustaba marchar a un tempo diferente al exigido en cada salmo o cambiaba a su gusto las letras de los cantos litúrgicos.

    Decía mi madre que por sus buenas notas no fue declarado el peor alumno de su graduación del nivel primario, pero el cura director le comunicó a los padres que no lo aceptarían en el siguiente curso, cuando debía comenzar su enseñanza media, y les sugirió lo llevaran a una academia militar donde fuera sometido a un sistema disciplinario más severo aún que el religioso.

    Recientemente habían abierto la Havana Military Academy, y allí fue a dar Adriano, sometido a un régimen marcial, no para estudiar Bachillerato, sino el Junior School como aspirante a cadete del ejército norteamericano. Fue entonces cuando le comenzaron de nuevo los sueños tormentosos, ahora con un contenido diferente. La escena onírica siempre comenzaba bañándose junto a sus compañeros militares en la casa del abuelo; entonces venían fieras: leones, tigres o panteras, y él intentaba infructuosamente de cerrar puertas y ventanas para que no entraran hasta donde se encontrara. Decía mi madre que Adriano siempre quiso saber qué podía significar aquel sueño, pero nunca le encontró explicación.

    Al terminar aquel nivel de enseñanza, convenció al abuelo, quien seguía siendo el patriarca de la familia, de que a él no le gustaba la vida militar. Este decidió enviarlo a los Estados Unidos a cursar el High School, y en el otoño de 1926, el adolescente fue a dar a Boston, la ciudad donde estudiaron muchos de los hombres y algunas de las mujeres de la familia. Al año siguiente, como no le gustó la sociedad bosniana, se fue, por su cuenta y riesgo, a Washington, donde terminó su enseñanza media y matriculó en la universidad, decía mi madre que una extraña carrera que nadie supo de qué se trataba, pero que Adriano abandonó sin terminar ni el primer semestre.

   Nunca se supo qué hizo ni a qué se dedicó a partir de entonces durante el tiempo que permaneció en el extranjero, y sólo regresó cuando, fallecido el abuelo, le correspondió parte del patrimonio familiar.

     Decía mi madre que antes de salir para los Estados Unidos, Adriano sembró una postura de cedro junto a un arroyuelo cerca de Jarahueca, y en el reparto de la herencia, quiso que las tierras donde crecía el árbol, fueran de su propiedad.

    Veinte años después de plantar el cedro, lo taló y aserró sus maderas; con ellas mandó a construir un ataúd para ser enterrado el día que muriera, y guardó con celo las tablas que sólo debían ser ensambladas en el momento oportuno.

    Los Estados Unidos, después de finalizada la Primera Guerra Mundial, entró en una depresión económica que el presidente Roosevelt intentó superar y, en 1932, tomó toda una serie de disposiciones, entre ellas el Tratado de Reciprocidad Comercial con Cuba. Tal medida estimuló a los propietarios cubanos a sembrar caña para producir azúcar, y fueron varios los parientes y amigos que en tal sentido aconsejaron a Adriano para que ocupara sus tierras, pero este no era su propósito.:

     --Tiene que haber otros productos para que sean endulzados con el azúcar.

    Y la razón se la dio la comisión de la Foreing Policy Associaton que al año siguiente vino al país y en su informe final recomendó la diversificación de la producción agraria cubana.

    --Voy a cosechar naranjas –dijo Adriano y para ello dedicó sus tierras, en la que además construyó una estancia paradisíaca, a la que se accedía cruzando un portón de filigranas de hierro, imitación de la puerta del Parque de Verano de los zares rusos en San Petersburgo vista por Adriano en una exposición fotográfica en el Museo de Arte Contemporáneo de Nueva York,  con un bungaló de tabloncillos encima de una de las laderas del represado arroyo, al que se llegaba a través de puentes e islitas, entre plantas de flores acuáticas, helechos y el murmullo de las aguas saltando por entre las rocas. Completaban el lugar una piscina, un pabellón de madera, un rosal con un Ángel de la Resurrección en el medio, y bancos de granito diseminados por entre las casuarinas que rodeaban una planicie de césped.

    --Ahora debo casarme –se dijo cuando dio por terminado lo que sería la sede de su hogar, y después de repasar las primas casaderas, se decidió por Elvira.

  

    Elvira siempre fue una niña especial.

    De tez rosada, rubia y de ojos azules, desde pequeña hizo de angelito en las procesiones de San José, el patrón de Iguará. La vestían con una bata de tafetán blanco y le ponían unas alas de papel crepé rizado en las espaldas. Arrodillada sobre las andas y, oyendo los cantos de la ceremonia religiosa, entre flores y cirios, paseaba por las calles del pueblo junto a la imagen del santo. 

    En uno de aquellos 19 de marzo, cuando regresaron al templo y colocaron de nuevo la talla en el altar, decía mi madre que nadie se percató de que la niña había quedado en éxtasis. La vieron cuando fueron a cerrar la iglesia, pero las beatas, los feligreses ni los familiares sabían qué hacer, pues la niña no respondía a llamado alguno ni reaccionaba a los zarandeos que le hicieron. Con las manitos sobre el pecho en posición de oración y los ojos mirando al cielo se mantuvo hasta que a alguien se le ocurrió rociarla con agua bendita.

    ─San José me pidió que sea monja –dijo cuando volvió de su arrobamiento.

    Como era la usanza de la época para las niñas ricas, después de cursar los grados primarios con una maestra particular, Elvira, y dadas las ventajas que brindaba la recién inaugurada Línea Norte de Ferrocarriles de Cuba, fue enviada interna a un colegio de monjas abierto en Placetas por la congregación Siervas de San José.

    Si bien la familia no le dio importancia a lo expresado por Elvira el día de la procesión con respecto a su vocación religiosa, las profesoras del plantel lo interpretaron como un milagro de su santo patrón y se ocuparon de estimularle la disposición para el supuesto matrimonio con Dios. Orientada por la superiora del colegio, esperó cumplir dieciséis años para manifestar su deseo de ingresar en el noviciado de la orden.

   Decía mi madre que la negativa del padre fue rotunda, y dijo que si era necesario, como hizo el progenitor de Santa Bárbara, la encerraría en el desván de la casa. La madre le reclamó obediencia a su padre, los hermanos se rieron de ella y las hermanas le hablaron de novios, pero Elvira se mantuvo decidida a llevar a adelante su propósito.

    Una mañana, cuando la sirvienta que la atendía fue a ayudarla a vestirse para que bajara a desayunar, se la encontró semi muerta en la cama. Estaba rígida, con los ojos en blanco y fría, pero la supieron viva por la tenue respiración que mantenía.

    ─Es castigo de Dios por no dejarla meter a monja –se atrevió la madre recriminarle al esposo.

    ─Es un estado catatónico severo –diagnóstico el médico después de un exhaustivo análisis de la joven. Y ante la mirada interrogante y angustiosa de los padres, agregó─: Pero su vida no corre peligro.

   Si bien era cierto que su vida no corría peligro, el diagnóstico del joven facultativo estuvo errado, pues en realidad se trataba de una conversión histérica; pero eso no tuvo mucha importancia, dado que el tratamiento indicado era eficaz para ambas patologías: baños de agua helada, así que, no más la madre, ayudada por las criadas de la casa, metió a Elvira en una tina de agua con hielo, esta volvió en sí.

    ─El nuevo doctor te salvó la vida –le dijo el padre─, así que como en los cuentos de antes –agregó enfático─, te voy a casar con él.

    ─Voy a ser monja –insistió Elvira.

    Fue entonces el padre quien enfermó de unas fiebres que lo hacían convulsionar tres veces al día. Decía mi madre que ni la junta de doctores que hicieron el joven médico de Iguará, el de Meneses, y otro más, venido especialmente desde Santa Clara para el caso; ni la cadena que armaron los tres más renombrados espiritistas de la zona ni mucho menos la consulta de un famoso babalao a los orichas africanos, dieron pie con bola con lo que le ocurría al enfermo.

    ─Hay que darle los Santos Óleos para que muera en paz –sugirieron las beatas del pueblo.

   ─Si quiere vivir –manifestó Elvira al salir de otro de sus éxtasis histéricos─, lo que tiene que hacer es autorizarme a entrar en el noviciado.

    Decía mi madre que no se sabe si fue casualidad o un milagro de Dios, pero no más el padre dio, balbuceante y moribundo, el consentimiento para que Elvira cumpliera su vocación religiosa, dejó escapar un gas intestinal más fétido que el tufo de un cadáver en descomposición, y se le quitaron las fiebres.

    La madre acompañó a Elvira hasta La Habana, pagó la dote estipulada y dejó a la muchacha en la antesala de un hermoso convento recién construido en El Vedado. Miró a la hija atravesar la puerta interior al claustro pensando que era la última vez en la vida que la vería.

    Sor Elvira del Santo Esposo José sólo pudo resistir los ayunos, penitencias y vigilias de la vida religiosa por tres años. Su salud se vio debilitada al extremo de que la Superiora de la congregación, ante el peligro de que la joven falleciera sin profesar sus votos, mandó a buscar a la madre para que se llevara a la hija; y sin bien esta retuvo las lágrimas cuando la vio entrar al claustro, no las pudo evitar cuando se abrió la puerta interior a la antesala del convento y vio salir lo que quedaba de su hija. Era un ser escuálido, con la piel, por la anemia y falta de sol, prácticamente transparente, pelada a rape y con los ojos hundidos entre los huesos de la cara.

   ─San José se equivocó al escogerme como esposa –fue el saludo de Elvira a la madre antes de echarse en sus brazos.

 

     Hacía ya tres años que Elvira había colgado los hábitos de monja cuando se anunció el noviazgo con Adriano, lo cual, decía mi madre que no dejó de ser una sorpresa para toda la familia. Hubo quienes opinaron que Elvira había aceptado presionada por un padre autoritario y rico, pero negado a mantener de por vida a una hija solterona. Otros consideraban que había sido por los consejos del confesor y guía espiritual de la joven de acatar la orden de Dios de creced y multiplicaos. Mientras que los menos, y más desatinados, daban por sentado el amor de la pareja.

   La boda no se hizo esperar y se realizó en la iglesia de Iguará, a los pies del mismo San José de yeso que unos años atrás le había solicitado a la niña que se metiera a monja. Después del ágape, los novios tomaron el tren de las cinco y quince para irse de Luna de Miel a la hacienda de Adriano en Jarahueca, para dar lugar a uno de los hechos más vergonzosos ocurridos en la familia; vergüenza por la que precisamente el suceso se omitiría de las conversaciones y anécdotas familiares. Mas mi madre, en uno de esos días de nostalgia que produce la soledad de la vejez, quizás intentando sustraerme unos minutos más de mis atareadas actividades, me contó.

    Decía mi madre que a los once días de la boda, los recién casados volvieron a Iguará, a la casa paterna de Elvira. Era la primera de las supuestas visitas rutinarias que los padres de la esposa le habían pedido a Adriano. Llegaron en el tren de las diez y treinta y cinco de la mañana. Elvira iba, por indicación de su marido, con un juvenil vestido de muselina rosado descotado y a media pierna, y no con el clásico traje de saya y chaqueta gris que se avenía más acorde con su nuevo estatus social. Cubría la cabeza con una pamela de paja de la que colgaba una discordante cinta de seda verde cotorra que Adriano le había cambiado por la seleccionada por ella de un tierno color malva que le hacía juego con el discreto ramo de violetas colocado sobre el pecho para disimular lo pronunciado del escote.

      Después de los saludos, el suegro invitó a Adriano a caminar hasta el corral junto a la línea del ferrocarril para inspeccionar el envío en tren de unas reses hacia el matadero de La Habana. Regresaron cerca de la una y fue entonces que se les sirvió el almuerzo a los hombres. Cerca de las cinco, Adriano le ordenó a una de las sirvientas que le avisara a Elvira que estuviera lista para partir, pues en quince minutos debían volver a tomar el tren para regresar a Jarahueca, pero la que se presentó en el portal fue la madre de Elvira. Cerró la puerta de la casa tras ella y dirigiéndose al yerno, le dijo:

    --Dice mi hija que regreses sólo, pues ella no se vuelve a ir contigo.

    Decía mi madre que nadie supo qué ocurrió en aquella Luna de Miel, cómo fue que transcurrieron los acontecimientos propios de la ocasión ni cuándo la esposa tomó aquella trascendental decisión. Se hicieron miles de conjeturas, suposiciones y teorías; y si no hubo, de primer momento, comidillas de pueblo y décimas burlonas al respecto, fue por el silencio con que se manejó el asunto. Elvira quedó enclaustrada en uno de los cuartos del hogar paterno sin que ni siquiera las criadas supieron que permanecía allí. La madre se fingió enferma, y se cerraron las puertas de la casona a parientes y amigos. Tres meses después, madre e hija salieron de noche en un auto con destino a Caibarién; un tren las llevó hasta Sagua la Grande, y allí, tomaron un barco con rumbo a Tampa.

    Adriano, por su parte, sí tomó el tren de las cinco y quince, pero no se bajó en Jarahueca, sino que siguió hasta Santa Clara y de allí, como las reses del matadero, fue para La Habana. A Elvira nunca más, y ni siquiera muerta, la volvió a ver, pues treinta años después, cuando él intentó entrar a la funeraria donde la velaban, el tío suegro y los primos cuñados se lo prohibieron.

    Viejo, solo y enfermo, muy cerca del convento de las monjas de El Vedado, donde vivía desde que la Reforma Agraria lo despojó de su finca y de las tablas de su ataúd, se colgó de una viga del garaje de la casona de su madre.

 

 

sábado, 4 de julio de 2020

El último negro esclavo

Al igual que Cristóbal Colón fue el primer europeo que plantó un pie en la mayor de las Antillas, hubo también un primer negro que pisara la isla. De ese, del que tuvo el triste honor de iniciar la inmigración esclava en la isla, se desconoce su identidad; pero el que cerró la fila para bajar del último barco negrero, el que finalizó la entrada de esclavos a Cuba, fue Faustino Capirote.

    El bergantín Fraternicé que lo trajo desde las costas de África, llegó a la entrada de La Habana el mismo día que el Gobernador General de la Isla decretó la abolición total de la esclavitud. La noticia se la dio el práctico del puerto al capitán del navío, por lo que este desistió de entrar en la bahía, así que dejó el barco al mando de Pierre, su hijo, con las indicaciones precisas para dirigirse al litoral de Caibarién y que fondeara entre los islotes frente a la costa. Él iría por tierra a aquel sitio, donde estaba seguro podría bajar el cargamento y encontrar compradores para los negros que traía.

    Junto a Cayo Francés, sin otra cosa qué hacer Pierre, y para contrarrestar los enjambres de jejenes, se encerró en su camarote a beber aguardiente; no llegó a emborracharse, pero el alcohol que ingirió fue suficiente para encenderle ocultos deseos que traía en la sangre.

    Era costumbre de su padre, al montar los prisioneros en África, seleccionar algunas negras jóvenes para que los marineros, y él mismo, saciaran la necesidad de hembra durante la travesía. Pierre disfrutaba también de aquel pasatiempo, y si bien era conocida su preferencia por las negritas púberes, nunca se había atrevido a expresar su verdadero deseo. En ocasiones, a pesar del mal olor y lo enrarecido del ambiente, entraba en los depósitos donde iba la carga, para contemplar a los negros desnudos tirados encimas de las tarimas, y después se masturbaba con el recuerdo de espaldas, nalgas macizas y robustos muslos de los más jóvenes.

    Embotado por la bebida y sin la presencia autoritaria del padre, decidió aprovechar, posiblemente la última oportunidad, de satisfacer su apetencia contra natura. Bajó a las bodegas y seleccionó a quien después en tierra se llamaría Faustino Capirote, cuando aún era un mozalbete tallado en la imagen perfecta de las ensoñaciones eróticas de Pierre; y, con un par de grilletes en los pies, se lo llevó a su camarote.

    Intentó limpiarlo un poco con un trapo mojado, pero el muchacho estaba tan asustado que no se dejaba tocar. Como sabía que por la fuerza le sería imposible poseerlo, pensó emborracharlo y le ofreció una jarra de ron. Sediento, el mozo se llevó a los labios el recipiente, pero no acostumbrado a aquel líquido que quemaba, lo escupió. Tendría que amarrarlo y, amenazándolo con una fusta, le indicó por señas que se acostara en el catre. Lo puso de espalda y le ató las manos a ambos lados del camastro. Con la misma cadena de los grilletes le sujetó los pies en las barras laterales. Para ello tuvo que separarle las piernas y fue entonces cuando pudo disfrutar de la vista que aquella grupa le mostraba: la hondonada que desde la espalda se insinuaba ligeramente, se hacía profunda y tentadora entre las dos tajadas de carne recia y abundante de las nalgas, y los testículos asomados entre los muslos.

    Pierre se le acercó y, precisamente por allí, comenzó a acariciarlo. El muchacho, si bien hasta ese momento había obedecido sin protestar, comenzó a rebelarse intentando deshacerse de las amarras y emitiendo voces que el negrero no entendía, pero que lo excitaban.

    ─Ahora te podrás quejar a tu gusto –le dijo cuando dispuesto a penetrarlo se puso a horcajadas sobre el catre, pero en ese momento tocaron en la puerta del camarote.

    ─Pierre, tu padre se acerca en un bote –le avisó uno de los marineros.

    El capitán había logrado, con la anuencia comprada del teniente de la Villa de San Juan de los Remedios, desembarcar la carga que traía por la playa de Carbó para vender la negrada a los colonos de la zona de San Isidro de Mayajigua y Yaguajay.

    En un momento llegarían dos patanas y había que apresurase en cubrir la desnudez de los futuros esclavos para poderlos llevar a tierra. En grupos de cinco en cinco los fueron sacando de las bodegas y les daban alguna prenda de vestir. A las mujeres era fácil cubrirlas, pues les ponían un sayo por la cabeza; pero los hombres perdían el equilibrio cuando intentaban meter los pies por las patas de los pantalones, y no lograban anudarse la tira de la cintura.

    Ya cuando el último grupo iba a descender hasta la barcaza que los llevaría a tierra, Pierre volvió a su camarote, soltó las amarras que sujetaban a Faustino, y con una de las toscas ropas de mujer, vistió al muchacho.

    Las dos patanas con la carga de negros recién traídos de África arribaron a la costa, y como Faustino Capirote ocupó el extremo de la cadena que arrastraba la fila de cautivos, fue el último en saltar al agua, para que las olas, llenas de sargazos, le acariciaran las piernas y los pies antes de marcar su huella en la arena, y dejar sellado así la entrada de esclavos a Cuba.

   Allí los esperaba Julián Zulueta, le pagó al capitán la mercancía, y este, junto a su hijo y a otros marineros, abordó el bote que los llevaría de nuevo al barco.

    ─¡Allez, ramez! –ordenó Pierre antes de lanzar una nostálgica mirada a la masa de negros desembarcados en tierra, tratando inútilmente de descubrir al muchacho con el que estuvo a punto de satisfacer el deseo, por tanto tiempo, oculto y reprimido.

   Los esclavos fueron conducidos a unos improvisados albergues de paredes de yagua y techos de guano ocultos en un monte cerca del trapiche Dolores y les dieron de comer del primer rancho que tendrían en la isla.

    Al día siguiente, cuando Don Julián volvió para chequear la mercancía, percibió el mal olor mucho antes de llegar al lugar donde se encontraban, y es que, el sazonado caldo con grasa de cerdo, a la que aquellos infelices no estaban acostumbrados, los enfermó del estómago, y habían tenido deposiciones pestilentes  por donde quiera.

    ─¿Cómo voy a vender estos negros cagados? –exclamó Julián Zulueta y ordenó que los llevaran al riachuelo cercano para que se bañaran y lavaran la ropa.

    Sucias y apestosas como estaban, las hembras no dejaban de ser, al menos, una visión apetitosa para sus guardianes, guajiros toscos y primitivos; y ellas fueron las primeras en ser conducidas hasta la poceta.

   ─¡Miren para acá! –le dijo uno de aquellos hombres a sus compañeros. Sostenía a alguien de espalda y por los hombros, y cuando los demás miraron, lo hizo girar para que lo vieran de frente.

    ─¡Una hembra con huevos y rabo! –exclamó uno de los peones.

     ─¡No seas comemierda! –dijo el capataz del grupo─ ¿No ves que este es macho?

   Y como si hubiera tenido la culpa del supuesto engaño, al infeliz le dieron el primer bofetón de los muchos que recibiría en su condición de esclavo.

   ─Y yo que la iba a tirar al suelo para subírmele arriba –lanzó con burla quien lo había descubierto.

    Tuvieron que esperar tres días para comenzar la venta clandestina de aquellos seres. En ese tiempo, murieron dos viejos y los dos únicos niños que había en la partida.

    ─No voy a sacar ni los gastos –se quejó Julián Zulueta, pero con buenos argumentos aprendidos en su larga experiencia de vendedor de seres humanos, unas veces regateando y otras cediendo en el precio pedido, fue saliendo de la carga.

    Faustino fue comprado, junto con otros dos jóvenes, por don Miguel Capirote, un gallego empobrecido, a quien solo le quedaba una pequeña colonia de caña, cerca del poblado de Meneses. Con aquella inversión, para la que usó todo el capital en efectivo que le quedaba, pensaba mejorar sus negocios. Fue él quien le dio nombre cristiano a Faustino y, como era la ordenanza de la época, su apellido.

    Don Miguel, en compañía de un mayoral, se llevó a los tres negros por los trillos del monte para no ser visto. Llegaron de noche. Una esclava les dio de comer a los encadenados antes de que los encerraran en la parte que quedaba en pie del antiguo barracón, y allí se tiraron en el suelo a dormir.

   Al día siguiente, en las primeras horas del alba, cuando el sol sólo se anunciaba en un enrojecido horizonte, los despertaron y los sacaron fuera para que tomaran un tazón de agua caliente con azúcar y comieran unos galletones antes de repartir las guatacas para desyerbar la caña que nacía. A los nuevos esclavos les mantuvieron los grilletes en los pies para que no pudieran escapar y así se los llevaron para el cañaveral.

    Los otros dos negros que habían venido con Faustino, procedían de una etnia africana diferente, y por tanto hablaban otra lengua; el resto de la dotación había nacido en Cuba, así que el joven no tenía con quién comunicarse. Se sentía infeliz y desdichado, pero no por ello, dejaba de mirar con asombro aquel mundo totalmente nuevo y desconocido para él.

   La primera mujer blanca que Faustino vio en su vida fue a la esposa de don Miguel Capirote. Ocurrió al mediodía, cuando los regresaron al batey de la finca. Ella estaba en la cocina de la casa y salió un momento al patio. Faustino se maravilló al verla y, a un descuido del mayoral, se salió de la fila y se le acercó dando traspiés por culpa de los grilletes.

   La mujer no se había percatado, pero el revuelo de las gallinas la hizo levantar la vista y ver al joven. El susto la dejó inmóvil, pero cuando este trató de olerla de cerca, reaccionó y gritó. El mayoral ya venía corriendo y lo apartó con brusquedad.

    ─No se asuste, doña –y a manera de justificación por su negligencia, aclaró─: Es que es de los que llegaron anoche.

   La esposa de Capirote entró a la carrera para la casa y cerró la puerta de la cocina.

    ─Vamos, negro. Apártate –le gritó el mayoral─. Ni esa ni ninguna blanca es para ti –le dijo mientras lo empujaba, pero Faustino sin entender el significado de aquellas palabras, comenzó a danzar, dándose en el pecho con los puños y, más que cantar, emitía unos sonidos guturales con los que los hombres de su tribu excitaban sexualmente a las mujeres en los rituales de cópula colectiva. Y por el resto de su vida la mujer blanca fue la única imagen que tuvo para la satisfacción de sus ímpetus masculinos.

    De nada valieron el látigo y el cepo. La señora no se podía dejar ver de Faustino, pues este se excitaba y quería acercársele.

    ─Lo voy a capar –amenazaba don Miguel─. ¡Por mi madre que lo voy a capar!

    La pobre mujer vivía asustada y de noche no podía dormir. Como si tuviera un sentido fuera de lo normal, quizás el olfato, siempre que la esposa se preparaba para atender a los reclamos sexuales del marido, Faustino lo percibía y comenzaba a aullar y a gritar palabras que nadie entendía, pero que todos imaginaban lo que significaban. Entonces el mayoral tenía que venir a amarrarlo, pues se tornaba agresivo y se tiraba una y otra vez contra la puerta del barracón.

    Don Miguel, agobiado por los problemas económicos de los que no lograba salir, no sabía cómo enfrentar aquella insólita situación. Ya los esclavos habían dejado de serlo, y por lo tanto no los podía vender. Lo había inscrito en el registro de patrocinado, como si hubiera sido un antiguo esclavo suyo, pero sin hablar castellano y aún medio salvaje, cualquiera descubriría el engaño.

    El mayoral, temeroso de matarlo si cumplía los castigos que el amo le ordenaba, se limitaba a tratar de mantener controlado al joven. Puesto de acuerdo con una de las mujeres del barracón, propició que el muchacho se acostara con esta, para ver si se tranquilizaba, pero Faustino, que ya había aprendido algunas palabras en castellano, dijo:

    ─Negra no. Blanca.

   La solución, sin saber, se la trajo Tomás Delgado a Capirote. Necesitado de hombres para cortar una abundante cosecha de arroz que ya se desgranaba, vino en nombre de su tío Pepe para que le alquilara algunos patrocinados. Don Miguel aceptó gustoso.

    ─Este ―dijo cuando le entregó a Florentino―, no deja vivir a mi esposa.

    ─Yo sé lo que es estar obsesionado por una mujer. Me lo traigo.

    Faustino permaneció durante varios años al amparo de Tomás, pues don Miguel Capirote no quiso que volviera a su finca. La madre de Tomás fue quien le enseñó a hablar castellano y le cambió hábitos y costumbres, como decía ella, «de mono de la selva» por otros «de cristiano». Tomás, por su parte, lo adiestró en el trabajo del campo y le transmitió los conocimientos que tenía acerca de la cría de animales y del cultivo de la tierra.

    ─Los mameyes hay que cogerlos en menguante.

     También en aquella casa, decía mi madre que Faustino oyó quejas por otros abusos e injusticias, diferentes a los cometidos con él, pero no menos infames. Supo que también Cuba era esclava y que había que liberarla de España, y aunque estas ideas iban más allá de lo que podía entender, él procedía de una tribu de guerreros y no dudó en acompañar a Tomás a la guerra cuando llegó el momento.

   Faustino Capirote prefería combatir desde el suelo. Usaba sólo el caballo para las marchas y los asaltos, pero enseguida que estaba dentro de las filas enemigas, desmontaba y usaba a la bestia en hábiles estratagemas, pues lo mismo salía o se ocultaba por debajo del animal, que lo usaba de escudo o lo saltaba y caía al otro lado. Desde niño lo habían adiestrado a usar las dos manos, así que con la derecha manejaba la lanza de caña brava, mientras que en la izquierda blandía el machete. Forma tan original de combatir desorientaba a los soldados españoles y lo convertía en un hombre muy temible. Siempre trataba de situarse cerca de Tomás, y en más de una ocasión lo ayudó a salir de algún lance peligroso Cuando tocaban retirada, Faustino caía a horcajadas sobre su caballo y con sus descubiertos talones, golpeaba los ijares al animal y galopaba al lado de su capitán.

     A pesar de su valor en el combate, nunca alcanzó grado militar alguno, pues no tenía dotes para dirigir y conservaba muchas actitudes tribales, por ejemplo, venerar y obedecer ciegamente a Tomás, a quien consideraba un jefe patriarcal, más que a un oficial. Por eso, Faustino no se perdonaba el no haber llegado a tiempo para impedir que remataran a su oricha Olodofi después de que una bala lo derribara.

    Sin la presencia de este, decía mi madre que Faustino no peleó con el mismo ímpetu, pues el concepto de libertad del país estaba muy por encima de su entendimiento.  Cuando lo licenciaron, volvió a la finca de donde había salido; allí levantó una rústica choza de paredes de yagua y techo de guano y comenzó a trabajar para la viuda de Tomás como guardián de las tierras y los animales, pues su interés era haber seguido en la pelea y no volver a los trabajos agrícolas que consideraba de mujeres.

   Por eso, cuando el 20 de mayo de 1912 estalló la Guerra de los Independientes de Color, Faustino accedió a unirse al grupo de negros que Pepín Delgado, uno de los primos mulatos de Tomás, organizó y mandó a alzarse por la serranía del noreste de la provincia.

  El levantamiento fue rápidamente sofocado en todo el país, y si bien la represión a la población campesina negra y mestiza fue feroz en la zona oriental del país, los negros de Yaguajay, Mayajigua y Meneses también sufrieron de abusos y represalias. A pesar de que Pepín Delgado, con beneficio para su prestigio político, supo pactar a tiempo la rendición de los beligerantes, Faustino Capirote se negó a presentarse a las autoridades y por varios años se dedicó al bandolerismo. Las acusaciones de revuelta armada, robo, saqueo y asesinato, además de las numerosas violaciones de campesinas, fueron los motivos esgrimidos por la Guardia Rural que lo apresó, para, sin juicio alguno, lincharlo en pleno monte.

―¡Blancas! ―dicen que gritó con satisfacción antes de que halaran la soga que, cruzada por sobre un gajo de guácima, tenía anudada al cuello ꟷ. ¡Nunca con negras!