El viejo Próspero había ido a la herrería y pasó por la casa antes de seguir para la finca. Salió de buen ánimo, pero llegó molesto.
—Maruca, controla a esa muchachita.
—¿Qué está haciendo Carmencita? —preguntó la esposa secándose las manos en un paño para disponerse a buscar a la nieta.
—¿Qué va a estar haciendo? —y como no era una pregunta para que se la respondiera, él mismo se contestó—:Tú bien sabes que la sangre de esa niña, no es buena.
A Escamillo, el segundo de los varones de este matrimonio, nunca le gustó el trabajo en el campo y enseguida que creció, se fue para la capital a probar fortuna y pronto consiguió trabajo como carnicero.
Los sábados por la noche comenzó a frecuentar un salón de baile, donde se compraban tiques para bailar con las mujeres que allí laboraban, y siempre lo hacía con la misma.
—No sé cómo te acepto para bailar —se quejó Carmucha un mes después de haber conocido a Escamillo—,como casi no tomas, no cobro comisión, y después, cuando nos vamos, no quieres pagar por lo otro.
—Okey —aceptó Escamillo botando el chicle que mascaba—. Baila con quien tú quieras, pero al final te voy a esperar para irnos a templar.
Durante un tiempo, el joven durmió en la misma carnicería donde trabajaba, y cuando logró alquilar una habitación con baño en un pasaje, Carmucha pensó que finalmente, quien se decía su novio, la sacaría del salón de baile y se la llevaría a vivir con él. Tuvo que quedar embarazada para que Escamillo se viera en el compromiso de recogerla y reconocerla como su mujer.
—Si es varón, le pongo mi nombre.
Pero si hasta ese momento la relación de ellos había sido bien placentera por el mero disfrute del sexo, los problemas de la vida diaria, el aburrimiento de la cotidianeidad y las molestias de la preñez les cambiaron el buen llevar, hasta que Carmucha tomó la determinación de irse. Con la hija, le sería difícil trabajar de noche, por lo que finalmente un día desapareció de improviso, dejándole una nota a Escamillo.
"Guajiro carnicero:
Me voy para ganarme la vida con lo único que sé hacer: bailar... ¡Ah!, y a vender tragos y cigarros. Ahí te dejo el producto del escupitajo con el que un día me ensuciaste por dentro.
Y firmó, no con su nombre verdadero, sino con uno del que se apropió:
La bailarina española
Escamillo no tuvo otra opción que cargar con la niña y llevársela a los padres para que se la criaran.
Carmencita siempre que el grupo de varones la llamaba, dejaba a sus amiguitas y se marchaba a donde ellos. Sabía para lo que era e iba, porque le gustaba oír las conversaciones que acostumbraban a tener, pero trataba de darse su lugar y no siempre se dejaba manosear:
—Si es para hablar de relajo, me voy.
—No —le dijo Ulises, y le señaló a Agrio——. Es para presentarte al nuevo marido de la puerca de doña Circe.
Antes los amagos de golpes que hacía el burlado, de momento la tropa se dispersó riéndose, pero pronto volvió a reunirse para seguir la broma.
—Estás bravo —ripostó Agrio—, porque tu turno fue después de mí y te tocó embarrarte de lo que le dejé a la puerca.
—¡Oigan a este! —exclamó Ulises dirigiéndose al grupo, para después hacerlo directamente a Agrio—: Si a ti lo único que te sale es orine.
Y de nuevo la risa del colectivo.
—Me voy —afirmó Carmencita con el ademán de alejarse—, pues ustedes están hablando cochinadas.
—Sí, cochinadas —dijo Latino echándosele encima a Agrio mientras gruñía como un cerdo— Cruch, cruch...
Ulises le propuso que no se fuera, pues iban a hablar de algo que sí le gustaría. Y se pusieron a fantasear con lo que harían en la cama cuando fueran adultos y se casaran.
Estos fueron sus amigos del barrio durante la infancia, y lo siguieron siendo a medidas que fueron creciendo, aunque con la adolescencia las conversaciones y los juegos cambiaron.
—Carmencita, ven acá —la llamó Ulises, el mayor del grupo, desde el interior de una caseta en el traspatio de su casa. La haló por el brazo, y ella no ofreció resistencia.
—¿Qué quieres?
—Que te me pegues un poquito para que sientas como la tengo —le dijo y la atrajo hacia él, acercándole su pelvis a la de ella.
—¡Ay, que nos van a ver! —alegó la muchacha, aunque sabía que allí y a esa hora nadie los descubriría, pues no era la primera vez que se metían en aquel cuarto de desahogo para acariciarse; y una vez más se dejó besar el cuello y los labios.
Ulises le levantó la saya y se abrió la portañuela.
—Quítate el blúmer.
—Pero solo por fuerita —le exigió Carmencita mientras se despojaba de la prenda interior.
El muchacho comenzó a moverse, sintiendo en su miembro la humedad del sexo de la adolescente hasta que fueron sus eflujos los que la mojaron a ella.
—¿Cuándo me vas a dejar que te la meta?
—Nunca.
Unos años más tarde, fue José Cabo, el dueño de la bodega, el primero en hacer lo que todos los mozalbetes del pueblo habían intentado sin éxito. Este no era ningún jovencito inexperto y supo cómo actuar. Primero fueron palabras tiernas y promesas de amor y, cuando vio que le aceptaba aquella palabrería melosa, pasó a temas eróticos que a Carmencita le encendían la sangre y le provocaban ricitas nerviosas.
—El lunes te voy a llevar a pasear —le comunicó en una oportunidad.
Como Carmencita le aceptó la invitación, él le indicó que inventara una buena excusa en su casa para pasarse el día fuera.
—Maruca, el lunes voy a ir al cementerio a llevarle flores al abuelo, y de ahí sigo a El Paraíso, pues Celestina me tienen invitada a pasarme el día con ellas.
—Regresa temprano —le pidió la abuela—. No te dejes coger la noche por esos caminos.
En el lugar acordado, José Cabo apartó el carro a la orilla de la carretera, se bajó y levantó el capó del auto para simular un desperfecto, pero enseguida que Carmencita salió del escondite y se subió, él volvió a su asiento detrás del timón, y fueron a dar a una posada en la cabecera del municipio.
—Aquí vamos a poder estar tranquilo.
—José Cabo, quiero decirte algo.
—¿Qué, mi vida?
—Yo soy virgen.
A José Cabo aquello lo tomó de sorpresa, pues no se lo esperaba. Pero si era cierta la afirmación de Carmencita, como hombre considerado, debía comportarse con suma delicadeza. Llevó a la muchacha a la cama y después de desnudarla, la estuvo excitando de diferentes y variadas formas hasta que ella, desesperada, le pidió que culminara la posesión.
—No eras señorita.
—Te juro que sí.
—Te entró fácil, no te dolió y no sangraste, así que a mí no me reclames por tu honra.
Ante las irrefutables evidencias, José Cabo se sintió ofendido por el engaño y defraudado por no haber sido quien la desvirgara. Carmencita se puso a llorar y no quiso seguir allí.
—Eres señora —le dijo en el viaje de regreso al pueblo—. Deberías cambiarte el nombre, pues ya el Carmencita de niña inocente no te queda bien.
Carmen pensó mucho en lo ocurrido y supuso que producto de haberse dejado pasar por fuera el rabo de casi todos los muchachos del pueblo, la vagina se le dilató hasta abrírsele totalmente sin haberse dado cuenta. Pero no conforme con esa conclusión, se confesó con el viejo médico del pueblo.
—Tienes —le diagnosticó el galeno después de reconocerlaꟷ un himen que permite la entrada del pene sin romperse.
"¡Tanto que me lo cuidé inútilmente!", pensó.
Pero lejos de alegrarse de su situación, ella lo interpretó como una mala formación en sus genitales; lo que, unido a otra razón, la hizo entrar en una etapa de apatía sexual y depresión.
Todos sus amigos de infancia y compañeros de juegos sexuales de la adolescencia se fueron casando con sus novias, y ella no era más que una solterona de muy mala reputación. El último en contraer matrimonio fue Ulises y vino a verla unos días antes de la boda.
—¿Qué quieres?
—Que me dejes hacer lo que nunca me permitiste y llegar al fondo de la cosa.
—Para eso te tienes que casar conmigo.
Ulises creyó que Carmen estaba jaraneando y le rio la gracia.
—¿Tú estás loca?
Pero Carmen no estaba bromeando y rompió a llorar desconsoladamente, pues en ese momento comprendió que nadie la quería más que para el sexo.
—Vete, Ulises. Lárgate de mi vida.
Meses estuvo recluida en su hogar. En ese tiempo falleció la abuela Maruca, y se sintió más sola y desamparada que nunca, por lo que en más de una ocasión pensó en el suicido como solución a sus problemas.
Para su suerte, en el sombrío laberinto en que se encontraba, apareció una luz al final del túnel que la podía sacar de aquella mazmorra social.
Solsticio era un pariente de su abuela, había abierto una peletería en la cabecera del municipio y, a pedido de su señora madre, un día llegó a la casa de Carmen para interesarse por Maruca.
—Ella falleció hace un año.
—¡Cuánto lo siento! —logró articular aún medio turbado.
Carmen pensó que era por la noticia recibida, pero después él le confesó que había sido por la impresión de verla aparecer: alta, bonita, con una figura de Venus y, sobre todo, con unas piernas gruesas y bien tornadas, pues para él, esta parte de las mujeres eran un fetiche de fascinación. Al final de la visita, Solsticio le preguntó que si podía volver en algún otro momento.
—Cuando usted guste —le dijo de manera mimosa.
Solsticio era un hombre de baja estatura y feo; con un aspecto muy poco agraciado, pues poseía un cuerpo desproporcionado, algo barrigón y medio zambo. La calva de la parte superior de la cabeza la intentaba tapar con el pelo del costado, por lo que a cada momento debía estárselo acomodando con la mano. A Carmen no le gustaba como hombre, pero como era culto y muy agradable, no le molestaba atenderlo cada vez que venía a visitarla.
—Yo casi que te doblo la edad —le dijo en una oportunidad tomándole la mano—, pero si me acepta, nos casamos cuando tú quieras, y pongo todos los zapatos de mi establecimiento a tus pies.
—¡Ay, Solsticio!, usted me honra con su proposición, pero hay un problema.
Aquel anuncio de Carmen lo preocupó, pero estuvo dispuesto a solucionar lo que fuera:
—Si quiere me lo dice.
—Es que es algo muy íntimo.
—Yo soy un caballero y como tal sabré comportarme.
Carmen le explico que el médico del pueblo le había descubierto una mala formación en la vagina, con un virgo hueco.
—Himen complaciente —dijo Solsticio, pues sabía de qué se trataba—, pero eso no es un problema para mí.
La primera sorpresa de Carmen, después de efectuada la boda, fueron las dimensiones del falo de Solsticio. El siguiente descubrimiento lo hizo estando en la cama con su marido, pues este era un experimentado e insaciable amante que la dejó exhausta en la primera noche de boda.
—Eres un loco —le dijo cuando ya iba a amanecer, y Solsticio se le acercó con intenciones de seguir la bacanal.
—Tú todavía no sabes nada —le aseguró él con picardía e intentó meterse de cabeza entre sus piernas, pero ella la detuvo:
—¿Sabes, una cosa?
Solsticio se limitó a sacar la cara y apoyar la barbilla sobre el vello púbico de la mujer para oír qué le iba a decir.
—Me gustaría cambiarme el nombre. De niña era Carmencita, cuando crecí, me dijeron Carmen y ahora que soy tu esposa, quisiera que me llamaran de otra forma.
—¿Qué te parece, Carmucha? —le sugirió Solsticio, pero no esperó respuesta y volvió a lo que un momento antes intentó hacer.
—¡Sí, me gusta! —exclamó Carmucha con un largo suspiro al momento que ponía las muslos sobre los hombros de su marido para facilitarle el cabeceo.
Tres días estuvieron en el motel del balneario y poco salieron de la habitación, pues pedían la comida allí para no perder tiempo vistiéndose e ir al restaurante. Como la boda se había efectuado con mucha rapidez, no tuvieron tiempo de acondicionar una casa donde vivir y prefirieron permanecer en la habitación que Solsticio tenía alquilada en el hotel Plaza, donde residían varios matrimonios sin hijos y otras varias personas.
Carmucha se pasaba el día sin nada que hacer, solo reponiéndose de las contiendas nocturnas con su marido. A Solsticio le gustaba decir obscenidades mientras realizaba el acto carnal y acostumbró a la esposa a que ella lo hiciera. También le hacía detalladas historias de sus experiencias sexuales anteriores, y quiso saber las de ella.
—No me digas que tú no aprovechaste ese himen especial y complaciste a los hombres que te desearon.
—No —fue la respuesta contundente y molesta que le dio la esposa.
—No te pongas brava —le rogó el marido cuando la atrajo para acariciarle los senos—. Pero quiero que sepas, que si lo hubieras hecho, a mí no me importaría, y sí me excitaría que me lo contarás.
Poco a poco Carmucha fue entendiendo la expresión de su marido de que "ella no sabía nada" la primera vez que le dijo que él era un loco haciendo el amor, pues a cada momento se lo demostraba y la asombraba.
—¿A ti te gusta la pornografía?
—Yo no sé qué es eso.
A la semana Solsticio se apareció con una revista llena de fotos de hombres y mujeres desnudos realizando todo tipo de prácticas sexuales.
—¿Esto qué cosa es? —preguntó Carmucha ante una imagen que no logró descifrar.
—Coito anal —le dijo su marido—. A mí no me gusta hacerlo, pero fuera bueno que te prepararas para tenerlo.
—Aquí hay dos mujeres y un hombre.
Solsticio le quitó la revista, pasó varias páginas y le mostró otra foto:
—Mira esta. Dos hombres con una mujer.
Pareció un comentario insignificante, pero Solsticio tenía un propósito y de a poco fue preparando las condiciones para llegar a él.
En el hotel se hospedaba un mulato que ocupaba un cuarto del segundo piso. Laboraba como dependiente en la farmacia y era un hombre pulcro, apuesto y cortés, pero con unos ojos chispeantes, que sabía usar para hacer miradas provocadoras.
—Parece que tú le gustas —le dijo Solsticio una tarde que coincidieron en el restaurante del hotel, y sin esperar algún comentario de Carmucha, agregó—: Una noche de esta, lo voy a invitar a que vaya a nuestra habitación a tomar café.
La noche en cuestión no se demoró en llegar. Mientras tomaban el café, Solsticio se mostró muy cariñoso con la esposa, se la sentó en las piernas, le dio alguna nalgada al pasar y terminó por preguntarle al visitante si no era verdad que su mujer era muy hermosa. Este afirmó al momento de saborearse con la lengua el café sobre los labios, pues era la señal convenida. Solsticio se ofreció para ir a comprar una botella de vino y los dejo solos, oportunidad que el hombre aprovechó para acercársele a Carmucha y comenzar a acariciarla.
—Cuidado, que mi marido va a regresar.
—No te preocupes —le dijo—. Ya nosotros nos pusimos de acuerdo para los tres compartir la cama—pero ante la cara de estupor de Carmucha, le preguntó—: ¿Él no te dijo nada?
Solsticio no se lo había consultado. Ello la molestó, pues de nuevo se sintió utilizada. Tuvo la intención de negarse, pero los dientes de aquel hombre por su cuello, la excitaron, perdió la voluntad y, cuando el marido regresó, ya ella estaba preparada para la experiencia. Fue una noche de lujuria con muchas prácticas nunca antes ni siguiera imaginadas por Carmucha. Cuando el mulato se fue y el matrimonio quedó solo, Solsticio se limitó a comentar:
—Faltó un cuarto sujeto para que te llenara la boca.
Mientras más leña le echaba su marido, más fuego se le despertaba a Carmucha.
—A ti te hace falta acostarte con un negro bien prieto —le dijo Solsticio una noche que el mulato se despidió.
Pero ya Carmucha lo había hecho con el cocinero del hotel, de quien decían que no tenía blanco ni las niñas de los ojos, además de con otros muchos hombres de todas las razas y tipos que entraba por el día a su cuarto.
—Quería saber si era verdad que los chinos la tenían chiquita —le dijo al culí lavandero después de acostarse con él.
Fue el administrador del establecimiento quien le puso coto a aquellas prácticas lujuriosas e hizo que Carmucha cambiara el rumbo de su vida.
—Usted deja lo que está haciendo, señora —le expuso—, o me veré obligado a decirle a su esposo que tienen que abandonar el hotel.
—No te preocupes, lindo —le respondió con toda desfachatez dándole unas palmaditas en la cara.
A la mañana siguiente, cuando Solsticio fue para la peletería, Carmucha recogió sus cosas dispuesta a abandonar el hotel, pero antes de hacerlo, le escribió una nota a su marido que le dejó encima de la cama para que la leyera cuando regresara:
Equinocio:
Te agradezco mucho todo lo que me enseñaste, pero te dejo. Además de himen complaciente, tengo fuego uterino y me voy para tratar de encontrar un buen cuerpo de bomberos que me lo apague.
Y firmó, no con su nombre, sino con uno nuevo que se inventó:
Primavera.
Es raro Luis, la literatura erótica que he leído, como el propio Decamerón no deja de recrear cierta doble moral, en ese caso relacionada con la iglesia y la sociedad de entonces. Estaba pensando que este cuento tuyo a pesar de tener un lenguaje tan directo y sencillo no deja de ser un reflejo de un ambiente y un erotismo muy de contexto y de época. Al principio pensé que no me atraparía, pero me atrapó. Eres un buen narrador.Comparte el link en fb.
ResponderEliminarMe alegro que, finalmente, mi cuento te haya atrapado. Si sigues leyendo los cuentos que iré colgando cada semana, verás que, aparte del erotismo (mero gancho), hay otros cuestionamientos sociales, incluyendo, en uno de ellos, a la iglesia.
EliminarNo soy adepta a la literatura erótica, pero tu narrativa siempre es atrapante y con una gratificante carga de humor.
ResponderEliminarGracias por tu comentario. En mis cuentos, si los sigues lenyendo, verás que los que tienen de erótico no es más que para abordar otros asuntos.
EliminarHola Luis!
ResponderEliminarGrato verbo el tuyo, atrapa pensamientos y despierta emociones.
Gracias por compartir.
Abrazo.
Hola querido Luis, siempre he dicho que eres un excelente escritor, un narrador maravilloso pero... no me atrapa el tema. Será que te prefiero como te conocí: escritor de LIJ. Abrazos.
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