sábado, 25 de abril de 2020

Tú for ever

    ─Eleto… Eleto.

    La mujer entró presurosa al cubículo del hospital donde su padre yacía sobre una cama. El esposo se puso de pie, la recibió con un beso y, antes de que le preguntara, la abrazó para decirle:

   ─Tu papá está terminando.

   Ella dejó su bolso sobre la mesita junto al lecho, miró al anciano y con cariño le pasó la mano por la cabeza. El enfermo se mantenía inmóvil, con una tenue respiración, la que a cada momento se encortaba y parecía cesar.

    ─Hace una hora, dos veces dijo un nombre, pero no lo entendí ─hizo una pausa y preguntó a manera de comentario─. ¿Será verdad que los seres queridos fallecidos, vienen a buscar a quienes va a morir?

    ─¿Diría mamá, papá o mencionó a mami?

    ─No ─afirmó el esposo─. Era otro nombre, pero no lo entendí.

 

    ¿Te acuerdas cuando nos vimos por primera vez? Yo lo tengo presente como si hubiese sido hoy. Muchas veces, durante mi vida, cuando quería recordarte sólo necesitaba cerrar los ojos para verte como te vi aquel día. Te puedo describir cómo ibas vestido. Seguro que tú no te acuerdas, pero yo sí. Voy a empezar de abajo hacia arriba, ¿te parece?

    Unos mocasines carmelitas, de los llamados estilo apache, muy de moda en aquellos tiempos; después yo me compré unos iguales a los tuyos. Un pantalón vaquero, con el falso ancho, doblado hacia arriba. Me imagino que te estás sonriendo, pues piensa que como se usaban así, yo lo digo; pero no es por eso. Es porque te tengo como en una foto en mi memoria. Llevabas una camisa de listas anchas, verdes, sobre un fondo blanco, al igual que tus dientes, blancos, parejos, aunque quizás algo grandes para tu cara; siempre sonriente, y por eso achinabas los ojos. Por último, tu abundante pelo negro ensortijado. Como se acercaba el fin de curso, aunque te exigían estar bien rapado, no te pelaste, porque sabías que estabas lindo con tu pelo negro crespo, semejante a un oso de peluche.

    Me imagino que con las arrugas y los pellejos de los años, ya los ojos se te dejaron de ver. Yo también siempre los tuve pequeños, y ahora, la mayor parte del tiempo los mantengo cerrados, pues así recuerdo mejor los pasajes de mi vida; pero ninguna escena la tengo tan clara como el día que te vi por primera vez.

    Se terminó el curso, y mis primos volvían del colegio donde, como tú, estaban pupilos, y donde yo iría en tres meses más. La familia, o sea el abuelo, mis tíos, sus esposas, mi mamá y yo fuimos a la estación de ferrocarriles a esperarlos.

    La llegada del tren a un pueblo pequeño siempre era motivo de incertidumbre, y se esperaban con ansiedad, pues no se sabía qué sorpresa podía traer. Si mi papá o alguno de mis tíos era el que regresaba de la capital de la provincia, la espera era por ver qué muñequitos me traería, si de Lulú, El Pato Donald, Tom y Jerry…. Mis primos se burlaban de mí y decían que yo era muy infantil para mi edad; ellos eran mayores que yo, y tenían caracteres diferentes al mío. Yo siempre fui más tranquilo, fantasioso y me entretenía jugando solo con cualquier bobería.

    Ese día, como eran mis primos los que llegarían para sus vacaciones de verano, no esperaba sorpresas, y ni por la mente me cruzó que en el tren podría venir algo tan importante para mi vida, como tú.

    Rogelito y Miguel Ángel descendieron y abrazaron a los padres. Detrás lo hiciste tú, pues los ayudabas a bajar las maletas. Permaneciste junto a la escalerilla del vagón, ya que el tren sólo iba a estar detenido allí unos pocos minutos. Miguel Ángel, tu compañero de aula, fue quien nos presentó. Fue entonces cuando te miré con detenimiento, y en mi cerebro se grabó la instantánea de tu figura. Me diste la mano sin fijarte mucho en mí, pues te ocupabas del equipaje. Yo comencé a sentir una turbación nunca antes vivida; no sabía si era realidad o  sueño, si respiraba o no; fue como si un rayo invisible me hubiera paralizado cuando te vi, y creo que de sopetón dejé de ser el muchachito infantil que decían mis primos, pero sin saber entonces a qué etapa de la vida había llegado.

     El conductor sonó el silbato avisando que el tren se pondría en marcha. Miguel Ángel y tú se despidieron con un abrazo, y, creo que como un acto inconsciente, también me abrazaste a mí. Fue un contacto muy breve de nuestros cuerpos, pero siempre he pensado que fue entonces cuando verdaderamente tuviste conciencia de mí, y yo entré en ti. Ya en la escalerilla del coche me miraste, y lo que debió ser un instante se prolongó por horas y días. Tus ojos sobre mí, pegados a los míos, absorbiéndome, y me comentaste como una loa a Dios, un ensalmo contra males, un canto de esperanza, un himno de gloria, que el próximo curso seríamos compañeros en el colegio.

    La caravana de vagones fue desfilando por delante de mí, pero sólo te veía a ti, a riesgo de caerte, parado en la escalerilla diciéndome adiós, porque era a mí a quien te dirigías; y yo te estuve viendo mucho tiempo después que el tren se perdiera en la distancia.  

    Cuando, alguna vez, te recordé ese momento, tú insistías en que dijiste que sería compañero de aula de Yago, tu hermano, quien también comenzaría a estudiar Bachillerato el próximo curso. Yo estoy seguro de que no fue así, y me alegro que no hubieses malogrado aquella despedida mencionando a tu hermano, pues Yago ya tendría tiempo de sobra para estropear nuestra amistad.

    Yo vivía ansioso de que llegara el momento de irme con mis primos para el colegio de la capital; a ellos siempre los admiré y tuve como el ideal perfecto a quien imitar. Ellos me querían y cuidaban como el hermano menor que ninguno tuvo. Mi abuelo engendró tres hijos, y cada uno de ellos, un hijo varón, por eso decía que nuestro apellido era sólo de hombres; mis primos lo eran y yo aspiraba a ser como ellos. Fui feliz cuando supe que había aprobar el examen de ingreso al Bachillerato, pues iría al mismo colegio de Rogelio y Miguel Ángel.  Creo que en el fondo de la admiración por mis primos había una dosis de envidia, y los imitaba en todo. Y tú eras el amigo de mis primos y el primero mío fuera del ámbito social en el que hasta ese momento me había desenvuelto, un amigo de otra parte del país, y por eso importante y significativo.

    Así que, a partir de aquella tarde en la estación de ferrocarril, ya no tuve más pensamientos que para imaginarme llegando al colegio y que me saludaras dándome la mano, o mejor, un abrazo de bienvenida. Conté día a día el tiempo que iba faltando para aquel momento, sin siguiera imaginar la dicha de que te vería antes de lo pensado.

    Era costumbre que los amigos de colegio se convidaran a sus hogares en las vacaciones, y  la invitación para Miguel Ángel no se hizo esperar. Quise ir, pero, según me explicó mi madre, no se vería bien que Miguel Ángel me llevara con él a una casa extraña, donde ni siguiera la familia me conocía. Tuve que conformarme a esperar por septiembre para el inicio del curso. Sin embargo, Miguel Ángel me trajo a su regreso el mayor regalo que me hubiera podido hacer. En dos semanas más, tú llegarías a pasar unos días con nosotros.

    Mi abuelo vivía en la casa de Miguel Ángel, y decidieron que tú durmieras en la mía para que sus ronquidos no te molestaran. Mi cuarto era amplio y siempre tuvo una cama lista por si algún pariente de paso necesitaba pasar la noche; así, que tú dormirías cerca de mí, y ya eso me hizo sentir feliz.

    Mi mamá me advirtió que no debía estar todo el tiempo con Miguel Ángel y su amigo, pero tú no te moviste a ningún sitio sin invitarme a ir con ustedes. Y cuando de noche, se quedaban conversando hasta tarde en el portal, yo permanecía como un perrito faldero prácticamente echado a tu lado, oyéndoles las historias del colegio.

   Dos cosas importantes ocurrieron durante tu estancia. Una fue la noche en que tuve una pesadilla. Parece que grité o algo así, pues te despertaste y quisiste saber qué me pasaba. Había sido un mal sueño y no me quedaba de nuevo dormido; me volviste a hablar para indagar si tenía miedo, y a la vez te dije que sí y que no. Me sentía impresionado por la pesadilla, pero no creí prudente confesarte mi miedo, pero ya había dicho que sí. Tú me contaste que cuando te pasaba a ti, te metías en la cama de tu hermano y así te volvías a dormir; entonces me preguntaste si quería que te acostaras conmigo. Alegué que la cama era estrecha y no íbamos a caber los dos, pero tú sugeriste que podíamos hacerlo si nos juntábamos bien; y así lo hicimos.

    Aunque el tiempo que compartimos el mismo lecho, prácticamente abrazados, lo hicimos sin maldad alguna y con la pureza de dos castos serafines, por la mañana, cuando nos despertamos, me pediste que no lo comentáramos, pues a lo peor, mis padres no lo encontraran bien. Será un secreto entre tú y yo, dijiste, y yo me limité, como un corderito domesticado, a mover la cabeza afirmativamente.

   El otro hecho significativo en el que de nuevo me protegiste, fue durante el viaje al río; también allí fuiste el detonante de una extraña sensación, totalmente desconocida para mí, pero que apareció para incorporarse de por vida a mis deseos. Al llegar, dijiste que llevabas puesto tu short debajo del pantalón, y Miguel Ángel te explicó que acostumbraban a bañarse desnudos, pues era un lugar donde no transitaban mujeres, ni había casas cercanas de vecino. Tú no tuviste ningún reparo y te quedaste frente a mí como Dios te trajo al mundo. Bueno, no exactamente, pues supongo que desde tu nacimiento a la fecha algunas de tus apariencias tuvieron que cambiar; y no tenías el  vello púbico que para entonces te ascendía provocativamente hasta el ombligo.

   Yo estaba acostumbrado a ver sin ropa a mis primos y a los amigos del pueblo con los que íbamos al río, y nunca sus partes púdicas me despertaron interés alguno, pero contigo fue distinto, pues, aunque igual a los demás, eras diferente, y te mostrabas para mí completo, total, sin tapujos ni secretos; solo cubierto por tu acaramelada piel.

    Tu cuerpo me despertó un desasosiego inusitado. Se me atravesó  un nudo en la garganta que me cortó la respiración. Me ericé todo, las piernas se me aflojaron y las carnes no cesaron de temblarme. A partir de verte desnudo, te concebí pleno, pues ¿qué otra cosa podrías tener oculta para mí?

    Sin embargo, me faltaba otro regalo. Todos los muchachos corrían y se tiraban al agua, y tú no hiciste menos. Te viraste, y fue entonces que te vi por detrás para saber que poseías encantos aún escondidos, nunca antes visto por mí: tus nalgas. Igual a las de los demás, cansado yo de ver las de otros sin encontrar ningún atractivo particular en ellas, pero las tuyas, no. Fueron a mi vista como una codiciada ofrenda a dioses paganos de secretas apetencias; redondas, firmes, y con el vello brotándote entre la línea de separación, para ascender y esparcirse por la cintura de la espalda.

    Ante aquellas masas de carnes bamboleantes en tu carrera hasta la margen del río, quedé como hipnotizado, con unos irrefrenables deseos de tocártelas, a pesar de la enseñanza de mi padre, de mis tíos y de mi abuelo de que los hombres no se dejaban tocar las nalgas, ni se le tocaban a otro hombre. Pero a mí no me importó lo tantas veces repetido en una familia donde únicamente nacían varones. Sólo cuando desapareciste en las aguas, desperté del letargo producido por un fuerte estupefaciente visual.

   Desde el río, me animaron a que me metiera, pero si con los amigos del pueblo y mis primos no me daba pena mostrarme desnudo, no me animaba a que me vieras en franco desarrollo, sin haber alcanzado aún las características de un muchacho adulto. Mi pequeño pene se estiraba, también mi escroto, y unos pocos pelos ya rodeaban mis genitales, pero no sé por qué pensé que podrías defraudarte de mí al verme en aquellas condiciones, aún de etapa infantil, en el proceso de mi maduración física.

    Dije que no me iba a bañar desnudo, se rieron de mí, y hasta pretendieron quitarme la ropa, pero viniste en mi ayuda, como un caballero medieval, solo que la lanza te colgaba entre las piernas, y el escudo era tu propio pecho. Propusiste que me bañara con el calzoncillo puesto, y como eras el visitante, los demás se plegaron a tu sugerencia, así que no dude en complacerte.

    Me quité solo el pantalón y me tiré al río. Después de un rato jugando y nadando, me insinuaste que, para no ser menos que los demás, me quedara desnudo, pues dentro del agua, nadie me vería. Acepté hacerlo, pero antes debía demostrarte cómo yo daba la vuelta en el aire antes de caer al agua. La vuelta de carnero me dijiste que le decían en tu zona, y me reí, pues aquí también se le llamaba así.

    Salí. Me paré en el lugar idóneo y salté para la más bella y perfecta vuelta de carnero que he dado en mi vida, pues era para ti. Me aplaudiste, y yo en reciprocidad, me quité el calzoncillo y, sin salir del agua, lo puse en la orilla para que se fuera secando. Finalmente, cuando planearon combatir a caballito, perdí el pudor por mi desnudez, pues tú te quedarías sin jugar, y terminé a horcajadas sobre tus hombros. Los mayores y más robustos servían de sostén, y los de menos peso forcejeábamos encima, intentando derribar al contrario. Para ello, al igual que hicieron los demás, te metiste por debajo del agua entre mis piernas, y cuando me acomodé, emergiste la cabeza y parte del tronco; yo me afincaba con las piernas alrededor de tu torso, y tú me las sostenías fuertemente, mientras yo batallaba. Si nos tumbaban, caímos los dos juntos; y tú, solícito, me ayudabas a salir para que, en medio de la risa, respirara. En una ocasión me pasaste la mano por la cara para secármela, y a partir de ahí, yo me dejé vencer todas las demás veces con facilidad.

    Después de aquel juego donde tus manos recorrían mis piernas, y yo, a horcajas y desnudo, descansaban en tu nuca, no tenía sentido que me cubriera, pero lo hice con mucho recato. Nadé hasta donde se hallaba mi calzoncillo, y me lo puse para salir del río.

   Esa noche, cuando nos acostamos, y mis padres apagaron las luces de la casa, me dijiste en un susurro que si tenía pesadillas, no dudara en llamarte, pero tuve mucho miedo de tenerlas.

   Fue una feliz semana a tu lado. Por el día, debía compartirte con Miguel Ángel y con Rogelio, también con el resto de los amigos del pueblo que fuiste conociendo, pero por la noche eras sólo para mí. Demorábamos en dormirnos relatándonos los acontecimientos del día; una y otra vez, nos dábamos las buenas noches dispuestos a callarnos, pero cuando tú o yo nos acordábamos de algo, por insignificante que fuera, volvíamos a conversar.

   Lo triste fue el día de la partida. Nos despedimos en el mismo sitio donde nos conocimos. Antes de llegar el tren me anunciaste que el verano próximo me invitarías a tu pueblo. Había una piscina en la que, como iban mujeres, no podríamos bañarnos desnudo, me dijiste y sonreíste con picardía. Finalmente, antes de subir la escalerilla del tren, me abrazaste y, en el oído, para que nadie te oyera, juraste que me ibas a extrañar mucho. Yo también, pude decirte lo mismo con la voz entrecortada; pero sólo entrecortada, pues en mi familia siempre me enseñaron que los hombres no lloran.

    Después, por la ventanilla, nos dijiste adiós a todos y me recordaste, como una promesa, que a principio de septiembre nos encontraríamos en el colegio.

   El plantel de la capital fue mucho más transcendental en mi vida que lo imaginado por mí. Fue como nacer, salido de la cálida placenta de mi familia, mi hogar y mi pequeño pueblo, y entrar en un mundo nuevo lleno de luces y sombras, donde tuve que aprender a independizarme, solucionar múltiples problemas, simples y cotidianos, pero que hasta entonces alguien había resuelto para mí, y ni siquiera sabía de su existencia; y otros asuntos más serios y embarazosos. Comencé allí mi proceso de socialización para la adultez.

    El primer escollo que confronté y, en no muy largo plazo, sufrir, fue tu hermano Yago. De sobras sabes que no te pareces en nada a él, ni en lo físico, ni en lo espiritual. Yago, sin ser extremadamente feo, posee un rostro repulsivo; lo sabe y quizás por ello viva amargado. Tampoco estuvo nunca conforme con la estatura que tenía, y como yo era la diana de su rencor, no me perdonaba que fuera más alto que él.

     Desde el primer momento que nos encontramos, y tú me lo presentaste, la ola de rebote fue mutua, y supimos que nunca íbamos a hacer amigos; rechazo que se acrecentó en contra mía a partir de que comprobó el nivel de comunicación verbal y espiritual que teníamos tú y yo.

    Si nuestro encuentro y relación durante el verano en mi pueblo tuvo un carácter preponderadamente de atracción física, con el erotismo al alcance de la mano, a punto de alcanzarnos, el colegio nos brindó la oportunidad de acercar nuestras almas. La mayor parte del día, nuestras miradas se buscaban constantemente, y eran nuestros ojos los que se comunicaban, pues no compartíamos aulas ni horario en el comedor; en el dormitorio y en las numerosas filas que había que hacer para todo, el silencio era obligatorio. Solo en los recesos entre clases en el patio central, nos podíamos hablar, pero aquí el tiempo era corto, había que comprar la merienda y se compartía más con los compañeros de aula.

   Los domingos, nos guardábamos asientos en los ómnibus cuando nos llevaban a misa a la parroquia, vistiendo nuestros trajes de gala, con los que parecíamos novios a punto de casarnos. Pero el momento de mayor esparcimiento que teníamos era en el tiempo de la noche, después de comer y antes de pasar a los salones de estudio; y tú y yo, como imán y metal, nos buscábamos.

     Teníamos un lugar preferido. Uno de los bancos debajo de los álamos a un costado del patio. Allí, noche a noche, nos sentábamos a conversar. Fue la época en que verdaderamente nos conocimos, compartiendo nuestras, hasta ese momento, cortas historias de vida, contándonos de nuestras familias, confesándonos nuestros miedos, nuestros sueños. En muchas ocasiones tuvimos el deseo de tocarnos, al menos cogernos las manos, pero en el patio del colegio, a la vista de todos y con los patrones de pecado que nos estaban inculcando, era algo totalmente prohibido.

   A veces por la tarde, cuando había tiempo para la práctica libre de deportes, se organizaban competencias de lucha. Ni a ti ni a mí nos gustaba participar en ellas, pues no nos queríamos arriesgar abrazándonos en el contacto físico de los cuerpos, demasiado intenso en esos combates; ni nos gustaba vernos mutuamente ciñéndonos a otro que no fueras tú o que no fuera yo. Pero Yago me provocaba, y no siempre lograba evadirlo.

   Tu hermano era más fuerte que yo, pero menos corpulento, así que nuestras lidias eran parejas. Él descargaba toda la furia que le provocaba tu preferencia social para conmigo; yo, la rabia que me despertaban sus constantes críticas y burlas. Furia y rabia que crecían cuando uno de los dos lograba vencer al otro, o quedaban acumuladas si los jueces del ruedo decretan empate.

    Con el tiempo, el flanco de sus ataques llegó hasta ti. Primero de manera solapada, llamándote con algún apodo feo cuando estabas conmigo, metiéndose en el medio de los dos, para entorpecer nuestra conversación y no perder oportunidad para ridiculizarte; después, y aunque nunca me lo confesaste, comenzó a criticar abiertamente que fueras mi amigo.

    Aquella luna de miel de nuestras almas duró exactamente ciento cuatro días, los que mediaron desde el arribo al colegio e inicio del curso, hasta la salida para las vacaciones de Navidad. En enero, al regresar de nuevo al plantel, tú eras otro. No. Otro no. Eras el mismo, pero con otra conducta para conmigo. ¿Qué pudo hacer Yago durante ese tiempo en tu hogar, con tus padres, para que te vieras obligado a evadirme?

   Tú, siempre cortés, afectuoso y sonriente, pero nunca más nuestros encuentros en el banco preferido, nuestro banco, debajo de los álamos. Como los alumnos de primer año comíamos primero, me quedé con las chicharritas de plátano guardadas en mi mano para cuando tú fueras a entrar al comedor. Aunque los hombres no lloran, muchas noches lo hice, cuando me despertaba con pesadillas sin tenerte a ti para que te acostaras a mi lado. Me compré un par de mocasines apaches y los usé hasta que un día mi padre me los botó, pues le daba pena que yo anduviera con aquellos zapatos viejos y rotos con los que te recordaba y me sentí dentro de ti.

    Compartimos cuatro cursos en aquel colegio sin confesarnos abiertamente nuestros sentimientos. En ese primer verano, ni en ninguno de los siguientes, llegó la invitación para irme a bañar a la piscina de tu pueblo; y tú siempre declinaste la que Miguel Ángel te hizo: uno, dos años, hasta que se aburrió.

    Al regresar de las primeras vacaciones estivales, Yago contó que él, siendo menor que tú, fue quien te llevó a un prostíbulo para que te acostaras con una mujer; recuerdo exactamente la frase que en su vulgaridad usó: "para que estrenaras el machete". Supongo que así confiaba que tú hubieras aprendido cuál era el rol sexual que te correspondía desempeñar en la vida.

    A mí también, pues era costumbre de la época, me llevaron a iniciarme con una prostituta. Cuando estaba realizando el acto carnal, se me ocurrió pensar que podría estar contigo, y tuve la duda con respecto a la posición que entonces me correspondería: ¿la que en ese momento desempeñaba como macho cabrío o tendría el rol de la receptiva mujer? Pero no había opción, y pensando en ti, la poseí con tal dulzura, que al final la puta me dijo que dijo que nunca antes un cliente la había tratado con tanta ternura.

    Al tú graduarte, y yo terminar mi cuarto año de Bachillerato, el nuevo gobierno en el país cerró los colegios particulares. Matriculé en el Instituto de Segunda Enseñanza en la capital de la provincia y me fui a vivir a una casa de huéspedes. Tú, comenzarías en la Universidad, y te recomendé mi mismo hospedaje; hablamos con la dueña, y te dio capacidad. Pero nunca llegaste.

    Tu familia decidió que, ante los cambios sociales, políticos y económicos que se estaban produciendo en el territorio nacional, era preferible que tú y tus hermanos se fueran a los Estados Unidos.

   La primera vez nos separó Yago; después, por segunda y de manera definitiva, la vida, el destino, la política, o vaya uno a saber qué mierda fue. Nunca más te he visto, pero no te he dejado de amar ni un segundo de mi vida, porque aunque nunca te lo dije, yo te amé desde el día en que te vi en la estación de trenes de mi pueblo

    ¿Te acordarás tú de mí?

    Muchas veces me he preguntado si soy homosexual. Debo serlo para haber estado enamorado toda la vida de otro hombre, pero si lo soy, soy un homosexual muy extraño, pues nunca he sentido atracción espiritual, y mucho menos física, por otro individuo de mi mismo sexo.

    Me casé, rompí la tradición de los hombres en mi familia, pues tuve dos hijas, y cinco nietos y nietas. Hace unos años, enviudé de la mujer que quise, con la que compartí mi vida por más de cuarenta años y me hizo muy feliz.

    Cuando tuve la oportunidad de viajar a los Estados Unidos para visitar a mi hija mayor, procuré saber de ti; y lo que son los azares del destino, fue precisamente a través de tu hermano Yago que me llegó

la información de que estabas vivo, que te habías casado, que trabajabas…, en fin, las cosas normales de la vida. Pero nunca logré verte y ni siguiera hablarte por teléfono; dos años después supe de tu muerte.

   A veces me da por pensar qué hubiera sido de nosotros, de nuestra amistad, si los tiempos hubieran sido otros, como los de ahora, en que tantas cosas antes prohibidas, como el amor entre dos hombres, actualmente se aceptan como algo normal. ¿Hubiéramos tenido relaciones sexuales? ¿Hubiéramos vivido juntos? Y como la imaginación es infinita, me respondo afirmativamente y pienso cuán diferente hubiera sido todo.

    Ahora, que me toca partir a mí, y si es verdad que los seres queridos fallecidos lo vienen a buscar a uno, te estoy llamando a ti, pues si en la vida no pudimos estar juntos, quiero que lo estemos en la eternidad de la muerte.

   ─Eleto… Eleto.

 

domingo, 19 de abril de 2020

FUEGO DE PRIMAVERA

    El viejo Próspero había ido a la herrería y pasó por la casa antes de seguir para la finca. Salió de buen ánimo, pero llegó molesto.
    —Maruca, controla a esa muchachita.
    —¿Qué está haciendo Carmencita? —preguntó la esposa secándose las manos en un paño para disponerse a buscar a la nieta.
    —¿Qué va a estar haciendo? —y como no era una pregunta para que se la respondiera,  él mismo se contestó—:Tú bien sabes que la sangre de esa niña, no es buena.
     A Escamillo, el segundo de los varones de este matrimonio, nunca le gustó el trabajo en el campo y enseguida que creció, se fue para la capital a probar fortuna y pronto consiguió trabajo como carnicero.
     Los sábados por la noche comenzó a frecuentar un salón de baile, donde se compraban tiques para bailar con las mujeres que allí laboraban, y siempre lo hacía con la misma.  
      —No sé cómo te acepto para bailar —se quejó Carmucha un  mes después de haber conocido a Escamillo—,como casi no tomas, no cobro comisión, y después, cuando nos vamos, no quieres pagar por lo otro.
    —Okey —aceptó Escamillo botando el chicle que mascaba—. Baila con quien tú quieras, pero al final te voy a esperar para irnos a templar.
     Durante un tiempo, el joven durmió en la misma carnicería donde trabajaba, y cuando logró alquilar una habitación con baño en un pasaje, Carmucha pensó que finalmente, quien se decía su novio, la sacaría del salón de baile y se la llevaría a vivir con él. Tuvo que quedar embarazada para  que Escamillo se viera en el compromiso de recogerla y reconocerla como su mujer.
    —Si es varón, le pongo mi nombre.
    Pero si hasta ese momento la relación de ellos había sido bien placentera por el mero disfrute del sexo, los problemas de la vida diaria, el aburrimiento de la cotidianeidad y las molestias de la preñez les cambiaron el buen llevar, hasta que Carmucha tomó la determinación de irse. Con la hija, le sería difícil trabajar de noche, por lo que finalmente un día desapareció de improviso, dejándole una nota a Escamillo.
   "Guajiro carnicero:
     Me voy para ganarme la vida con lo único que sé hacer: bailar... ¡Ah!, y a vender tragos y cigarros. Ahí te dejo el producto del escupitajo con el que un día me ensuciaste por dentro.
     Y firmó, no con su nombre verdadero, sino con uno del que se apropió:
                La bailarina española
      Escamillo no tuvo otra opción que cargar con la niña y llevársela a los padres para que se la criaran.
     Carmencita siempre que el grupo de varones la llamaba, dejaba a sus amiguitas y se marchaba a donde ellos. Sabía para lo que era e iba, porque le gustaba oír las conversaciones que acostumbraban a tener, pero trataba de darse su lugar y no siempre se dejaba manosear:
     —Si es para hablar de relajo, me voy.
     —No —le dijo Ulises, y le señaló a Agrio——. Es para presentarte al nuevo marido de la puerca de doña Circe.
    Antes los amagos de golpes que hacía el burlado, de momento la tropa se dispersó riéndose, pero pronto volvió a reunirse para seguir la broma.
    —Estás bravo —ripostó Agrio—, porque tu turno fue después de mí y te tocó embarrarte de lo que le dejé a la puerca.
    —¡Oigan a este! —exclamó Ulises dirigiéndose al grupo, para después hacerlo directamente a Agrio—: Si a ti lo único que te sale es orine.
    Y de nuevo la risa del colectivo.
    —Me voy —afirmó Carmencita con el ademán de alejarse—, pues ustedes están hablando cochinadas.
    —Sí, cochinadas —dijo Latino echándosele encima a  Agrio mientras gruñía como un cerdo— Cruch, cruch...

     Ulises le propuso que no se fuera, pues iban a hablar de algo que sí le gustaría. Y se pusieron a fantasear con lo que harían en la cama cuando fueran adultos y se casaran.
    Estos fueron sus amigos del barrio durante la infancia, y lo siguieron siendo a medidas que fueron creciendo, aunque con la adolescencia las conversaciones y los juegos cambiaron.
     —Carmencita, ven acá —la llamó Ulises, el mayor del grupo, desde el interior de una caseta en el traspatio de su casa. La haló por el brazo, y ella no ofreció resistencia.
    —¿Qué quieres?
    —Que te me pegues un poquito para que sientas como la tengo —le dijo y la atrajo hacia él, acercándole su pelvis a la de ella.
    —¡Ay, que nos van a ver! —alegó la muchacha, aunque sabía que allí y a esa hora nadie los descubriría, pues no era la primera vez que se metían en aquel cuarto de desahogo para acariciarse; y una vez más se dejó besar el cuello y los labios.
     Ulises le levantó la saya y se abrió la portañuela.
    —Quítate el blúmer.
    —Pero solo por fuerita —le exigió Carmencita mientras se despojaba de la prenda interior.
     El muchacho comenzó a moverse, sintiendo en su miembro la humedad del sexo de la adolescente hasta que fueron sus eflujos los que la mojaron a ella.
     —¿Cuándo me vas a dejar que te la meta?
    —Nunca.
     Unos años más tarde, fue José Cabo, el dueño de la bodega, el primero en hacer lo que todos los mozalbetes del pueblo habían intentado sin éxito. Este no era ningún jovencito inexperto y supo cómo actuar. Primero fueron palabras tiernas y promesas de amor y, cuando vio que le aceptaba aquella palabrería melosa, pasó a temas eróticos que a Carmencita le encendían la sangre y le provocaban ricitas nerviosas.
    —El lunes te voy a llevar a pasear —le comunicó en una oportunidad.
     Como Carmencita le aceptó la invitación, él le indicó que inventara una buena excusa en su casa para pasarse el día fuera.
     —Maruca, el lunes voy a ir al cementerio a llevarle flores al abuelo, y de ahí sigo a El Paraíso, pues Celestina me tienen invitada a pasarme el día con ellas.
    —Regresa temprano —le pidió la abuela—. No te dejes coger la noche por esos caminos.
    En el lugar acordado, José Cabo apartó el carro a la orilla de la carretera, se bajó y levantó el capó del auto para simular un desperfecto, pero enseguida que Carmencita salió del escondite y se subió, él volvió a su asiento detrás del timón, y fueron a dar a una posada en la cabecera del municipio.
     —Aquí vamos a poder estar tranquilo.
    —José Cabo, quiero decirte algo.
    —¿Qué, mi vida?
    —Yo soy virgen.
    A José Cabo aquello lo tomó de sorpresa, pues no se lo esperaba. Pero si era cierta la afirmación de Carmencita, como hombre considerado, debía comportarse con suma delicadeza. Llevó a la muchacha a la cama y después de desnudarla, la estuvo excitando de diferentes y variadas formas hasta que ella, desesperada, le pidió que culminara la posesión.
    —No eras señorita.
    —Te juro que sí.
    —Te entró fácil, no te dolió y no sangraste, así que a mí no me reclames por tu honra.
    Ante las irrefutables evidencias, José Cabo se sintió ofendido por el engaño y defraudado por no haber sido quien la desvirgara. Carmencita se puso a llorar y no quiso seguir allí.
    —Eres señora —le dijo en el viaje de regreso al pueblo—. Deberías cambiarte el nombre, pues ya el Carmencita de niña inocente no te queda bien.
    Carmen pensó mucho en lo ocurrido y supuso que producto de haberse dejado pasar por fuera el rabo de casi todos los muchachos del pueblo, la vagina se le dilató hasta abrírsele totalmente sin haberse dado cuenta. Pero no conforme con esa conclusión, se confesó con el viejo médico del pueblo. 
       —Tienes —le diagnosticó el galeno después de reconocerlaꟷ un himen que permite la entrada del pene sin romperse.
    "¡Tanto que me lo cuidé inútilmente!", pensó.
    Pero lejos de alegrarse de su situación, ella lo interpretó como una mala formación en sus genitales; lo que, unido a otra razón, la hizo entrar en una etapa de apatía sexual y depresión.
     Todos sus amigos de infancia y compañeros de juegos sexuales de la adolescencia se fueron casando con sus novias, y ella no era más que una solterona de muy mala reputación. El último en contraer matrimonio fue Ulises y vino a verla unos días antes de la boda.
    —¿Qué quieres?
    —Que me dejes hacer lo que nunca me permitiste y llegar al fondo de la cosa.
    —Para eso te tienes que casar conmigo.
    Ulises creyó que Carmen estaba jaraneando y le rio la gracia.
    —¿Tú estás loca?
   Pero Carmen no estaba bromeando y rompió a llorar desconsoladamente, pues en ese momento comprendió que nadie la quería más que para el sexo.
     —Vete, Ulises. Lárgate de mi vida.
    Meses estuvo recluida en su hogar. En ese tiempo falleció la abuela Maruca, y se sintió más sola y desamparada que nunca, por lo que en más de una ocasión pensó en el suicido como solución a sus problemas.
    Para su suerte, en el sombrío laberinto en que se encontraba, apareció una luz al final del túnel que la podía sacar de aquella mazmorra social.
     Solsticio era un pariente de su abuela, había abierto una peletería en la cabecera del municipio y, a pedido de su señora madre, un día llegó a la casa de Carmen para interesarse por Maruca.
    —Ella falleció hace un año.
    —¡Cuánto lo siento! —logró articular aún medio turbado.
    Carmen pensó que era por la noticia recibida, pero después él le confesó que había sido por la impresión de verla aparecer: alta, bonita, con una figura de Venus y, sobre todo, con unas piernas gruesas y bien tornadas, pues para él, esta parte de las mujeres eran un fetiche de  fascinación. Al final de la visita, Solsticio le preguntó que si podía volver en algún otro momento.
     —Cuando usted guste —le dijo de manera mimosa.
    Solsticio era un hombre de baja estatura y feo; con un aspecto muy poco agraciado, pues poseía un cuerpo  desproporcionado, algo barrigón y medio zambo. La calva de la parte superior de la cabeza  la intentaba tapar con el pelo del costado, por lo que a cada momento debía estárselo acomodando con la mano. A Carmen no le gustaba como hombre, pero como era culto y muy agradable, no le molestaba atenderlo cada vez que venía a visitarla.
    —Yo casi que te doblo la edad —le dijo en una oportunidad tomándole la mano—, pero si me acepta, nos casamos cuando tú quieras, y pongo todos los zapatos de mi establecimiento a tus pies.
    —¡Ay, Solsticio!, usted me honra con su proposición, pero hay un problema.
    Aquel anuncio de Carmen lo preocupó, pero estuvo dispuesto a solucionar lo que fuera:
     —Si quiere me lo dice.
    —Es que es algo muy íntimo.
    —Yo soy un caballero y como tal sabré comportarme.
    Carmen le explico que el médico del pueblo le había descubierto una mala formación en la vagina, con un virgo hueco.
    —Himen complaciente —dijo Solsticio, pues sabía de qué se trataba—, pero eso no es un problema para mí.
    La primera sorpresa de Carmen, después de efectuada la boda, fueron las dimensiones del falo de Solsticio. El siguiente descubrimiento lo hizo estando en la cama con su marido, pues este era un experimentado e insaciable amante que la dejó exhausta en la primera noche de boda.
     —Eres un loco —le dijo cuando ya iba a amanecer, y Solsticio se le acercó con intenciones de seguir la bacanal.
    —Tú todavía no sabes nada —le aseguró él con picardía e intentó meterse de cabeza entre sus piernas, pero ella la detuvo:
    —¿Sabes, una cosa?
    Solsticio se limitó a sacar la cara y apoyar la barbilla sobre el vello púbico de la mujer para oír qué le iba a decir.
    —Me gustaría cambiarme el nombre. De niña era Carmencita, cuando crecí, me dijeron Carmen y ahora que soy tu esposa, quisiera que me llamaran de otra forma.
    —¿Qué te parece, Carmucha? —le sugirió Solsticio, pero no esperó respuesta y volvió a lo que un momento antes intentó hacer.
    —¡Sí, me gusta! —exclamó Carmucha con un largo suspiro al momento que ponía las muslos sobre los hombros de su marido para facilitarle el cabeceo.  
    Tres días estuvieron en el motel del balneario y poco salieron de la habitación, pues pedían la comida allí para no perder tiempo vistiéndose e ir al restaurante. Como la boda se había efectuado con mucha rapidez, no tuvieron tiempo de acondicionar una casa donde vivir y prefirieron permanecer en la habitación que Solsticio tenía alquilada en el hotel Plaza, donde residían varios matrimonios sin hijos y otras varias personas.
    Carmucha se pasaba el día sin nada que hacer, solo reponiéndose de las contiendas nocturnas con su marido. A Solsticio le gustaba decir obscenidades mientras realizaba el acto carnal y acostumbró a la esposa a que ella lo hiciera. También le hacía detalladas historias de sus experiencias sexuales anteriores, y quiso saber las de ella.
    —No me digas que tú no aprovechaste ese himen especial y complaciste a los hombres que te desearon.
   —No —fue la respuesta contundente y molesta que le dio la esposa.
    —No te pongas brava —le rogó el marido cuando la atrajo para acariciarle los senos—. Pero quiero que sepas, que si lo hubieras hecho, a mí no me importaría, y sí me excitaría que me lo contarás.
    Poco a poco Carmucha fue entendiendo la expresión de su marido de que "ella no sabía nada" la primera vez que le dijo que él era un loco haciendo el amor, pues a cada momento se lo demostraba y la asombraba.
    —¿A ti te gusta la pornografía?
    —Yo no sé qué es eso.
    A la semana Solsticio se apareció con una revista llena de fotos de hombres y mujeres desnudos realizando todo tipo de prácticas sexuales.
    —¿Esto qué cosa es? —preguntó Carmucha ante una imagen que no logró descifrar.
    —Coito anal —le dijo su marido—. A mí no me gusta hacerlo, pero fuera bueno que te prepararas para tenerlo.
    —Aquí hay dos mujeres y un hombre.
    Solsticio le quitó la revista, pasó varias páginas y le mostró otra foto:
    —Mira esta. Dos hombres con una mujer.
    Pareció un comentario insignificante, pero Solsticio tenía un propósito y de a poco fue preparando las condiciones para llegar a él.
    En el hotel se hospedaba un mulato que ocupaba un cuarto del segundo piso. Laboraba como dependiente en la farmacia y era un hombre pulcro, apuesto y cortés, pero con unos ojos chispeantes, que sabía usar para hacer miradas provocadoras.
    —Parece que tú le gustas —le dijo Solsticio una tarde que coincidieron en el restaurante del hotel, y sin esperar algún comentario de Carmucha, agregó—: Una noche de esta, lo voy a invitar a que vaya a nuestra habitación a tomar café.
    La noche en cuestión no se demoró en llegar. Mientras tomaban el café, Solsticio se mostró muy cariñoso con la esposa, se la sentó en las piernas, le dio alguna nalgada al pasar y terminó por preguntarle al visitante si no era verdad que su mujer era muy hermosa. Este afirmó al momento de saborearse con la lengua el café sobre los labios, pues era la señal convenida. Solsticio se ofreció para ir a comprar una botella de vino y los dejo solos, oportunidad que el hombre aprovechó para acercársele a Carmucha y comenzar a acariciarla.
    —Cuidado, que mi marido va a regresar.
    —No te preocupes —le dijo—. Ya nosotros nos pusimos de acuerdo para los tres compartir la cama—pero ante la cara de estupor de Carmucha, le preguntó—: ¿Él no te dijo nada?
     Solsticio no se lo había consultado. Ello la molestó, pues de nuevo se sintió utilizada. Tuvo la intención de negarse, pero los dientes de aquel hombre por su cuello, la excitaron, perdió la voluntad y, cuando el marido regresó, ya ella estaba preparada para la experiencia. Fue una noche de lujuria con muchas prácticas nunca antes ni siguiera imaginadas por Carmucha. Cuando el mulato se fue y el matrimonio quedó solo, Solsticio se limitó a comentar:
    —Faltó un cuarto sujeto para que te llenara la boca.
    Mientras más leña le echaba su marido, más fuego se le despertaba a Carmucha.
    —A ti te hace falta acostarte con un negro bien prieto —le dijo Solsticio una noche que el mulato se despidió.
    Pero ya Carmucha lo había hecho con el cocinero del hotel, de quien decían que no tenía blanco ni las niñas de los ojos, además de con otros muchos hombres de todas las razas y tipos que entraba por el día a su cuarto.
     —Quería saber si era verdad que los chinos la tenían chiquita —le dijo al culí lavandero después de acostarse con él.
    Fue el administrador del establecimiento quien le puso coto a aquellas prácticas lujuriosas e hizo que Carmucha cambiara el rumbo de su vida.
    —Usted deja lo que está haciendo, señora —le expuso—, o me veré obligado a decirle a su esposo que tienen que abandonar el hotel.
     —No te preocupes, lindo —le respondió con toda desfachatez dándole unas palmaditas en la cara.
     A la mañana siguiente, cuando Solsticio fue para la peletería, Carmucha recogió sus cosas dispuesta a abandonar el hotel, pero antes de hacerlo, le escribió una nota a su marido que le dejó encima de la cama para que la leyera cuando regresara:
  
Equinocio:
                  Te agradezco mucho todo lo que me enseñaste, pero te dejo. Además de himen complaciente, tengo fuego uterino y me voy para tratar de encontrar un buen cuerpo de bomberos que me lo apague.
     Y firmó, no con su nombre, sino con uno nuevo que se inventó:
                                                                         Primavera.


PRESENTACIÓN


Como seguro tú conoces, Giovanni Boccaccio se aprovechó de la epidemia de la peste bubónica o peste negra que azotó a Italia entre 1351 y 1353  para imaginar a un grupo de jóvenes que, refugiados en una villa a las afueras de Florencia y con el objetivo de entretenerse, cada noche se cuentan las historias que conforman su libro Decamerón.

Hoy, una pandemia mundial nos azota, y para evitar la contaminación con el nuevo corona virus, debemos permanecer recluidos en nuestros hogares; es por ello que me motivé a abrir este blog, donde puedas leer algunos de mis textos no publicados hasta el momento. De ahí su nombre: Historias no leídas.

Para hacer honor al Decamerón, comenzaré publicando los cuentos que conforma un libro inédito cuyo título no puedo poner aquí, pero que imagino te van a gustar, porque se relacionan con uno de los dos instintos que posee el hombre para perpetuar la especie, y que no es precisamente el de la alimentación.